En las semanas siguientes al asesinato de Rodrigo Lara Bonilla se suceden cientos de detenciones y allanamientos, decomisos de aviones, helicópteros, yates y autos de lujo. Por primera vez en la historia de Colombia, todo aquel que conduce un Mercedes por la ciudad o un Ferrari por la carretera es detenido por sospechoso, bajado del auto con insultos en tono castrense y requisado por la policía de manera inmisericorde; y esta vez de nada sirve la proverbial «mordida» con billete de alta denominación, porque el Ejército está por doquier. Los colombianos que pagan impuestos dicen orgullosamente que ¡por fin! el país está cambiando y se va acabar tanta corrupción, porque ya no aguantábamos más, nos estábamos mexicanizando, y la imagen de Colombia estaba por el suelo. Los grandes capos huyen en estampida hacia algún lugar que, se rumora, podría ser Panamá, porque allá es donde tienen guardada la plata para que no se la confisquen los gringos. Se da por sentado que Estados Unidos va a invadirnos para poner una base naval en la Costa Pacífica, porque el Canal de Panamá se está secando y hay que ir pensando en su reemplazo y en destapar el Darién para construir la Autopista Panamericana desde Alaska hasta la Patagonia; y también una base militar en la Costa Atlántica, igualita a Guantánamo, porque la guerrilla está cogiendo tanta fuerza que todos nuestros vecinos, ¡qué vergüenza!, ya dicen que sus países se les están colombianizando. la nación está enardecida, los ánimos caldeados y todo el mundo entiende que la gente decente está a favor de ambas bases, porque sesenta por ciento que está en contra es narcotraficante o comunista.
Durante varias semanas mi vida se convierte en un auténtico infierno: cada media hora alguna persona no identificada llama para decirme todas las cosas que jamás podrían gritarle a Pablo, muy parecidas a las que él me recitara al oído en aquella noche de la Beretta y los espejos. Con el tiempo me voy acostumbrando a los insultos y amenazas, y a que pasen los días sin saber nada de él; también dejo de llorar, me voy volviendo más fuerte y pienso que así es mejor, porque ese asesino no me convenía y tal vez es mejor que se quede en Australia criando ovejas y deje vivir en paz a los colombianos, que son la gente más buena y trabajadora del mundo. Y como la vida es muy corta, y al final sólo nos queda lo comido y lo bailado, para probarme a mí misma que ya Pablo dejó de dolerme me voy con David Metcalfe para Río de Janeiro y Salvador Bahía, a comer Moqueca Bahiana y a oír a Gal Costa, a Caetano Veloso, a Maria Bethania, a Gilberto Gil y a todos los demás prodigios de aquel subcontinente creado en el Cielo por algún Dios misericordioso para las gentes más hedonistas de la Tierra. Recorremos la ciudad de los artistas y los pensadores de Brasil, que está recién pintada de todos los colores por el éxito de Dohna Flor e Seus Dois Maridos, la película con Sonia Braga, a quien acabo de entrevistar para uno de mis programas de televisión. David luce estupendo en su resort wear, sus blazers de Saville Row y sus pantalones rosa, coral y amarillo canario de Palm Beach, y en la cidade maravillosa cheia de encantos mil me estreno todos los pareos y bikinis que había comprado en Italia, me siento como la Chica de Ipanema y contemplo la Lagoa brillando bajo el cielo estrellado en la noche carioca. No bailo samba porque un socio de White’s de dos metros de altura y veintidós años mayor que yo tal vez beba caipirinhas y caipirissimas, pero se rehúsa terminantemente a bailar samba, salsa, reggae, vallenato y toda esa «Spanish Music» de la gente latinoamericana de mi generación. Por unos breves días me siento en el Paraíso y pienso que, por fin, después de llorar un río por Pablo y otro por mí, uno por los muertos de Pablo y otro por el país de ambos, la vida vuelve a sonreírme.
Al cabo de unos meses todo vuelve a la normalidad. Se dice que la OEA respaldó a Colombia y se opuso a la invasión porque con un Guantánamo teníamos, y dos no eran convenientes para la estabilidad del Hemisferio, y porque ¡quién aguantaba a todos esos ecologistas europeos si se destruía la selva húmeda del Darién con argumentos imperialistas disfrazados de libre comercio! la totalidad del país, sin excepción —guerrilla, estudiantes, obreros, clase media, burguesía y servicio doméstico— celebra que los yanquis se quedaron con los crespos hechos, y los grandes empresarios comienzan a regresar al país para ponerse al frente de sus bancos, sus cadenas de droguerías y sus equipos de futbol.
¿Y quién mejor para conocer la verdad sobre todo lo que está pasando con Pablo y su mundo que Gilberto Rodríguez Orejuela, su colega emérito y amo y señor de docenas de periodistas? A Dios gracias los Rodríguez no son enemigos del Establishment, sino amigos de toda la élite burocrática y política. No tienen las manos manchadas de sangre ni torturan a la gente; bueno, se rumora que hace un montón de años participaron en el secuestro de unos suizos en Cali, pero fue hace tanto tiempo que ya dejó de ser cierto. Gilberto no guarda su plata en canecas bajo tierra, como Pablo y el Mexicano, sino en sus propios bancos. No mata ministros, sino que es amigo personal de Belisario Betancur. Lo llaman «el Ajedrecista» porque tiene cerebro de tal y no de asesino serial. No viste de lino beige en Bogotá, sino de azul marino. No usa zapatos tenis porque no es Pedro navaja, sino Bottega Veneta porque es John Gotti. Y, últimamente, todos mis compañeros de trabajo comentan en voz baja que, como a los dueños de Tranquilandia les asestaron ese golpe de mil millones de dólares, Gilberto Rodríguez ha pasado a convertirse en el hombre más rico de Colombia.
Rodríguez pasa cada vez más tiempo en Bogotá y siempre que viene me invita a subir a su oficina del grupo radial para que le cuente todo lo que está pasando, porque dizque él es un hombre sencillo que viene de la provincia y no está muy enterado de lo que pasa en la capital. Claro que Gilberto sabe todo, porque sus tres mejores amigos son Rodolfo González García, Eduardo Mestre Sarmiento y Hernán Beltz Peralta, la crema y nata de la clase política colombiana. Todos los parlamentarios del Valle del Cauca y un gran número de los de otros Departamentos lo llaman por teléfono, y él atiende a uno cada diez o quince minutos. Sus nombres desfilan por mis oídos mientras yo lo observo desde el sofá que está frente a su escritorio. Lo que Gilberto en realidad quiere mostrarme es que él sí es elegante, popular y poderoso, y que compra ministros y senadores por docenas; que mi amante es sólo un prófugo de la justicia y que ahora él ha pasado a convertirse en el poder detrás del trono en Colombia. A todo el que llama a pedir plata —y es a lo único que llaman— le responde afirmativamente. Me explica que a sus amigos les envía el ciento por ciento de lo prometido; a los que no le simpatizan les gira diez por ciento y, una vez que conoce su precio, les promete que el resto les llegará otro día. Al presidente Alfonso López Michelsen —a quien Gilberto Rodríguez idolatra por ser el dueño de la que él describe como «la inteligencia más formidable, completa y perversa del país»— le regala pasajes a Europa en primera clase. Y el presidente López y su esposa Cecilia Caballero siempre están viajando a Londres y a París, y a Bucarest a ponerse inyecciones de procaína con la famosa gerontóloga Anita Aslan, cuyos pacientes tienen fama de durar en perfecto estado de salud, conservación, alerta y lucidez hasta los albores del segundo siglo.
Gilberto es ferozmente rojo porque de niño su familia tuvo que huir de la violencia conservadora en su natal Tolima, la región arrocera y cafetera, y se radicó en el Valle del Cauca, la azucarera. A diferencia de Escobar y los Ochoa en Antioquia, en el Valle toda la policía es de él, lo mismo que los organismos de seguridad y el Ejército. Gilberto y yo hablamos de todo pero jamás nombramos a Pablo, ni aunque el tema sea el Guernica de Picasso o el «nuevo Canto de Amor a Stalingrado» de Neruda. Escobar y Rodríguez son polos opuestos en casi todo. Cuando Pablo me ve, sólo tiene una cosa en mente: quitarme el vestido; las ocho horas de conversación vendrán mucho después. Cuando Gilberto me mira, en cambio, sólo tiene una cosa en mente: la novia de Escobar. Y cuando yo observo a Gilberto sólo tengo una cosa en mente: la competencia de Pablo. Si Pablo es el drama, Gilberto es la comedia, un encantador de serpientes y una caja de música con uno de sus zapatos Italianos en el bajo mundo y el otro en el Establishment. Y, de un tiempo para acá, ambos hablamos el mismo idioma: no sólo adoramos reír juntos, y somos el hombre importante, y rico, y la mujer famosa, y bonita, mejor informados del país, sino que cada uno simpatiza con la causa del otro y la compasión que sentimos es de doble vía.
—¿Pero cómo podría alguien tener de amante a semejante belleza, semejante reina, semejante diosa? ¡Una mujer como tú es para casarse con ella, para regarla cada día, para no volver a mirar a ninguna otra jamás en la vida! ¡Y pensar que uno ya está casado… y con semejante fiera! ¡Eso es como vivir con Kid Pambelé, a los puñetazos de día, y con Pelé, a las patadas de noche! Tú no te sueñas, no te alcanzas a imaginar, mi reina, lo que es tener que soportar a diario a una fiera que lo lleva a uno por semejante camino de la amargura, mientras la sociedad y todos los demás banqueros lo fustigan a uno con el látigo del desprecio, como si fuera un paria. A Dios gracias, tú sí me comprendes. Los ricos también lloran, no creas. ¡Tú, definitivamente, eres un remanso de paz!
La otra diferencia de fondo entre Pablo y Gilberto es que el hombre que todavía amo, y al que tanto extraño, nunca me ha subestimado. Pablo no insulta mi inteligencia y no usa galanterías conmigo sino cuando me ve deshecha, sufriendo por cosas suyas de las que yo jamás me atrevería a hablarle. Pablo jamás aceptaría una derrota; de nadie, ni siquiera de la mujer amada. Pablo no habla mal de sus cómplices sino de los galanistas, sus enemigos jurados. Pablo siempre manda al día siguiente el ciento por ciento de lo que promete y nunca pide recibo. Pablo no habla de cosas pequeñas y jamás baja la guardia con nadie, sobre todo conmigo, porque para él y para mí nada es suficiente: todo debería ser mejor, mil veces más grande, el summum, lo máximo. Todo en nuestro mundo, nuestra relación, nuestro lenguaje, nuestras conversaciones, es macro. Somos igual de elementales y terrenales, de soñadores y ambiciosos, de terribles e insaciables, y el único problema que tenemos son dos códigos éticos que eternamente están chocando. Yo le digo que la crueldad de la evolución no deja de espantarme y que fue por eso que Dios Hijo bajó a la Tierra para enseñarnos la compasión. Tras una discusión bizantina lo he convencido de que su dimensión del presente deben ser cien años porque para un protagonista de la Historia, como él, vivir siempre en la definición convencional de algo que no existe, sin analizar causas ni prever consecuencias, es peligrosísimo. Pablo y yo no cesamos de sorprendernos, de sacudirnos, de contradecirnos, de enfrentarnos, de escandalizarnos mutuamente, de llevarnos hasta el límite antes de devolver al otro a la realidad tras haberlo hecho sentir brevemente como un todopoderoso dios humano para quien no hay imposibles. Porque no hay nada, nada en el mundo, que haga latir más a un ego que encontrarse con otro de su mismo tamaño, siempre y cuando sea éste del género opuesto y uno de los dos termine con el cuerpo que encierra al otro palpitando debajo del que encierra al suyo.
Una noche, Gilberto Rodríguez me invita a la celebración de un triunfo histórico del América de Cali, el equipo de futbol de su hermano Miguel. Es éste un hombre amable y caballeroso, serio y sin un ápice de la encantadora socarronería que caracteriza a su hermano mayor. Mi instinto me dice que carece también de las inquietudes intelectuales de Gilberto, que son muchas y más de orden artístico y existencial que histórico y político, como las de Pablo. Entrevisto a Miguel Rodríguez, departo con él unos minutos para ver su reacción a mi presencia —porque estoy segura de que Gilberto el locuaz ya le ha hablado de mí— y posamos para los fotógrafos. Conozco a los hijos del primer matrimonio de Gilberto, todos muy cordiales conmigo, y me despido. Él insiste en acompañarme hasta el auto y yo insisto en que no es necesario, porque sé que, al ver mi Mitsubishi, la familia Rodríguez va a anotarse el único gol que les había quedado faltando.
—¡Pero qué lindo su carro, mi reina! —exclama triunfante, como si tuviera ante sí un Rolls Royce Silver Ghost.
—No digas tonterías, que no es la carroza de la Cenicienta. Es un autito de periodista explotada por el grupo radial Colombiano. Y, además… creo que va siendo hora de que te confiese que… yo no tengo «corazón de garaje», sino de hangar. De hecho… son tres hangares, ni siquiera uno.
—¡Uuuyyy! ¿Y quién ocupa ese triple hangar en este momento, reinita?
—Un hombre que está en Australia y que no demora en volver.
—Pero… ¡¿acaso no sabías que el hombre ya volvió hace rato?! ¡¿Y que toda su flota está en un solo hangar… el de la policía?! Y… ¿cuándo vas por Cali, mi amor?… ¿A ver si, por fin, tú y yo podemos salir a cenar juntos una noche?
Respondo que en Bogotá existen restaurantes desde la época de la Colonia, pero el sábado voy a estar en Cali comprándole antigüedades a mi amiga Clara, y me despido.
No paro de llorar hasta el sábado a las siete de la noche, porque Clara ya sabe, por Beatriz, la novia de Joaco vecina de la hermana de Pablo, que éste regresó al país y directamente al jacuzzi con reina o las infaltables modelos por duplicado aderezadas con marihuana. Pienso que a Dios gracias Gilberto no parece ser de lesbianas, ni de Samarian Gold cultivada por los Dávila, ni prófugo de la justicia y que es, definitivamente, el Rey Absoluto y Coronado del Valle del Cauca. Y como yo trato a los reyes como peones y a los peones como reyes, y él y yo hemos pasado ya doscientas horas conversando y riendo de todo lo divino y lo humano, de política y finanzas, de música y literatura, de filosofía y religión, con el primer sorbo de whisky le pido que en su condición de importador de insumos y químico Summa Cum Laude, no de banquero emérito ni ninguna de esas tonterías, hablemos, por fin, del mundo real:
—Y… ¿cuál es la fórmula de la cocaína, Gilberto?
Acusa el golpe, y de inmediato lo devuelve con una gran sonrisa:
—Pero… ¡cómo me resultaste de mafiosa, mi amor! ¿Y es que, acaso, en todo este tiempo… no te dieron cursos intensivos? ¿De qué hablabas entonces con ese australiano? ¿Contaban ovejas, o qué?
—No, de la Teoría de la relatividad, que se la expliqué paso por paso hasta que le hice ver estrellitas ¡y por fin la entendió! Y jamás, jamás, vuelvas a preguntarme por ese psicópata porque, por principio, yo jamás hablo de un hombre que haya amado con otro. A ver pues, tu receta de cocina… y prometo no vendérsela a nadie por menos de cien millones de dólares…
—Sí… él nunca ha aceptado que en este negocio, como en todo en la vida, a veces se gana y a veces se pierde. A uno le roban doscientos kilos aquí… trescientos allá… y se resigna… porque ¿qué más hace? Él, en cambio, ¡cada vez que le roban cinco kilos deja cinco muertos! ¡A ese paso, va a acabar con toda la Humanidad!
Acto seguido, me da un curso intensivo de química: tanto de pasta de coca, tanto de ácido sulfúrico, tanto de permanganato de potasio, tanto de éter, tanto de acetona, etc., etc. Cuando termina, me dice.
—Bueno, amor, ya que ambos hablamos el mismo idioma… te voy a proponer un negocio perfectamente lícito, para que te vuelvas multimillonaria. ¿Qué tal te llevas con Gonzalo, el Mexicano?
Respondo que todos los capos grandes me respetan, que fui la única estrella de televisión presente en los Foros contra la Extradición, que tarde o temprano esa posición va a costarme mi carrera y que fue por eso que acepté trabajar en el grupo radial Colombiano:
—Es el único paracaídas que voy a tener el día en que me quiten todos los demás programas… y mi tragedia es que yo siempre sé lo que va a pasar.
—¡No, no, Virginia! ¡Ni pienses en eso, que una reina como tú no nació para preocuparse por esas tonterías! Mira: como yo paso cada vez más tiempo en Bogotá y Gonzalo vive allá, a mi me gustaría que me ayudaras a convencerlo de que lo que más le conviene, después de semejante golpe que acaban de asestarles en el Yarí, es trabajar con nosotros, porque somos los mayores importadores de químicos del país. Él sí es inteligente, porque en los Ángeles hay un millón de mexicanos desesperados por trabajar en lo que sea ¡y ésa es la gente más buena y honrada del mundo! los que le mueven la mercancía al Mexicano no le roban un gramo. En cambio tu amigo, el señor de Miami, tiene que trabajar con todos esos Marielitos —los asesinos, violadores y ladrones que Fidel Castro les mandó a los gringos en 1980— y esos no entienden sino por las malas. ¡Por eso fue que ese hombre se volvió así de loco! Yo no soy tan ambicioso, ni me las quiero ganar todas: me conformo con el mercado de Wall Street y el de los ricos de Studio 54; con ése tengo para vivir tranquilo por el resto de mi vida. Cosas que uno hace por los hijos, mijita…
Yo sé como piensan y actúan Pablo Escobar, Gustavo Gaviria, Jorge Ochoa y Gonzalo Rodríguez: como un solo bloque de concreto, y más ahora que tienen el mundo encima. Como mi negocio no es la venta de insumos químicos, pero mi pasión sí es la recolección, el procesamiento, la clasificación y el almacenamiento de todo tipo de datos útiles e inútiles, no dejo pasar una oportunidad de oro y le pido cita a Gonzalo.
El Mexicano me recibe en la sede campestre del Club Millonarios, su equipo de futbol. Sale y me ruega que lo espere porque tiene a unos generales en su oficina y no quiere que me vean. Paseo por los jardines, que son bellísimos y llenos de estanques con patos, y el tiempo se me pasa estudiando el comportamiento del macho dominante con sus rivales y con las patas. Espero pacientemente hasta que todo el mundo se ha ido y Gonzalo queda libre para conversar conmigo. Los socios de Pablo me han tratado siempre con enorme afecto, y me encanta verlo sonreír cuando le digo que todos ellos me caen muchísimo mejor que él. Gonzalo me cuenta que ya no puede hablar tranquilo ni siquiera en sus oficinas, porque cualquiera podría colocarle un micrófono oculto. Es un hombre terrible que inició su carrera en los más bajos fondos y en el mundo de los esmeralderos y, a su lado, Pablo parece la Duquesa de Alba. Es dos años mayor que nosotros, muy moreno, delgado y como de 1.70 metros, silencioso, calculador y muy taimado. Tiene diecisiete haciendas en los llanos orientales colombianos que limitan con Venezuela y, aunque de valor muy inferior, algunas son de tamaño superior al de Nápoles. Como todo terrateniente colombiano, es ferozmente anti comunista y odia a muerte a la guerrilla, que vive del secuestro y el robo del ganado; por esta razón, el Ejército siempre es bienvenido en sus propiedades con una suculenta ternera a la llanera y botas para los soldados, que las tienen todas agujereadas por falta de presupuesto. Cuando le transmito el mensaje de Gilberto, el Mexicano se queda pensativo durante un largo rato y luego me dice:
—No sé qué está pasando con Pablo y contigo, Virginia… Yo no puedo meterme en nada porque él es mi amigo, pero ese hombre ha estado loco por ti desde que te conoció. Personalmente, creo que no se atreve a darte la cara después de lo que pasó… Pero tú tienes que entender que ese golpe que nos dieron fue monumental, de un tamaño que nadie perdona… Y eso no podía quedarse así, porque uno tiene que hacerse respetar.
Acto seguido comienza a contarme todo lo que ha venido ocurriendo en Panamá y me explica por qué, con la ayuda del ex presidente Alfonso López, las cosas van a comenzar a arreglarse muy pronto. Añade que casi todos los aviones de ellos ya están a salvo en varios países de Centroamérica, porque para ese tipo de cosas sirve tener en el bolsillo al director de la Aeronáutica Civil. Yo le hablo de las amenazas que estoy recibiendo a diario tras la muerte del ministro Lara y del terror en que vivo, y él ofrece poner hombres a mi disposición para rastrear las llamadas y eliminar a las personas que me están amargando la vida. Cuando respondo que con los muertos de Pablo ya tengo, que lamentablemente para mí soy de los que prefieren ser víctimas a victimarios y que, quizás por eso, comprendo perfectamente a quienes en un país como el nuestro se toman la justicia en sus manos, me dice que siempre podré contar con él, sobre todo cuando Pablo no esté, porque toda la vida agradecerá el programa sobre Medellín sin Tugurios y mi presencia en los Foros contra la Extradición. Le comento que su amigo nunca me ha dado las gracias por nada, y él responde de manera categórica y con voz que va subiendo y subiendo de tono con cada frase:
—A ti no te dice nada porque es muy orgulloso, ¡y después de que te conquistó se cree el rey del mundo! Pero me ha hablado muchas veces de tu valor y de tu lealtad. Ese hombre realmente te necesita, Virginia, porque eres la única mujer educada y adulta que ha tenido en toda su vida y la única que lo pone en su sitio. ¿O es que crees que va a haber otra de tu casta que se la juegue toda por un bandido como él, sin pedirle nada a cambio?… Pero, pasando a otro tema… ¿cómo puedes ser tan ingenua? ¿Es que acaso no sabes que Gilberto Rodríguez es el enemigo más solapado que tiene Pablo Escobar? ¿Cómo puede ese miserable poner a una princesa como tú a hacer vueltas de mafiosos, como él? Si quiere ser socio mío, ¡que se unte las manos de sangre en el MAS, mate secuestradores y comunistas y deje ya de dárselas de gran señor, que él no es sino otro «indio levantado» como todos nosotros, un mensajero de droguería con bicicleta! ¡Al contrario de él, yo sí sé cuál es mi territorio y quiénes son mis socios! ¡Dile que tengo insumos hasta el año 3 000 y que éstos no son negocios para un ángel como tú sino para hijueputas como él, pero con cojones como los de Pablo Escobar! Quiero que sepas que no pienso decirle a mi amigo una sola palabra de esta reunión. Pero recuérdale al tal «Ajedrecista» que ¡no hay nada, nada, nada más peligroso para un hombre en la vida que ponerle banderillas a Pablo Escobar!
Gonzalo sabe perfectamente que yo tampoco podría decirle nada de esto a Gilberto. Le agradezco su tiempo y su confianza, y me despido. Acabo de aprender una de las más valiosas lecciones de los últimos años: y es que el poderosísimo gremio del narcotráfico está mucho más profundamente dividido de lo que cualquiera creería, y que, esté donde esté Pablo, los más duros siempre cerrarán filas en torno de él.
Nunca entendí cómo hacía Escobar para despertar esa feroz lealtad y esa admiración en otros hombres fuertes. Vi a Gonzalo tres o cuatro veces en la vida, y cuando lo mataron en 1989 supe que Pablo tenía los meses de vida contados. Dicen que era otro sicópata, que acabó con todo un partido político de izquierda y que fue uno de los monstruos más grandes que Colombia haya producido en toda su historia. Todo eso, y mucho más, es dolorosamente cierto. Pero, en honor de la verdad, debo decir también que aquel hombre feísimo, aquel desalmado que en los años ochenta, con ayuda del Ejército y de los organismos de seguridad de mi país, envió al Cielo a centenares de almas de la Unión Patriótica y a sus candidatos presidenciales, tenía una cualidad que raras veces encontré en Colombia: el carácter de un hombre. Gonzalo Rodríguez gacha sabía ser un amigo; y «gacha», como lo llamaban para darle condición de bastardo, era hombre de una sola pieza.
Cuando regreso a mi apartamento llamo a Luis Carlos Sarmiento Angulo. Le informo que el presidente de su Banco de occidente, establecido en Cali, se opone rotundamente al ingreso de las cuentas de la familia Rodríguez Orejuela, ahora la más rica del Valle del Cauca, con un par de miles de millones de dólares y docenas de compañías legítimas entre las que se cuentan el Banco de los Trabajadores, el First Interamericas de Panamá y varios cientos de droguerías.
—¿Que quéeeeee? —ruge el hombre más rico del Establishment colombiano.
Veo nuevamente a Gilberto en Cali, porque él está convencido de que mi teléfono está intervenido y de que me encuentro muy vigilada. Le digo que le tengo una buena noticia y una mala. La segunda es que Gonzalo agradeció su oferta, pero tenía insumos hasta el año 3 000.
—Conque me mandó decir que me fuera al demonio… ¿Y te dijo que él era el socio de los paisas y no el mío, verdad? Y seguro te dijo que yo era un marica porque no era miembro del MAS… ¿Cuánto tiempo hablaron?
Le contesto que como un cuarto de hora, porque estaba muy ocupado. Gilberto exclama:
—¡No me digas mentiras, mi reina, que con un tesoro de información como tú uno habla tres horas cuando está de afán! ¡Nadie habla contigo quince minutos! ¿Qué más dijo?
—Bueno, dijo que él comprende perfectamente que tú y Miguel son muy liberales para matar comunistas… y que él respeta las diferencias ideológicas… y que tú, que eres un hombre brillante, sabes lo que eso quiere decir… porque le da pena mandártelo a decir con una princesa como yo. ¡Pero la buena noticia es que Luis Carlos Sarmiento no ve por qué tus droguerías no pueden ser clientes de sus bancos! le conté que a ti te gustaba pagarle al fisco hasta el último centavo —tú y yo sabemos que no es por patriotismo, ¿verdad?— y eso le encantó, porque él es el mayor contribuyente del país. Y mi humilde teoría es que, entre más magnates paguen impuestos de verdad, más se les alivian las cargas tributarias a todos; pero el problema es que con excepción de ustedes, que ahora son los dos hombres más ricos de Colombia, los demás, al escucharla, aúllan «Vade retro, Satanás!» Sarmiento te manda decir que te recibe cuando quieras.
—¡Pero, realmente, tú sí eres una niña prodigio! ¡Debes ser un sueño de novia! ¡No, no, de novia no: tú naciste para cosas mucho más importantes, mi amor!
—Sí, yo nací para arcángel de la guarda. Para hacer favores sin pedir nada a cambio, no negocios de insumos, Gilberto. Alguien como yo entiende perfectamente que nadie puede tener dos mil millones de dólares en un solo banco; y, ahora que vas por el buen camino, no se te vaya a ocurrir meterte al MAS con mis amigos paisas. Nunca.
Como la ocasión amerita una celebración nos vamos a bailar a la disco de Miguel. Esa noche Gilberto bebe muchísimo, y me doy cuenta de que el alcohol lo transforma, y pierde completamente el autocontrol. De regreso al hotel intercontinental, insiste en acompañarme hasta mi habitación. Me siento terriblemente incómoda mientras atravesamos el lobby, porque todo el mundo en Cali lo conoce a él y todo el mundo en el país me conoce a mí. Cuando llegamos a la puerta, insiste una y otra vez en abrirla él mismo. Me empuja hacia adentro y el resto es historia: por culpa de unas banderillas negras a Pablo Escobar, acaba de comenzar la guerra de Troya.
Unos días después Gilberto viene a Bogotá. Se excusa por lo ocurrido, dice que no recuerda nada y yo le digo que a Dios gracias yo tampoco, lo cual es totalmente falso porque tengo memoria de savant hasta para las cosas más inmemorables. Me dice que en prueba de lo importante que soy yo para él quiere invitarme a que lo acompañe a Panamá a una reunión con el ex presidente Alfonso López. Me pregunta si yo lo conozco.
—Claro. A los veintidós años, ya Julio Mario Santo Domingo me sentaba en la mesa principal de la campaña presidencial con el presidente López y el presidente Turbay. Y como Pablo Escobar también me ha sentado en la mesa principal de dos Foros contra la Extradición, en los que tú brillaste por tu ausencia, creo que soy la persona perfecta para encubrir la noticia.
En Panamá conozco a los directivos de las empresas de Gilberto y a sus socios. Parece que los hubiera convocado a todos para algún cónclave cardenalicio, y ninguno se llama Alfonso López Michelsen. Los primeros son una docena de hombres de clase media y los segundos parecen ser expertos en contabilidad y finanzas. No puedo dejar de pensar que quienes rodean a Pablo siempre están hablando de política, mientras que quienes rodean a Gilberto sólo hablan de negocios. Lo último que podría pasar por mi mente es que los haya invitado para exhibirse conmigo, pero lo único cierto es que a mi regreso a Bogotá, cuatro días después, me encuentro con la versión original de la historia que me perseguirá durante los siguientes veinte años de mi vida y que me costará mi carrera. En mi ausencia, Jorge Barón Televisión, productora de El show de las estrellas, ha recibido una docena de llamadas, de alguien cuya voz no puede ser otra que la mía, excusándome de asistir a las grabaciones programadas, ¡porque mi rostro ha sido horriblemente tasajeado con una cuchilla de afeitar por orden de la esposa de Pablo Escobar para quitarme una enorme camioneta SUV negra que su esposo me había regalado! Cuando entro al estudio de grabación luciendo perfectamente bronceada y radiante en mi vestido largo, escucho a las asistentes y los técnicos comentando en voz baja que acabo de llegar de Río de Janeiro, donde me hice la cirugía plástica durante el fin de semana y el famoso cirujano Pitanguy hizo milagros para salvarme el rostro porque con los millones de Pablo no hay imposibles. Todo el país disfruta con el sinnúmero de versiones de la historia y los diversos modelos y colores del automóvil del que fui despojada (otros hablan de una fabulosa colección de joyas) y casi todas mis colegas de la prensa y las señoras de sociedad se lamentan entre ellas de que Ivo y yo seamos tan amigos desde que me operó la nariz en 1982, porque me dejó luciendo «más joven y mejor que antes».
Tardo muchos días en darme cuenta de que una feroz ajedrecista ha matado una bandada de pájaros de un solo tiro: si bien no he sido golpeada, pateada y desfigurada sino en las fantasías de una mujer enferma de maldad, los periodistas de El Tiempo y El Espacio, cien colegas con micrófono con quienes jamás he salido a tomar ni un café, y un millón de mujeres convencidas de que la juventud y la belleza se compran en los consultorios de los cirujanos plásticos, yo he quedado convertida en protagonista de los más sórdidos escándalos, la inocente esposa de Pablo Escobar en una peligrosísima y vengativa delincuente, y él en un imbécil, que permite que su novia sea despojada de sus regalos a golpes, y un cobarde que no movió un dedo para impedirlo ni castigar a los culpables.
Una noche regreso a casa después de realizar un lanzamiento de producto para una agencia de publicidad. Tras examinarme con lupas durante cinco horas, todo el mundo ha concluido que en mi traje largo blanco de Mary Mc Fadden y con el cabello recogido en alto luzco muchísimo mejor que dos semanas atrás. Al entrar en mi apartamento me sorprendo de ver luz en el salón. Me asomo, y ahí está él. Mirando mis álbumes de fotografías, y dizque aliviado de verme tan intacta y completa. Feliz de la vida, como si no hubiera asesinado al ministro Lara. Sonriente, como si yo no llevara meses escuchando amenazas de torturas y violaciones y quince días desmintiendo historias de golpizas y desfiguraciones. Dichoso, como si no hubiera pasado un siglo desde la última vez que nos vimos. Radiante, como si entre ocho millones de adultos colombianos fuera él mi único pretendiente. Expectante, como si yo fuera su Penélope esperando anhelante el regreso de Odiseo y tuviera la obligación de volar a derretirme en sus brazos como un helado de maracuyá con trocitos de cereza, ¡sólo porque todos los días él sale en el periódico y en las portadas de revistas con esa cara de malo de película, de asesino, de sicópata, de extraditable y de prófugo de la Cárcel Modelo de Bogotá!
Inmediatamente me doy cuenta de que no sabe nada del fugaz affaire con Gilberto, porque no hay en su mirada un ápice de reproche; sólo admiración y la más absoluta adoración. También inmediatamente, él se da cuenta de que ya no soy la misma de antes. Y cae en la tentación de recurrir a argumentos elementales que nunca había utilizado conmigo: que soy la cosa más bella que él ha visto en toda su vida, que nunca se hubiera imaginado que en traje largo y con el cabello recogido pudiera lucir como una diosa bajada del Olimpo, etc., etc. Yo me sirvo un trago enorme y le contesto que de lucir así y de hablar todavía mejor he vivido toda la vida. Me dice que ha estado mirando las revistas y preguntándose por qué en ninguna de mis cinco docenas de portadas luzco como me veo en la realidad. Le comento que, como las revistas colombianas no tienen presupuesto para pagarle a Hernán Díaz —que es un genio de la fotografía con un gusto perfecto— la revista Semana ha puesto de moda sacar a los asesinos seriales en portada y los está convirtiendo en mitos contemporáneos.
Su rostro se va ensombreciendo a medida que yo continúo sin detenerme:
—¿Cómo te fue en Panamá con el papá del dueño de la revista? ¿Es cierto que tu gremio va a entregar aviones y rutas, y a invertir las fortunas en el país si Belisario Betancur echa para atrás la extradición? ¿Y cómo sugirió Alfonso López que controlaran la inflación que se nos viene encima con esa inyeccioncita de capitales que suman más que toda la deuda externa?
—¿Quién te contó todo? ¿Y quién te está llamando cada quince minutos y a estas horas, Virginia?
Le digo que esperemos a la próxima llamada para que, si tenemos suerte, pueda escuchar una sesión de torturas completa. Con su voz más persuasiva, me dice que no debo preocuparme, porque las amenazas sólo pueden provenir de un montón de galanistas inofensivos. Como no digo una palabra, cambia rápidamente de tema y de tono:
—¿A quién le regalaste las cosas que me habías traído de Roma? Beatriz dice que tú no me dejaste nada con ella, y que Clara es su testigo.
Quedo estupefacta, deshecha.
—¡Esto sí es lo único que me faltaba, Pablo! Esta vez mis regalos para ti ascendían a más de diez mil dólares. Creo que a estas alturas ya conoces mi generosidad y mi integridad, pero si quieres cuestionarlas estás en libertad de hacerlo. ¿Pero qué es todo este horror, esta maldición? ¡Y pensar que antes de seguir para Roma le regalé a cada una de esas brujas mil dólares para compras en Saks! Creyeron que te habías ido para siempre…o que tú y yo no íbamos a volver a hablar… y como ambas son comerciantes, ¡se robaron tu maleta para vender las cosas y el bronce, sabrá Dios por cuánto!
Me ruega que no vaya a decirles nada porque, por la seguridad de ambos, nadie puede saber que él regresó y que nos vimos. Añade que ya es hora de que acepte que alguien como yo no puede tener amigas, y que personas como Clara y Beatriz son capaces de hacer cualquier cosa por diez mil dólares. De pronto, abre un maletín y arroja sobre el piso una docena y media de audiocasetes. Me informa que son mis conversaciones grabadas por el F2 de la policía, que trabaja para él; pero no se pueden escuchar porque están rayadas. Como ve que ni le creo, ni me sorprendo, ni me alarmo, y que estoy demasiado agotada emocionalmente como para enfurecerme más, pregunta con voz amenazadora:
—¿Quién es el marido de esa mafiosa que está llamando a los medios a decir que mi esposa te desfiguró? ¡Porque tú y yo sabemos perfectamente que ésas no son cosas de jailosas de Bogotá, sino de mujer de algún mafioso!
—Creo que son sólo galanistas, Pablo… Y no te subestimes tanto, porque mi amante, por principio, es, ha sido y será siempre El Hombre Más Rico de Colombia, ¡no «algún mafioso»! Puedes pedirle las cintas originales al F2 para averiguar cómo se llama. Me alegra saber que llegaste bien. Llevo cinco horas soportando los más refinados insultos disfrazados de adulación y estoy muy cansada. Buenas noches.
Dice que no volveré a verlo nunca más en la vida. En silencio, subo a mi habitación y a mis espaldas escucho el ascensor bajando. Para no pensar en los sucesos de la noche, coloco en mi grabadora el casete con mis canciones favoritas y echo en la tina todas las sales de baño que encuentro. Cierro los ojos, pensando en que fue una suerte que él me viera por última vez en vestido largo y no en pijama, y con peinado alto y no con rollos en el pelo. Me pregunto para qué diablos necesitaba yo a un mafioso de ésos, semejante asesino serial, y me respondo que para nada, nada, ¡nada distinto de ayudarme a suicidarme, claro!… Pero… ¿por qué entonces estoy llorando así… mientras escucho a Sarah Vaughan en Smoke Gets in Your Eyes y a Shirley Bassey en Something?… Y me digo que es sólo porque estoy condenada a no poder confiar en nadie, a la más absoluta soledad, a vivir rodeada de víboras… Sí, porque eso es lo que son todas esas periodistas gordas, y esas mujeres de sociedad eternamente a dieta, y esos hombres rechazados, y ese par de ladronas que yo creía mis mejores amigas.
Un objeto cae pesadamente en la tina. Hace ¡splash! y abro los ojos aterrorizada. Y ahí, flotando entre una nube de pompas y espumas, está el Virgie Linda I, el barquito más bello del mundo, con las velas a rayas y su nombre en letras blancas.
—¡Es tu primer yate y, si no me dices el nombre de ese mafioso, te lo quito ya! no… mejor te ahogo en esa tina… sí… lástima que esa pared no me permita colocarme frente a tus pies, para agarrarlos e irlos levantando juntos… despacio… bien despacito… sin que puedas hacer nada. No… se te mojaría ese peinado tan elegante, y todos queremos que en tu foto póstuma de El Espacio luzcas bien divina al lado de esos otros cadáveres chorreando sangre, bajo un titular que diga…mmm…«¡Adiós a la diosa!» ¿Ése te gusta? Mejor que… «¡Muerta por mafiosa!», ¿o no? ¿Qué hacemos para que me digas quién es ese hijo de puta, para cortarlo ya en pedazos? ¿Y para mandarle a cortar ya la cara a la mujer de él, para que aprenda a no meterse con la mía? ¡Y con mi esposa!
—¡Bravo, Pablo! ¡Así se habla! ¡A esa mafiosa galanista vamos a buscarla juntos por toda Colombia para dejarla como un rompecabezas, sí señor! ¡Y a la novia del tipo también! —exclamo, agitando los puños en alto sin poder contener un ataque de risa mientras intento alcanzar mi velerito.
Furioso, me lo quita con una mano y con la otra agarra la radio grabadora. Se arrodilla junto a la tina y dice que no es un chiste, que se devolvió sólo para electrocutarme aunque tenga que arrepentirse por el resto de su vida. Mientras pienso que este hombre que tengo ante mí, con esos brazos como de crucificado y el terror de haberme perdido a otro en cada centímetro de su expresión, es la cosa más cómica y patética que recuerde haber visto, me parece ver en esa mirada suya algo de aquella misma desesperación que sólo él, entre cuatro docenas de personas, vio en mis ojos aquel día del remolino. Súbitamente, y por mucho que yo diga que el pasado y el futuro son lo único que existe, me doy cuenta de que él es lo único que llena de presente mi existencia, lo único que la colma y la contiene, lo único que justifica cada uno de los sufrimientos pasados y todos los que aún pudieran esperarme. Me estiro hacia él y, halándolo de la camisa para echarle los brazos al cuello, le digo:
—Oye, Pablo, ¿por qué no nos electrocutamos juntos… y tú y yo nos vamos al cielo, de una vez por toda… la eternidad?
Alcanza a tambalearse, y por un momento creo que va a resbalar sobre la tina con radio, barquito y todo. En segundos los deja caer al piso, me saca del agua, me jura que a él no lo reciben sino en el infierno, me envuelve en una toalla y comienza a frotarme con furia. Y como si la cosa no fuera conmigo, yo también empiezo a cantarle mi traducida y cadenciosa versión de Fever, que está sonando ahora, mientras admiro los pequeños detalles del juguete de mis sueños y le digo que el Virgie Linda II sí va a tener que ser digno de toda una mafiosa y medir por lo menos cien pies… Entonces, en busca de recuperar cada instante de nuestro presente perdido, todas las fantasías de aquel demonio suyo y todas las pesadillas de aquel pobre arcángel mío vuelven a comenzar al compás de Cocaine Blues y esas canciones masculinas de Johnny Cash para asesinos convictos que yo no tengo la menor intención de traducirle, porque ¿cómo podría uno en un momento así cantarle a Pablo Escobar en el idioma suyo,
I shot a man in Reno just to watch him die?