«¡Preferimos una tumba en Colombia a un calabozo en Estados Unidos!», rugen por doquier los comunicados de un grupo insurgente acabado de nacer: «los Extraditables». Aunque los medios de comunicación afirman que los nombres de sus miembros se desconocen, la identidad de sus fundadores, la profesión común de todos ellos, su probada capacidad de venganza y la sumatoria de los capitales que los respaldan son conocidos en el último municipio del último rincón de Colombia hasta por el último bobo del pueblo. El detonante de la declaración de guerra es la acción del nuevo ministro de justicia, el galanista Enrique Parejo: a los pocos días de su posesión en reemplazo de Rodrigo Lara, Parejo ha firmado la extradición de Carlos Lehder y de Hernán Botero, banquero y accionista principal del equipo de futbol Atlético nacional, solicitado por la justicia norteamericana por el lavado de más de cincuenta millones de dólares. Lehder huye del país, pero Botero es extraditado. Todos los partidos de futbol son cancelados en señal de duelo y su foto, encadenado de pies y manos y arrastrado por agentes del FBI, se convierte en el emblema de la causa nacionalista de los Extraditables.
Gilberto Rodríguez y Jorge Ochoa se han ido a vivir a España con sus familias. Gilberto me ha dicho que ellos dos piensan retirarse del negocio para invertir gran parte de sus capitales en Europa, que va a extrañarme muchísimo y que quisiera volver a verme muy pronto. Sabe que soy, posiblemente, la única mujer y periodista con quien se puede hablar tranquilamente de su actividad, de sus colegas y de los problemas gremiales con la absoluta certeza de que jamás cometerá una indiscreción. La verdad es que ahora que conozco las vulnerabilidades de su profesión, lo último que yo haría sería patrocinar divisiones o contribuir a las ya existentes. Estoy perfectamente consciente de que en un momento tan álgido para todos ellos cualquier acto desleal podría costarme incluso la vida y, por ello, mi relación con todo este mundo se basa en un autoimpuesto código de Omertá, en el mejor estilo de la Cosa Nostra. Veo partir a Gilberto con algo de la saudade que se siente por los afectos, no por los amores, porque nunca fuimos amantes. Aunque le digo que yo también extrañaré nuestras largas charlas, la verdad es que no le perdono que haya manejado aquel fugaz affaire con dosis imperdonables de indiscreción en alguien de sus talentos.
En los meses siguientes, Pablo y yo retornamos a la alegría de los primeros tiempos pero, como ahora cada uno de nuestros encuentros demanda una cuidadosa planeación logística, aprovechamos cada minuto que podemos pasar juntos para ser profunda, intensa y completamente felices. Los aviones en los que viajo son arrendados, y sólo los dos hombres que me recogen en el aeropuerto, armados con rifles R16 que pueden doblarse, saben que voy a verme con él. Como vivo a menos de cien metros de los jardines de la residencia del embajador americano en Bogotá, a Pablo le preocupa terriblemente que la DEA pudiera estar vigilándome o que yo pudiera caer en manos de los organismos de inteligencia; por ello, y para tranquilizarlo, jamás pregunto a sus pilotos o a sus hombres a dónde me llevan ni dónde se oculta él. Nuestros encuentros tienen lugar de noche, en unas casitas que parecieran estar eternamente en construcción o cuyos acabados son realmente rudimentarios, a las que se llega después de recorrer durante varias horas unos caminos terribles, enlodados y llenos de baches. A medida que nos vamos acercando a nuestro destino final comienzo a ver a lado y lado garitas de observación, y los muchachos me dicen que nos dirigimos hacia una de las muchas casas campesinas que Pablo tiene regadas por toda Antioquia; como a la salida siempre llegamos a la carretera en cinco minutos, concluyo que todo está diseñado para dificultar hasta lo imposible el acceso y facilitarle a Pablo la huida en caso de verse rodeado. Sólo tiempo después vine a saber que muchas de estas construcciones incipientes estaban ubicadas dentro de la propia Hacienda Nápoles, porque era el único lugar de la Tierra donde él se sentía completamente seguro y donde preparaba los escondites que le servirían de refugio durante la larga sucesión de guerras que, él ya lo sabía y yo ya lo presentía, serían su único destino por el tiempo que le restara de vida.
Aunque no nos lo decimos, ambos sabemos que cada uno de estos encuentros podría ser el último. Todos tienen un cierto sabor de despedida final, y cuando lo veo partir quedo sumida durante largo rato en una profunda tristeza, pensando en lo que sería de mí si lo mataran. Todavía conservo la esperanza de que él se retire del negocio y llegue a algún tipo de arreglo con el gobierno o los norteamericanos. Extraño a Fáber —el secretario que me recogía en el aeropuerto y casi siempre era el encargado de llevarme el dinero en vísperas de mis viajes—, pero Pablo me explica que su fiel empleado es un hombre bueno y que ahora él debe vivir rodeado de jóvenes que no tengan miedo de matar, porque ya lo han hecho muchísimas veces. Los dos que me recogen y me llevan de vuelta al aeropuerto cambian en cada uno de nuestros encuentros. Todos estamos armados, yo con mi Beretta, Pablo con una ametralladora MP-5 o una pistola alemana, y los muchachos con ametralladoras Mini Uzi y rifles R15 y AK 47, los mismos que usa la guerrilla.
Yo lo espero siempre dentro de la casita, con la pistola en un bolsillo y el salvoconducto en el otro, y en completo silencio. Cuando escucho venir los jeeps apago la luz y miro por alguna ventana para cerciorarme de que no sea la Dijín —policía secreta—, el DAS o el Ejército, porque Pablo me ha enseñado que, en caso de que lo sean, debo pegarme un tiro antes de ser interrogada. Lo que él no sabe es que yo también me he preparado mentalmente para meterle un tiro en el caso de que lo detengan frente a mí, porque sé que en menos de veinticuatro horas estará en una celda de la que no volverá a salir nunca y prefiero quitarle la vida con mis propias manos antes que verlo extraditado.
Descanso cuando lo veo llegar entre un pequeño ejército de hombres que de inmediato se esfuman; luego todo vuelve a quedar en completo silencio y sólo se escuchan el canto de los grillos y el susurro de la brisa entre el follaje. Me parece que, con excepción de los dos que me llevan y me traen, ninguno de estos quince o veinte hombres sabe que él va a verse conmigo, pero desde mi ventana empiezo a identificar a algunos de quienes más adelante se convertirán en sus asesinos mercenarios más reconocidos, bautizados en Colombia como sicarios y por medios y periodistas a sueldo de Pablo como el «Ala Militar del cartel de Medellín». En realidad, sus hombres de confianza son sólo una pequeña banda de asesinos oriundos de las Comunas o barrios marginales de Medellín, armados con un rifle o una ametralladora y en capacidad de subcontratar a otros entre cientos de miles de jóvenes descontentos que crecen en medio de un odio visceral contra la sociedad, tienen a Escobar como su ídolo y símbolo de lucha antiimperialista y están dispuestos a cualquier cosa con tal de trabajar a sus órdenes, con la secreta esperanza de contagiarse del legendario éxito financiero de «el Patrón». Algunos de sus sicarios tienen rostros terribles y otros, como «Pinina», caritas sonrientes y angelicales. Pablo no tiene lugartenientes ni confidentes porque, si bien los quiere muchísimo, no confía totalmente en nadie. Está consciente de que un mercenario, por bien pagado que esté, venderá siempre la mano armada, la información, el corazón y el alma al mejor postor, y más en un negocio tan rentable como el suyo. Con algo de tristeza me confiesa un día que, ante la eventualidad de su muerte, todos seguramente se pasarán a las filas de quien lo mate. En más de una ocasión le he oído decir:
—Yo no hablo de mis «cocinas» con los contadores, ni de contabilidad con los «cocineros». No hablo de los políticos con los pilotos, ni con Santofimio de mis rutas. Jamás hablo de mi novia con la familia ni con mis hombres, y jamás hablaría contigo ni de los problemas de mi familia ni de las misiones de los muchachos.
El «Ala Financiera del cartel de Medellín» —que suena como un complejo tejido de bancos y corporaciones en las Bahamas, gran Caimán y Luxemburgo— son simplemente su hermano «osito» Escobar, Mr. Molina, Carlos Aguilar, alias «el Mugre», unos cuantos contadores de billetes y otra media docena de hombres de confianza encargados de empacar los fajos de billetes entre electrodomésticos en Miami. Lavar cien millones de dólares es, definitivamente, muchísimo más complicado que meterlos entre doscientos congeladores, neveras y televisores y despacharlos desde Estados Unidos hacia Colombia, donde la proverbial amabilidad de los aduaneros facilita las cosas y reduce uno de los peores vicios del Estado colombiano: la tramitología. Sobra decir que los trámites son para los bobos, es decir, para los honestos; porque, ¿quién dijo que los ricos tenían que hacer colas y papeleo, o abrir en la aduana las maletas y cajas con sus importaciones como si fueran contrabandistas?
Entre una docena de grandes capos, sólo Gilberto Rodríguez, quien sueña con que sus hijos puedan ser algún día reconocidos por la sociedad como hijos de empresarios y no de narcotraficantes, paga hasta el último centavo en impuestos de sus compañías legítimas y necesita de los bancos tradicionales. En el caso de Pablo y de Gonzalo, dichas entidades sirven únicamente para justificar ante el fisco, mediante una que otra sociedad registrada, la adquisición de propiedad raíz, aviones y vehículos. Ya para el dinero serio, y las compras de armas, jirafas y juguetes de lujo, ambos se mueren de la risa con los banqueros locales y también con los suizos: tienen haciendas de dos mil quinientas a diez mil hectáreas, con pistas de aterrizaje, y saben que las canecas se inventaron para guardarlo bajo tierra propia, retirarlo en una emergencia sin tener que pedirle permiso a ningún gerentico de banco y gastarlo en comprar protección, apertrecharse para cualquier eventual guerra y divertirse en grande, sin tantas explicaciones al fisco.
Aquellos son los días en que el pobre director general de la Policía en Bogotá gana unos cinco mil dólares mensuales y el pobre policía de algunos pueblos en territorios semiselváticos gana entre veinte y cincuenta mil y no tiene que preocuparse de la pensión de invalidez, vejez y muerte, ni de hacer carrera en la institución o tonterías de ésas. Todas aquellas zonas que estuvieron olvidadas por el gobierno central durante siglos comienzan a desarrollarse a un ritmo vertiginoso y a llenarse de discotecas con luces multicolores y chicas alegres, en muchas de las cuales departen democráticamente el comandante de la policía con el narcotraficante de la región, el capitán del Ejército con el jefe paramilitar y el alcalde del pueblo con el del frente guerrillero, quienes, según los periódicos de Bogotá, amanecieron matándose entre todos ellos por razones policiales o militares, ideológicas o nacionalistas, legales o judiciales, cuando en realidad lo hicieron por razones etílicas exacerbadas por el libre albedrío de algún común objetivo faldístico, o por confianzas traicionadas dentro del tipo de acuerdos financieros que jamás podrían registrarse en notarías. Todo el mundo en el Sur oriente del país toma whisky Royal Salute, los pueblos se llenan de narco-Toyotas y la gente en la selva se la pasa todavía mejor que en las discotecas de «Pelusa» Ocampo en Medellín y Miguel Rodríguez en Cali. Y es, definitivamente, más feliz que en Bogotá, donde llueve todo el tiempo y la gente vive histérica con los embotellamientos, las colas en las entidades estatales, los raponeros de relojes, bolsos y aretes, y miles de buses que echan humo negro en el día y humo blanco en la noche. Otro problema con la capital es que, como Bogotá no es la selva, allí el narcotráfico sí es tabú y los narcos no son aceptados socialmente, no porque sean ilegales, ¡eso a quién le importa!, sino porque son oriundos de las clases bajas, morenitos, bajitos, feítos, ostentosos, llenos de cadenas y pulseras de oro y con anillo de diamante en el dedo anular o el meñique. Lo que sí se acepta y es muy bien visto en Bogotá, como en toda metrópoli que se respete, es el consumo de rocas de cocaína pura entre las clases altas, las que también han empezado a incursionar en el bazuco y el crack, porque con las drogas pasa lo mismo que con la prostitución y el aborto: es de muy mal gusto producirlos u ofrecerlos, pero es perfectamente aceptable consumirlos.
La novia secreta del Rey de la Coca y fundador y alma de los Extraditables también hace práctica de tiro con los oficiales de la estación de policía El Castillo y asiste, cada vez más elegante, al palacio presidencial, a los cocktail parties de las embajadas y a los matrimonios de sus primos en el Jockey Club de Bogotá y el Club Colombia de Cali. Cuando un lavamanos se desploma a las 3:00 a.m. en su apartamento y los chorros de agua que salen disparados en todas direcciones amenazan con inundarlo, cuatro carros de bomberos llegan en menos de tres minutos armando un estruendo espantoso, suenan las sirenas en la residencia del embajador americano, sus vecinos piensan que fue nuevamente asaltada, es salvada de morir ahogada y ella, con una gabardina de Burberry sobre el negligée, firma autógrafos a sus heroicos salvadores hasta las 4:30 a.m.
Otra noche, alguien muy importante la recoge en su autito para ir a cenar y, cuando pregunta a su amiga qué son todos esos rollos de tela rojo y negro que lleva en la parte trasera, ella responde:
—¡Es que como tú tienes tan buen gusto y ese sentido exacerbado de la geometría, quería que me dieras tu opinión sobre la nueva bandera del JEGA, el grupo guerrillero urbano más duro de todos los tiempos!
Todo el mundo bien informado sabe que algunas de las mujeres más interesantes, atractivas o importantes de los medios de comunicación son novias de los comandantes del M-19, pero ninguna de nosotras habla de esas cosas porque todas hemos sido educadas en los métodos de suplicio en cadena de la Santa inquisición y, por ello, preferimos mantener respetuosas distancias. Para 1984 hay en los medios de comunicación colombianos mujeres guapísimas, algunas de clase alta y unas pocas realmente valientes. Los hombres, en cambio, son periodistas, actores o locutores aburridísimos, engreídos, archiconservadores, bastante feos, de clase media-media o media-baja, y ni a ellas ni a mí se nos pasaría por la cabeza salir con ninguno; lo que sí tienen todos —y también mis compañeros de junta Directiva en la Asociación Colombiana de locutores— son las voces profesionales más bellas y completas que yo haya escuchado en cualquier país de habla hispana. Ninguna de mis colegas me pregunta por Pablo Escobar ni yo les pregunto a ellas por los comandantes Antonio navarro o Carlos Pizarro porque deduzco que, a raíz del secuestro de Martha Nieves Ochoa, los Extraditables y el M-19 deben odiarse a muerte; pero asumo que ellas les cuentan todo a sus novios, como yo le cuento todo al mío. Pablo ríe con la historia de los bomberos durante un buen rato, pero luego se pone muy serio y me pregunta alarmado:
—¿Y dónde estaba la Beretta mientras firmabas autógrafos a dos docenas de hombres en el negligée de Montenapoleone?
Respondo que en el bolsillo de la gabardina que me coloqué encima, y me pide que no insulte su inteligencia porque él sabe perfectamente que cuando estoy en Bogotá la mantengo guardada entre la caja fuerte. Le prometo que a partir de ahora dormiré con ella bajo la almohada, y sólo se tranquiliza cuando se lo juro una y otra vez mientras lo voy cubriendo de besos. Aunque nos han bautizado «Coca-Cola» —dizque porque Pablo aporta el producto y yo la parte anatómica de la sociedad— la verdad es que casi nadie sabe de esta etapa clandestina de nuestra relación y a todo el que pretende averiguar por él le digo que dejé de verlo hace siglos; nunca le pregunto qué contesta él, porque no me arriesgo a escuchar de boca suya alguna frase que pudiera causarme dolor, y Pablo opina que las mujeres sufren muchísimo más que los hombres. Yo le digo que así es, pero sólo en las guerras, porque en la vida cotidiana es más fácil ser mujer que ser hombre: nosotras siempre sabemos lo que tenemos que hacer: cuidar de los niños, cuidar de los hombres, cuidar de los viejos, cuidar a los animales, cuidar los sembrados o el jardín, y cuidar nuestra casa. Con una expresión llena de compasión por su género, añado que «ser hombre es mucho más difícil y todo un reto cotidiano», para que se le quite algo de esa bendita superioridad genérica que tiene, porque Pablo sólo admira a otros hombres. Las mujeres que realmente respeta pueden contarse con los dedos de las manos y, aunque no me lo confesaría jamás, sé que subdivide al sexo femenino en tres categorías: las de la familia, las únicas que quiere aunque lo aburran cantidades; las bonitas, que sí lo divierten muchísimo y a las que siempre paga por el amor de una noche antes de decirles adiós por razones de seguridad; y el resto, que son «feas» o «gallinas», y le son más bien indiferentes. Como yo provengo de otra clase de familias y no me impresiono mucho con él porque no es alto, ni bel o, ni elegante, ni sabio; como soy una mujer-mujer y lo hago reír y no estoy para nada desfigurada; como soy «su pantera», ando armada y lo protejo con mi vida; como le hablo de las cosas que hablan los hombres y en el mismo lenguaje de éstos; y como Pablo sólo admira y respeta a los valientes, creo que me tiene en algún limbo afectivo junto a Maggie Thatcher, para nada femenino pero definitivamente a ciento ochenta grados de su universo masculino.
Después de su familia, para él lo más sagrado son sus socios. Aunque jamás me lo diría, me parece que los hombres de su familia, con excepción de su primo Gustavo y de osito, lo aburren por convencionales. Son mucho más exciting sus amigos Gonzalo, Jorge y el loco Lehder, tan audaces, ricos, hedonistas, arrojados e inescrupulosos como él. Sé que la partida de Jorge Ochoa, a quien Pablo quiere como a un hermano, lo ha golpeado terriblemente, porque tal vez nunca regrese al país. Con excepción de Lehder, ninguno de ellos ha sido solicitado en extradición porque Estados Unidos todavía no tiene pruebas concretas que los identifiquen como narcotraficantes. Todo eso está a punto de cambiar.
Tras unas semanas de felicidad idílica Pablo me confiesa que debe regresar a Nicaragua. Yo estoy convencida de que los sandinistas le traen mala suerte, y por eso trato de disuadirlo recurriendo a cuanto argumento se me pasa por la cabeza. Le digo que una cosa es que ellos sean comunistas y él narcotraficante, y otra que los enemigos jurados del Tío Sam estén juntando la ideología de los primeros con los miles de millones de dólares de los segundos. Insisto en que a los gringos no les importan las dictaduras marxistas desde que no los desafíen mucho o sean pobres; pero las enriquecidas por el narcotráfico, y vecinas de ellos y de Fidel Castro, con el tiempo se les irán convirtiendo en un desafío cada vez más inaceptable. También le insisto en que no puede arriesgar su vida, su negocio y su tranquilidad mental por Hernán Botero y Carlos Lehder y me responde, ofendidísimo, que la causa de todos y cada uno de los extraditables colombianos, grandes y pequeños, ricos o pobres, es, ha sido y será también la suya mientras viva. Me promete que en poco tiempo estará de vuelta y volveremos a vernos o que, quizás, nos encontraremos muy pronto en algún lugar de Centroamérica para pasar unos días juntos. Antes de despedirse me recomienda nuevamente que tenga mucho cuidado con mis teléfonos, con las amigas y con su pistola. Esta vez, al verlo partir no sólo quedo triste sino terriblemente preocupada por sus devaneos simultáneos con la extrema izquierda y la extrema derecha, preguntándome cuál de los grupos guerrilleros colombianos será el que le ha servido de enlace con los Sandinistas, porque siempre que he intentado tocar el tema me ha respondido que llegado el momento lo sabré. El comienzo de la respuesta no sólo llega de la manera más inesperada, sino que inmediatamente me doy cuenta de que lo que está en juego es muchísimo más complejo de lo que parecía a primera vista.
Se llama Federico Vaughan, y sus fotos con Escobar y Rodríguez gacha cargando siete toneladas y media de coca en un avión en una pista del gobierno «nica» dan la vuelta al mundo. Uno de los pilotos de la organización, ahora bautizada Cartel de Medellín por los americanos, ha caído en manos de la DEA. Ésta le ha prometido ayudar a reducir su sentencia al mínimo si regresa a Nicaragua como si no hubiera pasado nada y con cámaras ocultas en el fuselaje del avión, para que con base en pruebas fotográficas así obtenidas Estados Unidos pueda luego demostrar que Pablo Escobar y sus socios sí son narcotraficantes y presentar requerimiento oficial al gobierno colombiano para su extradición. Pero para los norteamericanos hay en todo esto algo muchísimo más importante que arrojar a Escobar, Ochoa, Lehder y Rodríguez gacha en un calabozo y botar la llave: la evidencia de que la junta Sandinista está involucrada en tráfico de estupefacientes, lo que moralmente justificaría algún tipo de intervención militar en una zona del mundo que se está convirtiendo rápidamente en foco de amenazas para ellos y en un claro cinturón de gobiernos dictatoriales, comunistas, militares o corruptos que tarde o temprano podrían contagiar a todo el resto y generar masivas migraciones hacia Estados Unidos. En el caso de México, el eterno Partido revolucionario institucional, Pri, es declarado simpatizante de Fidel Castro y de algunos de los gobernantes más izquierdistas del mundo; y aquella nación con la identidad cultural más fuerte de toda América Latina, «tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos», también se está convirtiendo en ruta obligada del narcotráfico y enriqueciendo de la noche a la mañana no sólo a los grandes capos aztecas y a una policía con fama de ser una de las más corruptas de la Tierra, sino también a las Fuerzas Armadas.
Con las fotos de Pablo y Gonzalo en Nicaragua acaba de escribirse el primer capítulo del affaire Irán-Contras y el principio del fin de la era del general Manuel Antonio Noriega en Panamá. Al verlas en todos los diarios del mundo, doy gracias a Dios de que Pablo no me haya llevado con él a Nicaragua en su primer viaje, ni tras el asesinato del ministro Lara y sobre todo ahora. Como está comenzando a utilizar un lenguaje cada vez más antiamericano contra un gobierno republicano, abrigo el profundo temor de que con el tiempo el hombre que amo pase a convertirse en uno de los más buscados del mundo, porque si bien su mayor cualidad es esa capacidad única de anticipar todo lo que se le viene encima y preparar la más contundente defensa y la más feroz de las respuestas, su peor defecto es una total carencia de humildad para reconocer y corregir sus errores y una incapacidad todavía mayor para medir las consecuencias de sus actos.
Cierto día, Gloria Gaitán me anuncia que pasará a visitarme con el periodista Valerio Riva, quien ha venido desde Roma. Llegan a mi casa con camarógrafos, van prendiendo las luces y, casi sin consultarme, el Italiano comienza a entrevistarme para la televisión de su país. Luego, me transmite el interés de los productores Mario y Vittorio Cecchi Gori —junto don Dino De Laurentis los más poderosos de Italia— de realizar una película sobre la vida de Pablo Escobar. Quedo de contestarle tan pronto como éste regrese de Australia y de reunirme con Riva y los productores en Roma, a donde pienso viajar próximamente. Sí, a Roma y a Madrid, porque mientras los días de separación se van convirtiendo en otros dos meses sin oír nada de Pablo, he decidido que esta vez sí se me rebosó la copa y no voy a esperar a que se canse de «esos tipos tan feos en uniforme» o de la reina de turno. Y acabo de aceptar la invitación a Europa de Gilberto Rodríguez, que sí me extraña muchísimo y no puede conversar conmigo por teléfono. Porque, ¿con quién más va él a hablar en Madrid de «la Piña» Noriega y de Daniel Ortega, de Joseph Conrad y de Stefan Zweig, del M-19 y de las FARC, de Pedro El grande y de Toscanini, del Mexicano y del PRI, de sus obras de arte favoritas —Sophia Loren y todos los Renoir—, del convicto banquero Jaime Michelsen y de Alfonso López Michelsen, de Kid Pambelé y de Pelé, de Belisario Betancur y de la Fiera, y de la forma correcta de comer espárragos? ¿Y con quién más voy a hablar yo de Carlos Lehder, del piloto Barry Seals, de la CIA y de otra tonelada de temas que tengo represados, sin que quien me escucha salga a perderse?
Unos días antes de partir, paso frente a Raad Automóviles, propiedad de mi amigo Teddy Raad, de quien Aníbal Turbay y yo habíamos sido padrinos de matrimonio. Al igual que el pintor Fernando Botero, el decorador Santiago Medina y el vendedor de helicópteros y cuadros Byron López, los Raad se han vuelto riquísimos vendiendo productos de lujo a la nueva clase emergente, en este caso Mercedes, BMW, Porches, Audis, Maserattis y Ferraris. Me bajo para admirar algunas ofertas de cuarto de millón de dólares para arriba, y le pregunto a Teddy cada cuánto vende un auto de ésos.
—Vendo un Mercedes diario, Virgie. ¡Otra cosa es que me lo paguen! Pero, ¿quién le dice a estos tipos que no les fía un carro, si cada vez que coronan un cargamento vienen al otro día a comprarse media docena? Mira, aquí llega uno de nuestros mejores clientes, Hugo Valencia, de Cali.
Hugo es el arquetipo y la encarnación del mafiosito despreciado por todas las clases altas y las gentes honestas de Colombia: tiene unos veinticinco años y una mirada insolente; es de piel muy morena, perfectamente seguro de sí mismo, y mide 1.60 metros; lleva siete cadenas de oro en el cuello, cuatro en las muñecas y enormes diamantes en ambos meñiques. Luce feliz de la vida, es ostentoso y simpatiquísimo, y a mí me cae divinamente desde el primer momento. Y todavía mejor en el segundo, cuando dice:
—¡Pero eres superelegante, Virginia! ¿Y vas para Roma? Pues resulta que… yo estoy necesitando urgentemente a alguien de gusto perfecto para que convenza al dueño de Brioni de mandarme un sastre a Cali con un millón de muestras para que me tome las medidas, porque quiero mandarme a hacer unos doscientos trajes y unas trescientas camisas. ¿Te ofenderías si te adelanto diez mil dólares por ponerte en semejante molestia? Y, a propósito: ¿quién te surte a ti de esas joyas con las que sales en las portadas de las revistas? Porque quiero comprar por toneladas para todas mis novias, ¡que son divinas! Claro que no tanto como tú…
Con gusto, acepto hacerle el favor encantada y prometo traerle de regalo varios pares de zapatos de Gucci. Y como hoy quiero ver a todo el mundo feliz, olvido el robo de la maleta de Pablo y envío a Hugo donde Clara y Beatriz para que ellas lo ayuden a cubrir a sus novias con diamantes y rubíes, y se ganen en el proceso una pequeña fortuna. Todas quedamos encantadas con él y con su enorme ego, y lo bautizamos «el niño». Otro que queda fascinado con Hugo y sus millones líquidos es aquel joven presidente del Banco de occidente que consideraba a la familia real de narcotráfico en el Valle como «unos mafiosos inmundos». Cuando el niño se convierte en amigo del brillante banquero, éste decide que para su filial panameña Hugo Valencia sí es un empresario exitoso y no «un asqueroso narcotraficante» con bancos competidores en Colombia y Panamá, como Gilberto Rodríguez.
Antes de ir a Madrid paso por Roma para la reunión con Valerio Riva y los productores Cecchi Gori. Éstos no aparecen por ninguna parte, pero el aspirante a guionista del filme sobre «Il Robin Hood colombiano» me invita a un almuerzo dominical en la casa de campo de Marina Lante della Rovere, quien me dice ser muy amiga del presidente Turbay, el tío de Aníbal que ahora es el embajador de Colombia ante la Santa Sede.
Al día siguiente, Alfonso Giraldo me enseña horrorizado uno de los principales diarios, donde comentan mi entrevista de televisión en la que Valerio Riva me ha presentado como «amante de potentados latinoamericanos». Y mientras vamos nuevamente de compras por Via Condotti, Via Borgognona y Via Fratinna, mi amigo del alma, católico converso y ferviente, me ruega que le confiese todos mis pecados:
—Amorosa, dime ya quiénes son. Porque ¡si los cuatro novios que yo te conozco son potentados, yo soy el cardenal de Brunei! ¡No me vayas a decir que el chico de los centenares de ponies y los mil peticeros resultó ser el de la manada de jirafas, el rebaño de elefantes y el ejército privado! Creo que vas por el camino de la perdición, y que debemos salir a almorzar urgentemente con un príncipe como mi amigo Giuseppe, en cuyo palazzo de Palermo se filmó Il Gatopardo y donde se hospeda la reina Isabel cuando va a la Sicilia.
Riendo, le explico que como tengo el toque de Midas para los productos que recomiendo, las revistas que me ponen en portada y los hombres que amo, mis ex novios se han convertido en los cinco hombres más ricos de Colombia, lo cual no es culpa mía sino de la ambición de ellos. Y, para tranquilizarlo, le aseguro que ya dejé a ese bárbaro de los ponies y el zoo, y que el dueño de dos bancos me está esperando en Madrid con su socio, otro multimillonario que cría purasangres y percherones y cuya familia es, según Forbes y Fortune, la sexta más rica del mundo.
—¡No se puede pedir nada más chic, Poncho! Me pregunta si los trajes de Brioni son para el banquero, porque los hombres elegantes siempre se han vestido de Saville Row.
—No, no, no. Déjales esos sastres ingleses a Sonny Malborough, Westminster y Julio Mario. Éste es sólo un favor que le prometí a un bebé de Cali muy nuevo rico y lleno de noviecitas quinceañeras, totalmente opuesto a aquel potro indómito a quien lo tenían sin cuidado la ropa de lujo, los relojes de oro y todas esas cosas dizque «de marica».
Cuando le hablo al gerente o administrador de Brioni de la generosidad del niño —y sus centenares de colegas—, la legendaria belleza de las mujeres caleñas, la debilidad de las modelos por los Italianos que trabajan en el mundo de la Alta Moda, los elegantísimos azucareros vallecaucanos, las discotecas de salsa en Cali y el clima del vecino Pance, se le salen los ojos, me dice que se le apareció la Virgen, me da un montón de regalos y reserva pasaje en primera clase de AlItalia para el domingo siguiente.
Almorzamos con Alfonso y el príncipe San Vincenzo en la terraza del Hassler, desde donde Roma al mediodía se ve como envuelta en una gasa dorada que flotara sobre el eterno rosa viejo. A la entrada del restaurante están todas las felices hermanas Fendi, celebrando el cumpleaños de una de ellas. Preguntarle a un príncipe siciliano por la Cosa Nostra es como preguntarle a un alemán por Hitler o a un colombiano por Pablo Escobar, y decido conversar con Alfonso y Giuseppe sobre Lucchino Visconti y la filmación de El Gatopardo. Cuando al despedirnos, el encantador príncipe me invita a recorrer la Emilia Romaña en el fin de semana, le digo que lamentablemente el viernes debo estar en Madrid porque a la semana siguiente tendré que regresar al trabajo.
Y el viernes estoy cenando con Gilberto y Jorge Ochoa en Zalacaín, que en 1984 es el mejor restaurante de Madrid. Ambos están felices de verme tan radiante, de escuchar mis historias y de saber que decliné la invitación de un príncipe para verlos a ellos. Y yo estoy feliz de saber que se retiraron del negocio y están pensando en invertir sus interminables capitales en cosas chic, como la crianza de toros de lidia y la construcción en Marbella, y no en hipopótamos y ejércitos de mil sicarios armados de fusiles R-15. El nombre del rival del primero y socio del segundo no se menciona para nada, como si simplemente no existiera. Pero, por alguna razón que no sabría explicar, su presencia flota sobre esos manteles y todo aquel ambiente sibarítico como un algo inquietante que, de llegar a materializarse, podría colocarnos a todos en un acelerador de partículas y producir una fisión nuclear.
En el fin de semana vamos a almorzar cochinillo junto al Alcázar de Segovia y Gilberto me señala una ventana pequeñísima a cientos de metros de altura desde donde, siglos atrás, a una esclava mora se le cayó un principito; unos instantes después la chica se arrojó tras el bebé. Quedo triste toda la tarde, pensando en los terrores que se le cruzaron por el corazón a aquella pobre criatura antes de lanzarse al vacío. El domingo varios de los ejecutivos de Gilberto me llevan a Toledo a ver El entierro del conde de Ordaz de El Greco, una de mis obras de arte favoritas en el país de los mejores pintores de la Tierra. Vuelvo a quedar triste y tampoco sé por qué. Esa noche Gilberto y yo cenamos a solas y él me pregunta por mi carrera. Respondo que en Colombia la fama y la belleza sólo generan dosis monstruosas de envidia cuyo canal de expresión son casi siempre los medios y las amenazas telefónicas de otros enfermos de maldad. Él comenta que me ha extrañado muchísimo y que ha estado sintiendo una profunda necesidad de la mujer con quien se puede hablar de todo y en colombiano. Toma mi mano y dice que quisiera tenerme cerca, pero no en Madrid sino en París, porque adora la Ciudad luz por encima de todas las demás y nunca pensó que alguien de un origen tan modesto como el suyo pudiera llegar a conocerla.
—Yo no te ofrezco toneladas de pasión pero, como nos entendemos tan bien, con el tiempo tú y yo podríamos llegar a enamorarnos e, incluso, a algo más serio. Podrías tener tu propio negocio y pasaríamos juntos los fines de semana. ¿Qué opinas?
La verdad es que la propuesta me toma por sorpresa, pero también es cierto que él y yo nos entendemos muy bien. Y no sólo es el centro de París, definitivamente, mil veces más bello que todos los barrios elegantes de Bogotá sino que, en los más múltiples sentidos, la Ciudad luz se encuentra a años luz de la de la Eterna Primavera: Medellín. Lentamente comienzo a responderle, es decir, a enumerar mis condiciones para convertirme en la amante parisiense de uno de los hombres más ricos de América Latina —sin sacrificar mi libertad— y de las razones para cada una de ellas: no viviría en un departamentito con un autito, porque para eso puedo casarme con cualquier aburrido ministro colombiano con penthouse, Mercedes y escoltas, o con cualquier marido francés de clase media; él tendría que mimarme, como hacen los hombres excepcionalmente ricos en todas partes del mundo con las mujeres representativas de quienes se sienten orgullosos en público y aún más en privado, porque mi refinamiento podría llenar su vida de alegría sin mucho esfuerzo y mis amistades elegantes podrían serle increíblemente útiles para abrir muchas puertas; si llegáramos a enamorarnos, lo haría sentir como un rey cada día que pasáramos juntos y no se aburriría un minuto de su vida; pero si un día él decidiera dejarme me llevaría únicamente las joyas, y si yo decidiera dejarlo para casarme con otro me llevaría únicamente mi guardarropa de alta costura, requisito sine qua non en París para la mujer de un hombre que quiera ser tomado en serio.
Con una sonrisa plena de gratitud —porque nadie en el mundo podría ofrecerle a un hombre con más de mil millones de dólares condiciones más amplias o generosas—, él responde que apenas termine de instalarse en España y tome todas las decisiones de inversiones volveremos a vernos, porque lo más complicado para ellos es la transferencia de sus capitales y no puede llamarme por los problemas con mi teléfono. Cuando nos despedimos, con una ilusión enorme de reunirnos muy pronto, me recomienda que retire urgentemente mis ahorros del First Interamericas de Panamá porque los americanos están presionando al general Noriega y en cualquier momento van a cerrarle el banco y a congelar todos los activos.
Sigo su consejo antes de que esto efectivamente ocurra, y dos semanas después viajo a Zurich, para consultar la oferta de Gilberto con el oráculo de Delfos, porque la verdad es que me ha sorprendido y quiero saber lo que piensa de ella alguien que se conoce todas las reglas del juego de la alta sociedad internacional. Al ver llegar a David Metcalfe a nuestra suite del Baur au Lac cargado de botas, Wellingtons, rifles y municiones, le pregunto cómo se las arregla «un terrorista de White’s» como él para viajar por todo el mundo disfrazado de asesino de faisanes. Ríe feliz con la definición, y me dice que va de cacería con el rey de España, que es un hombre absolutamente adorable y no tan tieso como esos royals ingleses. Cuando le explico las razones por las que esta vez acepté su invitación, exclama horrorizado:
—¿Pero te volviste loca? ¿Vas a convertirte en la mantenida de un Don? ¿Crees, acaso, que todo París no va a saber al otro día cómo hizo ese tipo su fortuna? ¡Lo que tú tienes que hacer, darling, es irte ya para Miami o Nueva York a conseguir trabajo en uno de esos canales de televisión en español!
Le pregunto cómo se sentiría él si una mujer con la que habla el mismo idioma, que no para de hacerlo reír y que tiene mil millones de dólares le ofreciera mantenerlo en París en un hôtel particulier decorado como la casa de la Duquesa de Windsor y con un presupuesto decente para adquisiciones de obras de arte en Sotheby’s y Christie’s, el Bentley con chauffeur, el chef más exigente y las flores más bellas, las mejores mesas en los restaurantes de lujo, los tiquetes perfectos en los conciertos y la ópera, los viajes de ensueño a los lugares más exóticos…
—Bueeeno… ¡uno también es humano!… ¿Quién no mataría por todo eso? —contesta con una de esas risitas de quienes han sido pillados en falta.
—¿Te das cuenta? Pareces la princesa Margarita admirando en su dedo el diamante de Elizabeth Taylor: «Ya no se ve tan vulgar, ¿verdad, Alteza?»
Mientras cenamos en el restaurante que queda cruzando el puentecillo del Baur au Lac, le cuento que Gilberto es dueño de varios laboratorios y que yo siempre he soñado con un negocio de cosméticos a la sudamericana. Añado que con mi determinación y mi credibilidad en cuestiones de belleza casi seguramente podría construir algo muy exitoso. Con el rostro muy serio y algo triste, él comenta que yo obviamente sé para qué sirve alguien con mil millones de dólares pero que un Don de ésos no sabría jamás para que sirve una mujer como yo.
A la mañana siguiente en el desayuno me pasa el Zeitung, porque él sólo lee su Times de Londres, el Wal Street Journal y The Economist.
—Creo que son tus amigos. ¡No te imaginas la suerte que tienes, darling!
Ahí están —en todos los periódicos suizos, americanos e ingleses— las fotografías de Jorge Ochoa y Gilberto Rodríguez. Han sido detenidos con sus esposas en Madrid, y posiblemente sean extraditados hacia Estados Unidos.
Me despido de David, tomo un avión a Madrid y me voy hasta la cárcel de Carabanchel. A la entrada me preguntan qué relación tengo con los dos internos y digo que soy periodista colombiana. No me permiten ingresar y, de vuelta en el hotel, los ejecutivos de Gilberto me dicen que debo regresar inmediatamente a Colombia, antes de que las autoridades españolas me detengan para hacerme todo tipo de preguntas.
Media docena de policías y agentes siguen cada uno de mis pasos en el aeropuerto y sólo quedo tranquila cuando subo al avión. La verdad es que el champán rosé es un paliativo para casi todas las tragedias y llorar en primera clase es mejor que llorar en economy. Y para consuelo de cualquier plañidera, un hombre elegantísimo que parece una copia al carbón del Agente 007 en las primeras películas de James Bond se sienta a mi lado. Unos minutos después me ofrece un pañuelo mientras pregunta tímidamente:
—¿Por qué lloras así, guapa?
Durante las siguientes ocho horas, aquella estupenda versión madrileña de Sean Connery a los cuarenta años me dará un curso intensivo sobre los grupos económicos March y Fierro, con los que él trabaja y que son los más grandes de España, y quedo convertida en un pichón de autoridad en flujos de capitales, acciones, bonos basura, finca raíz en Madrid, Marbella y Puerto Banús, Construcciones y Contratas, las hermanas Koplowitz, el rey, Cayetana de Alba, Heini y Tita Thyssen, Felipe González, Isabel Preysler, Enrique Sarasola, los toreros, la Alhambra, el cante jondo, la ETA y los últimos precios de Picasso.
Llego a mi apartamento y reviso mis contestadores automáticos. Cien amenazas de muerte en uno y alguien que cuelga el teléfono docenas de veces en el número que sólo conocen tres personas. Para evitar tener que pensar en el horrible final de este viaje decido dormir, pero dejo ambos teléfonos conectados ante la eventualidad de que se sepa algo de Gilberto.
—¿Dónde has estado? —pregunta al otro lado del teléfono aquella voz que no escuchaba hace casi once semanas y cuyo dueño habla como si fuese el mío.
—Déjame pensar… —contesto medio dormida—. El viernes estaba en Roma en el Hassler y luego cenando con un siciliano; príncipe, no colega tuyo. El sábado estaba en el Baur au Lac en Zurich, consultando con un lord inglés, no un drug lord, mi posible reubicación en Europa. El lunes estaba en el Villamagna de Madrid, analizando y considerando esa posibilidad. El martes estaba llorando a las puertas de Carabanchel, porque ya no iba a poder instalarme en París como Dios manda. Como no me dejaron entrar, el miércoles estaba en un avión de iberia, rehidratándome con Perrier Jouët para recuperar litros de lágrimas. Y ayer, para no suicidarme con tanta tragedia, estuve bailando toda la noche con un hombre igualito a James Bond. Estoy exhausta y voy a seguir durmiendo. Adiós.
Él tiene seis o siete teléfonos, y jamás habla más de tres minutos por cada uno. Cuando dice «cambio» y cuelga, sé que va a llamar en unos minutos.
—¡Pero qué vida de cuento de hadas, princesa! ¿Estás intentando decirme que ahora puedes tener al hombre más noble o buen mozo porque acabas de perder a los dos más ricos?
—Sólo a uno, porque tú y yo nos perdimos hace rato; desde que te fuiste a vivir a Sandiland con alguna reinita. Y lo que estoy tratando de decirte es que he tenido una agenda social muy agitada, que estoy terriblemente triste y que sólo quiero dormir.
Vuelve a llamar hacia las tres de la tarde.
—Ya hice los arreglos para mandar por ti. Si no vienes por las buenas, te traen arrastrada en el negligée. Recuerda que tengo tus llaves.
—Y recuerda que yo tengo tu marfil. Les doy chumbi y digo que fue en defensa propia. Adiós.
Quince minutos después, ahora recurriendo a su tono persuasivo de siempre, me dice que unos amigos suyos muy importantes quieren conocerme. En nuestra clave secreta —hecha con los nombres de los animales de su zoológico y con números— me da a entender que va a presentarme a Tirofijo, jefe de las FARC, y a otros comandantes guerrilleros. Respondo que todo el mundo, pobre y rico, de izquierda y derecha, de arriba y abajo, sueña con conocer a las estrellas de la pantalla, y cuelgo. Pero cuando en la quinta llamada me da a entender que él y sus socios están trabajando a todo vapor con el gobierno español para que su mejor amigo y «el amante mío» no sean enviados para arriba (Estados Unidos), sino para abajo (Colombia), y que quiere contarme los detalles personalmente porque por teléfono no se puede, decido que la venganza es dulce:
—No es mi amante… pero iba a serlo. Y voy para allá. Escucho el silencio al otro lado de la línea y sé que he dado en el blanco. Me advierte:
—Está lloviendo a cántaros. Trae tus botas pantaneras y una ruana, ¿okey? Esto no es París, mi amor. Es la selva.
Le propongo que dejemos la reunión para el día siguiente, porque todavía tengo jet lag y no quiero mojarme.
—No, no, no. Yo ya te he visto lavada en río, en canecas de agua, en mar, en ciénaga… bañada en tina, en ducha, en lágrimas… y ahora un poquito de agua limpia no te va a hacer daño, princesa. Hasta la noche.
Decido que para conocer a Tirofijo uno no se va de ruana, sino de parka de Hermés. Y de foulard en la cabeza y bolso de Vuitton, a ver qué cara pone. Y de Wellingtons, no botas de guerrillera, para que vaya viendo que uno no es ningún comunista.
Nunca he estado en un campamento guerrillero, pero éste parece estar desierto. Sólo se oye una radio, pero lejísimos, a cientos de metros de allí.
—Debe ser que esos guerrilleros se acuestan temprano para madrugar a robarse el ganado, coger a los secuestrables medio dormidos y sacarle la coca a Pablo de su territorio antes de que amanezca y llegue la policía —concluyo—. Los viejos madrugan, claro, y Tirofijo ya debe tener como unos sesenta y cinco años…
Los dos desconocidos me dejan a la entrada de una casita en construcción y luego se esfuman. Lo primero que hago es darle vuelta al lugar, con la mano en el bolsillo de mi parka, para verificar que, efectivamente, no haya nadie. La pequeña puerta blanca es muy rudimentaria, de las que se cierran con candado. Entro y veo que la habitación tiene unos doce o quince metros cuadrados y está hecha con ladrillos, cemento y tejas plásticas. Es de noche y el lugar está frío y oscuro, pero alcanzo a ver un colchón en el piso, una almohada que parece nueva y una cobija de lana marrón. Estudio el lugar y creo ver su radio, su linterna, una camisa, su pequeña ametralladora colgando frente a mí y una lámpara de kerosén apagada. Cuando me inclino sobre la mesita para intentar prenderla con mi encendedor de oro, un hombre salta de las sombras tras de mí y me atenaza el cuello con el brazo derecho. Creo que va a rompérmelo, mientras me agarra de la cintura con el izquierdo y me aprieta contra él.
—¡Mira cómo duermo, casi a la intemperie! ¡Mira cómo viven quienes luchamos por una causa mientras las princesas viajan por Europa con los enemigos de uno! Mira bien, Virginia —dice soltándome y prendiendo la lámpara— ¡porque esto, no el hotel Ritz de París, es lo último que vas a ver en tu vida!
—Tú escogiste vivir así, Pablo, como el Che Guevara en la selva boliviana, sólo que él no tenía tres mil millones de dólares. Nadie te ha obligado, ¡y tú y yo nos dejamos hace rato! Ahora dime qué es lo que quieres de mí y por qué estás sin camisa en este frío, ¡porque yo no vine a pasar la noche contigo ni a dormir en ese colchón con garrapatas!
—Claro que no viniste a dormir conmigo. Ya vas a saber a qué viniste, mi vida, porque al Capo di Tutti Capi su mujer no le pone los cuernos con el enemigo delante de sus amigos.
—Y a la Diva di Tutti Divi no se le ponen los cuernos con modelos delante de todo su público. ¡Y ya deja de llamarme «tu mujer», que yo no soy la Tata!
—Pues, mi diva, si no te quitas ya todos y cada uno de esos miles de dólares que tienes encima, llamo a mis hombres para que te los arranquen entre todos y los corten con navajas.
—Hazlo, Pablo, ¡que es lo único que te falta por hacer! Y, si me matas, me haces un gran favor; porque la verdad es que nunca me ha gustado mucho la vida, y no voy a extrañarla. Y si me desfiguras ninguna mujer se te volverá a acercar nunca. ¡Anda, llama a todos los doscientos! ¿Qué estás esperando?
Me arranca la parka, desgarra mi blusa, me arroja sobre aquel enorme colchón blanco de rayas azules, me zarandea como a una muñeca de trapo, intenta cortarme la respiración y comienza a violarme mientras gime y aúlla como una fiera:
—Me dijiste que algún día ibas a cambiarme por otro cerdo tan rico como yo… ¿pero por qué tenías que escoger a ése… justamente a ése? ¿Quieres que te cuente lo que le dijo de ti a mis amigos?… ¡Mañana mismo ese presidiario patético va a saber que volviste conmigo, al otro día de estar dizque llorando por él!… ¡Y en la cárcel eso sí que da duro! El Mexicano me confesó todo hace unos días… porque revisé las cintas del F2 y le pregunté para qué lo habías llamado… no me quería decir nada, pero tuvo que hacerlo. Yo no podía creer que ese cerdo maricón te hubiera mandado donde mi socio… a ti… a mi novia… para ensuciar a mi princesa con negocios de ésos…a mi princesa encantada… ¿Y esa bruja que tiene de mujer fue la mafiosa de las llamadas a las emisoras… ¿verdad, mi amor? Pero ¡cómo no me di cuenta!… ¿Quién más iba a ser sino ella?… Mientras yo me disponía a hacerme matar y a romperme el alma por todos ellos, ¡ese cobarde arribista pretendía robarme a mi novia, a mi mejor amigo, a mi socio, mis territorios y hasta mi presidente! llevarte con él para París… ¿qué tal?… Si no estuviera en la cárcel con Jorge, ¡les pagaría a esos españoles para que se lo entregaran a los gringos! ¡No sabes cómo te odio, Virginia, cómo he soñado con matarte todos estos días! ¡Yo te adoraba y acabaste con todo! ¿Por qué no dejé que te ahogaras? Mira, esto es lo que se siente cuando uno se está ahogando: ¡siéntelo ahora! ¡Ojalá te guste, mi vida, porque ahora sí te vas a morir en mis brazos! ¡Mírame, que quiero ver esa cara de diosa exhalando el último suspiro entre ellos! ¡Muérete, que hoy sí te vas a ir al infierno conmigo encima y adentro tuyo!
Una y otra vez me coloca la almohada sobre el rostro. Una y otra vez me tapa la nariz con los dedos y la boca con las manos. Una y otra vez me aprieta el cuello. Esa noche conozco todas las formas posibles de la asfixia. Hago un esfuerzo sobrehumano para no morir y otro un millón de veces superior para no emitir un solo quejido. Por un instante alcanzo a ver la luz al final del túnel de los moribundos, pero en el último segundo él me regresa a la vida para dejarme tomar aire mientras escucho su voz cada vez más lejana exigiéndome que grite, que le implore por mi vida, que suplique. Como no contesto a sus preguntas, ni digo una palabra, ni lo miro, se enloquece. De pronto, dejo de luchar y de sufrir porque ya no sé si estoy viva o muerta, y dejo también de preguntarme de qué está hecha aquella gruesa capa de líquido viscoso y resbaloso que nos une y nos separa —si es de sudor o de humedad o de lágrimas—, y cuando estoy a punto de perder el conocimiento y él ya ha terminado de castigarme, de insultarme, de torturarme, de humillarme, de odiarme, de amarme, de vengarse de otro hombre o de lo que haya sido todo aquel horror, alcanzo a oír su voz desde algún punto, ni cercano ni lejano, que me dice:
—¡Te ves horrible! A Dios gracias ya nunca más volveré a verte y, a partir de hoy, ¡ya sólo tendré niñas y putas! Me voy a coordinar lo de tu viaje. Regreso en una hora, y ¡ay! de que no estés lista: te mando a arrojar en la selva así como estás.
Cuando la vida comienza a volverme al cuerpo, me miro en mi espejo para cerciorarme de que todavía existo y ver si he cambiado de cara, como aquella tarde en que perdí la virginidad. Sí, me veo terrible; pero sé que no es por culpa de mi piel ni de mi rostro, sino del llanto mío y de la barba de él. Para cuando regresa me he recuperado casi por completo, e incluso creo ver un destello de reconocimiento en alguna fugaz mirada suya. En el tiempo transcurrido he decidido que, como hoy voy a irme de su vida para siempre, seré yo quien diga la última palabra. Y he preparado mentalmente una despedida que ningún hombre podría olvidar, y menos uno cuyo reto cotidiano es el de ser el más macho de todo el mundo, cada una de las veinticuatro horas del día.
Él entra caminando a paso lento y se sienta en el colchón. Coloca los codos sobre las rodillas, se toma la cabeza entre las manos y con aquel gesto me lo dice todo. Yo también lo comprendo pero, como memorizo casi todo lo que escucho y todo lo que siento, y no puedo olvidar nada aunque quisiera, sé que jamás podré perdonarlo. Estoy sentada en una silla de director y lo observo desde arriba, con mi bota izquierda cruzada sobre el muslo derecho. Ahora él se recuesta contra la pared y contempla el vacío. Yo también lo hago, pensando cuán curioso es que las miradas de un hombre y una mujer que se amaron con locura y se respetaron profundamente formen siempre un ángulo perfecto de cuarenta y cinco grados cuando se preparan para decirse adiós, porque nunca se colocan frente a frente. Como la venganza es un plato que se sirve frío, decido escoger mi tono más dulce para preguntar por una bebé recién nacida:
—¿Cómo está tu Manuelita, Pablo?
—Es la cosa más bella del mundo. Pero tú no tienes ningún derecho a hablarme de ella.
—¿Y por qué le pusiste a tu hija el nombre que en otro tiempo querías para mí?
—Porque se llama Manuela, no Manuelita.
Con algo de autoestima recuperada, y ya sin temor de perderlo, porque hoy es él quien me está perdiendo a mí, le recuerdo el motivo de mi visita:
—¿Es cierto que están trabajando con Enrique Sarasola para que los manden para Colombia?
—Sí, pero no es asunto de la prensa. Son cosas internas de las familias de mi gremio.
Tras las dos preguntas de cortesía, inicio el ataque según lo planeado:
—¿Sabes, Pablo?… A mí me enseñaron que una mujer honesta no tiene sino un abrigo de piel… y el único que yo he tenido en toda mi vida lo compré con mi dinero, hace ya cinco años.
—Pues mi esposa tiene frigoríficos enteros con docenas de abrigos de piel, y es mucho más honesta que tú. ¡Si pretendes que a estas alturas te regale uno nuevo, estás loca! —exclama levantando la cabeza sorprendido y mirándome con absoluto desprecio.
Como esa era, exactamente, la respuesta que anticipaba, continúo:
—Y a una deberían enseñarle que un hombre honesto no debe tener más de un avión… Por eso, jamás volveré a enamorarme de un hombre con aerolínea, Pablo. Son terriblemente crueles.
—Pues no hay muchos, mi vida. ¿O, acaso… cuántos somos?
—Son tres. ¿O creías que eras el primero?… Y la experiencia me ha enseñado que… lo único, lo único que le aterra a un magnate de ésos es la posibilidad de que lo cambien por su rival. Porque se tortura una y otra vez… imaginándose a la mujer que amó y lo amó… en la cama con el otro… burlándose de sus carencias… riéndose de sus… falencias…
—Pero, ¿todavía no sabías que es por eso, precisamente, que a mí me gustan tanto las niñas inocentes, Virginia? —me dice con mirada triunfal—. ¿Nunca te había contado que me encantan porque no tienen pautas de comparación con magnates ni con nadie?
Con un profundo suspiro de resignación, tomo mi bolso de viaje y me pongo de pie. Luego —como Manolete a punto de descabellar a un miura con la más calculada precisión y con un tono de voz que he ensayado mentalmente una y otra vez— le digo a Pablo Escobar lo que sé que ninguna otra mujer le ha dicho ni le dirá mientras viva:
—Pues… verás… tampoco hay muchas con mis pautas, mi vida. Y lo que siempre había querido decirte —sin temor a equivocarme— es que a ti te gustan las niñas, no porque no tengan pautas de comparación con otros magnates… sino porque no tienen pautas de comparación con… símbolos sexuales. Adiós, Pablito.
Ni siquiera me tomo el trabajo de esperar a ver su reacción y salgo de aquel horrible lugar sintiendo un júbilo que reemplaza brevemente a toda la rabia que llevo dentro, mezclado con la más inexplicable sensación de libertad. Tras caminar casi doscientos metros bajo la lluvia que ha empezado a caer, alcanzo a divisar a Aguilar y a Pinina que me esperan con sus rostros sonrientes de siempre. A mis espaldas escucho el característico silbido de «el Patrón», e imagino su gesto al ordenarles transmitir sus instrucciones a los seis hombres encargados del complicado proceso de regresarme a casa. Esta vez ni me acompaña con su brazo alrededor de mis hombros ni me despide con un beso en la frente. Hasta que llego a casa no despego mi mano de la Beretta que llevo en el bolsillo; sólo cuando la coloco en su sitio caigo en cuenta de que fue lo único de lo que no me despojó.
Unos días después, Los Trabajos del Hombre, uno de los programas en tiempo estelar más sintonizados de la televisión colombiana, me dedica una hora completa para hablar sobre mi vida como presentadora de televisión. Le pido a la vendedora de joyas que me preste las más llamativas y, en algún momento de la entrevista, me pronuncio en contra de la extradición. Tan pronto como termina la emisión, suena el teléfono. Es Gonzalo, el Mexicano, para expresarme su más profunda gratitud en el nombre de los Extraditables; me dice que soy la mujer más valiente que ha conocido y, al día siguiente, Gustavo Gaviria llama para elogiar mi carácter en términos similares. Les respondo que es lo mínimo que podía hacer por elemental solidaridad con Jorge y con Gilberto. La directora me dice que fue el programa más sintonizado en todo el año; pero ni Pablo, ni las familias Ochoa o Rodríguez Orejuela, dicen una sola palabra.
Jorge Barón me informa que ha tomado la decisión de no renovar mi contrato de El show de las estrellas por tercer año consecutivo, según lo pactado. No me da ninguna explicación distinta de que el público sintoniza su show para ver a los cantantes y no a mí. El programa tiene cincuenta y cuatro puntos de rating promedio, el más alto en toda la historia del medio porque aún no existe en Colombia la televisión por cable; se ve en varios países y, aunque me paga sólo mil dólares mensuales y me cuesta miles en vestuario, me representa miles más en lanzamientos de productos para las agencias de publicidad. Le advierto a Barón que puede irse olvidando de su mercado internacional. A las pocas semanas todos los canales extranjeros le cancelan los contratos, pero él compensa las pérdidas asociándose con empresarios del futbol de su natal Tolima en negocios que mueven millonarias cifras en dólares y que con el tiempo serán investigados por la Fiscalía General de la Nación. Cuando ésta me llame a declarar en 1992 en el proceso por enriquecimiento ilícito contra Jorge Barón, sólo podré afirmar bajo la gravedad del juramento que la única conversación de carácter personal que sostuve con aquel individuo en toda mi vida duró exactamente diez minutos. Quería averiguar sobre mi relación sentimental con Pablo Escobar y —una vez respondí que nuestra amistad era estrictamente política—, Barón me informó que mi contrato quedaba cancelado porque su programadora no estaba en condiciones de seguir pagándome mil dólares mensuales. Sé perfectamente que aquel director tan feo y ordinario no ha sacrificado las audiencias norteamericanas a la economía de una cantidad misérrima: sus nuevos socios, simplemente, le han exigido mi cabeza.
Todos estos acontecimientos de aquel año terrible de 1984 acabarían convirtiéndome en catalizador de una larga y compleja serie de procesos históricos que terminarían con los protagonistas de esta historia en la tumba, en la ruina o en la cárcel, y todo por culpa de aquella kármica ley de causa y efecto por la que siempre he tenido tanto respeto y tan reverencial temor. Quizás fue con esa misma admiración, o quizás el mismo espanto, que un amado poeta sufí del siglo XIII resumió en dos acciones exquisitas y tan sólo once palabras su cósmica visión del crimen y el castigo, para estremecernos con la síntesis perfecta de la más absoluta compasión o, tal vez, inspirarnos su forma más sublime:
«Arranca el pétalo de un lirio y harás titilar una estrella».