Había conocido a mi primera versión del Hombre Más Rico de Colombia en 1972, en el Palacio Presidencial; tenía yo veintidós años y él, que era divorciado, tenía cuarenta y ocho. Días atrás, mi primer amante, Carlos Haime, me había confesado ser el segundo hombre más rico de Colombia. Pero unas semanas después, al ver yo a aquella sonriente reencarnación de Tyrone Power a quien el diminuto secretario del presidente me presentó como Julio Mario Santo Domingo —y al verme éste en pantaloncitos calientes bajo un abrigo que me llegaba al tobillo— no sólo volaron chispas, sino que el resto es historia: a partir de ese momento, y durante los siguientes doce años de mi vida, mi novio o amante secreto sería siempre quien ocupara el trono de El Hombre más Rico de Colombia.
En el fondo, los hombres excepcionalmente ricos o poderosos son seres tan solitarios como las mujeres famosas por su glamour y sex appeal. Todo lo que ellas quieren encontrar entre los brazos de un gran magnate es la ilusión de protección o seguridad, y lo que ellos sueñan con tener entre sus brazos por un instante fugaz es la ilusión de toda esa belleza pegada a su cuerpo antes de que ella huya y se convierta en parte de su pasado. El hombre más rico del país, que en Colombia es siempre el más avaro, tiene dos ventajas como novio o amante, y no tienen nada que ver con el dinero: la primera es que un gran magnate tiene terror de su esposa y de la prensa y, por lo tanto, es el único hombre que no exhibe a un símbolo sexual como trofeo de caza y no habla indiscreciones delante de sus amigos; la segunda es que ante la mujer a quien está seduciendo o de la que está enamorado él despliega como pavo real conocimientos enciclopédicos sobre el ejercicio y la manipulación del poder, siempre y cuando ella comparta sus mismos códigos de clase social. De lo contrario no tendrían de quien reírse juntos, y la risa cómplice es el mayor de todos los afrodisíacos.
Estamos en enero de 1982. Ya todos mis ex saben que dejé «a ese argentino pobre y feo con quien en buena hora me había casado en 1978 y que, como buen judío de teatro, ¡se largó con la corista!» Quien más goza con la frase es mi «judío Rothschild», pero quien llama hoy, encantado de la vida, es Julio Mario Santo Domingo:
—Como tú eres la única mujer colombiana que se puede presentar en cualquier parte del mundo, quiero que conozcas a mi gran amigo David Metcalfe. No es riquísimo, ni un Adonis; pero, al lado de eso con lo que estabas casada, es multimillonario y parece Gary Cooper. Es un amante legendario en dos continentes, y he estado pensando que es lo que tú necesitas ahora que botaste a ese marido. Ése es el hombre que te conviene, muñeca, ¡antes de que vayas a enamorarte de otro pobre pendejo!
Santo Domingo, el magnate colombiano de la cerveza, me explica que Metcalfe es el nieto de lord Curzon de Kedelston, virrey de India y el segundo hombre del imperio británico durante el reinado de Victoria de Inglaterra. Que la hija de Curzon, Lady Alexandra, y su marido «Fruity» Metcalfe, tuvieron como padrinos de matrimonio a los Mountbatten, últimos virreyes de India. Que «Fruity» y «Baba» Metcalfe, a su vez, fueron los padrinos de matrimonio del Duque de Windsor tras su abdicación del trono británico para casarse con la dos veces divorciada americana Wallis Simpson. Que, siendo todavía Eduardo VIII, el Duque, a quien su familia llamaba David, fue padrino de bautizo del hijo de sus mejores amigos y que, a la muerte de su padre, David Metcalfe heredó el anillo y las mancornas con el escudo del Duque de Windsor cuando era Príncipe de gales. Añade que Metcalfe es amigo de toda la gente más rica del mundo, caza con los royals ingleses y el rey de España, y es uno de los hombres más populares de la alta sociedad internacional.
—Te va a recoger el viernes para una cena en mi apartamento, y verás que te va a encantar. ¡Adiós, mi muñecota linda, preciosa, soñada!
Cuando David está entrando al salón mi madre está saliendo, y los presento. Al día siguiente, ella me dirá:
—Ese hombre de dos metros de estatura, en corbata negra y con esas zapatillas de charol, es el más elegante del mundo. Parece uno de esos primos de la reina Isabel.
Mirándome con una sonrisa encantadora, aquel inglés casi calvo y perfectamente bronceado, de hombros anchísimos y manos y pies enormes, rostro anguloso y bastante arrugado, gafas de observador sobre una enorme nariz aquilina, ojos grises sabios y bondadosos aunque algo fríos, ochocientos años de pedigree y cincuenta y cinco de edad, añade que «Mario» le ha contado que yo soy el sueño de cualquier hombre. Le digo que así es y que, según nuestro amigo, él también es el sueño de cualquier mujer. Y cambio de tema porque la verdad es que Metcalfe, como se dice en colombiano, no me inspira ni un mal pensamiento. Comparto la máxima de Brigitte Bardot: «la única cualidad de un amante perfecto es que me guste físicamente». Y las amantes de los animales sabemos que, a la hora de la verdad, el anillo del Príncipe de gales en el dedo, el staff de seis personas en Belgravia y el Van Gogh en el comedor no son suficientes.
Entre las máximas absolutas del elegante y arrogante lord Curzon estaban algunas que nadie en su sano juicio osaría discutir, como «Un señor no viste de color café en la ciudad» y «Un caballero jamás toma sopa en el almuerzo».
Han transcurrido dieciocho meses y estamos a mediados de 1983. El Hombre Más Rico de Colombia no es ni un lord inglés ni un caballero autóctono. No se levanta a llamar a sus ambiciosos esclavos a las seis de la mañana sino a sus tenebrosos «muchachos» a las once. Toma sopa, y de frijoles, en el brunch cotidiano, y ni siquiera se presenta a las sesiones del Congreso en traje café, sino en chaqueta beige. No sabe qué diablos es paño tiza o Príncipe de gales y vive en tenis y blue jeans. Tiene treinta y tres años, no cincuenta y nueve, y no tiene una idea muy clara de quién es Santo Domingo porque, como es dueño de una pequeña república, no le interesan sino los presidentes que financia y los dictadores que le cooperan en todo. En un país donde ninguno de los magnates avaros tiene todavía avión propio, él pone una flota aérea a mi disposición. Despachó el año anterior sesenta toneladas de coca —pero este año se propone doblar la producción— y su organización controla el ochenta por ciento del mercado mundial. Mide uno con setenta y no tiempo de broncearse. Si bien no es tan feo como Tirofijo, el jefe de las FARC, está convencido de que tiene un cierto parecido con Elvis Presley. Nunca le ha importado la reina Victoria, sino la reina del Caquetá, el Putumayo o el Amazonas. Hace el amor como un muchacho campesino, pero se cree un semental, y sólo tiene una cosa en común con los cuatro hombres más ricos de Colombia: yo. Y yo lo idolatro. Porque me adora, porque es la cosa más divertida y exciting que haya pisado la faz de esta Tierra, y porque él no es avaro, sino espléndido.
—Pablo, me da miedo entrar a Estados Unidos con esa cantidad de dinero… —le había dicho yo antes de mi primer viaje de compras a Nueva York.
—¡Pero al gobierno americano no le importa la plata que le entras sino la que le sacas, mi vida! Una vez llegué yo a Washington con un millón de dólares en un maletín, ¡y me pusieron escolta policial dizque para que no me fueran a asaltar camino del banco! A mí, ¿puedes creerlo? Pero ¡ay de que te cojan sacando más de dos mil dólares en efectivo, aunque la ley gringa diga que son diez mil! Declara siempre toda la plata a la entrada. Te la gastas, o la depositas en tu cuenta bancaria de dos mil en dos mil dólares, pero nunca, nunca, nunca se te vaya a ocurrir traerla de vuelta. Si los «Federicos» te cogen con efectivo te dan mil años de cárcel, porque el lavado de activos es un delito mucho más grave que el propio tráfico de narcóticos. Yo soy una autoridad moral en todos estos temas. Después no me digas que no te lo advertí.
Ahora siempre llevo en mis viajes un fajo con diez mil dólares entre una caja de kleenex en cada una de mis tres maletas de Gucci y otro en mi bolso de mano de Vuitton, y los declaro completos a la entrada. Cuando los aduaneros me preguntan si fue que asalté un banco, invariablemente respondo:
—Los dólares son comprados en el mercado negro, porque así toca hacer en toda América Latina, donde la moneda es el peso. Los kleenex son porque no paro de llorar. Y hago muchos viajes al año porque soy periodista de televisión, y mire usted todas estas portadas de revistas.
Y el funcionario invariablemente responde:
—Sigue, belleza, ¡y llámame la próxima vez que estés triste!
Y yo sigo como una reina hacia la limusina de Robalino, que siempre me está esperando, y al llegar al hotel —tras cruzarme en el lobby o el ascensor con algún Rothschild, Guinness o Agnelli, o la comitiva de algún príncipe saudita, una primera dama francesa o un dictador africano—, arrojo los kleenex a la basura y me meto feliz en un baño de burbujas para pulir mi shopping list del día siguiente, que ya he trabajado arduamente durante tres horas en mi asiento de primera clase del avión mientras tomaba champagne rosé y repetía blinis de caviar, porque ahora el Pegaso de mi amante está casi siempre ocupado llevando miles de kilos de coca a Cayo Norman en las Bahamas, que es propiedad de su amigo Carlitos Lehder, y punto de tránsito obligado de la otra reina —la blanquita que se aspira— hacia los cayos de Florida.
Toda mujer civilizada y brutalmente honesta confesará que uno de los mayores deleites que existen sobre la faz de la Tierra es salir de compras por la Quinta Avenida de Nueva York con un presupuesto espléndido, sobre todo si ya ha tenido a sus pies a cuatro magnates que hoy suman doce mil millones de dólares y ni siquiera mandaban flores.
Y en cada regreso a Colombia, ahí está mi Pablo navaja —otra vez «coronado»— con el Pegaso o el resto de su flota, sus aspiraciones políticas basadas en las de millones de fans gringos agradecidos y felices, su adoración, su pasión y toda su loca y terrible necesidad de mí. Y el Valentino o el Chanel ruedan por el suelo, y las zapatillas de cocodrilo de la Cenicienta vuelan por los aires, y cualquier suite o choza son el mismo Paraíso Terrenal para el abrazo de la muerte o la danza demoniaca, porque el pasado de un enamorado que actúa como un emperador y paga una sucesión de shopping sprees es tan irrelevante como el de Marilyn Monroe o el de Brigitte Bardot en la cama de algún hombre afortunado.
Pero el problema con el pasado de muchos hombres excepcionalmente ricos son los delitos que están dispuestos a cometer hoy y mañana para encubrir sus crímenes o sus indiscreciones del ayer. Horrorizada con las revelaciones sobre el de Pablo Escobar, Margot Ricci ha destruido todas las copias del programa del basurero y me ha informado que no quiere volver a saber nada ni de Pablo ni de mí. Vendemos la productora de televisión, ya libre de deudas, a su novio Jaime, un hombre bondadoso que muere poco después, y ella se casa con Juan Gossaín, director de RCN, la cadena radial del magnate de las bebidas gaseosas, Carlos Ardila, cuya mujer es la ex esposa de Aníbal Turbay.
El Robin Hood paisa ya ha aprendido a manejar a los medios, compite conmigo por las portadas de revistas y disfruta a mares de su recién adquirida fama. Cuando Adriana, la hija de Luis Carlos Sarmiento, el magnate de la banca y de la construcción, es secuestrada, le ruego a Pablo que ponga su ejército de mil hombres a disposición de Sarmiento; no sólo por principio, sino porque debe comenzar a sembrar deudas de gratitud con la gente decente y más poderosa del Establishment. Muy conmovido, Luis Carlos me dice que las negociaciones para la liberación de su hija están ya muy adelantadas, pero que siempre agradecerá el generoso gesto del representante Escobar.
La vida de Pablo da un vuelco completo el día en que el presidente Betancur nombra como su ministro de justicia a Rodrigo Lara, el señor del negocio agropecuario con Evaristo Porras, aquel triple ganador de El gordo de la lotería. De inmediato, el alto funcionario acusa a Escobar de narcotráfico y de vinculaciones con el MAS. Sus seguidores, que se sienten traicionados por Betancur, exhiben en el Congreso de la República el cheque del millón de pesos de Evaristo. Y el ministro cuota del nuevo liberalismo de Luis Carlos Galán se viene de frente como una locomotora: la Cámara de representantes le levanta a Pablo la inmunidad parlamentaria, un juez de Medellín le dicta orden de captura por la muerte de los dos agentes del DAS, el gobierno americano le retira su visa de turista y el gobierno colombiano decomisa los animales de su zoológico, por ser de contrabando. Cuando los rematan, Escobar vuelve a comprarlos a través de testaferros porque, con excepción de los Ochoa y El Mexicano, nadie en un país pobre tiene donde ponerlos a pastar, ni veterinario para miles de animales exóticos y, sobre todo, ríos y manantiales propios para los elefantes y dos docenas de hipopótamos casi tan territoriales como el dueño.
Pablo me ruega que no me alarme ante su avalancha de problemas e intenta convencerme de que su vida siempre ha sido así de agitada. O es un gran actor, o es el hombre más seguro de sí mismo que yo haya conocido. De lo que no me queda la menor duda es que es un estratega formidable y que cuenta con recursos prácticamente inagotables tanto para su defensa como para los más fulminantes contraataques, porque el dinero le está entrando a raudales. Nunca le pregunto cómo lo lava; pero a veces, sobre todo cuando me siente preocupada, me da algunas pautas sobre las dimensiones de sus ingresos: tiene más de doscientos apartamentos de lujo en Florida, los billetes de cien dólares llegan por pacas hasta la propia pista de la Hacienda Nápoles camuflados entre electrodomésticos, y el efectivo que está entrando al país da para financiar las campañas presidenciales de todos los partidos políticos hasta el año 2000.
A raíz de la orden de captura Pablo entra en la semiclandestinidad. La necesidad de la piel del otro se ha ido incrementando en la misma medida de la persecución y la interceptación telefónica y, como ninguno de los dos hace confidencias a nadie, ambos necesitamos cada vez más de la voz del amante interlocutor. Pero cada uno de nuestros encuentros demanda ahora una cuidadosa planeación logística y ya no podemos vernos todos los fines de semana, y mucho menos en el hotel intercontinental.
Con el correr de los meses y el aumento de la confianza, también he comenzado a escuchar de él y de Santofimio un lenguaje mucho más beligerante. No es raro que éste diga en mi presencia cosas como:
—Las guerras no se ganan a medias, Pablo. Sólo quedan ganadores y perdedores, no medio vencedores y medio vencidos. Para ser más efectivo vas a tener que cortar muchas cabezas; o, en todo caso, las más visibles.
Y Escobar indefectiblemente responde:
—Sí, doctor. Si siguen jodiendo vamos a tener que empezar a dar mucha chumbimba, para que aprendan a respetar.
En el transcurso de una gira por el Departamento del Tolima, tierra natal y fortín político de Santofimio, éste comienza a abrazarme en presencia de sus líderes locales de una forma que me incomoda terriblemente. Pero cuando sus «caciques» se retiran, el candidato se transforma y es todo negocio: debo ayudarlo a convencer a mi amante de que le aumente las contribuciones a su campaña, porque el dinero que le está dando no le alcanza para nada y él es la única opción senatorial y presidencial que le garantiza a Pablo no sólo la caída del Tratado de Extradición sino el completo entierro de su pasado.
Cuando regreso a Medellín estoy hecha una fiera y, antes de que Pablo pueda darme el primer beso, comienzo a detallarle los eventos de las dos últimas semanas, con voz que es un crescendo de denuncias, señalamientos, acusaciones y preguntas sin respuesta:
—Le di un coctel para recoger fondos para su campaña, con los líderes de todos los barrios populares de Bogotá. Sólo porque tú me lo pediste, metí a ciento cincuenta curiosos en mi apartamento. Santofimio llegó después de las 11:00 p.m., se demoró quince minutos, salió corriendo y al día siguiente ni siquiera llamó para dar las gracias. ¡Es un cerdo sin clase, ingrato y doble! ¡Este pobre pueblo le importa un carajo! ¡Va a acabar con tu idealismo y vas a terminar pareciéndote a él! ¡Aquí, en tu territorio y delante de tu gente, jamás se hubiera atrevido a abrazarme en público de la manera como lo hizo en el Tolima! ¿Acaso no te has dado cuenta del precio que ya estoy pagando por poner mi imagen limpia al servicio de los intereses de ustedes, para que ahora un Iago de esos —si sabes quién es Iago— venga a pretender utilizarme de la forma más ruin delante de toda esa caterva de bandidos provincianos que creen que un delincuente sin escrúpulos como él es Dios?
Una pared invisible parece caer del techo para colocarse entre nosotros dos. Pablo se transforma en una roca y queda inmóvil, paralizado. Me mira atónito y se sienta. Luego, con los codos sobre las piernas, la cabeza entre ambas manos y la vista clavada en el piso, me va diciendo con voz helada y palabras cuidadosamente medidas:
—Con el dolor del alma, Virginia, debo decirte que ese hombre a quien tú llamas un cerdo ingrato es mi enlace con toda la clase política de este país, de Alfonso López para abajo, sectores de las fuerzas armadas y los organismos de seguridad que no están con nosotros en el MAS. Nunca voy a poder prescindir de él, precisamente porque es su falta de escrúpulos lo que lo hace tan invaluable para alguien como yo. Y, efectivamente, no sé quién es Yago, pero si tú dices que Santofimio y él se parecen, así debe ser.
Todo mi respeto por él se hace trizas, como un espejo que acabara de recibir un balazo. Desgarrada por el dolor y deshecha en llanto, le pregunto:
—¿Está, acaso, esa rata de alcantarilla sugiriéndome que ya es hora de que yo vaya empezando a considerar otras opciones… porque tú ya las encontraste, mi amor? ¿De eso es que se trata toda esta abrazadera en público, verdad?
Pablo se pone de pie, y mira hacia la ventana. Luego, con un suspiro, me dice:
—Tú y yo somos gente grande, Virginia. Y gente libre. Ambos podemos considerar todas las opciones que queramos.
Por primera vez en toda mi existencia, y sin importar que pueda perder para siempre al hombre que más he amado en la vida, hago una escena de celos. Sin poderme controlar mientras voy dando puñetazos al aire con cada frase, le grito:
—¡Pues te has vuelto un cabrón, Pablo Escobar! ¡Y quiero que sepas que el día en que te cambie por otro no va a ser por un cerdo pobre como tu candidato limosnero! ¡Tú no te sueñas lo mal acostumbrada que estoy yo en materia de hombres! Puedo tener al más rico o al más bello, ¡y yo no tengo que pagar, como tú! Yo trato a los reyes como peones y los peones como reyes, ¡y cuando te cambie por un cerdo va a ser por uno más rico que tú! ¡Y uno que también quiera ser presidente! no, ¡mejor que quiera ser dictador, sí señor! Y tú, que nunca me has subestimado, sabes que eso es exactamente lo que voy a hacer: ¡te voy a cambiar por un dictador, pero no como Rojas Pinilla! Como ése no, sino como… como… ¡como Trujillo! ¡O como Perón! ¡Como alguno de esos dos, te lo juro por Dios, Pablito!
Al oír esto último, él estalla en una carcajada. Se da media vuelta y, sin poder parar de reír, viene hacia mí. Agarra mis dos brazos para impedir que le dé puñetazos en el pecho y los pone como un dogal alrededor de su cuello. Luego me sujeta firmemente por la cintura y me aprieta contra su cuerpo mientras me va diciendo:
—El problema con ese marido tuyo es que va a necesitar que yo lo financie. Y cuando te mande a ti por la plata, vamos a ponerle los cuernos sin parar, ¿o no? Tu otro problema… es que los dos únicos cerdos tan ricos como yo son Jorge Ochoa y el Mexicano… y ninguno de los dos es tu tipo, ¿o sí? ¿Ves que yo soy la única opción para alguien como tú? Y, por otra parte, tú eres la mía, ¿porque dónde voy a conseguirme yo otra caja de música que me haga reír tanto… con ese corazón? ¿Y otra Manuelita… con ese coeficiente de Einstein? ¿Y otra Evita… con este cuerpo de Marilyn, ah?… ¿Y vas a dejarme justamente ahora, a merced de mis poderosos enemigos que han desatado esta implacable persecución contra mí… que va acabar con mi muerte prematura y mi pobre humanidad bajo alguna espantosa lápida comprada? júrame que todavía no me vas a cambiar por un Idi Amin Dada, que me extradite… ¡o me vuelva barbecue! ¡Júramelo, mi adorado tormento, por lo que más quieras! Y lo que tú más quieres… soy yo, ¿verdad?
—¿Y dentro de cuánto propones que te cambie, entonces? —digo buscando un kleenex.
—Pues… dentro de unos… cien años. No, ¡mejor sesenta, para que no creas que exagero!
—¡Pues yo no te doy sino diez años de plazo! —respondo enjugándome las lágrimas—. Y estás sonando como Agustín de Hipona, que antes de volverse Doctor de la iglesia rezaba: «¡Hazme casto, Dios mío, pero no todavía!» Y te advierto que ahora sí voy a ir a saquear todos esos almacenes de la Quinta Avenida. ¡Esta vez voy a desocuparlos!
Él me mira con algo parecido a una profunda gratitud y, exhalando el aire aliviado, me dice con una sonrisa:
—¡Puuufff! Pues vas a saquearlos cada vez que quieras, mi pantera idolatrada, siempre y cuando me prometas que nunca, nunca vamos a volver a hablar de estas cosas —luego ríe, y pregunta—: ¿Y a qué edad se volvió impotente el santo ese, tú que sabes todo?
Ante la perspectiva de un guardarropa de Chanel o Valentino, ¿a qué mujer normal le importa si Santofimio es falso? Me seco las últimas lágrimas, respondo que a los cuarenta y le informo que nunca más volveré a las giras políticas. Diciendo que la única ausencia que importa es la de mi rostro en su almohada, y la de todo el resto, él comienza a acariciarme; y, mientras va enumerando cada una de las posibles ausencias, ya no quedan sino las presencias mías y el presente de él.
Pablo parece haber olvidado que yo jamás perdono y que, en lo tocante al sexo opuesto, cualquiera de mis opciones es mucho más interesante que todas las suyas juntas. Y en el siguiente puente doy mi brazo a torcer y acepto la invitación que había declinado una y otra vez durante los dieciocho meses anteriores: un tiquete en primera clase a Nueva York, una enorme suite en The Pierre y los brazos ardientes y elegantes de David Patrick Metcalfe. Y, al otro día, cuando salgo de hacer compras por treinta mil dólares en Saks Fifth Avenue, dejo las bolsas en la limusina de Robalino y entro a la Catedral de Saint Patrick’s para prenderle una velita al santo patrono de irlanda y otra a la Virgen de Guadalupe, la de los generales de la revolución mexicana antepasados míos. Y aunque por el resto de mi vida llevaré en el corazón la nostalgia por algo que se perdió para siempre en aquella noche de dictadores y de cerdos, nunca más volverán a importarme la modelo de una noche o la reina de un puente, y mucho menos un par de lesbianas entre algún jacuzzi en Envigado.
Cierto día, en la librería Central de mis amigos Hans y Lily Ungar me encuentro con mi primer director de televisión, el ahora ex canciller Carlos Lemos Simmonds. Me dice que debería volver a la radio, y me recomienda el grupo radial Colombiano, ahora la cuarta cadena del país, que está conformando un equipo estelar y pertenece a la familia Rodríguez Orejuela de Cali, dueña de bancos, cadenas de droguerías, laboratorios de productos de belleza, Chrysler de Colombia y docenas de empresas.
—Son gente de bajo perfil. Gilberto Rodríguez es inteligentísimo y va camino de convertirse en el hombre más rico de este país. Además, es un gran señor.
Pocas semanas después recibo una oferta de trabajo del grupo radial. Me sorprendo gratamente y, como las referencias de Carlos Lemos han sido tan generosas, la acepto encantada. Mi primer encargo es cubrir la Feria de Cali y el reinado de la Caña de Azúcar en la última semana de diciembre y la primera de enero. Pablo está pasando las vacaciones en la Hacienda Nápoles con toda su familia y me ha enviado de regalo de navidad un precioso reloj de oro con doble hilera de diamantes de Cartier. Se lo ha comprado a la novia de Joaco Builes, que es muy negociante y vende joyas a los narcotraficantes de Medellín. Beatriz me advierte:
—Virgie: ¡no se te vaya a ocurrir jamás, jamás, llevarlo a Cartier en Nueva York para que te lo reparen! Te confieso que los relojes que Joaco y yo vendemos son robados. Podrían decomisarlo o meterte a la cárcel. Después no me digas que no te lo advertí. En todo caso, ¡Pablo está convencido de que los relojes regalados traen muchísima suerte!
Una noche estoy cenando en Cali con Francisco Castro, el joven y guapo presidente del Banco de occidente, el más rentable de todos los de Luis Carlos Sarmiento. Cuando dos señores entran al restaurante, se hace un silencio, todo el mundo voltea a mirar y una docena de meseros vuela a atenderlos. En voz baja y llena de desprecio, «Paquico» Castro me dice:
—Ésos son los hermanos Rodríguez Orejuela, los reyes de la coca en el Valle, un par de mafiosos asquerosos, inmundos. ¡Así tenga cada uno mil millones de dólares y cien empresas, son el tipo de cliente que Luis Carlos mandaría a sacar de sus bancos a las patadas!
Quedo sorprendida, y no porque la noticia me llegue por conducto de alguien con fama de niño prodigio en cuestiones financieras, sino porque pienso que a estas alturas, y tras conocer de nombre a todo el que sea alguien en el gremio de Pablo, es realmente extraño que nunca se los haya oído nombrar. Al día siguiente, el director de la emisora me informa que Gilberto Rodríguez y su esposa quieren conocerme y me invitan a subir a la suite presidencial del hotel intercontinental, su base de operaciones durante la Feria, para entregarme personalmente mis boletas de primera fila para las corridas. (En una plaza de toros primera es la tercera, detrás de la contrabarrera y la barrera. Esta última da directamente sobre el callejón donde están los toreros, sus cuadrillas, los ganaderos y los periodistas hombres; nunca las mujeres, porque supuestamente traen mala suerte y porque a veces los toros saltan al callejón y corretean o empitonan a todo el que se encuentra adentro.)
El aspecto de Rodríguez Orejuela es muy diferente del de los grandes capos de Medellín, y en él lo sutil reemplaza a todo lo obvio de los primeros. Luce como un hombre de negocios común y corriente, y en cualquier otro lugar que no fuera Cali pasaría completamente desapercibido. Es muy cortés y cordial, como lo son todos los hombres ricos con las mujeres bonitas, y hay en él un cierto elemento taimado y ladino que se mimetiza a la perfección con otro que, a los ojos de un observador menos perspicaz, podría confundirse con timidez o incluso un discreto asomo de elegancia. Diría que tiene un poco más de cuarenta años; no es alto, su rostro y sus hombros son redondeados, y carece de la presencia masculina de Pablo. La verdad es que tanto Pablo Escobar como Julio Mario Santo Domingo tienen aquello que en la costa colombiana llaman mandarria, palabra cuya sonoridad única lo dice todo; cuando alguno de los dos entra a un lugar, todo en su gesto y actitud parece gritar:
—¡Aquí llegó el rey del mundo, el hombre más rico de Colombia! ¡Abran paso!, y ¡ay del que se me atraviese, porque soy un peligro ambulante y hoy amanecí de mal genio!
La mujer de Rodríguez tiene unos treinta y siete años; su rostro es bastante ordinario y con marcas de acné juvenil. Es más alta que nosotros dos y bajo su túnica estampada en tonos verdes se adivina una buena figura, como la de casi todas las mujeres del Valle del Cauca. Tiene ojos de lince, y cada señal que ellos envían parece indicar que su marido no mueve un dedo sin su autorización.
Siempre he creído que detrás de todo hombre excepcionalmente rico hay o una gran cómplice o una gran esclava.
—Ésta no es «la Tata» de Escobar… —me quedo pensando— Ésta es «la Fiera» de Rodríguez, ¡y parece ser el general del general!
A mi regreso a Bogotá me sorprende una llamada de Gilberto, quien me invita a toros en compañía de los comentaristas deportivos del grupo radial. Le contesto:
—Gracias, pero recuerde que yo sólo me siento en primera fila, es decir, en la cola de la plaza con los pobres, cuando estoy en una feria trabajando como esclava explotada por la cadena radial de alguna familia presidencial o de algún banquero con cientos de droguerías. Esto quiere decir que, como soy ciega, el único sitio desde donde yo veo, y desde donde yo me veo, es la barrera. ¡Hasta el domingo!
Después de la corrida el grupo me deja en casa. A los pocos días llama Myriam de Rodríguez para preguntarme por qué fui a toros con su esposo. Muy disgustada, respondo que es al dueño del grupo radial Colombiano a quien ella debe preguntar por qué envió a los comentaristas deportivos y al editor internacional a cubrir la temporada taurina. Y antes de colgar, le hago una sugerencia:
—La próxima vez podría pedirles que la lleven también a usted —con su micrófono, claro— para que vea por qué, ¡cuando Silverio torea, uno no cambia por un trono su barrera de sombra!
Luego me pregunto por qué no le puse más banderillas a esa fiera. ¿Por qué no le dije que su tal marido no podría interesarme para nada, absolutamente nada en la vida? ¿Acaso él todavía no le ha contado que yo amo con locura a su competencia, que es mucho más rico que él, que sí está bien casado, que me adora y que no ve la hora de regresar de su latifundio para derretirse entre mis brazos? ¿Que va a ser presidente con pasado o dictador sin prontuario, y que, gústele o no a ella, es el único, el verdadero, el indiscutible Rey Universal de la Cocaína? ¿Por qué no le pregunté qué porcentaje del mercado tiene acaso su Gilberto —si el año pasado Pablo tenía ya ochenta por ciento, y en este año está doblando la producción— para darme yo el gusto de que ella contestara: «Pues mi esposo tiene otro ochenta porciento, ¡igualito al de su amante!»?
Cuando se me pasa la furia, me pongo a recordar a aquellos cuatro magnates del Establishment: esas inteligencias privilegiadas, esos corazones de piedra, esa incapacidad para cualquier forma de la compasión, esa legendaria capacidad de venganza. Luego, y con una sonrisa salida de algún recóndito lugar del corazón, recuerdo también sus dotes de encantadores de serpientes, sus risas, sus debilidades, sus odios, sus secretos, sus lecciones… toda esa capacidad de trabajo, esa pasión, esa ambición, esa visión… su poder de seducción, sus presidentes…
¿Cómo reaccionarían si supieran que Pablo Escobar aspira a la presidencia? Si él se retirara del negocio… ¿cuál de ellos podría llegar a ser un aliado? ¿Cuál su rival y cuál su enemigo? ¿Cuál podría convertirse en un peligro mortal para Pablo? Bueno… creo que ninguno, porque ya todos saben que él tiene más plata, más astucia y más cojones… y veinte o veinticinco años menos… En todo caso, Maquiavelo dice: «A los amigos hay que tenerlos cerca y a los enemigos todavía más cerca».
Y me quedo pensando en que no son los cuerpos de las mujeres los que pasan por las manos de los hombres, sino las cabezas de los hombres las que pasan por las manos de las mujeres.