Dos futuros presidentes y Veinte poemas de amor

La segunda meta de Pablo, después de amasar una fortuna colosal, es la de utilizar su dinero para convertirse en el líder político más popular de todos los tiempos. Y, ¿cómo no va a ser un acto de la más declarada esquizofrenia, de absoluto delirio de grandeza, del más desbordado culto a la personalidad, de una extravagancia sin precedentes, de un despilfarro jamás soñado, desorbitante y, sobre todo, inútil, el aspirar a la meta de regalar diez mil casas a quienes no tienen techo y pretender acabar con el hambre en una ciudad de un millón de habitantes? ¿Y más aún en Colombia, quizás el país con los magnates más avaros y faltos de grandeza de toda América Latina?

Quienes son dueños de capitales fabulosos viven en la eterna duda de si son amados por su dinero; por ello, son casi tan inseguros y desconfiados en materias del amor como las mujeres famosas por su belleza, que a toda hora se preguntan si los hombres las necesitan realmente como esposas o novias, o para exhibirlas como posesiones y trofeos de caza. Pero en el caso de Pablo, él está totalmente convencido de que no por su riqueza, sino por sí mismo, es amado por sus seguidores, por su ejército, por sus mujeres, por sus amigos, por su familia y, obviamente, por mí. Si bien está en lo cierto, me pregunto si su sensibilidad extrema, combinada con la que parece ser una personalidad patológicamente obsesiva, va a estar preparada para las trampas de la fama que se avecina y, sobre todo, para las toneladas de antagonismo que ésta va a acarrearle en un país donde la gente, proverbialmente, «no muere de cáncer, sino de envidia».

Veo a Pablo por segunda vez en público con ocasión de la inauguración de una de las canchas de baloncesto. Como su movimiento político «Civismo en Marcha» preconiza el esparcimiento sano y él siente pasión por el deporte, se ha propuesto dotar de ellas a todos los barrios populares de Medellín y de Envigado, el municipio aledaño donde se crió, y regalar la iluminación de canchas de futbol por toda la ciudad. Para cuando nos conocemos ya ha donado varias docenas. Esa noche me presenta a toda su familia —personas de clase media baja sin un ápice de maldad en sus rostros muy serios— y a su esposa de veintitrés años, Victoria Henao, madre de Juan Pablo, su hijito de seis. «la Tata», como la llaman todos, no es bonita pero su rostro tiene una cierta dignidad. Sólo sus aretes —dos solitarios de diamante de tamaño nunca visto— podrían delatarla como esposa de uno de los hombres más ricos del país. Lleva el cabello muy corto, es morena y pequeña, y su evidente timidez contrasta con la desenvoltura de él. Al contrario de nosotros dos, que nos sentimos como pez en el agua entre las multitudes, ella no parece disfrutar mucho del evento y algo me dice que comienza a ver con inquietud la creciente popularidad de su marido. Me saluda con frialdad y con la misma desconfianza que leo en los ojos de casi toda la familia de Pablo. Ella lo mira con absoluta adoración, él la contempla arrobado, y yo los observo con una sonrisa porque jamás he sentido celos de nadie. Por suerte, no quiero a Pablo con una pasión excluyente o posesiva; lo amo con alma y corazón, con el cuerpo y la cabeza, y con locura pero no de manera irracional porque por encima de él me quiero a mí misma. Y mi perspicacia se pregunta si, tras ocho años de matrimonio, aquellas miradas de novios embelesados no obedecen, realmente, a la necesidad de despejar en público cualquier duda sobre su relación.

Mientras estudio a su familia con la triple perspectiva que me dan la intimidad de la amante, la objetividad del periodista y la distancia del espectador, me parece ver una especie de enorme sombra que recorre la idílica escena familiar y la multitud que se acerca a Pablo para agradecerle los miles de mercados que él distribuye semanalmente entre los pobres. Una tristeza inexplicable y preñada de dudas, de ésas que anteceden a las premoniciones, me envuelve de pronto, y me pregunto si aquellas escenas triunfalistas con globos multicolores y música estridente en los altoparlantes pudieran ser sólo espejismos, juegos pirotécnicos, castillos de naipes. Cuando la sombra se aleja veo con claridad lo que nadie más parece haber notado: y es que sobre toda esa extensa familia de Pablo, engalanada con sus trajes nuevos y joyas producto de una formidable riqueza recién nacida, se ciernen temores por algo que se viene gestando desde hace tiempo y que en cualquier momento podría estallar como un volcán de proporciones bíblicas.

Las inquietantes sensaciones me atraviesan y se van mientras él disfruta del calor de la multitud, de la admiración y los aplausos. Para mí son éstos el pan de cada día, gajes de mi oficio como presentadora de televisión y de incontables eventos, acostumbrada desde los veintidós años a los ¡bravooo! de un teatro o a las rechiflas de un estadio; pero para Pablo son el oxígeno, la única razón de su existencia, los primeros peldaños del camino hacia la fama. Es evidente que su ardoroso discurso político toca lo más hondo de los corazones populares. Escuchándolo, me vienen a la mente las frases de Shakespeare con las palabras de Antonio en el entierro de Julio César: «El mal que los hombres hacen les sobrevive. El bien casi siempre es enterrado con sus huesos». Me pregunto cuál será el destino de esta mezcla de mecenas y bandido, tan joven e ingenuo, de quien yo también me he enamorado. ¿Sabrá jugar bien sus cartas? ¿Aprenderá algún día a hablar en público con un acento menos marcado y un tono más educado? ¿Podrá mi diamante en bruto pulir aquel discurso elemental para transmitir un mensaje potente que trascienda la provincia? ¿Logrará hallar alguna forma de pasión más controlada para obtener lo que se propone, y una aún más inteligente para conservarlo? Transcurridos varios minutos, la felicidad que embarga a todas aquellas familias de escasos recursos me contagia de sus ilusiones y esperanzas. Doy gracias a Dios por la existencia del único benefactor laico en gran escala que Colombia ha podido producir desde que tengo memoria y, llena de entusiasmo, me uno a las celebraciones populares.

El programa del basurero causa una conmoción nacional. Todos mis colegas quieren entrevistar a Pablo Escobar para averiguar de dónde saca su dinero un representante a la Cámara suplente de treinta y tres años que parece contar con recursos inagotables, sumados a una generosidad nunca vista y con un inquietante liderazgo político producto de la insólita mezcla de dinero y corazón. Muchos quieren saber, también, cuál es la naturaleza de su relación con una estrella de televisión de sociedad que siempre ha protegido celosamente su vida privada. Niego rotundamente cualquier romance con un hombre casado y aconsejo a Pablo que no conceda entrevistas sino hasta después del examen que me propongo hacerle frente a una cámara en su estudio de televisión. Acepta, pero a regañadientes.

—La próxima semana voy a invitarte al Primer Foro contra el Tratado de Extradición, aquí en Medellín —me dice—. Y en el siguiente, en Barranquilla, vas a conocer a los hombres más importantes de mi gremio, que ahora son también los más ricos del país. Casi todos están con nosotros en el MAS y decididos a tumbar ese esperpento a como dé lugar. A sangre y fuego si fuere necesario.

Le hago ver que con un lenguaje tan belicoso va a crearse demasiados enemigos en la etapa inicial de su ascendente carrera política. Le aconsejo que estudie El arte de la guerra de Sun Tzu, para que aprenda de táctica y paciencia. Le enseño algunas máximas del sabio chino como «nunca ataques en subida», y comenta que en materia de estrategias él va adaptando las suyas rápidamente a las necesidades del momento y, como los libros le aburren cantidades, para aprender todas esas cosas sin tener que estudiárselas es que me tiene a mí, que he leído vorazmente desde niña. Sabe que es lo último que una mujer enamorada y deseable quiere oír y, por eso, añade en tono festivo:

—¿A que no adivinas cuál es el alias que te he puesto para que me informen por radio cuando llegas al aeropuerto? Pues, nada más y nada menos que… ¡«Belisario Betancur», como el presidente de la República, para que ingreses al bajo mundo por todo lo alto! ¡No puedes quejarte, mi V. V.!

Y ríe con esa picardía que me desarma, que borra de un tajo todas mis preocupaciones y que me derrite entre sus brazos como si yo fuera un helado de caramelo con vainilla y trocitos de chocolate abandonado a la intemperie en una tarde estival.

Las personas que viajan conmigo en el avión constituyen un grupo cada vez más heterogéneo. Éste viene de hablar con Kim Il Sung en Corea del norte. El otro, de la más reciente reunión de los Países no Alineados. Aquél conoce a Petra Nelly, la fundadora del Partido Verde alemán a quien Pablo se propone invitar a conocer su zoológico y sus obras sociales, y el de más allá es amigo personal de Yasser Arafat. Ya en las oficinas de Pablo y Gustavo el color azul reemplaza al rojo, las gafas muy negras están por doquier y el tono del verde no es precisamente el de los ecologistas europeos: aquel grupo es del F2 de la policía, el paraguayo es cercano al hijo o al yerno de Stroessner, los de más allá son generales mexicanos de tres soles, los de los maletines son vendedores de armas israelíes y aquellos del fondo han venido desde Liberia. La vida de Pablo en esos primeros meses de 1983 parece una Asamblea Permanente de las naciones Unidas. Y yo voy aprendiendo que el hombre que amo, más que talento para disfrazarse y comprar nacionalidades, tiene una aptitud camaleónica para adaptar su ideario político al del público consumidor: la más extrema izquierda para los auditorios pobres, los partidos políticos, los medios de comunicación y la exportación; la más escalofriante y represiva derecha para defender a su familia, su negocio, sus bienes y sus intereses ante socios multimillonarios o aliados de uniforme, y ambos extremos para exhibir ante la mujer-reto de quien se ha enamorado sus dotes de titiritero de la historia, en perfecto control de los hilos multicolores de aquel formidable tinglado que está armando. La ha escogido como observador de sus procesos evolutivos y posible cómplice de su existencia para que ella pueda ver cómo en él están confluyendo todas las formas del poder masculino y, al convertirla en testigo de excepción de su capacidad para subyugar a todos los demás hombres, le está descubriendo también su capacidad para seducir a las demás mujeres.

El Primer Foro Contra la Extradición se realiza en Medellín. Pablo me invita a sentarme en la mesa principal junto al sacerdote Elías Lopera, quien se ubica a su derecha. Allí escucho por vez primera su encendido discurso nacionalista contra aquella figura jurídica. Con el tiempo, la lucha contra la extradición se convertirá en su obsesión, su causa y su destino, en el calvario de toda una nación, millones de compatriotas y miles de víctimas, y en la cruz de su vida y la cruz de la mía. En Colombia, donde la justicia casi siempre tarda veinte o más años en llegar —cuando llega, porque en el camino frecuentemente se vende al mejor postor—, el sistema está diseñado para proteger al delincuente y desgastar a la víctima, lo cual quiere decir que alguien con los recursos financieros de Pablo está destinado a disfrutar por el resto de sus días de la más rampante impunidad. Pero una nube negra acaba de aparecer no sólo en su horizonte sino en el de todo su gremio: la posibilidad de que cualquier acusado colombiano pueda ser solicitado en extradición por el gobierno de Estados Unidos para ser juzgado por delitos binacionales en un país que sí cuenta con un sistema judicial eficiente, cárceles de alta seguridad, sentencias de cadenas perpetuas acumuladas y pena de muerte.

En aquel Primer Foro Pablo habla ante sus coterráneos con un lenguaje mucho más beligerante del que yo le conocía. No le tiembla la voz para atacar ferozmente al prometedor líder político Luis Carlos Galán, un candidato fijo a la presidencia de la República, por haberlo retirado de las listas de su movimiento, renovación liberal, cuya principal bandera es la lucha contra la corrupción. Lo que Pablo no perdonará mientras viva es que, tras conocer el verdadero origen de su fortuna en 1982, Galán lo haya notificado de su expulsión, aunque sin mencionar a Escobar por su nombre, ante miles de personas reunidas en el Parque de Berrío en Medellín.

Había conocido a Luis Carlos Galán doce años atrás en casa de una de las mujeres más simpáticas que recuerde, la bella y elegante Lily Urdinola de Cali. Yo tenía veintiún años y acababa de divorciarme de Fernando Borrero Caicedo, un arquitecto exacto a Omar Sharif y veinticinco años mayor que yo. Lily se había separado del dueño de un ingenio azucarero del Valle del Cauca y ahora tenía tres pretendientes. Una noche los invitó a cenar a todos juntos y nos pidió a su hermano Antonio y a mí que la ayudáramos a escoger entre el millonario suizo con la cadena de panaderías, el rico judío con la cadena de almacenes de ropa y el tímido joven de nariz aquilina y enormes ojos claros cuyo único capital parecía ser un brillante futuro político. Aunque esa noche ninguno de nosotros votó por Luis Carlos Galán, pocos meses después, a los veintiséis años, el joven silencioso de mirada transparente se convertiría en el ministro más joven de la historia. Nunca le conté a Pablo sobre esta «derrota»; pero por el resto de mi vida me arrepentiría de no haberle dado mi voto a Luis Carlos aquella noche porque, si Lily se hubiera dejado cortejar de él, entre ambas seguramente habríamos arreglado ese bendito problema con Pablo y miles de muertes y millones de horrores se hubieran podido evitar.

La fotografía de nosotros dos en el Primer Foro contra la Extradición se convierte en la primera de muchas que documentarán aquellos meses iniciales de la parte más conocida de nuestra relación. Unos meses después la revista Semana la utilizará para ilustrar su artículo sobre «El Robin Hood paisa» y, a partir de aquel generoso calificativo, Pablo comenzará a construir su leyenda, primero en Colombia y después en el resto del mundo. Durante todos nuestros siguientes encuentros, tras saludarme con un beso y un abrazo seguido de dos vueltas en el aire, él siempre me preguntará:

—¿Qué dicen en Bogotá de Reagan y de mí?

Y yo le contaré en detalle lo que todos opinan de él, porque lo que dicen del presidente Reagan sólo le interesa a la astróloga de su esposa Nancy y a los congresistas republicanos de Washington y Delaware.

Para el Segundo Foro contra la Extradición, viajamos a Barranquilla y nos hospedamos en la suite presidencial de un enorme hotel recién inaugurado; no en El Prado, que siempre ha sido uno de mis favoritos. A Pablo no le gusta sino todo lo moderno y a mí no me gusta sino todo lo elegante, y siempre discutiremos por lo que él considera «de estilo anticuado» y lo que yo considero «de estilo mágico». El evento tiene como escenario la espléndida residencia de Iván Lafaurie, bellamente arreglada por mi amiga Silvia Gómez, quien también ha decorado todos mis apartamentos desde que tengo veintiún años.

En esta oportunidad ningún medio de comunicación ha sido invitado. Pablo me explica que el más pobre de los participantes tiene diez millones de dólares, mientras que las fortunas de sus socios —los tres hermanos Ochoa y Gonzalo Rodríguez gacha, «el Mexicano»— suman con la de él y la de Gustavo Gaviria varios miles de millones de dólares y superan con creces a las de los magnates tradicionales de Colombia. Mientras él me va informando que casi todos los asistentes son miembros del MAS, yo voy leyendo en la expresión de muchos rostros el desconcierto por la presencia en el foro de una conocida periodista de televisión.

—Hoy vas a ser testigo de una declaración de guerra histórica. ¿Dónde prefieres sentarte? ¿En la primera fila de abajo, mirándome a mí y a los jefes de mi movimiento que ya conociste en Medellín? ¿O en la mesa principal, observando a los cuatrocientos hombres que van a bañar en sangre este país si se aprueba ese Tratado de Extradición?

Como ya voy acostumbrándome a su napoleónica terminología, escojo ubicarme en el extremo derecho de la mesa principal, no tanto para conocer a estos cuatro centenares de nuevos multimillonarios que en un futuro podrían reemplazar en el poder —e, incluso, guillotinar— a mis amistades y ex novios de la oligarquía tradicional (lo cual me produce emociones encontradas, que van desde el más profundo temor hasta el más exquisito deleite), sino para intentar leer en ese mar de rostros duros y desconfiados lo que realmente piensan del hombre que amo. Si lo que veo no me gusta, lo que escucho me hiela la sangre. Sin yo saberlo, en esa noche estrellada y en aquella mansión rodeada de jardines junto al Mar Caribe estoy asistiendo como testigo de excepción, única mujer y posible futuro cronista de la historia, al bautismo de fuego del narcoparamilitarismo colombiano.

Cuando terminan los discursos y se cierra el foro, desciendo del estrado y me dirijo hacia la piscina. Pablo se ha quedado conversando con los anfitriones y con sus socios, que lo felicitan efusivamente. Una nube de curiosos me rodea y varios de los asistentes me preguntan qué estoy haciendo allí. Un hombre con aspecto de terrateniente y ganadero tradicional de la costa —con uno de esos apellidos como Lecompte, Lemaitre o Pavajeau—, envalentonado por el ron o el whisky, dice en voz alta para que todos puedan oírlo:

—¡Yo sí estoy muy viejo para que un muchachito de éstos venga a decirme por quién tengo que votar! ¡Yo soy un godo (miembro del Partido Conservador), retrógrado y retardatario, de los de antes y los de toda la vida, y yo voto por Álvaro Gómez y punto! Ese sí es un tipo serio, no como ese pícaro de Santofimio! ¿De dónde salió este parvenue Escobar para venir a darme órdenes? ¿Acaso creerá que tiene más plata y más vacas que yo, o que?

—Ahora que sé que con la plata de la coca puede uno conseguirse a una estrella de la televisión, ¡voy a botar a Magola, mi mujer, para casarme con la actriz Amparito Grisales! —se jacta otro a mis espaldas.

—¿Esta pobre niña sí sabrá que el tipo fue «gatillero» y carga ya con más de doscientos muertos? —se mofa en voz baja un tercero ante un pequeño grupo que celebra sus palabras con risitas nerviosas antes de retirarse rápidamente.

—Doña Virginia —llama mi atención un hombre mayor que parece escuchar con disgusto a los anteriores—, yo tengo a mi hijo secuestrado por las FARC desde hace más de tres años. ¡Que Dios bendiga a Escobar y a Lehder y a todos estos señores tan valientes y decididos! gente como ellos es lo que este país estaba necesitando, porque nuestro Ejército es muy pobre para luchar solo contra esa guerrilla enriquecida por el secuestro. Ahora que nos estamos uniendo, sé que puedo soñar con volver a ver a mi hijo antes de morirme. Y que él va a poder abrazar a su esposa ¡y conocer, por fin, a mi nieto!

Pablo me presenta a Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano, quien está acompañado de algunos de los esmeralderos de Boyacá. Recibe calurosas felicitaciones de casi todos los asistentes y nos quedamos departiendo un rato con sus amigos y sus socios. Cuando regresamos al hotel, no le digo nada sobre lo que he escuchado y sólo le comento que algunos de los participantes —como gentes de derecha que evidentemente son— parecen sentir una profunda desconfianza por alguien tan liberal como Santofimio, su candidato.

—Espera a que le secuestren un hijo a cada uno, y a que el primero del gremio sea extraditado, y ¡verás que corren a votar por quien nosotros digamos!

Tras ser expulsado del movimiento de Luis Carlos Galán, Pablo Escobar se ha unido al del senador Alberto Santofimio, jefe liberal del Departamento del Tolima. Santofimio es muy cercano al ex presidente Alfonso López Michelsen, de cuya consuegra es primo. Gloria Valencia de Castaño, «la Primera Dama de la Televisión Colombiana», es la hija no reconocida de un tío de Santofimio y su única hija, Pilar Castaño, está casada con Felipe López Caballero, el editor de la revista Semana.

En cada elección presidencial y senatorial colombiana el caudal de votos santofimistas constituye parte sustancial del total obtenido por el candidato del Partido Liberal, que supera al Conservador en número de votantes y de presidentes electos. Santofimio es carismático y tiene fama de ser, además de un excelente orador de plaza pública, el político más hábil, ambicioso y sagaz del país. Tiene alrededor de cuarenta años y se perfila como aspirante fijo a la presidencia de la República. Es un hombre de baja estatura y figura rechoncha, y de rostro satisfecho y casi siempre sonriente. Nunca hemos sido amigos, pero me simpatiza y siempre lo he llamado Alberto. (En 1983, socialmente todo el mundo me dice Virginia y yo me dirijo a las personalidades por su nombre de pila; sólo le digo «doctor» a quienes prefiero conservar a distancia y «señor presidente» a los jefes de Estado. En 2006, tras veinte años de ostracismo, la gente me dirá «señora», yo le diré «doctora» y «doctor» a todo el mundo, y los ex Presidentes, al divisarme en la distancia, saldrán a perderse.)

Pocos meses antes de conocernos, Escobar y Santofimio habían asistido con otros congresistas colombianos a la posesión del Presidente de gobierno español, el socialista Felipe González, cuyo hombre de confianza, Enrique Sarasola, está casado con una colombiana. A González lo había entrevistado yo para televisión en 1981 y a Sarasola lo había conocido en Madrid durante mi primer viaje de luna de miel. Con expresión terriblemente seria, Pablo me ha descrito la escena en la que los otros parlamentarios de la comitiva le pedían cocaína de regalo en una discoteca madrileña y él reaccionaba insultado. Y yo he confirmado lo que ya sabía: que el Rey de la Coca parece detestar, casi tanto como yo, el producto de exportación sobre el cual está construyendo un imperio libre de impuestos. La única persona a quien Pablo ha regalado rocas de coca sin que tenga siquiera que pedirlas es al anterior novio de su novia, y no lo ha hecho precisamente por razones humanitarias o filantrópicas.

Como en 1983 los senadores liberales Galán y Santofimio son las dos más seguras opciones de relevo generacional para el periodo presidencial de 1986-1990, Pablo y Alberto se han convertido en aliados encarnizados contra la candidatura presidencial de Luis Carlos Galán. Escobar me ha confesado que, para las elecciones parlamentarias de mitaca en 1984, le está inyectando millones al movimiento político de Santofimio. Intento convencerlo de que es hora de que llame al recipiente de sus donaciones por su primer nombre, como hace Julio Mario Santo Domingo con Alfonso López, pero Pablo siempre le dirá «doctor» a su candidato. En los años siguientes, «el Santo» será el eterno enlace de Escobar y todo su gremio con la clase política, la burocracia, el Partido Liberal y, sobre todo, con la Casa López; incluso con sectores de las fuerzas armadas, porque otro primo de Santofimio, casado con la hija de Gilberto Rodríguez Orejuela, es hijo de un conocido general del Ejército.

orla

Hoy estoy radiante de felicidad. Pablo viene a las sesiones del Congreso en Bogotá y, por fin, va a conocer mi apartamento. ¡Y dice que me trae otra sorpresa! El pétalo de cada rosa está perfecto y todo el resto también: mi música de bossa nova en el estéreo, la champaña rosé en la nevera, mi perfume favorito, el vestido de París y los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda sobre la coffee table. Clara, mi mejor amiga de la época, ha venido desde Cali, porque vende antigüedades y se propone ofrecerle a Pablo un Cristo del siglo XVIII para el padre Elías Lopera. Por el momento sólo ella, Margot, Martita y los socios de Pablo saben de nuestra relación.

Suena el timbre, y desciendo como ráfaga las escalerillas que separan el estudio y los tres dormitorios de la parte social de mi apartamento, que tiene doscientos veinte metros cuadrados. Al llegar al salón me encuentro a boca de jarro no sólo con el candidato y su patrocinador, sino con más de media docena de guardaespaldas que me examinan de pies a cabeza con mirada insolente, antes de descender en el ascensor para esperar a su jefe en los garajes o a la entrada del edificio. El elevador vuelve a subir con otra docena de hombres y vuelve a bajar con media. La escena se repite tres veces y tres veces lee Pablo el disgusto en mi rostro. Todo en mi expresión de reproche le advierte que ésta será la primera y última vez en la vida que yo le permita entrar con escoltas o desconocidos al sitio donde vamos a encontrarnos o donde yo lo estoy esperando.

A lo largo de los años veré a Pablo unas doscientas veinte veces, casi ochenta de ellas rodeado de un ejército de amigos, seguidores, empleados o guardaespaldas. Pero a partir de aquel día él subirá a nuestros apartamentos y a mis suites completamente sólo, o al llegar a las casitas campesinas ordenará a sus hombres esfumarse antes de que ellos puedan verme. Esta noche él ha comprendido en instantes que para visitar a la mujer que ama —y que, de paso, es una diva— un hombre casado no puede actuar como un general, sino que debe comportarse como cualquier enamorado. También, que el primer reconocimiento que un amante debe a otro es una confianza casi ciega. Por el resto de nuestros días juntos siempre le agradeceré con gestos, jamás con palabras, su tácita aceptación de las condiciones impuestas en esa noche con sólo aquellas tres miradas.

Clara y yo vamos saludando a Gustavo Gaviria, a Jorge Ochoa y a sus hermanos, a Gonzalo, el Mexicano, a Pelusa Ocampo, dueño del restaurante donde a veces cenamos, a Guillo Ángel y a su hermano Juan Gonzalo, y a Evaristo Porras, entre otros. Me parece que este último está bastante asustado porque le tiembla la quijada, pero Pablo me explica que el hombre ha consumido cocaína en cantidades industriales. Como a Aníbal Turbay jamás le castañetearon los dientes, concluyo que Evaristo debe haberse «metido» por lo menos un cuarto de kilo. Tras amonestarlo en privado, Pablo le pide que le entregue un videocasete, lo despide, empujándolo suavemente hacia el ascensor como si fuese un niño regañado, y le da orden de regresar al hotel y esperarlos allí. Luego me dice que debemos ver la grabación juntos porque quiere pedirme un favor con carácter urgente. Dejo a Clara a cargo de los invitados y subimos al estudio.

Cada vez que nos vemos Pablo y yo pasamos seis, ocho o más horas juntos, y ya me ha ido confiando algunas generalidades de su negocio. Esa noche me explica que Leticia, capital del Amazonas colombiano, se ha vuelto clave para el tránsito de la pasta de coca desde Perú y Bolivia hacia Colombia, y que Porras es el hombre de su organización en el suroriente del país. Me cuenta que, para justificar su fortuna ante el fisco, Evaristo ha comprado tres veces el tiquete al ganador de El gordo de la lotería, y por esta razón tiene fama de ser ¡el hombre con más suerte del mundo!

Encendemos el televisor y aparece en pantalla la figura de un hombre joven que conversa con Porras sobre lo que parece ser un negocio de cuestiones agrícolas; las imágenes nocturnas son borrosas y los diálogos tampoco son claros. Pablo me dice que se trata de Rodrigo Lara, mano derecha de Luis Carlos Galán y, por lo tanto, archienemigo suyo. Me explica que lo que Evaristo está sacando de un paquete es un cheque de un millón de pesos —unos veinte mil dólares de entonces— producto de un soborno, y me confiesa que el montaje ha sido cuidadosamente planeado por él, su socio y el camarógrafo. Cuando terminamos de ver la cinta Pablo me pide que denuncie a Lara Bonilla en mi programa de televisión ¡Al Ataque! Y yo me niego. Rotunda y terminantemente:

—¡También tendría que denunciar a Alberto, que está abajo, por recibir de ti sumas muy superiores; y a Jairo Ortega, tu principal en la Cámara, y a quien sabe cuantos más! ¿Que tal que mañana tú me entregaras la plata del Cristo de Clara y alguien me grabara para poder decir que fue producto de un negocio de coca, sólo porque tú me la diste? A lo largo de mi vida he sido víctima de mil calumnias y por eso jamás uso mi micrófono para dañar a nadie. ¿Cómo sé que Lara no está haciendo un negocio lícito con Porras, más cuando me dices que esto fue un montaje planeado por ustedes? Tienes que entender que una cosa es que yo exhiba en mi programa de televisión aquel basurero infernal y tus impresionantes obras sociales, y otra que me convierta en cómplice de montajes para atacar a tus enemigos, sean culpables o inocentes. Yo quiero ser tu ángel guardián, amor. Pídele a otro que te haga ese favor; a alguien que quiera ser tu víbora.

Me mira estupefacto y baja la vista en silencio; como veo que no quiere enfrentarme, continúo: le digo que yo lo entiendo como nadie, porque también soy de los que nunca perdonan y jamás olvidan, pero que si todos decidiéramos un día acabar con quienes nos han hecho daño el mundo se quedaría sin habitantes en segundos. Intento hacerle ver que con su suerte en los negocios, en la familia, en la política, en el amor, debería considerarse el hombre más afortunado de la Tierra, y le ruego que olvide ya esa espina que lleva enquistada en el corazón y que va a terminar por engangrenarle el alma.

Se pone en pie como un resorte. Me toma entre sus brazos y me mece largamente. No hay nada, nada en el mundo que pueda hacerme sentir más feliz porque, desde el día en que Pablo me salvó la vida, esos brazos me transmiten toda la seguridad y protección que una mujer pudiera anhelar. Me besa en la frente, huele mi perfume, recorre mi espalda con sus manos una y otra vez y me dice que no quiere perderme porque me necesita a su lado para un montón de cosas. Después, mirándome a los ojos y con una sonrisa, me dice:

—Tienes toda la razón. ¡Perdóname! regresemos ya al salón—. Y a mí me vuelve el alma al cuerpo. Pienso que él y yo seguimos creciendo juntos, como dos arbolitos de bambú.

Muchos años después me preguntaré si tras aquellos largos silencios cabizbajos de Pablo había realmente esa sed de venganza de la cual me hablaba siempre, o sólo presentimientos aterradores e inconfesables. ¿No serán, acaso, las premoniciones vivencias anticipadas del futuro que se nos viene encima como locomotora desbocada, sin que podamos hacer nada para evitarlo, o detenerlo, o desviar su curso?

Cuando bajamos, todo el mundo está feliz y Clara y Santofimio recitan a dúo los versos más famosos de los Veinte poemas de amor de Neruda:


Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca


En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito


Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido


Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos


Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido


Pablo y yo los interrumpimos y pedimos que nos dejen escoger los nuestros.

—Dedícame éste —le digo riendo—: «Para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas». ¡Tus veinticuatro alas, las de los once aviones y las dos del Jumbo!

—¿Conque eso es lo que quieres, bandida, escaparte de mí? ¡Ni te sueñes! ¿Y quién ha dicho que yo sólo quiero tu pecho? Yo te quiero completica, y tu verso es éste:

«Cómo te sienten mía mis sueños solitarios» —y lo subraya varias veces—. Y este otro: «Tienes ojos profundos donde la noche alea, frescos brazos de flor y regazo de rosa».

Te los dedico, ¡con autógrafo y todo!

Después de firmar con su nombre, dice que ahora quiere regalarme un poema suyo que sea exclusivamente para mí. Tras pensar unos segundos, escribe:


Virginia:

no pienses que si no te llamo,

no te extraño mucho.

no pienses que si no te veo,

no siento tu ausencia.

Pablo Escobar G.


Me parece que tantos NO son algo extraños, pero me guardo el comentario; celebro su rapidez mental y agradezco el regalo con mi más radiante sonrisa. Santofimio también me dedica el libro: «Virginia: Para ti, la discreta voz, la señorial figura, la (dos palabras ilegibles) de nuestro Pablo. AS».

Hacia las ocho de la noche los capi di tutti capi se despiden porque deben atender un compromiso social «de muy, muy alto nivel». Clara está feliz porque le vendió el Cristo a Pablo en diez mil dólares, y ha escrito en el libro de poemas que no ve la hora de verlo convertido en presidente de la República. Cuando ella se retira y sus socios ya han descendido, él me confiesa que todo su grupo se dirige ahora al apartamento del ex presidente Alfonso López Michelsen y su esposa Cecilia Cabal ero de López, pero me ruega que no lo comente con nadie.

—¡Por ahí es la cosa, mi amor! ¿Para qué te preocupas por esos galanistas, si tienes acceso al presidente más poderoso, más influyente, más inteligente, más rico y, sobre todo, más práctico del país? no pienses más en Galán ni en Lara. Sólo sigue adelante con Civismo en Marcha y Medellín sin Tugurios, que la Biblia dice: «Por sus obras los conoceréis».

Me pregunta si voy a acompañarlos en las giras políticas y, con un beso, le digo que para eso sí puede contar conmigo. Siempre.

—Pues comenzamos la semana entrante. Quiero que sepas que no puedo llamarte a diario para decirte las locuras que se me pasan por esta cabeza, porque mis teléfonos están intervenidos. Pero pienso en ti todo el tiempo. No olvides nunca, Virginia, que

«A nadie te pareces desde que yo te amo».