Bajo el cielo de Nápoles

Este avión tiene el tamaño de todos los once de Pablo Escobar juntos y el hombre que desciende de él, rodeado de su tripulación y de cuatro parejas jóvenes, parece un emperador. Tiene sesenta y cinco años, camina como si fuera el rey del mundo y lleva un bebé de meses en los brazos.

Estamos a principios de 1985 y me encuentro en el aeropuerto de Bogotá departiendo con dos docenas de personas invitadas a Miami y a Caracas para el lanzamiento de El amor en los tiempos del cólera, la más reciente obra del Nobel Gabriel García Márquez, y de «Maestros de la Literatura Universal». Ambas serán distribuidas por el Bloque De Armas de Venezuela, y los invitados de su filial colombiana y de la casa editorial departimos con los directivos locales del zar de la prensa latinoamericana que viajarán con nosotros, y varios que han venido sólo para saludar a su jefe. Armando de Armas distribuye gran parte de los libros que se publican en idioma castellano y es dueño de docenas de revistas, además de diarios y emisoras en Venezuela. El bebé no es su nieto sino el último de sus muchos hijos y, al parecer, la madre se ha quedado en Caracas.

Ya en el avión, De Armas se entera de que soy la presentadora de televisión mas conocida de Colombia y de que la edición de Cosmopolitan con mi portada se agotó en el primer día. Poco antes del despegue, recibe una llamada telefónica; cuando regresa a su asiento me mira, y en segundos comprendo qué fue, exactamente, lo que le advirtió alguno de sus oficiosos ejecutivos que quedaron en tierra. Es evidente que este hombre treinta años mayor que yo no le tiene miedo a nada, pero también es cierto que ninguna mujer que luzca un traje de tres mil dólares, accesorios de cocodrilo por cinco mil y joyas por treinta o cuarenta mil podría «cargarse» con drogas, y menos una conocida por veinte millones de personas que viaja con tres maletas en el avión privado más grande de toda América Latina para pasar cinco días en Miami y Caracas. Con la primera copa de champán Cristal rosé le pido a Armando la portada de Bazaar, «la única faltante en mi colección», y él, en prueba de que lo que digan de una mujer con mi aspecto lo tiene sin cuidado, responde «¡Concedido!» En la primera media hora, y frente a una docena de personas que no se han dado cuenta de nada, se han fijado las reglas del juego de una extraña y conflictiva amistad que durará por años.

Llegamos a Miami, y De Armas y una espectacular modelo que viaja con nosotros suben a un Rolls Royce de color ciruela que lo espera en la escalerilla del avión. Esa noche, en una mesa larguísima que él preside, me entero por sus indiscretos ejecutivos de que «Carolina Herrera», la marca propiedad del Bloque De Armas que lleva el nombre de su elegante compatriota, genera pérdidas de consideración. La diseñadora, a quien yo había conocido recientemente en una cena de los condes Crespi en Nueva York a la que había asistido con David, está casada con Reinaldo Herrera, cuya amistad con toda la gente más rica y elegante del mundo resulta invaluable para alguien tan poderoso y ambicioso como Armando. Para demostrar que no tengo cortadas ni desfiguraciones, De Armas encarga a la famosa fotógrafo de modas Iran Issa-Khan, prima del Sha de Persia, que la foto de la portada consista de un primerísimo plano. Si bien ella se tarda horas y horas para realizarla, el resultado final me deja terriblemente desilusionada porque, aunque elegante, ese rostro tan serio no se parece en nada a mí. Ya en Caracas, y tras una larga conversación lejos del resto del grupo, De Armas me dice que se está enamorando de mí y quiere que volvamos a vernos a la mayor brevedad.

Armando no me llama a diario, no: llama a la mañana, a la tarde y a la noche. Me despierta a las 6:00 a.m., y yo no me quejo. A las 3:00 p.m. quiere saber con quién estuve almorzando —porque tengo invitaciones casi todos los días— y entre las 7:00 y 8:00 p.m. vuelve a llamar para darme las buenas noches, porque tiene el hábito de levantarse a las 3:00 a.m., hora en que los jóvenes inagotables apenas nos estamos acostando. El problema es que ésa es, precisamente, la hora escogida por un sicópata violador extraditable para llamar a implorar mi perdón y, de paso, verificar que yo esté en casa y sólo en brazos de Cupido. Cuelgo el teléfono, diciéndome que «al que no quiere aerolínea se le dan dos tazas» y que, con esa disparidad generacional de horarios, estos dos hombres, que viven uno en Caracas y otro en Medellín, van a terminar por enloquecerme.

Ahora trabajo en el noticiero del mediodía, el único en Colombia que quiso contratarme como presentadora. Con un esfuerzo sobrehumano, y un presupuesto infrahumano, hemos logrado subir el rating de cuatro puntos a catorce, lo cual no le da al veterano periodista Arturo Abella, su director y propietario, para pagar los costos de Inravisión. Mi romance con Pablo es un secreto a voces entre nuestros dos gremios pero, la verdad, no es conocido de la opinión pública ni del tipo de señoras bogotanas o europeas con quienes yo almuerzo en Pajares Salinas o la Fragata y, en todo caso, ambos lo hemos negado siempre categóricamente. En los dos últimos años he rogado a los colegas de más confianza que no se refieran a Escobar como «narcotraficante», sino como «ex parlamentario», y casi todos han aceptado a regañadientes, quizás con la secreta esperanza de que algún día Pablo les conceda algo más que una entrevista.

Cada semana recibo una serenata con mariachis. Al día siguiente un estrangulador no identificado llama para decir que el mérito es del Mexicano, una autoridad mundial en música ranchera, quien lo asesoró, porque lo que a él le gusta es el rock duro y de cosas folclóricas no entiende mucho. Yo cuelgo. La siguiente estrategia es la de apelar a mi profunda compasión por los pobres y por todos los que sufren: «¡Fíjate que ya sólo tengo ocho avioncitos, porque me quitaron el resto!», exclama, y acompaña la frase con ochenta orquídeas. Cuelgo sin decir una palabra. Luego «¡Mira que ya sólo me quedan seis avioncitos!», con sesenta flores de otro color. Arrojo el pobre teléfono con furia, preguntándome de qué estarán hechos esos aparatos, para comprar acciones de la compañía que los fabrica. A la semana siguiente es «¿Ves que ahora soy un niño pobre, con sólo cuatro avioncitos?», y envía cuarenta phalenopsis, como si yo no supiera que los que no están en el hangar de la policía están en Panamá, Costa rica y nicaragua. O como si yo ignorara que él tiene recursos para comprarse unos cuantos de reemplazo y, de paso, regalarme algún aderezo de rubíes o esmeraldas en vez de tanta patriótica Cattleya trianae. Y déle con «Cu-currucucú Paloma» y «Tres meses sin verte, mujer» y «María bonita» y todo el cancionero de José Alfredo Jiménez, Lola Beltrán, Agustín Lara y Jorge negrete. Una y otra vez, me digo:

—¿Para qué necesita una mujer como yo a un violador con aerolínea cuando tiene a sus pies justamente a un hombre honesto con un solo avión y cien revistas, que siempre está rodeado de gente linda, subvenciona a Reinaldo y a Carolina Herrera y la llama tres veces al día para decirle que está loco por ella?

—¡Imagina si te convirtieras en la jefa de Carolina! —ríe David desde Londres, en tono complementario.

Armando me informa que un canal de Miami está buscando presentadora para lanzar su noticiero y que desean hacerme una prueba. Viajo, hago una presentación impecable, y me dicen que en unos meses me informarán si fui la escogida. Esa noche ceno con Cristina Saralegui, quien trabaja para Armando, y su marido Marcos Ávila, que está feliz porque su grupo musical, con Gloria Estefan a la cabeza, se ha convertido en la sensación del momento gracias a «la Conga». Tras varios meses de cortejo telefónico, acepto finalmente la invitación de Armando para ir a México. Esta vez viajamos solos y en el aeropuerto tenemos alfombra roja desde la escalerilla del avión hasta la puerta de la aduana, como si fuéramos el presidente y la primera dama del grupo Andino. Como los superricos no hacen aduana en ninguna parte, a menos que sean estrellas del rock sospechosas de alguna alucinada inspiración, nos dirigimos con otra nube de ejecutivos hasta las instalaciones mexicanas de su imperio. Desde un balcón interior me asomo hacia lo que luce como un supermercado con miles de libros y revistas agrupados en torres y torres de metros de altura. Pregunto qué es todo aquello y Armando me responde que son los títulos que van a distribuirse en esa semana.

—¡¿En una semana?! —exclamo—. ¿Y cuánto ganas por cada libro?

—Cincuenta por ciento. El escritor gana entre diez y quince…

—¡Wao! ¡Entonces, es mejor ser tú que García Márquez o Hemingway!

Llegamos a la suite presidencial del María Isabel Sheraton, que tiene dos dormitorios, y allí el zar de la distribución me declara el verdadero propósito de todo su amor: quiere llenarme de hijos, porque adora a los niños y me ha escogido para ser la afortunada madre de los últimos, y seguramente los más mimados de su prolífica existencia, en la que al lado de los hijos de su matrimonio coexisten una docena de extraconyugales.

—¡Pídeme lo que quieras! ¡Podrás vivir como una reina el resto de tu vida! —me dice feliz, contemplándome como si yo fuera la vaca Holstein campeona en la Feria Agropecuaria.

Respondo que yo también adoro a los pequeños pero no tendría bastardos ni de Carlos V, rey de España y Emperador de Alemania, ni de Luis XIV, el Rey Sol. Me pregunta si me casaría con él, y si estando casados tendríamos hijos. Tras examinar su rostro le digo que casada tampoco, pero que seguramente la pasaríamos en grande.

Se enfurece, y empieza a repetir lo que siempre se ha dicho de mí en la prensa:

—¡Ya me habían contado que odiabas a los niños y no querías tener hijos para que no se te dañara la figura! ¡Y me has traído mala suerte, porque acaba de estallar una huelga!

—Pues si mañana no me tienes un pasaje para regresarme a Colombia, me uno a los piquetes de huelguistas y grito «¡Abajo la explotación extranjera!» frente a todas las cámaras de Televisa. No quiero volver a saber de magnates con aerolínea ni con avión: ¡todos son unos tiranos! Adiós, Armando.

Una semana después me llama desde Caracas a las seis de la mañana para decirme que pasó por Colombia para verse conmigo después de arreglar la huelga, pero que tuvo que salir corriendo porque Pablo Escobar intentó secuestrarlo.

—Pablo Escobar tiene tres mil millones de dólares, no trescientos como tú. Tiene treinta y cinco años, como yo, y no sesenta y cinco como tú. Tiene una docena de aviones y no uno, como tú. No confundas a Escobar con Tirofijo, porque por elemental lógica el que tendría que ir pensando en secuestrar a Pablo eres tú, y no él a ti. ¡Y ya deja de llamarme a esta hora, que yo me levanto a las diez, como él, y no a las tres de la mañana como tú!

—¡Con razón no querías ser la madre de mis hijos! ¡Sigues enamorada del Rey de la Coca! ¡Ya me habían dicho mis ejecutivos que tú eras la amante de ese criminal!

Le contesto que si yo fuera la amante del séptimo hombre más rico del mundo no hubiera puesto jamás pie en su avión —ni en enero con su grupo de invitados, ni mucho menos para ir a México con él— y me despido.

No creo una palabra del supuesto intento de secuestro. Dos días después me encuentro con diez orquídeas, un recorte de periódico con mi foto favorita, y una nota de quien dice ser ya un hombre con un solo avioncito que no puede pasarse el resto de su vida sin volver a ver aquel rostro en su almohada. Vuelve a llamar y cuelgo, y en el siguiente puente decido que es hora de dejar de sufrir con tanto acosador maniático y regresar a la tranquilidad de los valores tradicionales: en el Fountainbleu de Miami me espera David Metcalfe con una sombrilla de sol y un Rum Punch con sombrillita; y al día siguiente llega Julio Mario Santo Domingo quien, al verme, me abraza y da dos vueltas conmigo en el aire, exclamando:

—¡Mírala, David! ¡Ella sí es una mujer de verdad! ¡Volvió, volvió! ¡Está de regreso del mundo de los hombres más ricos del planeta al de los pobres, como nosotros! —Y, mientras David nos observa con algo que parece ser el primer asomo de celos de toda su vida, Julio Mario canta riendo:

Hellooo, Dolly! It’s so good to have you back where you belong!

You’re looking sweeelll, Dolly, we can teeelll, Dolly…

En el taxi hacia el aeropuerto donde vamos a tomar el vuelo de regreso en Avianca, la aerolínea de Santo Domingo, él y David van felices, burlándose de las pacientes de Ivo Pitanguy que son amigas de ambos. Julio Mario dice que, como David le economizó una fortuna porque pagó la cuenta de su habitación, él está tan contento que «se quedaría en ese maravilloso taxi riendo con nosotros dos por el resto de su vida». Al llegar a Bogotá me despido de ellos y los veo partir a gran velocidad entre docena y media de vehículos y un ejército de guardaespaldas que los esperaban a la puerta del avión. Tampoco hacen aduana, y alguien que trabaja para el grupo Santo Domingo toma mi pasaporte y me conduce rápidamente hacia otro automóvil. Pienso que la gente como Julio Mario y Armando —no como Pablo y Gilberto— son los verdaderos dueños del mundo.

Un par de días después un periodista conocido mío me ruega que lo reciba porque quiere pedirme un gran favor, dentro de la mayor reserva. Le digo que tengo una cena de corbata negra pero que con gusto lo atenderé. Se llama Édgar Artunduaga, ha sido director de El Espacio, el diario vespertino de los cadáveres sangrantes, y con el tiempo se convertirá en Padre de la Patria. Me ruega que le suplique a Pablo que lo ayude económicamente porque, a raíz del apoyo que le prestó en la divulgación del videocasete con el cheque de Evaristo Porras a Rodrigo Lara, nadie quiere contratarlo y su situación es crítica. Le explico que docenas de periodistas me han pedido favores similares y que siempre se los he referido directamente a la oficina de Pablo para que él decida qué hacer. Ni me interesa conocer las penurias de mis colegas ni me gusta actuar como intermediaria en ese tipo de contribuciones. Pero en el caso suyo haré una excepción, porque lo que me cuenta no sólo me conmueve profundamente sino que parece requerir una solución urgente.

Pablo sabe que yo jamás telefoneo a un hombre que me interese románticamente; ni siquiera para devolver sus llamadas. Cuando marco su número privado él mismo contesta, e inmediatamente me doy cuenta de que está feliz de escucharme. Pero cuando le digo que tengo a Artunduaga delante mío, y le explico a qué ha venido, comienza a aullar como un loco energúmeno y por primera vez en su vida me trata de usted:

—¡Saque a esa rata de alcantarilla ya de su casa antes de que se la contamine! ¡Llamo en quince minutos y, si él todavía está ahí, le pido prestados tres muchachos al Mexicano, que vive a diez cuadras de su casa, para que vayan hasta allá y lo echen a las patadas!

No sé si Artunduaga alcanza a escuchar los alaridos y epítetos de Pablo al otro lado de la línea: no lo baja de víbora, chantajista, canalla, hiena, extorsionista, hampón de pacotilla. Me siento terriblemente incómoda y, cuando cuelgo, sólo atino a decirle que Escobar se molestó porque no acostumbra tratar conmigo temas de pagos a terceros. Añado que, si le parece bien, puedo hablar al día siguiente con Arturo Abella para ver si lo nombra editor político. Para levantarle la moral, le digo que sé que el director aceptará encantado porque, al parecer, está negociando la venta de un paquete de acciones del noticiero a unos inversionistas muy ricos.

Para cuando Pablo vuelve a llamar yo ya me he ido a una cena con David Metcalfe donde me encuentro con el presidente López, quien me pregunta quién es ese inglés altísimo que me acompaña; le digo que es nieto de lord Curzon y ahijado de Eduardo VIII, y los presento. Al día siguiente, Arturo Abella me dice que el nuevo propietario del noticiero, Fernando Carrillo, desea invitarnos a cenar con él en Pajares Salinas y quiere conocer a Artunduaga para decidir sobre su contratación. Me cuenta que Carrillo, accionista principal del equipo de futbol Santa Fe, de Bogotá, es amigo personal de gente tan disímil como César Villegas, mano derecha de Álvaro Uribe en la Aeronáutica Civil, y Tirofijo; y añade que Carrillo le ha ofrecido prestarnos su helicóptero para que una de mis colegas y yo entrevistemos al legendario jefe guerrillero en el campamento de las FARC. Algo me dice que no toque este tema delante de Artunduaga, y un par de horas después me despido de ellos porque calculo que David ya debe haber salido de una cena de negocios y estará esperándome para vernos antes de su regreso a Londres.

Abella me llama para rogarme que pase por su oficina, en vez de ir al estudio, porque me tiene noticias. Al llegar me entrega la carta de despido y me informa que Artunduaga convenció a Carrillo de cancelar mi contrato y nombrarlo a él como presentador del noticiero. ¡No puedo dar crédito ni a mis oídos ni a mis ojos! Arturo me agradece el aumento de casi diez puntos en el rating mientras estuve al frente de la cámara, me explica que los costos del gobierno lo han arruinado y, con lágrimas en los ojos, me dice que no ha tenido más remedio que vender la totalidad del noticiero a «esos señores del futbol». Al despedirnos le pronostico que el noticiero se cerrará en seis meses porque nadie enciende un televisor, y menos a la hora del almuerzo, para ver la cara de Édgar Artunduaga, a quien ese prohombre llamado Pablo Escobar califica de «rata de alcantarilla». (Antes de que finalice el año, el noticiero irá a la bancarrota y Carrillo perderá toda su multimillonaria inversión en el pago de los pasivos del noticiero.)

Un violinista solitario toca frente a mi ventana «Por una Cabeza», mi tango favorito. Lo hace tres veces consecutivas y luego desaparece. A los dos días Pablo vuelve a llamar:

—Supe que te vieron bajar de un avión de Avianca con Santo Domingo y un extranjero. Yo no soy dueño de aerolínea como él, ¡pero tengo avión propio desde los treinta años! Sabes que no puedo ir hasta Bogotá por ti; pero vamos a dejar ya toda esta tontería, que la vida es muy corta y ese presidiario nos importa un rábano. Yo me muero por esa cabeza que está detrás de esa cara tuya ¡y no tengo la menor intención de dejársela a otro, punto! Si no te subes ya al último avión que me queda —para que me cuentes por qué estás sin trabajo— el día en que te decidas a verme vas a tener que comprarle pasaje en Avianca a Santo Domingo, ¡y ese viejo avaro va a volverse cien dólares más rico con tu plata!

Nunca había escuchado un argumento más contundente. Pablo puede ser el hombre más buscado del mundo, pero las condiciones de esta relación las pongo yo. Y exclamo feliz:

—Voy para allá. Pero ¡ay! de que no estés esperándome en el aeropuerto: ¡me devuelvo en la primera carretilla que encuentre!

Éste es un avión pequeño y sólo viajamos el joven piloto y yo. Al cabo de un rato comienza a caer un aguacero torrencial, y súbitamente nos quedamos sin radio. La visibilidad es de cero, y con una inexplicable sensación de paz me preparo mental y espiritualmente para la posibilidad de la muerte. Por un momento recuerdo el avión de Jaime Bateman. El muchacho me ruega que me siente en el puesto del copiloto porque cuatro ojos ven mejor que dos. Le pregunto si podríamos aterrizar después de las 6:00 p.m., cuando ya el aeropuerto de Medellín esté cerrado y la posibilidad de estrellarnos con otro avión sea mínima, y él contesta que eso es, precisamente, lo que se propone hacer. Cuando el clima se despeja y logramos ubicar visualmente la pista, aterrizamos sin problema.

Sé que Pablo no puede siquiera acercarse al aeropuerto, pero dos hombres me esperan en el sitio de siempre para llevarme primero a la oficina y verificar que nadie me haya seguido. Si el negocio de Armando de Armas parece un supermercado, el de «Armando guerra», el alias del primo y socio de Pablo, parece un restaurante de comidas rápidas a la hora del almuerzo. Gustavo Gaviria alterna su alegría de verme de regreso al excitement de los valores no tradicionales con el manejo telefónico de lo que parece ser una crisis originada en el exceso de demanda:

—¡Qué bueno que volviste, Virginia! Hoy esto está hecho una locura… ¿Qué pasó con los setecientos kilos del negro, ah?… Estoy despachando media docena de aviones, arrendados claro… ¡los cuatrocientos de la Mona, Virgen Santísima! ¡Si no caben, esa mujer me capa mañana!… Pablo está que no se cambia por nadie, pero no vayas a decirle que yo te conté… ¡los seiscientos de Yáider, ojo!… ¿Cómo haces tú para verte siempre tan descansada, ah?… ¿Que el cupo del último está full?… Tú no te imaginas el estrés de esta profesión… ¡Pero ésa sí es una tragedia, hermano!… Es que este trabajo le da de comer a cien mil personas, e indirectamente a un millón… ¡Consíganme otro avión, carajo!.. No te sueñas la responsabilidad de uno para con toda esta gente…. Pero ¿se acabaron los aviones en este país, o qué? ¡Vamos a tener que arrendarle el jumbo a Santo Domingo! … Y la satisfacción de poder servirle a la clientela… —¡Ay, Dios! ¡¿Qué vamos a hacer con los doscientos cincuenta de Pitufín, que era un cliente nuevo y se me olvidaron?!…. Mira, llegaron por ti, Virginia… Ese desgraciado primo mío sí es un hombre afortunado, ¡no un pobre esclavo como uno!

Por fin entiendo por qué mandó Pablo ese avioncito. No era el último que le quedaba: ¡era el último que quedaba en toda Colombia! En el trayecto me voy pensando en que los grupos económicos de los magnates generan mil o dos mil empleos cada uno y le dan de comer como a diez mil personas, y me pregunto si cifras como las que Gustavo acaba de darme no terminan por alterarnos la escala de valores…Un millón de personas… Después de unas dos horas de camino, tres autos salen de alguna parte y nos rodean. Horrorizada, pienso que me están secuestrando o que la Dijín me siguió. Alguien toma mi maleta y me exige que suba a otro vehículo. Tras unos segundos de pánico, ¡veo que es Pablo quien conduce! Me besa feliz y, como un bólido, partimos hacia la Hacienda Nápoles mientras me va diciendo:

—¡Lo único que me faltaba, después de todos estos meses, era que te me convirtieras en Amelia Earhart! El piloto dijo que en ningún momento te quejaste y que sólo le transmitiste una total paz y tranquilidad. Gracias, mi amor. Verás: no permito que los de aviones arrendados aterricen en mi pista porque mis medidas de seguridad son cada vez más estrictas. ¡No te imaginas cómo tengo que cuidarme ahora, y asegurarme de que no te estén siguiendo! Ahora sí vamos a aprovechar que no tienes que trabajar, para pasar muchos días juntos y recuperar el tiempo que perdimos con toda esa tontería, ¿sí? ¿Me prometes que vas a olvidar lo del año pasado y que no vamos a hablar sobre nada de eso?

Yo le digo que no puedo olvidar nada, pero que hace tiempo dejé de pensar en todo eso. Más tarde, y ya en sus brazos, le pregunto si no nos estaremos pareciendo a Charlotte Rampling y a Dirk Bogarde en Portero de noche, y le cuento la historia: años después de terminada la Segunda guerra Mundial, la bella mujer de unos treinta años está casada con un director de orquesta. Cierto día, Bogarde, el guardián que la violaba en un campo de concentración, asiste a un concierto del famoso músico. Rampling y Bogarde se tropiezan y se reconocen y, a partir de ese instante, se inicia entre la elegantísima señora y el ahora respetable ex nazi una relación con la más obsesiva y perversa dependencia sexual. No le cuento a Pablo que ahora los roles de víctima y victimario se han invertido, porque sería algo demasiado sofisticado para la mente criminal de quien duerme con adolescentes pagadas que le recuerdan a la esposa de quien se enamoró cuando ella tenía trece años y la figura esbelta.

—¡Pero qué películas más horribles has visto tú… —responde él—. ¡No, no, mi amor, tú nunca le has sido infiel a tus esposos y yo no soy un violador nazi! Mañana voy a llevarte al sitio más bello del mundo para que veas el paraíso en la Tierra. Lo descubrí hace relativamente poco y jamás se lo he enseñado a nadie. Yo sé que allí vas a empezar a curarte y a olvidar lo que te hice esa noche. Sé que soy un demonio… y no pude controlarme… pero ahora sólo quiero hacerte feliz, inmensamente feliz. Te lo prometo.

Me pide que le cuente todos los detalles de lo ocurrido con Jorge Barón y Arturo Abella. Me escucha en completo silencio y, a medida que le voy explicando mi versión de los sucesos más recientes, su rostro se va ensombreciendo:

—Creo que ésta fue una venganza de Ernesto Samper por tu pública denuncia de los cheques que giraste a nombre de él para la campaña presidencial de Alfonso López. Samper mandó a Artunduaga, que es un saca-micas de ambos, a averiguar si era cierto que yo tramitaba sobornos a periodistas, como murmuran esas colegas gordas y feas que darían cualquier cosa por volar en tu jet y meterse en tu cama, y se hacen pasar por amigas mías para averiguar sobre nosotros y se quedan con las ganas, porque yo jamás hablo de ti con nadie. Como le mandaste a decir que no le dabas un peso, Artunduaga le reportó a Samper que tú y yo seguíamos viéndonos, es decir, que seguías contándome todo. Ernesto Samper le pidió un favor a su íntimo amigo César Villegas; Villegas le pidió ese favor a su íntimo amigo Fernando Carrillo y Carrillo le compró a Abella el ciento por ciento de las acciones del noticiero. Samper y Artunduaga me dejaron sin trabajo, el uno porque le diste un montón de plata y el otro porque no le diste nada. No sé cómo haces tú para conocer a la gente, Pablo, pero ¡nunca te equivocas! Y deja ya de contar tanto con la de tu gremio, que todos esos tipos te tienen más envidia de la que me tienen a mí todas esas periodistas que jamás podrán inspirar el amor de un magnate.

Pablo me dice que él puede hablar con Carrillo, que es sólo otro cliente del Mexicano, para que despida a Artunduaga y me reintegre a mi puesto.

Le agradezco pero le ruego que entienda que yo no podría regresar a la televisión como cuota suya: hice mi carrera sola, a punta de talento, elegancia e independencia y jamás he sido cuota política de nadie ni salido con nadie de ese medio ni a tomar café. Le hago ver cuán increíble es que, ahora que el gremio suyo se está apoderando del mío, los mafiosos de tercera se están aliando con los políticos que Il Capo di Tutti Capi compró y denunció para pedir mi cabeza en la actividad que me había dado de comer desde hace trece años:

—Se están vengando de ti, Pablo, pero no te conviene enfrentarte por mí a ese bandido infeliz que el Doptor Varito les dejó a ustedes en la Aeronáutica. Ojo, que si un socio insignificante del Mexicano y el cuate de Alvarito me hacen esto, ¿qué puedes esperar del resto de ese gremio ingrato que encabezas y defiendes con tu vida? En todo caso, quiero contarte que estoy casi segura de que van a escogerme como presentadora del noticiero de un canal de Miami próximo a inaugurarse. Quienes vieron la grabación dicen que en este momento soy quizás la mejor presentadora de noticias de habla hispana. Y creo que debo irme de Colombia antes de que sea demasiado tarde.

—Pero ¡¿qué estás diciendo?! ¿Cómo vas a dejarme ahora que volviste, mi amor? Vas a ver que no demoran en empezar a llamarte para otros programas. ¿Cómo vas a vivir en Miami si tú no conduces un automóvil y un canal hispano no te va a poner chofer? ¡Verás que escogen a una cubana! Si tú te vas yo me muero: ¡soy capaz de hacerme extraditar para que vayas a verme a la cárcel en Miami! ¿Y qué van a decir los periódicos de Florida cuando descubran que toda una estrella de televisión visita cada domingo a este pobre presidiario? ¡Se armaría un escándalo, te echarían del canal, te deportarían a Colombia y nos separarían para siempre! Ambos saldríamos perdiendo, ¿no te das cuenta, mi vida? Verás que mañana comienzas a curarte de tanto sufrimiento… A partir de ahora tú y yo vamos a ser muy felices y nunca te va a faltar nada. ¡Te lo juro por lo que más quiero, que es mi hija Manuela!

La parte exterior del día siguiente, con las únicas veinticuatro horas de felicidad perfecta que conocí en toda mi vida mientras viví en Colombia, se inicia casi al mediodía en una máquina espectacular conducida por uno de los mejores motociclistas del mundo. Al principio voy aferrada a su torso con ambos brazos, como si estuviera pegada a él con Crazy Glue, con el cabello al viento y los ojos cerrados por el terror y el espanto; pero después de una hora me siento más tranquila y ya sólo me agarro ocasionalmente de su camisa y de su cinturón para contemplar, con los ojos abiertos de par en par, todo eso que él todavía no había querido compartir con nadie.

El lugar más bello que Dios haya creado sobre la faz de la Tierra se divisa desde una lomita cubierta por un pasto perfecto, ni muy alto ni muy bajo, que no sólo nos permite protegernos del sol tropical sino también ocultarnos. A la sombra de un árbol de tamaño mediano, la temperatura de aquel día es también perfecta y ni siquiera una leve brisa ocasional, que nos recuerda que el tiempo no se ha detenido para complacer a dos amantes, podría alterarla. Son casi trescientos sesenta grados de planicies kilométricas, verdes como terciopelo jade, con puntos de agua aquí y allá que refulgen al sol. No hay rastro alguno de un ser humano, un sendero, una casita o un sonido o animal domésticos. No hay señales de que diez mil años de civilización nos hayan precedido o existido jamás. Lo vamos descubriendo juntos, señalando cosas aquí y allá, y nos decimos que podríamos estar en el primer día de la Creación y ser Adán y Eva en el Paraíso Terrenal. Hablamos de lo cruel que fue el destino de aquella pareja, y le comento que si Dios existe debe ser un sádico porque maldijo a la Humanidad para hacerla sufrir sin necesidad y la hizo cruel para obligarla a evolucionar. Pregunto a Pablo si todo aquello que se extiende hasta el horizonte es parte de la Hacienda Nápoles o una nueva adquisición. Él sonríe y contesta que nada es realmente suyo; luego, oteando el horizonte, añade que Dios lo encargó de cuidárselo, dejarlo intacto y proteger a sus animales. Se queda pensando un rato, y de pronto me pregunta:

—¿De veras crees que estemos malditos? ¿Crees que yo nací maldito, como Judas… o como Hitler? ¿Y cómo podrías estar tú maldita, si eres como un ángel?

Respondo que a veces soy una diablesa y por eso tengo cachitos. Como sonríe, y antes de que se le vayan a ocurrir ideas recíprocas, añado que mientras estemos condenados a sobrevivir seremos malditos y que ningún ser vivo bajo el cielo puede escapar a ese destino. Contemplando toda aquella belleza se me viene algo a la mente:

—¿Conoces la letra de «Imagine» de John Lennon? Debió escribirla en un momento así… y en un lugar como éste… pero a diferencia de la canción, ¡por todo eso que tú y yo estamos viendo sí vale la pena matar o morir! ¿verdad, Pablo?

—Así es. Y por todo este cielo también… y tengo que cuidarlo porque creo que a partir de ahora ya no voy a poder salir mucho de aquí…

Las últimas palabras me parten el alma. Para que él no se dé cuenta, le digo que con todos esos pasaportes que tiene debería irse ya de Colombia y vivir afuera como un rey con una nueva identidad.

—¿Para qué, mi amor? Aquí hablo mi propio idioma, aquí mando y aquí puedo comprar a casi todo el mundo. Tengo el negocio más rentable del planeta y vivo en el Paraíso Terrenal. Y aquí, encima de toda mi tierra y debajo de todo mi cielo, estás tú conmigo. ¿Dónde más voy yo a lograr que la mujer más bella del país me ame como me amas tú y me diga las cosas que tú me dices? ¿Dónde, dime, dónde, si cuando me muera lo único que voy a poder llevarme de la Tierra al infierno es la visión de toda esta perfección, contigo en el epicentro de trescientos sesenta grados multiplicados por un trillón de trillones?

Sólo soy un ser humano, y la verdad es que la visión de una ternura de esas dimensiones cura instantáneamente al corazón más magullado. En aquel día de mayo todo es transparente, el aire es diáfano y la piel no miente. Mirando aquel cielo extasiada, se me ocurre algo:

—¿Sabes cómo voy a llamar la novela que algún día escribiré con tu historia, cuando tú y yo ya estemos viejos y de vuelta de todo? ¡ El cielo de los malditos!

—¡Uy, nooo! ¡Qué nombre más horrible, Virginia! ¡Suena como una tragedia griega! no me hagas trampa, que estamos trabajando en mi biografía.

—¿Pero no te das cuenta de que cualquier periodista podría escribir tu biografía si se aplicara? Tu historia, Pablo, es otra cosa: es la historia de todas las formas del poder que manejan este país con el dedo chiquito. Creo que yo podría escribirla, porque conozco las historias de tu gremio y la petite histoire de las familias presidenciales… y las del resto.

—Por qué no me cuentas todas esas cosas en los próximos días?

—¿Qué me darías a cambio?

Se queda pensando un rato y luego, con un suspiro y una caricia en la mejilla, me dice:

—Serías testigo de cosas que nadie más va a saber, porque… si yo llego a morir antes que tú… quizás podrías contar muchas verdades. Mira alrededor. Como eres tan despistada y nunca sabes dónde estás, creo que puedo confesarte que todo esto sí es mío. Más allá del horizonte también, y por eso no tengo flancos débiles. Ahora mira hacia arriba: ¿qué ves?

—El cielo…y los pájaros… ¡y una nube allí, mira! El enorme pedazo de cielo que Dios te prestó para que protegiera todo lo que está debajo y para que te cuidara a ti…

—No, mi amor. Tú eres una poeta, yo soy un realista: ¡todo eso que estamos viendo arriba de nosotros se llama espacio aéreo del gobierno colombiano! Si no tumbo la extradición, ése va a ser mi problema. Por eso creo que tengo que ir pensando en conseguirme urgentemente un misil…

—¿Un misil? ¡Pero estás sonando como Genghis Khan, Pablo! Prométeme que no vas a hablar de esas cosas con nadie más, ¡porque van a creer que perdiste la cabeza! Bueno… en el caso de que lo consiguieras, porque con tu dinero se puede comprar todo y con tu pista de aterrizaje puedes traerlo a casa, creo que no te serviría de mucho, mi amor. Que yo sepa, un misil no puede recargarse… Ahora bien: asumamos que con uno, ¡o con diez, pues!, te bajaste todos los aviones de la Fuerza Aérea que vinieron a violar tu espacio aéreo, ¿qué vas a hacer con los de los gringos que nos invaden al otro día, te disparan cien misiles y no dejan un átomo del Paraíso?

Calla por un momento. Luego, casi como pensando en voz alta, comenta muy serio:

—Sí… uno tendría que darle ¡de una! a un blanco que valiera la pena…

—Deja ya de pensar en tanta locura. ¡Te sale más fácil y más barato pagarle al cuarenta por ciento de colombianos pobrísimos para que voten por «Pablo Presidente» y tumben la extradición! ¿Y de qué voy a ser testigo, y cuándo?

—Sí…tienes razón… olvídalo. Y las sorpresas no se adelantan, mi vida.

Ya dejamos de ser uno y volvimos a ser dos; como Adán y Eva, sentimos frío y nos cubrimos. Él se queda absorto, contemplando aquel espacio aéreo con las manos entrelazadas bajo la nuca. Yo me quedo absorta, contemplando aquel cielo de malditos con la cabeza recostada sobre su pecho. Él sueña con su misil, yo con mi novela; él trabaja en su partida de ajedrez, yo armo y rearmo mi rompecabezas. Ahora nuestros cuerpos forman una T y me digo que somos inmensamente felices, que toda esa perfección será también la visión del Paraíso que yo me lleve al Cielo cuando muera. Pero… ¿cómo podría haber un Cielo para mí, si él no va a estar allí conmigo?

orla

En los meses siguientes, Pablo y yo nos vemos una o dos veces por semana. Cada cuarenta y ocho horas me cambian de lugar y aprendo a ser aún más obsesiva con la seguridad que él. Escribo sin parar y como no veo televisión ni escucho radio ni leo diarios, ignoro que ha asesinado al juez que le había abierto proceso por la muerte de Rodrigo Lara Bonilla, Tulio Manuel Castro Gil. Una vez que él lee mis manuscritos, y hace observaciones y precisiones, los quemamos. Poco a poco le voy enseñando todo lo que aprendí sobre los tres grandes poderes que existen en Colombia y el modus operandi de las familias más ricas del país, e intento hacerle ver que, con las cantidades de dinero y tierra que él posee, debe ir comenzando a pensar con criterios más «dinásticos»:

—Cuando uno los conoce, sabe que algunos de ellos son tan mezquinos y tan crueles que a su lado tú eres un ser humano decente, Pablo; así como lo oyes y te suplico que no te ofendas. Si no hubiera sido por esa guerrilla sanguinaria y falta de grandeza, las familias presidenciales y los grupos económicos habrían aplastado a este pobre pueblo hace rato. Por más que la detestemos, es lo único que los asusta y que los frena. Todos ellos, absolutamente todos, cargan con crímenes y muertos: los suyos, los de sus padres durante la Violencia, los de abuelos terratenientes, los de bisabuelos esclavistas o los de tatarabuelos inquisidores o encomenderos. Maneja bien tus cartas, amor, que aunque ya hayas vivido mucho eres todavía un niño y estás a tiempo de corregir casi todos tus errores, porque eres más rico, más astuto y más valiente que todos ellos juntos. Piensa que te queda medio siglo de vida por delante para hacerle a este pobre país el amor y no la guerra. No cometas más errores costosos, Pablo, y úsame para lo que yo sirvo, ¡para tus obras sociales, que tú y yo somos mucho más que dos tetas y dos cojones!

Como una esponja, él me escucha y aprende, analiza y cuestiona, compara y memoriza, digiere y procesa, selecciona y descarta, clasifica y archiva. Escribiendo para mí, corrigiendo para él, voy guardando en el corazón las memorias y los diálogos de aquellos días, los últimos felices que él y yo pasaremos juntos antes de que nuestro universo de trescientos sesenta grados estalle primero en dos pedazos de ciento ochenta, después en mil y, finalmente, en un millón de átomos que ya jamás podrán reencontrarse o siquiera reconocerse porque la vida es cruel e impredecible y «el Señor trabaja de las maneras más misteriosas».

—Mañana viene Santofimio —me anuncia Pablo una noche—. Sobra decir que va a pedirme toneladas de plata para las elecciones presidenciales del año entrante, y quiero rogarte que estés presente en la reunión y hagas un esfuerzo sobrehumano para disimular toda esa antipatía que le tienes. Él le dice a todo el mundo que no me ve desde el 83 y quiero que quede constancia de que miente. ¿Por qué? Todavía no sé, Virginia, pero te necesito ahí. Te ruego que no lo comentes con nadie; sólo escucha, observa y calla.

—Tú sabes que callarme a mí es imposible, Pablo. ¡Y vas tener que darme un Óscar!

Al día siguiente nos encontramos en una de las enormes casas que Pablo y Gustavo arriendan y cambian permanentemente. Es de noche y, como siempre, estamos solos porque los guardaespaldas se retiran cuando llega gente importante. Mientras Pablo habla por teléfono, por la puerta que está a mi izquierda veo llegar a Santofimio con la camiseta roja que casi siempre luce en las manifestaciones políticas. Cuando me ve hace ademán de retroceder, pero inmediatamente se da cuenta de que es demasiado tarde. Entra en la pequeña oficina y me saluda de beso. Pablo nos ruega que lo esperemos en la sala porque está terminando de resolver un asunto de negocios; alguien trae dos whiskies y desaparece.

Santofimio pregunta cuándo llegué y respondo que hace muchos días. Parece sorprenderse, e indaga sobre las razones de mi ausencia de la televisión. Le cuento que yo, como él, también he pagado un precio muy alto por mi relación con Pablo. Gustavo se une a nosotros y sé que, llegado el momento, su misión será la de rescatarme para que Pablo y «el Doctor» puedan quedarse hablando de finanzas. Faltan escasos diez meses para las elecciones presidenciales de 1986 en la que se da como virtual ganador al candidato oficial del liberalismo, Virgilio Barco, un ingeniero de MiT de familia rica y tradicional, casado con norteamericana. Los otros dos candidatos son Álvaro Gómez, del Partido Conservador —hombre brillante y detestado por la izquierda, no tanto por culpa de él como de su padre y la Violencia— y Luis Carlos Galán, del nuevo liberalismo, la disidencia del partido mayoritario sobre el cual reinan los ex presidentes López y Turbay. Tras escuchar pacientemente los pronósticos de Pablo y «el Santo» sobre la votación de los municipios aledaños a Medellín, y antes de retirarme para dejarlos disertando sobre la cosa que más les gusta a ambos, decido llevar la conversación hacia la que más detestan:

—Arturo Abella me comentó hace poco que, según una de sus «fuentes de alta fidelidad», Luis Carlos Galán estaría considerando cederle el paso a Barco para que no lo acusen de dividir el partido por segunda vez. Galán podría, incluso, unirse al oficialismo para ayudarle a obtener un triunfo arrollador frente a los conservadores, y en 1990, ya con la gratitud y el respaldo de los ex Presidentes liberales, no tendría rival para la presidencia.

—¡Esa fuente de Abella está perfectamente loca! ¡El Partido Liberal jamás va a perdonar a Galán! —exclaman Escobar y Santofimio casi al unísono—. ¿Acaso no has visto que en todas las encuestas va de tercero, a años luz de Álvaro Gómez? ¡Galán está acabado, y Virgilio Barco no necesita sus cuatro votos para nada!

—Sí, sí, ya sé; pero la política es el reino de Ripley. Galán está acabado ahora, porque se enfrentó solo a toda la «maquinaria» del Partido Liberal. Pero en el 89, ya con ella detrás, ustedes van a tener que ir pensando qué van a hacer, porque Ernesto Samper está todavía muy verde biche para ser presidente en el 90; apenas tiene treinta y cuatro años…

—¡Yo antes financio a Galán que a ese tetra hijueputa! —exclama Pablo.

—¡Pues Galán te extradita al otro día de la posesión! —dice Santofimio molesto—. Si lo eliminas, en cambio, pones al país de rodillas. Y tú tienes que hacerle ver eso, Virginia…

—No, Alberto. Si ustedes eliminan a Galán, al otro día los extraditan a ambos. Ni siquiera lo piensen, ¡que ya con Rodrigo Lara tuvimos! Y lo que estoy tratando de hacerles ver es que para el 90 ustedes van a tener que ir pensando en otro candidato.

—Galán ya se acabó y para el 90 faltan todavía cinco años, mi amor —me dice Pablo con visible impaciencia—. Al que hay que empezar a manejar ya es a Barco, y a eso ha venido el doctor…

—Ven, Virginia, que quiero mostrarte los últimos diamantes que me llegaron —propone su primo. Me despido de Santofimio y quedo de verme con Pablo al día siguiente. Mientras Gustavo va sacando los enormes estuches de la caja fuerte, me dice:

—¡Toda esa política me tiene hasta la coronilla, Virginia, y además yo soy conservador! lo que a mí me gusta es el negocio, los autos de carreras, las motocicletas y mis brillantes. Mira estas bellezas… ¿qué opinas?

Le digo que yo también detesto a todos esos políticos pero, desgraciadamente, de ellos depende la extradición; y con extradición vigente, la única de todos nosotros que va a quedar ahí soy yo.

—Dios quiera que Barco sea más razonable que Betancur, porque si le da a Galán el ministerio de justicia, ¡no quiero ni pensar en la guerra que se va armar!

Y me pongo a admirar aquellos cientos de anillos que refulgen en una interminable sucesión de bandejas de terciopelo negro de treinta por cuarenta centímetros. Es evidente que Gustavo prefiere los diamantes a las neveras con fajos de efectivo y a las canecas bajo tierra. Nunca he ambicionado joyas ni pinturas valiosísimas, pero mientras contemplo todo aquello no dejo de preguntarme con una cierta tristeza por qué, si la leyenda dice que «los diamantes son para siempre», ese otro hombre con tres mil millones de dólares que está ahí afuera, y que dice amarme, desearme y necesitarme tanto, nunca me ha dicho que escoja uno. Solamente uno.