¡Qué pronto te olvidaste de París!

Llevo dos horas atravesando un banco de aguamalas que parece tener cientos de miles, posiblemente millones, de animales. Si fueran de la especie «luna» estaría muerta, pero a Dios gracias son de la inofensiva, la de puntitos marrón. Hay una que otra moon jellyfish pero pueden esquivarse y, además, hoy me estoy estrenando la lycra que traje de Miami para evitar el problema cotidiano de sus picaduras, y también mi reloj con brújula, indispensable en el mar. He salido de casa a las 9:00 a.m. y, aunque ya son las 12:00 p.m., todavía no logro llegar a la meta, que en otras oportunidades había alcanzado en un tiempo promedio de tres horas.

—Debe ser que no estoy en forma por no haber podido pegar el ojo en toda la noche… no debí salir de casa tan tarde… ¡Qué cantidad de parientes de Rafa que llegaron para pasar la navidad en la isla!… Y estoy cansada de esos turistas que se meten en la casa a fisgonear… siempre quieren fotos y, cuando digo que no, me dicen que soy una engreída. Como si yo no supiera para qué quieren todos esos hombres las fotos conmigo en bikini… ni siquiera mis ex novios tienen fotos conmigo en traje de baño… ¿Pero, cuántos millones de aguamalas hay en el mar Caribe, por Dios?… Bueno, ya casi llego… y hoy es domingo y puedo pedirle a algún bote de turistas que me lleve de vuelta… Pero no estoy cansada, y eso sería una claudicación… Debo tener cuidado de que no me vayan a volver picadillo con los motores…

La playa desierta de otras veces está hoy llena de gente, del tipo que llegan en lanchas por docenas y terminan almorzando en el Acuario. Me despojo de la lycra y tomo el sol durante un rato mientras decido qué voy a hacer. El capitán de una de las embarcaciones me reconoce y pregunta si quiero que me lleve a San Martín; le digo que no, porque voy a regresar nadando. Comenta que nunca había oído de nadie que realizara semejante proeza y me aconseja que parta lo más pronto posible porque después de las 3:00 p.m. me va a costar más trabajo por la subida de la marea. Tras unos veinte minutos, me siento lo suficientemente descansada como para emprender el trayecto y decido que, en caso de sentir fatiga, ya cerca de San Martín puedo pedir a algún bote que me recoja.

—Pero… esto es como un milagro… ¡no queda ni una sola aguamala!… ¿A dónde se habrán ido todas? Parece que las hubieran barrido con una aspiradora. ¡Qué suerte tengo! Ahora sí no voy a tener obstáculos para estar de vuelta en menos de tres horas…

Un rato después saco la cabeza del agua y veo que San Martín parece estar más lejos que de costumbre. Volteo a mirar hacia atrás y observo que la isla grande también parece encontrarse a una distancia muchísimo mayor y, en todo caso, no tiene sentido regresarme porque ya las lanchas de turistas han partido. No entiendo qué está pasando y me pregunto si será que por culpa del insomnio estoy viendo espejismos. Decido nadar con todas mis fuerzas, sacando la cabeza cada cinco minutos, pero las dos islas se alejan cada vez más. Súbitamente, me doy cuenta de que no estoy en una línea recta entre dos destinos sino en el vértice de una V: una poderosa corriente, la misma que se llevó a millones de aguamalas en veinte minutos, me está arrastrando hacia mar abierto. No hay una sola embarcación a la vista porque es hora de almuerzo y ni un solo bote de pescadores porque es domingo.

Son ya las tres de la tarde, hay brisa y olas de dos metros, y calculo que ahora necesitaría unas cinco horas para llegar hasta San Martín. Como la noche en el trópico comienza a caer hacia las seis y media de la tarde, en unas tres horas se encenderán las primeras luces y quizás más tarde podré nadar hacia ellas. Sé que nadie se ahoga con snorkel y aletas, porque estas últimas permiten flotar y nadar sin cansarse. Pero en el mar abierto siempre hay tiburones y, a menos que encuentre un yate que se haya salido del curso normal, en altamar posiblemente me queden unas setenta y dos horas de vida. Decido prepararme para morir de sed pero, extrañamente, no siento miedo. Me repito que los amados de los dioses mueren jóvenes y me pregunto para qué me salvaría Pablo la vida.

—Otra vez Pablo… ¿Cuándo será que va a dejar de matar a todo el que le hace daño? ¡Ahora asesinó al coronel que condujo a la DEA hasta Tranquilandia y al director del diario que lo persigue desde hace cuatro años! Es como una herida que no cicatriza: cada vez que abro un periódico, ahí está otra vez él… con esa cara de malo. ¡Cómo serán las nuevas amenazas en mi contestador automático!… Tal vez Dios desea que yo muera en el mar y no a manos de los carniceros… Sí, acabar con tanto sufrimiento va a ser un alivio… Quiero mucho a Rafa, pero en estos países uno no se casa con un hombre sino con una familia… las familias son espantosas… y el papá es un viejo horrible… Creo que voy a descansar, porque es inútil luchar contra esta corriente y necesitaré todas mis fuerzas para nadar detrás de un barco, si es que aparece alguno…

A las 4:00 p.m. ambas islas son apenas dos puntitos en la distancia. A lo lejos diviso, ¡por fin!, un hermoso yate que se desplaza muy lentamente sobre el mar. Parece venir en dirección de donde yo estoy y me digo que soy increíblemente afortunada; pero un largo rato después pasa de largo y alcanzo a ver a una pareja de enamorados abrazándose y besándose en la proa y a un piloto isleño que va silbando en la popa. Comienzo a nadar rápidamente tras el barco pero nadie me ve, y sé que fue un error comprar una lycra negra para verme más flaca, en vez de la naranja o la amarilla como Rafa me aconsejó. Durante las siguientes dos horas grito hasta quedar casi sin voz, pero por el ruido de los motores nadie me escucha. Sé perfectamente que, de acercarme más, la estela de las hélices podría arrancarme la máscara y, sin el tubo para respirar y sin lentes de contacto, estaría aún más perdida. Hacia las seis y media de la tarde, cuando estoy a punto de perder el conocimiento por el agotamiento tras centenares de saltos entre olas de dos metros y medio, me parece que el piloto hace contacto visual conmigo. Él apaga los motores y yo uso las fuerzas que me quedan para dar un último brinco. Grita a la pareja que al parecer hay un delfín siguiéndolos y ellos se acercan a la popa para verlo. Cuando vuelvo a saltar, y pido auxilio con la poca voz que me queda, no pueden creer que lo que están viendo en mitad del océano sea una mujer. Me suben al yate y les digo que vivo en San Martín de Pajarales, que no sé nadar crawl pero llevo nueve horas en el mar y más de cinco en altamar, y que me arrastró una corriente. Ellos me miran incrédulos y yo me desplomo sobre una banqueta forrada de plástico blanco, preguntándome para qué diablos será que, con ésta, Dios me ha salvado de morir en el último instante ya catorce veces en la vida.

Al llegar a San Martín Rafa me lleva a empujones hacia la ducha y me golpea el rostro una y otra vez dizque para devolverme el conocimiento. Luego llama a su padre y al vecino Germán Leongómez, el tío del guerrillero Pizarro del M-19. Aquellos tres hombres me someten a un consejo de guerra y deciden que debo irme en el primer avión. Una y otra vez les explico que me arrastró una corriente y le imploro a Rafa que me permita descansar hasta el día siguiente, pero su padre le grita que no me crea y le ordena expulsarme de la isla inmediatamente —sin permitirme siquiera empacar mis cosas—, mientras Leongómez repite y repite que yo estaba intentando suicidarme y que soy un riesgo para sus amigos.

Al timón de su vieja lancha y de espaldas a mí, Rafael conduce hacia Cartagena en completo silencio. Mientras observo aquel mar gris plomo me digo que el hombre con quien he vivido estos diez meses resultó ser sólo un «hijo de papi» a quien otros cobardes le ordenan lo que tiene que hacer con su mujer. Pienso que Pablo tenía razón, que Rafa no es un hombre sino un niño de treinta y cinco años, y que a su edad Escobar ya había construido un imperio y donado centenares de casas para miles de personas. Al llegar al aeropuerto Rafael intenta darme un beso de despedida, pero yo volteo el rostro y me alejo rápidamente en dirección del avión. Llego a Bogotá a las diez de la noche, tiritando de frío en mi traje de verano y sin que los Vieira o su vecino Leongómez me hubieran permitido tomar siquiera un sorbo de agua. Duermo durante diez horas seguidas y, a la mañana siguiente, cuando me subo en la báscula del baño observo que perdí seis kilos —casi doce por ciento de mi peso corporal— en sólo un día.

Nunca más volveré a pasarle al teléfono a Rafael Vieira. Cuando intento averiguar por los nombres del piloto y la pareja que me rescataron en altamar para darles las gracias e invitarlos a cenar, nadie me sabe dar razón de ellos. Unos meses después, alguien me dirá que «eran unos mafiosos, y que los mataron», a lo que yo contestaré que «mafiosos son también quienes construyen mansiones y negocios sobre tierras robadas a la nación».

Unos días después caigo enferma de una afección respiratoria y visito al conocido otorrinolaringólogo Fernando García Espinosa:

—Pero, ¿se cayó usted en alguna cloaca, Virginia? ¡Porque tiene tres tipos de estreptococos que sólo se encuentran en las heces humanas! Hay uno que con el tiempo podría afectarle gravemente el corazón, y voy a tener que someterla a años de tratamientos y vacunas.

Todos aquellos «gamalotes» —islotes amarillos de ocho a doce metros de diámetro que a diario encontraba yo flotando en el mar y esquivaba con asco, por estar hechos de plantas en descomposición combinadas con detritus— en realidad arrojaban millones de microbios a la redonda. Pero, a principios de 1987, la infección era apenas el comienzo de toda aquella odisea seguida de un rescate milagroso en altamar. Había pasado la noche anterior llorando porque sabía que, para impedir a toda costa que regresara a la televisión, los medios de las familias presidenciales me harían pagar por el asesinato del director del diario, y que al no ser Pablo ya mi amante y, en consecuencia, tampoco mi protector, existía la posibilidad de que los organismos de seguridad del Estado me hicieran ahora lo que no se habían atrevido a hacerme mientras estuve con él.

A los pocos días de mi regreso a Bogotá, Felipe López Caballero llama para invitarme a cenar. El editor de la revista Semana tiene tres obsesiones en la vida: Julio Mario Santo Domingo, Pablo Escobar y Armando de Armas; y, aunque soy la única persona que conoce a los tres, siempre me he negado rotundamente a hablarle de ellos. Felipe es un hombre alto, bello y de facciones sefarditas, como su hermano Alfonso, quien siempre está de embajador en alguna de las grandes capitales del mundo. Aunque afable y aparentemente tímido, Felipe es un hombre de hielo que nunca ha podido entender por qué él, tan poderoso, elegante y «presidencial», no puede inspirarme el amor que siento por ese peón feo y bajito —y criminal Summa Cum Laude— llamado Pablo Escobar.

La invitación a salir por primera vez me sorprende, porque si bien López ha tenido siempre un matrimonio «abierto», nunca se arriesgaría a ser visto en un restaurante con quien durante años ha sido objeto de los odios más viscerales de su esposa y de su suegra, la hija no reconocida del tío de Santofimio. Mientras cenamos en «la Biblioteca» del hotel Charleston, me cuenta que los últimos y escandalosos sucesos, de los que todo Bogotá habla, sí le rebosaron la copa y que ha decidido divorciarse; está viviendo provisionalmente donde su hermano Alfonso, y me invita a conocer el apartamento. Frente a una larguísima mesa de madera con dos enormes candelabros de plata, Felipe me pregunta si me casaría con él. Es una pregunta que he escuchado docenas de veces y, aunque siempre la he agradecido, hace rato dejó de impresionarme.

Semana no se cansa de decir que yo soy la amante de Pablo Escobar. Como tú siempre has sido de matrimonio «abierto», ¿quieres, acaso, compartirme con él?

López me pide que no le ponga atención a todas esas tonterías, porque él no puede controlar lo que cada uno de sus periodistas escribe sobre mí.

—Entonces sólo puedo decirte que, si estando casado con la mujer más fea de Colombia parecías el Rey de los Alces, ¿qué tal que estuvieras casado con la más bonita? Yo no le pongo cuernos a mis esposos ni a mis novios, Felipe, y mucho menos en presencia del público. Y además, creo que ya conozco al único hombre con quien volvería a casarme.

Me pregunta quién es y le digo que un intelectual europeo, once años mayor que yo y de familia noble; su mayor encanto reside en que todavía ignora que algún día se convertirá en la única elección inteligente de toda mi vida.

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La decisión de impedir a toda costa que alguien vaya a contratarme no conoce ahora de parámetros regidos ni por la ética periodística ni por la lógica: de Caracol Radio —dirigida por Yamid Amat, el periodista de cabecera de Alfonso López— hacia abajo, todas las emisoras de Colombia trinan que me arrojé al mar para suicidarme porque padezco de sida. Otros juran que ya morí y fui enterrada en la clandestinidad por mi avergonzada familia. Una actriz y locutora entrenada para imitar mi voz llama a los consultorios de conocidos médicos para decir, llorando, que padezco de las enfermedades más vergonzosas y contagiosas y éstos, sin ningún escrúpulo, repiten a diestra y siniestra en todos los cócteles que tengo sífilis y me están tratando.

Mientras la radio exige a gritos que, si estoy viva, comparezca de una vez por todas ante los micrófonos y las cámaras, yo almuerzo tranquilamente en Chanel y en Salinas con la esposa del gerente de la IBM, dueña de una cadena de tiendas de video, quien me propone que para olvidar lo ocurrido en las islas y no sufrir con todo lo que están diciendo nos vayamos juntas para el Festival del Video en los Ángeles. Beatriz Ángel es muy amiga de Felipe López y me cuenta que él también asistirá, para negociar la distribución de su película El niño y el Papa. López ha aprovechado la visita de Juan Pablo II a Colombia para hacer un largometraje con fondos de Focine, que dirige su íntima amiga María Emma Mejía. Y un préstamo de ochocientos mil dólares de 1986 a término indefinido —más dos horas de actuación gratuita del propio Santo Padre— se han conjugado para lo que promete ser un arrollador éxito de taquilla en la católica América Latina, sólo superado por producciones de la talla de La niña de la mochila azul.

Cuando me dirijo a tomar el avión —corriendo, porque estoy retrasada—, media docena de fotógrafos y periodistas me persiguen por los corredores del aeropuerto. La revista que dirige Diana Turbay, hija del ex presidente Turbay, los ha enviado. El titular de la siguiente edición, conmigo en portada luciendo gafas oscuras y abrigo de visón, será:

—«¡Virginia Vallejo huye del país!».

El contenido del artículo sugerirá no que huyo de los paparazzi, sino de la justicia.

Beatriz y yo llegamos al Beverly Wilshire. Felipe López, quien se hospeda en un hotel económico, llama para rogarme que le permita ingresar al evento central como mi esposo, para no tener que pagar los cincuenta dólares de la entrada. No me queda más remedio que aceptar, porque ¿cómo no voy a contribuir a economizarle semejante fortuna a un productor de cine en mitad de Hollywood? Al rato de estar allí conversando, López me dice:

—Hace media hora que John Voight no te quita los ojos de encima, porque eres la niña más linda de la fiesta. Ahora que soy por fin un hombre libre, ¿realmente no quieres ser mi novia?

Miro hacia John Voight y, riendo, le digo a Felipe López que, según la revista Semana, el temible y tenebroso capo Pablo Escobar Gaviria no está dispuesto a compartirme con el hijo del ex presidente que lo convirtió en mito.

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Al regresar a Bogotá, y mientras desempaco las maletas, suena el teléfono:

—¿Pero qué es todo eso que te están haciendo, mi amor? ¿Por qué están diciendo que tienes sida, que eres un prófugo, que tienes sífilis? ¿Es cierto que intentaste suicidarte? ¿Así te están atormentando? Vamos a hacer una cosa: no vas a contestarme nada de eso por teléfono y mañana mando un avión por ti para que me cuentes qué fue lo que te hicieron esos Vieira y qué hay detrás de lo que te está haciendo toda esa jauría. ¡Voy a mandar a matar a todos esos carniceros y matasanos, y a castrar a todos esos asesinos del micrófono! ¡Y a Tarzán y al papá!

¿Qué mujer en mi situación no quedaría bailando de felicidad con la noticia, y más con la serenata de mariachis de esa noche, con «Amor del Alma» y «Paloma Querida», prueba incuestionable de que su San Jorge la protegerá siempre del dragón? Cuando a la noche siguiente él da dos vueltas conmigo en el aire mientras dice que lo único que cuenta es que he regresado a sus brazos, yo me siento la mujer más protegida de todo el universo. Ya nada ni nadie podrá hacerme daño, y por unos días dejan de importarme las amenazas y los anónimos, las hermanastras y los carniceros, los magnates y las víboras, la extradición y los muertos y que todo el resto de la Humanidad me quiera o me deteste. Nada, nada más me importa que estar de nuevo pegada a aquel rostro, a aquel corazón, a aquel torso y aquellos brazos de Pablo Escobar. Y mientras él jura que cuando me tiene así todas las demás mujeres desaparecen, que soy la primera y la única y la última, que sus horas conmigo son el único cielo verdadero que un bandido como él conocerá jamás, yo floto en el éter leve del que hablaba Huxley porque junto a aquel ser masculino desaparecen de mi vida el tiempo y el espacio, toda la sustancia de que está hecho el miedo y toda materia que pudiera contener al más mínimo trazo de sufrimiento. Con Pablo pierdo yo la razón y conmigo pierde él la cordura y, después, ya sólo quedan un hombre perseguido por la justicia y una mujer perseguida por los medios que se conocen y se cuidan y se necesitan, a pesar de todas las ausencias, por encima de los crímenes de él y los pecados de ella, más allá de todos los dolores de ambos.

—¡¿Conque los Vieira te obligaron a subir a un avión después de luchar contra una corriente en altamar y bajar seis kilos en una tarde?! ¡Pero son unos asesinos…y tú eres una heroína! Voy a volarle la lancha a ese hijito de papi, ¡en átomos! Hay un «etarra» experto en explosivos que quiere venirse desde España a trabajar conmigo. Me dicen que es un genio y voy a averiguar si es cierto.

—Pero, Pablo… la ETA no es… ¿como demasiado para mandarle a Tarzán? Tampoco es que San Martín de Pajarales sea… ¡el Kremlin o el Pentágono!

—No, son sólo unos cobardes… pero yo necesito que el tipo empiece a practicar desde ahora, porque se viene una guerra. Y para el Pentágono tengo otros planes: cueste lo que cueste, me voy a conseguir ese misil aunque tenga que ir hasta el fin del mundo por él.

Le pregunto de qué misil está hablando y me recuerda que de aquel que inicialmente tenía pensado para proteger el espacio aéreo de Nápoles. Como un misil sólo puede utilizarse una vez, ha cambiado de idea: se propone darle a un objetivo que valga la pena, y no a los aviones de la Fuerza Aérea ni al Palacio Presidencial colombiano. Éste y el Batallón guardia Presidencial pueden neutralizarse con unos cuantos bazucazos, sin necesidad de gastarse un misil carísimo y complicadísimo de conseguir. Pero, si se le da al Pentágono en todo el centro del edificio, se anulan los sistemas de defensa de Estados Unidos y sus comunicaciones con los de sus aliados. Por eso está intentando contactarse con Adnan Khashoggi, que es el vendedor de armas más rico del mundo y un tipo que tampoco se asusta con nada.

—¿El Pentágono?… Wao…waaao… Pero… ¿es que acaso tú no has visto las películas de la Pantera rosa en las que hay un diamante de mil quilates protegido por un montón de rayos entrecruzados que sólo pueden verse con unos lentes especiales? ¡Cómo no te vas a acordar, si así son los del Pentágono! ¿O es que crees que los rusos no le hubieran mandado misiles a los gringos hace rato, si eso fuera tan fácil? ¡Son miles y miles de kilómetros de espacio aéreo protegidos por un impresionante tejido de rayos invisibles, sí señor, creo que se llaman láser! Y el de la Casa Blanca y el de Fort Knox deben ser igualitos. ¡Ay, mi amor! Estás empezando a parecerte a esos tipos malos de las películas de James Bond; ésos como Goldfinger, dispuestos a acabar con toda la Humanidad con tal de lograr sus fines. Tampoco es que la extradición sea para tanto…

Me mira enloquecido de la ira y creo que va a estrangularme.

—¡Eso es lo que tú te crees, Virginia! ¡La extradición es para eso, y para todo lo que me toque hacer! ¡Todo, todo, todo, y no vuelvas a decir una bestialidad de ésas porque te tiro por la ventana! ¡Y el Pentágono no está protegido por rayos visibles ni invisibles! Yo he estado echando cabeza para ir pensando cómo les mando ese misil… la gente está convencida de que los gringos son invulnerables e inteligentísimos, pero eso no es cierto. ¿Cómo crees que les meto millones de toneladas de coca, que ya se me bajó de US $50 000 el kilo a US $14 000 desde que te conozco? Acaso tú todavía no te has dado cuenta de que nosotros los colombianos somos muchísimo más vivos que ellos?

Me dice que Reagan está obsesionado con acabar con él y Nancy con su negocio —y por eso se inventó esa frasecita «Just say no to drugs!»— y que él no se deja ni de ellos ni de nadie. Yo le juro que vi una película en la que un misil ruso dirigido contra el Pentágono llegaba hasta el límite del espacio aéreo norteamericano y luego, ipso facto, se devolvía contra el terrorista que lo había enviado. Intento hacerle ver que, si su misil rebota del espacio aéreo americano y se regresa contra Medellín, van a quedar medio millón de muertos, como en Hiroshima o Nagasaki.

—¡Ay, Dios, qué susto! ¡Creo que vas empezar la Tercera guerra Mundial, Pablo!

Él responde que las películas de Hollywood son hechas por un montón de judíos republicanos que ven el mundo desde la perspectiva de Reagan, y que le está pareciendo que me estoy volviendo una gallina, como el resto de las mujeres:

—Yo creía que eras mi alma gemela y que sólo tú me entendías, pero me resultaste no sólo Almalimpia sino una moralista. ¡Y además imperialista! Así no se puede… Pero… un momento… un momentico… ¿Hiroshima, dijiste?… ¿Nagasaki?… Ay, Almalimpia… ¡pero si eres un prodigio, un genio! ¡¿De qué cielo bajaste tú, amor de mi vida?! Y yo que pensaba que iba a tener que poner una basecita en alguna Banana Republic… ¡cuando la fórmula es tan sencilla!

Y como si acabara de resolver la conjetura Taniyama-Shimura y el último teorema de Fermat, baila dando vueltas conmigo en el aire y cantando feliz:

—¡Por el día en que llegaste a mi vida, paloma querida, me puse a brindar!

Yo le digo que un día de éstos le van a poner una camisa de fuerza y lo van internar, y luego le ruego que deje de pensar ya en tanta barbaridad porque a veces me asusta:

—Tú y yo conversábamos siempre de política y de historia, pero desde que me fui a las islas sólo hablas de explosiones y secuestros y bombardeos. ¡Neutralizar al Pentágono! ¿Pero crees que eres el ministro de Defensa de la URSS? la vida tiene cosas bellas, Pablo: piensa en Manuela y en Juan Pablo… Usa esa cabeza y ese corazón que tú tienes para construir algo, en vez de soñar con destruirlo todo, que yo también quiero descansar ya de tanta amenaza y tanta canallada…

Se queda pensativo durante un rato, y luego me dice:

—Sí… debes descansar de tanta amenaza por un tiempo. Viaja todo lo que quieras desde que siempre vuelvas conmigo… Pero a Europa no, porque está llena de tentaciones y te me quedas allá… A Estados Unidos, que está más cerca, ¿okey? Aunque tú y yo no podamos vernos todos los meses, me vuelvo loco cada vez que te me desapareces. A tu regreso voy a tener listo lo de Tarzán, para que sepan que contigo tampoco pueden seguirse metiendo… ¡Ya me cansé de que te atormenten, pobrecita!

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Me voy feliz para Miami y a mi regreso Pablo me pide que vaya a Medellín. Me cuenta que le ha hecho seguimiento, seguimiento, a cada uno de los miembros de la familia Vieira y ya tiene todo listo para volarle la lancha a Rafa.

—¡Voy a poner la bomba en la marina donde Tarzán guarda el bote cuando va a Cartagena! Es mucho más fácil que en altamar, donde la Armada podría agarrar después a mis muchachos.

Horrorizada, exclamo que en el Club de Pesca van a salir volando en pedazos docenas de humildes trabajadores y turistas, además de un centenar de yates. Responde que ésa es, precisamente, la idea:

—Te he dicho que lo que más me gusta es hacer maldades, de manera que no te me vayas a poner de Almalimpia. Con eso sentamos también un precedente con todos esos enfermos mentales que llevan años atormentándote por el teléfono. Matamos varios pájaros de un tiro y ni los Carniceros, ni las Víboras, ni las Hermanastras volverán a meterse contigo. En la vida uno tiene que hacerse respetar. ¡Punto!

En la siguiente hora le ruego en todas las formas que no vaya a poner esa bomba, que piense en todas esas personas inocentes y en los yates de los Ochoa y el de la pareja que me salvó la vida, pero no quiere dar su brazo a torcer. Se da varios pitazos de marihuana y, a medida que se va tranquilizando, comienzo a darme cuenta de que la bomba cumple un cuádruple propósito: no sólo castigar a los Vieira, sino a Rafa Vieira; y no sólo enviar un mensaje de advertencia a los carniceros o a los periodistas, sino, por encima de todos ellos, a cualquier hombre que pudiera separarme de él. Desde los días de las rocas de coca para Aníbal y de mi divorcio express, Pablo ha sacado corriendo a dos rivales multimillonarios, ha pretendido secuestrar a mis ex novios, y ha utilizado cualquier pretexto para vengarse de quien él decide culpar de nuestras separaciones tras ausencias tan largas que parecen despedidas y odiar a quienes forman parte de mi pasado. Ahora me pregunta si puede poner su cabeza en mi regazo y le digo que claro; le acaricio la frente y él, mirando hacia el vacío y hablando como para sí, continúa:

—Ya me rebosó la copa que te humillen y te persigan por mi culpa. Lo que quieren es sacarte de mi vida para siempre… y tú eres mi única amiga del alma… la única mujer que nunca me ha pedido nada… la única con la que se puede hablar de cosas de las que uno no habla con la mamá ni la esposa, sino con otros hombres… Yo ya no puedo confiar sino en tres personas: «osito», Gonzalo y Gustavo. Y nadie es feliz con el hermano, mi amor, el Mexicano vive en Bogotá y mi socio está muy cambiado. Además, los tres son iguales a mí y yo necesito alguien que me quiera, pero me confronte… que tenga otra escala de valores, pero me entienda y no me juzgue. Me has salvado de cometer muchos errores y no puedo permitir que te me vuelvas a ir… como después del Palacio, cuando te necesitaba y no te encontraba por ninguna parte… Tú, que siempre te me estabas yendo con alguien más rico que yo… ¡con el dueño de dos delfines y un tiburón! ¿Qué tal?

Le hago ver que, justamente, Pancho Villa Tercero no justifica un atentado conjunto de la ETA y Pancho Villa Segundo. Finalmente logro convencerlo de que olvide esa bomba y la reemplace, más bien, por un par de llamadas de ésas que él sabe hacer. A regañadientes promete que así será, pero sólo porque lo de la explosión en la marina podría devolverse contra mí. Recordando un acontecimiento reciente, le pregunto:

—Pablo: ¿nunca se te ha pasado por la mente matar a otro hombre a puñetazo limpio?

Extrañado, me pregunta qué quiero decir y yo le cuento que, en una cena en casa de una conocida empresaria teatral argentina, «el Happy» Lora me pidió el teléfono y yo le di el número de la portería del edificio para que, si llamaba, los porteros y mi chofer quedaran impresionadísimos. Con absoluta fruición, añado:

—Ése sí es un combate que todo el país pagaría por ver: ¡Kid Pablo Escobar vs. el retador Happy Lora! Creo que, en una pelea a doce asaltos, las apuestas en favor del campeón mundial sí serían como de… unos… ¿cien a cero?

—¡Nooo, mi vida, ni te sueñes! ¡Serían de cien a cero en favor del Kid Escobar! Porque… ¿para que crees que se inventó la chumbimba corrida?

Reímos, y hablamos de otros personajes de la vida nacional. Me confiesa que se propone contactar a Fidel Castro por intermedio de Gabriel García Márquez. La única forma expedita de meter drogas en Florida es a través de Cuba y está dispuesto a ser más generoso con Fidel de lo que jamás fue con Noriega u Ortega.

—¡Pablo, pretender que un Nobel de Literatura te ayude a hacer negocios de drogas con Castro es como pedirle al pintor Fernando Botero que le proponga negocios de burdeles a Gorbachov! Bájate ya de esa nube, mi amor, que ni García Márquez ni Castro te van a poner atención y van a reírse de ti. Mete tu mercancía por el Polo norte o por Siberia, pero olvídate de Cuba: Fidel tiene a Guantánamo adentro y, después de todo lo que está pasando con los Contras, por haberse puesto esos Sandinistas a trabajar contigo, ¡él no va a arriesgarse a una invasión ni a que el mundo entero lo acuse de ser «un tirano narcotraficante»!

—Los gringos financiaron a los Contras con dinero proveniente de mercancía decomisada, ¿sabías? ¡Y no coca, sino crack! Ésa sí es una droga adictiva que acaba con la gente… Yo he tratado de bloquearla, pero no he podido. Si eso no es doble moral, ¿entonces qué es? ¿Por qué Nancy Reagan no le dirá a Oliver North: «Just say no, Ollie!»? ¡Con tal de matar comunistas, ese tipo pactó con «la Piña», con traficantes convictos, hasta con el diablo!

Yo le insisto en que lo de Castro es un suicidio y le aconsejo que deje ya de meterle tanta política a su negocio. Encogiéndose de hombros, me responde tranquilamente:

—¿Y quién ha dicho que la única opción es el presidente de un gobierno? De los generales mexicanos yo ya aprendí que los militares no se ponen con tantos escrúpulos. Y si un presidente no le camina a uno, los generales que están debajo de él sí. En los países pobres todo militar tiene un precio, y para eso es la fama de rico, mi amor. Todos, todos, matan por trabajar conmigo… Y Cuba no es Suiza, ¿o sí? Es simple cuestión de lógica: si no es Fidel ni Raúl Castro, es el que esté debajo de Fidel y Raúl Castro. Punto.

Intento hacerle ver que si Castro se entera de que alguien en Cuba está trabajando con Pablo Escobar, es capaz de mandarlo fusilar:

—¡Y ese día los gringos no van a mandar Contras para Colombia, sino contra ti! Zapatero a tus zapatos, Pablo, que tú no eres secuestrador ni comunista, sino narcotraficante. No cometas errores políticos, que tú eres dueño de un imperio y eso es lo que te tiene que importar; si no la liquidez se te va a ir en guerras y vas terminar más pobre que cuando empezaste. Estás llenando de plata a esos dictadores y generales caribeños, mientras acabas con todo el que se te pone por delante en tu propio país. Y, si pretendes pasar a la historia como un idealista, estás haciendo todo al revés porque «la caridad comienza por casa».

—¿Y quién te dijo que yo quería pasar a la historia como un idealista, mi amorcito? ¡Tú todavía no te sueñas los planes que tengo!

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Gustavo Gaviria me ha rogado que pase por su oficina para hablar conmigo de un asunto muy privado. Cuando llego, cierra la puerta y me confiesa que soy la única persona a quien podría confiarle un secreto que lo atormenta. Me imagino que va hablarme de los crímenes —o les liaisons dangereuses— de su socio, porque sé que están afectando seriamente la rentabilidad del negocio.

—Estoy cansado, Virginia… Pablo y el Mexicano viven ya prácticamente en la clandestinidad, Jorge Ochoa está en la cárcel y a Carlos Lehder acaban de extraditarlo. La responsabilidad de la organización prácticamente recae sobre mis hombros, y a veces me pregunto si todo esto vale la pena… A Dios gracias, cada vez que tú vuelves Pablo entra en razón por un tiempo, pero luego ustedes se separan otra vez y él queda sin nadie que le pegue riendazos, fumando yerba en ese mundo de sicarios y niñas… rodeado de una familia que lo mira como si fuera un Dios omnipotente… ¿Y sabes una cosa? Me he dado cuenta de que en la vida lo único que vale la pena cuando uno ya tiene asegurado el futuro de los hijos y los nietos —pero no puede viajar al exterior a gastarse la plata— no es acumular diamantes sino ser feliz con una mujer bella que lo quiera a uno como tú quieres a Pablo. Eso es lo único que lo frena a uno… tú sabes lo que quiero decir…

Le pregunto de quién está enamorado y me confiesa que de una actriz de televisión que yo debo conocer. Jura que la necesita para adorarla, para casarse con ella si lo acepta, para serle fiel por el resto de la vida. Repite que es la criatura más bella de la Creación, que sufre horriblemente pensando en que pueda rechazarlo y que por el amor de ella se retiraría del negocio para convertirse en un hombre de bien. Y me ofrece lo que yo quiera si la convenzo de que viaje a Medellín para presentarlos porque, por seguridad, él no puede moverse de su territorio.

—Gustavo: ni siquiera quiero saber su nombre, porque no le deseo a ninguna otra mujer lo que yo he sufrido en todos estos años. Sobre todo a ninguna que trabaje en los medios. Nunca he sido celestina y tú eres un hombre muy bien casado. No me pidas eso, por amor de Dios, que con las últimas propuestas de Pablo tengo. Con el dolor del alma por el cariño que te tengo, ni te puedo hacer ese favor a ti ni le voy a hacer ese daño a ella.

Me pregunta qué es lo yo que más desearía, mi sueño más inalcanzable. Respondo que mi vida se ha convertido en un infierno de amenazas y que yo también voy a confiarle un secreto: quisiera irme del país para estudiar en la escuela de traducción simultánea de ginebra, en Suiza. De tener que quedarme, mi meta sería fundar una empresa propia de cosméticos, pero Pablo está empeñado en que yo me convierta en testigo, y guionista o cronista, de una larga cadena de procesos que cada día me asustan más.

—Si tú me presentas a Ana Bolena Meza, Virginia, yo te prometo que nunca te vas a arrepentir. Y te juro que te saco del país para que puedas empezar una nueva vida, lejos de todo esto. Tú no te mereces lo que te están haciendo por culpa de nosotros… y lo que se viene es peor que todo lo que has visto… pero no puedo decirte más. Prométeme que vas a intentarlo, para salir de una vez por todas de esta incertidumbre que no me deja dormir. Tú sabes que yo no soy promiscuo como Pablo: soy hombre de una sola mujer, muero de amor por esa niña y sólo quiero hacerla feliz. ¡Ayúdame, que tú tienes un gran corazón y no te imaginas cómo estoy sufriendo!

Me conmueve tanto, y lo siento tan sincero, que le prometo pensarlo.

Y me voy para San Francisco a contemplar las milenarias sequoias gigantes de los Muir Woods y a ver de nuevo a Sausalito y aquella parte del paraíso en la Tierra que alguna vez fue de un general Vallejo antepasado mío que no me dejó ni un metro de tierra californiana. A mi regreso del lejano oeste y al ir a abordar el avión en Miami, dos agentes federales me detienen. Preguntan si llevo dinero en efectivo y, cuando exhiben sus placas, observo que la mano del más joven está temblando. Concluyo que Pablo le inspira terror hasta al FBI. Cuando abro las maletas para desempacar, observo que todo mi equipaje está revuelto y que parece haber sido minuciosamente revisado en busca de dinero; como jamás cargo con más de mil dólares a la salida de ningún país, concluyo que esas son cosas que pasan cuando uno viaja mucho y dice en las aduanas que está retired porque ya se cansó de trabajar.

Un tiempo atrás, la novia de Joaquín Builes me había llamado para decirme, al borde de las lágrimas, que Hugo Valencia le estaba debiendo más de dos millones de dólares en joyas y que no se los quería pagar. Me rogaba que hablara con él porque ya no le pasaba al teléfono, mientras que a mí el niño me quería y respetaba muchísimo. Yo había llamado a Hugo y le había explicado que mi amiga estaba en graves problemas con sus proveedores y que apelaba a su generosidad y a su caballerosidad para que le abonara algo a la suma que le adeudaba. No hablaba con el niño desde hacía dos años y su reacción me había dejado horrorizada:

—¡No puedo creer que usted me haya llamado para cobrarme cuentas de terceros! ¿Por qué no llama más bien a sus amantes, vieja desgraciada? ¿A ese esquizofrénico de Pablo Escobar o a ese presidiario de Gilberto Rodríguez? ¿Cómo se atreve a hablarme así?

—Si quieres que la gente no te hable así, niño, paga tus cuentas como hacen los ricos decentes. Y sabes, perfectamente, que yo nunca he sido amante de Gilberto.

—¿Ah, nooo? ¡Pues la mujer de él tiene a un marica que va de emisora en emisora pagándoles a periodistas para que lo repitan! ¿Acaso no se había enterado? ¡O usted se volvió sorda o ya no vive en Colombia!

Tras gritar durante varios minutos cosas que ni siquiera nuestros peores enemigos se hubieran atrevido a decir de Pablo y de mí, Hugo había colgado el teléfono enardecido. Dos días después la joyera había llamado, radiante de dicha, para agradecerme porque el niño acababa de pagarle un millón de dólares de un plumazo. Tras contarle sobre los insultos que había tenido que soportar por hacerle a ella un favor, me había respondido que alguien como yo no debía prestarle atención a esas cosas porque Huguito era sólo un niño que pasaba por una mala racha.

Con motivo de un viaje a Cali para un lanzamiento publicitario, decido visitar a Clara. De entrada, observo que está muy cambiada. Tras escuchar mi historia sobre lo ocurrido en las islas, ella va hasta su habitación, regresa con un estuche de Cartier, lo abre y me enseña un collar y unos aretes de esmeraldas y diamantes dignos de Elizath Taylor. Luego, con una mezcla de rabia y dolor, me dice en tono acusatorio:

—¿Sabías que tu tal Pablito cortó en pedazos a Hugo Valencia? ¡Sí, al niño, que era nuestro amigo y nos compraba millones de dólares en joyas para sus novias! Ahora, Virgie, mira bien el tamaño de estas esmeraldas y adivina quién se las encargó a Beatriz: pues…¡fue Pablo! ¿Y adivina para quién? Pues… ¡para una reinita cualquiera! ¡Sí, con este aderezo de doscientos cincuenta mil dólares Pablo compró por un fin de semana a una putica con corona de lata! ¡Y a ti, la estrella de televisión más elegante y cotizada de este país, una belleza de sociedad que no salía sino con nobles y multimillonarios, no sólo no te dio nada sino que te dejó sin trabajo, en boca de todo el mundo y amenazada de muerte! ¡Mira lo que ese amante o ex amante tuyo con cara de chofer le regala a una zorra inmemorable por pasar unas cuantas noches con él! ¿Qué te ha dado ese asesino miserable en cinco años? ¿Qué te dejó ese carnicero a ti, que eras como una reina en un pedestal? Míralo bien: ¡Un cuarto de millón de dólares para una sirvienta ignorante que jamás podrá lucirlo ni ante una cámara ni en un baile en Montecarlo, y que en una necesidad lo venderá por cinco mil dólares! ¡Míralo, Virgie, para que nunca se te olvide que lo que le gusta a Pablo Escobar son las putas caras de su misma clase social!

Nunca he pedido joyas a nadie ni esperado que me las regalen. Aquellas con las que aparecía en televisión eran de fantasía, de Chanel, Valentino o Saint Laurent; las que lucía en las portadas de revistas, sólo préstamos de Beatriz. Siempre había pensado que, comparado con los magnates avaros, Pablo era el más generoso de los hombres, el único espléndido, el único multimillonario a quien le había importado hacerme y verme feliz. Pero la visión de aquellas esmeraldas dignas de una emperatriz y la descripción de su destinataria, sumadas a lo ocurrido con el niño y a las duras palabras de quien durante años fuera mi mejor amiga, me despiertan de la ensoñación en la que he vivido y me devuelven a la realidad. Me trago las lágrimas, me digo que hoy sí se me rebosó la copa, y decido que llegó la hora de seguir el consejo de Gloria Gaitán y buscar financiación para mi propia empresa de cosméticos. Pido cita al dueño de la mitad de los laboratorios del país, que acaba de regresar a Colombia tras una prolongada estadía en España. Y él me manda a decir que me recibe de inmediato.

Jamás había estado en el interior de una cárcel, pero ésta es todo lo contrario de lo que yo había imaginado: parece un colegio de bachillerato, con gente feliz subiendo y bajando por las escaleras; casi no hay guardianes —sino abogadas sonrientes y bien vestidas— y se escucha música salsa por todas partes. En la cárcel de Cali, El Preso número Uno es casi tan poderoso como el Papa en el Vaticano, lo cual quiere decir que nadie pregunta por mi nombre, ni me coloca sellos en la mano, ni me abre el bolso, ni me requisa. Uno de sus empleados me conduce directamente hasta la oficina del Director y se retira.

—¡Llegó la Virgen de las Mercedes a saludar a los ex Extraditables! —exclamo como Scarlett O’Hara cuando va a visitar al encarcelado rhett Butler luciendo aquel traje hecho con los cortinajes de terciopelo de la casa de Tara en Lo que el viento se llevó.

—Uuyy, mi reina, ¡pero qué es esta visión bajada del cielo! —exclama Gilberto Rodríguez, dándome un cariñoso abrazo.

—Si la opinión pública llega a enterarse de que te tienen aquí, ¡medio país va a hacer cola para entrar! ¡Este hotel está estupendo! ¿Crees que me reciban por seis meses el día en que logre amasar una fortuna ilícita de las dimensiones de la tuya?

Ríe con una cierta tristeza y dice que no he cambiado en nada. Nos sentamos frente a frente en una larga mesa y nos ponemos a conversar. Me cuenta que, aunque es una suerte poder estar de regreso en su tierra, y su territorio, los años de cárcel en Europa fueron terribles, pensando a toda hora en que los españoles pudieran entregarlos a los gringos. Tras muchas gestiones entre los gobiernos de Belisario Betancur y Felipe González, él y Jorge Ochoa consiguieron que les abrieran procesos en Colombia por delitos menores para que la justicia nacional pudiera reclamarlos antes que la americana. Eso los salvó de ser enviados a Estados Unidos.

—Aquí me traen la comida de la casa o del restaurante que yo quiera, pero en España la cosa era distinta. Uno ya está muy mal acostumbrado, mi reina, y no te sueñas lo que es tener que comer espaguetis sin sal todos los días… y el ruido de esas rejas que caen mañana, tarde y noche con un estallido infernal que no deja dormir… Pero lo más duro es pensar todo el tiempo en que la mujer de uno le está poniendo los cuernos…

—¿Pero con quién te va a poner cuernos la Fiera? ¡Estoy segura de que ésa es una fiera fiel!

—No, no, mi amor, yo no hablo de ella… Hablo de que tú y yo teníamos… París. ¿Te acuerdas… o fue que ya se te olvidó? —pregunta con inoculta tristeza.

Yo jamás podría contarle sobre lo que me hizo Pablo tras enterarse de «París». Aquel episodio terrible es uno de nuestros secretos más íntimos y, en todo caso, se lo hice pagar con sangre, la deuda está saldada y el dolor casi completamente olvidado. Además, me he jurado no hablar jamás del tema con nadie. Decido hacer caso omiso de «la mujer de uno», y le pregunto cuándo va a salir. Miro a Gilberto con afecto, comento que en esos tres años sólo recibí una carta suya y le pregunto cuándo va a salir. Responde que en un par de meses y que le gustaría volverme a ver. Luego se queda observando mi cabello, lo elogia y sugiere que lance un champú con mi nombre. Agradezco el cumplido y le comento que quisiera sacar, más bien, una línea de maquillaje y productos para el cuidado de la piel, pero que no tengo capital. Me promete que cuando salga en libertad conversaremos sobre eso y yo, para cambiar de tema, le pregunto por qué mataron a Hugo Valencia, quien debía mucho dinero a una joyera conocida mía y varios automóviles a mis amigos de Raad.

—Huguito no pagaba las cuentas y se hizo de unos enemigos muy bravos en Medellín. A Dios gracias, aquí en el Valle no pasan esas cosas tan espantosas… Pero no hablemos de ellas, que yo ya no sé nada de ese negocio porque estoy retirado. ¡De veras! ¿No me crees?

Le digo que le creo… que está en un retiro forzoso… y provisional. Me doy cuenta de que ya no ríe con facilidad y que parece haber perdido mucha de aquella maliciosa simpatía que lo caracterizaba, pero pienso que los hombres con aire de derrota temporal tienen, frente a aquellos que parecen invulnerables, un encanto especial para casi todas las mujeres. Le insisto en que debería considerarse el más afortunado del mundo y él repite que los años de cárcel lo marcaron profundamente y que ya nada será igual, porque el estigma de un delincuente muy conocido pasa a los hijos. Le digo que es el precio de heredar mil «estigmatizados» millones de dólares y que sus hijos deberían sentirse muy agradecidos de los sacrificios que ha hecho por ellos. Con profunda nostalgia, me explica que ya nunca podrá salir de Colombia, por el riesgo de que en otro país lo detengan por solicitud del gobierno americano y lo extraditen hacia Estados Unidos, lo cual quiere decir que ni con todo su dinero podrá volver a ver París. Conversamos de sus estudios y lecturas en la cárcel, de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y de Stefan Zweig, su autor favorito, y de que le hubiera gustado ser un director de orquesta. Sé que es cierto y, al despedirnos un par de horas después, me promete que al día siguiente de salir irá a visitarme. Cuando regreso a casa de Clara, paso junto al estuche de terciopelo que contiene unos diamantes y esmeraldas helados —que igual podrían valer centavos o millones—, me digo que «el Señor trabaja de las maneras más misteriosas» y, como Dinah Washington, canto feliz:

«What a difference a day makes, twenty-four little hours»…

orla

Armando de Armas me propone que dirija Hombre de Mundo pero declino, porque sé que no trata bien a las directoras de sus otras revistas y que conmigo sería despiadado. Y como todo el mundo a mi alrededor parece tener un imperio de algo, empiezo a trabajar en el diseño del mío: me estudio todas las biografías de Helena Rubinstein, Elizabeth Arden y Estée Lauder, y decido que es hora de crear una marca latinoamericana con productos de belleza prácticos, colores a tono con la piel y facciones de las mujeres latinas y precios económicos, porque los altos costos de los cosméticos se deben únicamente a la publicidad y los empaques. Le pido a Hernán Díaz que me haga nuevas fotos y compruebo que, a los treinta y siete años, mi rostro y mi figura parecen estar mejor que nunca. Sé que con una mínima inversión por parte de Gilberto, y con sus enormes cadenas de distribución, podría crear un negocio realmente exitoso, porque ¿si puedo convencer a las mujeres de que compren todo lo que anuncio, qué tal esas cremas que borran las cortadas con navajas y esas vitaminas que curan la sífilis y el sida? Compro todo tipo de productos para estudiarlos en detalle y decidir cuáles son los susceptibles de imitarse o mejorarse y pienso que, tarde o temprano, también lanzaré productos para hombres. Creo que estoy lista para empezar y cuento los días para que mi potencial socio quede en libertad, pero decido no hablarle todavía de mis planes hasta no estar segura de que comparte mi entusiasmo. Unas semanas después volvemos a conversar:

—Ya estoy a punto de salir, pero en este negocio los problemas no terminan, reinita. Ahora ese señor de Medellín amigo tuyo nos está amenazando con una guerra, porque mis socios y yo no le queremos hacer un favor… no te puedo decir cuál, porque son cosas de hombres. Y tú también debes tener cuidado, porque se está enloqueciendo… y es capaz de mandarte a matar.

Le digo que es una idea descabellada porque, aunque Pablo y yo ya no somos novios, me considera su mejor amiga y me quiere muchísimo. Le propongo que me permita intentar limar asperezas porque, ahora que Luis Carlos Galán adhirió al oficialismo liberal y va ser el próximo presidente, él y Pablo necesitan pensar en crear un frente unido y pacífico contra la extradición.

—Y yo no quiero verlos a ustedes matándose ni extraditados, que ya todos hemos sufrido suficiente… Paren esto, que me rompen el corazón. ¿Déjame intentar un armisticio, sí?

Me dice que es muy escéptico, porque los ánimos están ya muy caldeados, pero no tiene inconveniente en que yo le transmita a Pablo su voluntad de entendimiento.

Lo que yo ignoro en este momento es el tipo de favor que Escobar le está exigiendo a los Rodríguez. Gilberto y Miguel tienen dos socios principales: «Chepe» Santacruz y «Pacho» Herrera, uno de los pocos narcos que prefiere los efebos a las reinas. Pablo está exigiendo que le entreguen a Pacho —archienemigo suyo— en pago por un favor hecho a principios de año a Chepe: cortarle en pedazos a Hugo Valencia. Es el tipo de cosas que no se hacen en Cali, pero sí en Medellín.

Varios días después me encuentro en el salón de belleza con Ana Bolena Meza. La respuesta que aquella dulce niña me da es una lección de dignidad que no olvidaré jamás. Ella y yo no cruzamos sino unas cuantas frases corteses, pero sus enormes ojos azules me dicen más que todo lo que puedan expresar sus palabras. En el fondo del corazón siento un profundo alivio por el fracaso de mi gestión, que se mezcla con un inconfesable y extraño sentimiento de júbilo: todavía quedan en el mundo seres que no tienen precio.

orla

Gilberto Rodríguez me ha dicho que tiene una enorme ilusión de verme; ayer salió de la cárcel y hoy ya está en Bogotá. Son las cinco de la tarde y me encuentro en el salón, revisando que todo esté perfecto: la champaña, la música, las flores, la vista, la obra de Zweig que él todavía no se ha leído. Escucho abrirse la puerta del ascensor y me sorprendo al escuchar risas. Cuando hacen su ingreso dos hombres impecablemente vestidos de azul marino y radiantes de felicidad, no puedo dar crédito a mis ojos: Gilberto Rodríguez viene a exhibirme a Alberto Santofimio, y el candidato de Pablo Escobar viene a exhibirse con Gilberto. Me informan que sólo pueden demorarse una hora porque van para donde el ex presidente Alfonso López Michelsen, quien los espera en su residencia con Ernesto Samper Pizano para celebrar el regreso a la libertad de Gilberto.

He pasado toda mi vida ante una cámara, he sobrevivido a años de insultos en público y creo que logro disimular todo lo que siento por Santofimio. Cuando ambos se despiden, sé que los Rodríguez van a acabar con Pablo; pero sé que, antes, Escobar acabará con media humanidad. Si en todo el mundo quedaran sólo él y Gilberto, creo que escogería a Pablo: es despiadado, pero con él uno sabe a qué atenerse. Como yo, Escobar es de una sola pieza. En cinco años lo habré telefoneado quizás media docena de veces, y jamás para decirle que lo extraño o que quiero verlo, pero hoy decido seguir un dictado del corazón y hacerlo por primera y última vez: debemos reunirnos con carácter urgente para hablar sobre Cali, y voy a viajar en un avión comercial. No le digo, ni a él ni a Gustavo, que voy a despedirme de ambos. Y que esta vez será para siempre.

En el lustro pasado me he ido convirtiendo en espectador impotente de los designios de todos estos hombres. Mañana haré hasta lo imposible para intentar disuadir a Pablo de la guerra, porque los procesos que se están gestando en su mente me espantan. Acabo de darme cuenta de que estoy asistiendo al comienzo del fin de dos formidables recién llegados al mundo de los poderosos y que, cuando él y Gilberto se acaben entre ellos y el poder establecido haya acabado de rematarlos, nada habrá cambiado en aquel país y quedarán sólo las inteligencias mezquinas de siempre reinando por otra centuria con los bolsillos llenos del dinero de ambos. Mañana veré por última vez al único hombre que me ha hecho completamente feliz, el que me ha tratado siempre como a un igual y jamás me ha subestimado, el único en el mundo que me ha hecho sentir mimada y protegida. Me miro al espejo y me digo que en unas horas diré adiós para siempre a todo aquello que él y yo compartimos. Me miro al espejo llorando y, por un instante, detrás de la imagen en él reflejada creo ver pasar corriendo a El grito de Munch.