¡Muerte a secuestradores!

Regreso a Bogotá para grabar mis programas de televisión y en el fin de semana siguiente estoy de vuelta en Medellín. Este patrón se repetirá durante quince meses, los más felices de mi vida y, según Pablo, los más plenos de la suya. Lo que ambos ignoramos es que aquel tiempo tan breve contendrá los últimos días perfectos y leves de cada una de nuestras existencias.

—Tienes mis once aviones y mis dos helicópteros a tu disposición. Y puedes pedirme todo lo que quieras. Todo, mi amor. ¿Qué necesitas para empezar?

Le respondo que sólo voy a necesitar uno de sus aviones para traer a mi asistente y al camarógrafo de vuelta. Quiero hacer algunas tomas que quedaron faltando y me gustaría hacerle algunas preguntas adicionales en otro escenario: un mítin político, quizás.

Una y otra vez insiste en que quiere darme un regalo fabuloso, diciendo que soy la única mujer que en la primera semana no le ha pedido nada. Me dice que escoja el penthouse más bello de Bogotá y el Mercedes que quiera.

—¿Y cómo los justificaría ante la Administración de Hacienda? ¿Y ante mis amigos, y mis colegas, y mi familia? Quedaría como una mantenida, mi amor. Además no manejo, porque si lo hiciera me darían prisión perpetua en la Cárcel de Choferes. Gracias, Pablo, pero tengo un pequeño Mitsubishi con conductor y no necesito más. Los autos nunca me han interesado ni impresionado; definitivamente, no tengo corazón de garaje y en este país un vehículo de lujo es sólo una invitación al secuestro.

Insiste tanto, que decido darle dos opciones: o un Pegaso igual al suyo —para el corazón de hangar que me estoy estrenando— o un millón de besos. Estalla en una carcajada y escoge la segunda, pero no empieza a contarlos de uno en uno sino de cien en cien, luego de mil en mil y, finalmente, de cien mil en cien mil. Cuando los completa en un par de minutos, lo acuso de ser un convicto ladrón de besos y le pregunto qué puedo regalarle yo a cambio. Tras pensarlo unos segundos, dice que podría enseñarle a dar buenas entrevistas, porque a lo largo de su vida va a tener que conceder más de una; elogia las mías, y pregunta cuál es el secreto. Le respondo que son tres: el primero es tener algo importante, interesante u original que decir; también algo ingenioso, porque a todo el mundo le gusta reír. En cuanto al segundo y al tercero, por ser yo una mujer lenta, me niego terminantemente a compartirlos en la primera semana.

Recoge el guante con una sonrisa entre pícara y culpable y me jura que, si le enseño mis secretos profesionales, él también me confiará algunos de los suyos.

A la velocidad del rayo respondo que el segundo consiste no en contestar a todo lo que el periodista pregunte, sino en decir lo que uno quiere; pero le insisto en que para jugar bien al tenis se necesitan años de práctica, es decir… años de fama. Por eso, alguien como él no debería conceder reportajes sino a los editores o directores de medios —que saben dónde termina la curiosidad y dónde comienza el insulto— o a periodistas amigos.

—Los toros de casta son para los buenos toreros y no para banderilleros. Finalmente, y como todavía eres lo que un interno de Hollywood llamaría un «civilian» te recomiendo, por el momento, no dar entrevistas sino a un maestro que conozca algunos de tus secretos profesionales y a pesar de ello te ame con todo el corazón. Y ahora sí vas a decirme cuándo fue que dejaste de robar lápidas y deshuesar autos robados para empezar a exportar «rapé». Porque eso es lo que realmente marca un hito en tu actividad filantrópica… ¿o no, mi amor?

Me mira ofendido y baja la vista. Sé que lo he tomado por sorpresa y que he traspasado un límite, y me pregunto si habré tocado su talón de Aquiles demasiado pronto. Pero sé también que Pablo nunca ha estado enamorado de una mujer de su edad o de mi clase y que, si vamos a amarnos en términos de completa igualdad, deberé enseñarle desde el primer día dónde termina la diversión de dos niños grandes y dónde comienza la relación entre un hombre y una mujer adultos. Lo primero que le hago ver es que para convertirse en senador tendrá que someterse al escrutinio de la Prensa y, en el caso suyo, a uno implacable.

—Bueno, ¿qué es lo que quieres saber? juguemos tenis, a ver… —dice levantando la cabeza en actitud desafiante.

Le explico que cuando salga al aire el programa del basurero todo el país va a preguntarse no sólo cómo hizo su fortuna sino cuál es el verdadero propósito de tanta generosidad. Y con una simple llamada a Medellín cualquier periodista va a poder averiguar en minutos un par de secretos a voces. Le advierto que los dueños de los medios van a tirar a matar cuando él empiece a zarandear con sus millones y sus obras a quienes les han dado de comer durante un siglo, y que su generosidad va a ser una bofetada para la mezquindad de casi todos los poderes establecidos de Colombia.

—Por suerte tienes una velocidad mental formidable, Pablo. Y puedes partir de la base de que ninguno de los grandes magnates colombianos podría confesar toda la verdad sobre el origen de su fortuna; por eso los superricos no dan entrevistas, ni aquí ni en ninguna parte del mundo. Lo que te diferencia de ellos son las dimensiones de tus obras sociales, y es a lo que vas a tener que recurrir cuando se te venga el mundo encima.

Entusiasmado, comienza a relatarme su historia: siendo todavía un niño, dirigió una masiva recolección de fondos para construir el colegio del barrio la Paz en Envigado, porque no tenía dónde estudiar, y el resultado fue un plantel para ochocientos alumnos. Ya de pequeño arrendaba bicicletas, de muchacho revendía autos usados y desde muy joven comenzó a especular con tierras en el Magdalena Medio. En un momento se detiene y pregunta si yo creo que todo eso es mentira; respondo que, aunque sé que es cierto, nada de eso puede ser el origen de una fortuna colosal y le pido que me cuente qué hacían su papá y su mamá. Responde que el primero era un trabajador en la hacienda del padre de Joaquín Vallejo, conocido dirigente industrial, y la segunda una maestra rural.

Le recomiendo que, entonces, comience respondiendo algo así como: «De mi padre, un honrado campesino antioqueño, aprendí desde muy niño la ética del trabajo duro y de mi madre, dedicada al magisterio, la importancia de la solidaridad con los más débiles». Pero le recuerdo que, como a nadie le gusta que insulten su inteligencia, debe irse preparando para el día en que, frente a una cámara y ante todo el país, alguna periodista canchera le pregunte:

—¿Cuántas lápidas de mármol se necesitan para una bicicleta nueva? o es al revés: ¿cuántas bicicletas de segunda se compran con una buena lápida, una de lujo, Honorable Padre de la Patria? Él dice que, sin vacilar un segundo, respondería:

—¿Por qué no va y averigua a cuánto salen ambas, y las clasifica usted misma y saca las cuentas? ¡Luego, consígase a un grupo de jovencitos que no tengan miedo de los difuntos ni del sepulturero y se metan al cementerio de noche y carguen con esas putas lápidas que pesan una tonelada!

Y yo exclamo que, ante argumentos tan lapidarios, ella no tendría más remedio que reconocer su talento único, su liderazgo nato, su valor heroico y su fuerza descomunal.

Pablo me pregunta si, de habernos conocido cuando era pobre y anónimo, me habría enamorado de él y, riendo, yo respondo que definitivamente no: ¡jamás nos hubiéramos conocido! A nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido presentarme a un hombre casado, porque mientras él lijaba lápidas yo salía con Gabriel Echavarría, el hombre más bello de Colombia e hijo de uno de los diez más ricos, y cuando él ya estaba deshuesando automóviles yo ya estaba saliendo con Julio Mario Santo Domingo, soltero, heredero de la fortuna más grande del país y el hombre más buen mozo de su generación.

Él comenta que, si esos son mis parámetros, entonces debo quererlo mucho. Y yo le confieso que, precisamente por las pautas de comparación que tengo, es que lo amo tanto. Con una caricia y una sonrisa agradecida, me dice que soy la mujer más brutalmente honesta y generosa que haya conocido, y por eso lo hago tan feliz.

Tras ensayar un sinnúmero de veces las respuestas, serias o hilarantes, que él daría para justificar públicamente sus donaciones, sus aviones y, sobre todo, sus jirafas, concluimos que el que va a necesitar parámetros contenidos en la lógica y utilizados hace 2 500 años por los griegos va a ser él: porque para justificar su fortuna deberá olvidarse de la «especulación con tierras en el Magdalena Medio» e ir pensando en algo así como «inversiones en finca raíz en Florida», aunque nadie le crea y aunque más adelante puedan caerle encima desde la DIAN en Colombia hasta el IRS y el Pentágono en Estados Unidos.

—La fama, buena o mala, es para siempre, mi amor. ¿Por qué no conservas, al menos por ahora, un bajo perfil y ejerces el poder desde la sombra, como hacen los capi di tutti capi en todo el mundo? ¿Para qué necesitas figurar, si es mejor ser tetramultimillonario que famoso? Y en Colombia la fama sólo trae consigo toneladas de envidia. Mírame a mí.

—¿A ti? ¡Pero si todas las mujeres de este país quisieran estar en tus zapatos!

Contesto que otro día, no hoy, conversaremos sobre eso. Le ruego que cambiemos de tema y le digo que me cuesta trabajo creer que el rescate de Martha Nieves Ochoa se hubiera logrado sólo a punta de «seguimiento, seguimiento». Parece sorprenderse con mi franqueza, y responde que de ese tema también hablaremos otro día.

Le pido que me explique qué es eso del MAS. Bajando la vista, y en tono lleno de determinación, empieza a contarme que «¡Muerte a Secuestradores!» fue fundado a finales de 1981 por los grandes narcotraficantes y tiene ya muchísimos adeptos entre los hacendados ricos y algunos organismos del Estado: el DAS (Departamento Administrativo de Seguridad), el B-2 del Ejército (Inteligencia Militar), el GOES (Grupo Anti Extorsión y Secuestro) y el F2 de la policía. Para que la plata de los ricos no se vaya para Miami —y la de sus socios y colegas no tenga que quedarse en el exterior— el MAS está decidido a acabar con una plaga que no existe sino en Colombia:

—Todos queremos invertir nuestro dinero en el país, ¡pero con esa espada de Damocles no se puede! Por eso no vamos a dejar un solo secuestrador libre: cada vez que agarremos a uno se lo vamos a entregar al Ejército para que disponga de él. Ningún narcotraficante quiere volver a pasar por lo que sufrí yo con el secuestro de mi padre, o lo que pasaron los Ochoa con el de su hermana, o la tortura que le tocó vivir en carne propia a mi amigo Carlos Lehder del Quindío. Todos se están uniendo en torno al MAS y a Lehder y haciendo aportes muy grandes: ya tenemos un ejército de casi 2 500 hombres.

Le sugiero que a partir de ahora, y dado que sus colegas son también agricultores, comerciantes, exportadores o industriales, trate de referirse siempre a ellos como «mi gremio». Le expreso mi horror por lo de su padre y pregunto si también logró liberarlo en tiempo récord.

—Sí, sí. Lo recuperamos sano y salvo, a Dios gracias. Más adelante te contaré cómo.

Ya voy aprendiendo a dejar para algún otro día las preguntas sobre lo que parecen ser métodos de rescate de excepcional contundencia y eficacia. Pero le expreso mi escepticismo sobre la capacidad del MAS para lograr esos mismos resultados en cada uno de los 3 000 secuestros que anualmente se producen en Colombia. Le digo que para acabar con todos los secuestradores tendría que hacerlo primero con varios grupos guerrilleros que suman más de 30 000 hombres; en un tercio de siglo el Ejército no sólo no ha podido con ellos, sino que su número de efectivos parece incrementarse con cada día que pasa. Le hago ver que los ricos tradicionales van a quedar felices con el MAS —porque no van a tener que poner un solo peso, ni una bala, ni una vida— mientras que él va a cargar con los costos, los enemigos y los muertos.

Se encoge de hombros y responde que eso lo tiene sin cuidado, porque lo único que le interesa es el liderazgo de su gremio y el respaldo de éste para apoyar a un gobierno que tumbe el Tratado de Extradición con Estados Unidos.

—En mi actividad, todo el mundo es rico. Ahora quiero que descanses y estés muy bella para la noche. Invité a dos de mis socios, mi primo Gustavo Gaviria y mi cuñado Mario Henao, y a un pequeño grupo de amigos. Me voy a revisar los trabajos finales de la cancha de futbol que estaremos regalando el próximo viernes. Allí conocerás a toda mi familia. Gustavo es como un hermano para mí; es inteligentísimo, y quien prácticamente maneja el negocio. Así yo tengo el tiempo para dedicarme a las cosas que me interesan de verdad: mis causas, mis obras sociales y… tus lecciones, amor.

—¿Cuál es tu siguiente objetivo… después del Senado?

—Por hoy ya te he contado muchas cosas y, para completar ese millón de besos faltantes, tú y yo vamos a necesitar como mil y una noches. Nos vemos más tarde, Virginia.

Un rato después escucho las aspas de su helicóptero alejándose sobre aquella vasta extensión que es su pequeña república, y me pregunto cómo va a hacer este hombre con corazón de león para compaginar todos esos intereses contradictorios y alcanzar metas de semejantes dimensiones en tan sólo una vida.

—Bueno, a su edad tiene todo el tiempo por delante… —suspiro, observando a una bandada de pájaros que también se pierden tras aquel horizonte que pareciera no tener límites.

Sé que estoy asistiendo al nacimiento de una serie de procesos que van a partir en dos la historia de mi país, que el hombre que amo va a ser el protagonista de muchos de ellos y que casi nadie parece haberse dado cuenta todavía. No sé si este ser que Dios o el Destino han puesto en mi camino —tan absolutamente seguro de sí mismo, tan ambicioso, tan apasionado por cada una de sus causas y por todo— va a hacerme llorar un día a mares como me hace reír ahora; pero tiene todos los elementos para convertirse en un líder formidable. Por suerte para mí, no es bello ni educado ni es un hombre de mundo: Pablo es, simple y llanamente, fascinante. Y me digo:

«Tiene la personalidad más masculina que yo haya conocido. Es un diamante en bruto y creo que nunca ha tenido una mujer como yo; voy a intentar pulirlo y a tratar de enseñarle todo lo que yo he aprendido. Y voy a hacer que me necesite como al agua en el desierto».

orla

Mi primer encuentro con los socios de la familia de Pablo tiene lugar esa noche en la terraza de la Hacienda Nápoles.

Gustavo Gaviria Rivero es impenetrable, silencioso, sigiloso, distante. Tan seguro de sí mismo como su primo Pablo Escobar Gaviria, este campeón de carreras automovilísticas raras veces sonríe. Aunque tiene la misma edad nuestra es, definitivamente, más maduro que Pablo. Desde que cruzo la primera mirada con aquel hombre pequeño y delgado de cabellos lisos y fino bigote, todo en él me advierte que no toca el tema de su negocio con civilians. Parece ser un gran observador y sé que está allí para evaluarme. Mi intuición me deja ver rápidamente que no sólo no está interesado en la figuración a la que Pablo aspira, sino que empiezan a preocuparle los exorbitantes gastos de su socio en proyectos sociales. Al contrario de su primo, que es liberal, Gustavo está afiliado al Partido Conservador. Ambos consumen licor en cantidades mínimas y observo que tampoco se interesan por la música ni el baile: son todo alerta, negocio, política, poder y control.

Una diva exquisita emparentada con Holguines, Mosqueras, Sanz de Santamarías, Valenzuelas, Zuletas, Arangos, Caros, Pastranas, Marroquines —y por profesión una interna de lo más selecto del poder político y económico— es la última adquisición en materia de conexiones para estos capos recién llegados al mundo de los muy ricos y de los aún más ambiciosos; por ello, y como si estuviesen hipnotizados, en las siguientes seis horas ninguno de aquellos tres hombres osará mirar ni por un instante hacia otra mesa, ni hacia otra mujer, ni hacia otro hombre ni a ninguna parte.

Mario Henao, hermano de Victoria, la esposa de Pablo, es conocedor exhaustivo y adorador furibundo de la ópera. Me doy cuenta de que quiere impresionarme, tal vez incluso foguearme, con el último tema en el mundo que podría interesarle a Pablo o Gustavo. Y como sé que es también el último aliado al que alguien en mi posición podría aspirar, sin consideración alguna por Caruso ni Toscanini ni la Divina, ni por la legendaria pasión de Capones y Gambinos por aquellos tres dioses, llevo la conversación directamente hacia las competencias en las que Pablo y Gustavo han triunfado. Me toma horas lograr que este campeón de hielo baje la guardia, pero la concentración rinde sus frutos: tras casi ciento cincuenta minutos de entrevista pertinaz y casi otro tanto de lección entusiasta sobre la forma de lograr la disciplina y precisión indispensables para controlar un auto que va a 250 kilómetros por hora —y sobre las decisiones de vida o muerte que deben tomarse en fracción de segundos para dejar atrás a la competencia y llegar a la meta de primero—, ambos sabemos que hemos ganado si no el afecto, al menos el respeto de un aliado clave. Y yo he aprendido de dónde sacan Pablo y su socio esa feroz determinación de ser siempre el número uno, pasando por encima de quien se les ponga por delante, y que parece extenderse a todos y cada uno de los aspectos de su vida.

A nuestro alrededor, dos docenas de mesas están ocupadas por personas de apellidos como Moncada o Galeano, cuyos nombres y rostros hoy me sería imposible recordar. Hacia la medianoche, dos muchachos armados con rifles automáticos de largo alcance llegan sudando hasta donde nos encontramos departiendo los cuatro y nos devuelven a la realidad circundante.

—La esposa de Fulano lo busca —le dicen a Pablo— y él está aquí con la novia. ¡Imagínese el problema, patrón! ¡Esa mujer está hecha una fiera! Viene con dos amigas y exige que las dejemos pasar. ¿Qué hacemos?

—Dígale a la señora que aprenda a ser una dama. Que ninguna mujer que se respete a sí misma va a buscar a un hombre —llámese marido, novio o amante— a ninguna parte, y menos de noche. Que se vaya juiciosa para su casa y lo espere allá con la sartén y el rodillo, para darle la paliza cuando llegue. Pero aquí no entra.

Los muchachos regresan al rato y le informan a Pablo que las mujeres están decididas a entrar, porque él las conoce.

—Yo sí que me conozco bien a esta clase de fieras… —dice él con un suspiro, como si de pronto hubiera recordado algún episodio que lo entristeciera hondamente. Luego, sin vacilar ni inhibirse por mi presencia, ordena:

—Hagan dos disparos al aire bien cerca del auto. Si se pasan el STOP, las encañonan. Y, si siguen adelante, disparen a matar sin contemplaciones. ¿Está claro?

Escuchamos cuatro disparos. Deduzco que van a reaparecer con un mínimo de tres cadáveres y me pregunto de quién será el cuarto. Unos veinte minutos después los muchachos regresan resoplando, despelucados y lavados en sudor. Están cubiertos de rasguños en el rostro, las manos y los antebrazos.

—¡Qué lucha, patrón! no se asustaron ni con los tiros: nos dieron puños y patadas, ¡y hubieran visto ustedes esas uñas de tigresas! Tuvimos que sacarlas encañonadas con ayuda de otros dos compañeros. ¡La que le espera a ese pobre hombre ahora que llegue bien borracho a la casa!

—Sí, sí, tienen razón. Prepárenle una habitación para que pase la noche aquí —ordena Pablo haciendo nueva gala de solidaridad masculina para con sus sufridos congéneres—. ¡Si no, mañana nos toca enterrarlo!

—Es que estas paisas son muy bravas, ¡eh, Ave María! —dicen con un suspiro de resignación los tres angelitos que me acompañan.

Como Alicia en el País de las Maravillas, yo sigo conociendo el mundo de Pablo. Aprendo que a muchos de estos hombres durísimos y riquísimos sus mujeres los tratan literalmente a las patadas… y creo adivinar por qué. Me pregunto quién será esa otra fiera a quien él dijo conocer tan bien, y algo me dice que no es su esposa.

Con un grupo de amigos de Pablo y Gustavo decidimos un domingo salir a jugar con el Rolligon. Mirando en rededor mientras tumbamos arbolitos con el tractor-oruga gigante, añoro las risas de los amigos míos siete meses atrás y siento nostalgia por mi beautiful people, aquella entre la cual he vivido siempre y con quien me encuentro a mis anchas en cualquier lugar del mundo sin importar el idioma. La verdad es que no tengo tiempo de extrañarlos mucho porque, al golpear un tronco, una mancha negra y zumbante de un metro de diámetro se nos viene de frente como una locomotora. No sé por qué —quizás porque Dios me tiene reservado un destino muy singular— en una fracción de segundo desciendo del Rolligon en caída libre, me oculto entre la yerba altísima y me quedo tan quieta que sólo me atrevo a respirar como un cuarto de hora después.

Lo que parecen ser un millón de avispas salen en picada detrás de aquella docena y media de personas que derivan su sustento del tráfico de la cocaína. Milagrosamente, ni una sola me pica. Cuando, gracias a mi vestido lila, los hombres de Pablo me encuentran una hora más tarde, comentan que algunos invitados han tenido que ser hospitalizados.

En los años siguientes pasaría mil horas a su lado y como otras mil en sus brazos, pero —por razones que sólo pude comprender casi un siglo después— a partir de aquella tarde Pablo y yo ya no regresaríamos a Nápoles para divertirnos juntos en compañía de amigos en aquel lugar donde estuve a punto de morir tres veces y de morir de felicidad también. Sólo una vez —y para compartir el día más perfecto de su existencia y de la mía— volveríamos a vivir horas despreocupadas en aquel paraíso donde un día me había arrancado de los brazos de un remolino porque quería mi vida para él y donde, al poco tiempo, había decidido arrancarme también de los brazos de otro hombre para apoderarse de los espacios inexplorados de mi imaginación, de los tiempos ya olvidados de mi memoria y de cada centímetro de la piel que en aquel entonces encerraba a mi ser.

Once años después todos aquellos hombres que tenían la edad de Cristo estarían muertos. Este cronista de indias los sobrevivió a todos, es cierto; pero si alguien quisiera hoy pintar el retrato de Alicia en el País de las Maravillas en aquel salón de los espejismos vería reflejadas hasta el infinito sólo repeticiones fragmentadas de las varias versiones de El grito de Munch, con las manos tapando los oídos para no escuchar el zumbido de las motosierras y las súplicas de los torturados, el rugir de las bombas y los gemidos de los agonizantes, el estallido de los aviones y los sollozos de las madres; con la boca abierta en mi propio alarido impotente que sólo casi un cuarto de siglo después logra salir de la garganta y con los ojos abiertos por el terror y el espanto bajo el cielo rojo de un país incendiado.

Aquella inmensa hacienda aún existe, también es cierto, pero del lugar del ensueño donde por un tiempo fugaz conocimos las más deliciosas expresiones de la libertad y la belleza, las más adorables de la alegría y la generosidad, y todas las de la pasión y la ternura, la magia salió huyendo casi tan pronto como había llegado. De aquel cielo encantado ya no quedan sino las nostalgias de los sentidos terrenales por los colores, las caricias, los luceros y las risas. La Hacienda Nápoles se convertiría luego en el escenario de las conspiraciones de leyenda que cambiarían para siempre la historia de mi país y de sus relaciones con el mundo, pero —como en aquellas primeras escenas de las versiones cinematográficas de la Crónica de una muerte anunciada o de La casa de los espíritus— hoy aquel paraíso de malditos ya sólo está poblado por fantasmas.

Aquellos hombres jóvenes murieron ya hace tiempo. Y de sus amores y sus odios cuando aún no eran fantasmas, de sus causas y utopías, de sus luchas y sus guerras, de sus triunfos y derrotas, sus placeres y dolores, sus aliados y rivales, lealtades y traiciones, de sus vidas y sus muertes es que trata el resto de esta historia que ni en sueños osaría yo cambiar por un tiempo más breve o un espacio menos pleno. Todo comenzó con un himno sencillo de texto sublime y ritmo perfecto que un buen día nos llegó desde el sur:


Si te quiero es porque sos

mi amor, mi cómplice y todo

y en la calle codo a codo

somos mucho más que dos.


(MARIO BENEDETTI, Canciones de amor y desamor.)