la extradición ha caído hace unos meses por vicios de forma y Pablo ha regresado a trabajar en su oficina. Cuando llego, me informan que él y Gustavo se encuentran en reuniones y me ruegan esperarlos unos minutos mientras se desocupan. Pienso que es la primera vez que voy a hacer antesala y me digo que, a Dios gracias, será también la última. Mientras aguardo, uno de sus choferes o sicarios —nombre que ahora se da en Colombia a los asesinos de la mafia— mira mis piernas de forma lasciva y comenta a su compañero, en voz lo suficientemente alta como para que yo pueda escuchar cada palabra, que mi sucesora, definitivamente, no tiene mi «clase». Desde que hice la campaña publicitaria para Medias Di Lido, muchos hombres dejaron de mirar mi rostro y ahora no despegan los ojos de mis piernas, porque las gentes elementales siempre creen más en lo que les muestran los medios que en lo que sus ojos están viendo.
Observo a todos esos muchachos de mirada torva y lenguaje obsceno que no ocultan su desprecio por la sociedad y por las mujeres, y pienso que va a ser un alivio despedirme para siempre de esta élite de un bajo mundo cada vez más tenebroso, cada vez más poderoso. Anoche decidí que, por primera vez desde que lo conozco, voy a pedirle dinero a Pablo. A lo largo de estos cinco años, y con ocasión de mis docenas de viajes al exterior, él siempre me ha hecho llegar sumas considerables para mis gastos, que siempre he recibido como manifestaciones de su amor y generosidad. Pero, desde que pagó las deudas de mi programadora a cambio de la pauta publicitaria en enero de 1983, no se me ha ocurrido pedirle nada porque siempre he contado con recursos suficientes provenientes de mi trabajo. Jamás he tenido ambición de acumular propiedades o riquezas, he sido durante quince años una de las profesionales mejor cotizadas de la televisión colombiana y nunca hubiera creído que a mi edad uno pudiera quedarse sin trabajo. Todo esto quiere decir, simplemente, que mis ahorros alcanzan para vivir sólo unos doce meses.
Ayer tenía la ilusión de poder hablar largamente con Gilberto después de sus tres años de cárcel, pero la visita con Santofimio ha sido todo un campanazo de alerta y mi instinto me dice que no debo hacerme muchas ilusiones sobre el negocio de cosméticos con él. Por eso he decidido que va a ser mejor pedirle ayuda a Pablo para irme a estudiar idiomas a Europa y trabajar en lo que yo siempre había soñado de niña hasta que, primero el matrimonio y, luego la televisión, se atravesaron en mi camino. Pero, antes de nada, me propongo hacer todo lo que esté a mi alcance para intentar detener lo que parece ser una guerra inminente entre los carteles de Medellín y Cali, es decir, entre sus dos jefes máximos: Pablo Escobar y Gilberto Rodríguez.
La puerta de la oficina de Pablo se abre y sale él acompañado de una mujer. Tiene unos veintisiete años, lleva un suéter rojo de lana nacional, una cadenita de oro con una gran medalla de la Virgen sobre el pecho y una falda negra. Aunque es bastante atractiva, tiene una buena figura y luce un gran peinado, jamás podría ser modelo ni reina de belleza. Tiene aspecto de vendedora de cosméticos en una tienda elegante o empleada en un almacén de decoración. Él me la presenta como su novia, y yo lo felicito por tener a su lado a una chica tan linda. Ella me mira dulcemente y sin atisbo alguno de envidia por mi costoso traje rojo de Thierry Mugler, que me hace cuerpo de sirena y atrae todas las miradas cuando entro a un restaurante en Bogotá. Lo he escogido entre más de ciento cincuenta trajes de diseñador de Milán, París y Roma, porque en alguna parte leí que el recuerdo que conservamos de una persona es el de la última vez que la vimos. Y por mucho que quiera todavía a Pablo, he decidido que hoy le diré adiós para siempre, no sólo porque ya dejamos de amarnos sino porque nuestra amistad se ha ido convirtiendo en fuente inagotable de problemas, sufrimientos y peligros para alguien tan visible pero tan desprotegida como yo. Me despido de la muchacha con una sonrisa y unas frases cordiales, y le digo a él:
—Voy a pedirle a tu novia que nos excuse por unos momentos, porque vine desde Bogotá sólo para traerte un mensaje de Gilberto Rodríguez. Y creo que es necesario que te lo transmita de inmediato. Y me dirijo hacia su oficina sin esperar a que él me invite a seguir. Ellos se cruzan unas breves palabras y él entra tras de mí, cierra la puerta y se sienta frente a su escritorio. Veo que está descompuesto por la ira. La tarde anterior había dicho yo «Cali» y, en castigo, no ha vacilado en exhibirme ante una vendedora de almacén. Y ante una mujer que no puede tener demasiada importancia —ni para él ni para mí— la celebridad que lo sacrificó todo por amor no ha vacilado en responder con el nombre de su peor enemigo. Pablo me mira, y en una fracción de segundo esos ojos de grizzly me lo dicen todo: todo lo que me espera por el resto de mi vida. El resto de mi vida sin él. Sin él y sin nada. Nada.
—Te advierto que sólo tengo unos minutos, porque mi novia me está esperando. ¿Qué es lo que querías decirme?
—Que Gilberto y Samper te van a masacrar, Pablo. Pero en unos minutos no puedo explicarte cómo, porque acabar contigo tampoco es que sea tan fácil. Y a mí me respetas, o me devuelvo en el próximo avión.
Él mira al piso, y tras pensar durante algunos segundos, alza la vista y me dice:
—Está bien. Te mando a recoger al hotel mañana a las 9:30 a.m. y nos encontramos a las diez. Y no pongas esa cara, que ahora madrugo. ¡Sí, a las nueve! Tengo el día copado de citas y me he vuelto una persona muy puntual. Gustavo te está esperando. Hasta mañana, Virginia.
Su curiosidad me lo ha dicho todo: un hombre que ha pagado doscientos cincuenta mil dólares en esmeraldas por un fin de semana con una de tantas reinitas, pero que ante la sola mención de Cali exhibe a esta mujer como su novia, está perdiendo el sentido de las proporciones y es, por lo tanto, altamente vulnerable. Juntos, los cuatro grandes capos del cartel de Cali tienen más poder y más recursos que él; y está solo, porque los socios no comparten su odio visceral por ellos y sobre todo por Gilberto Rodríguez. Con la cabeza fría, Escobar es una calculadora humana; con la cabeza caliente pierde toda su cordura y obedece sólo a pasiones desatadas. Siempre he sabido que tiene el alma de fuego de los guerreros y que su rival la tiene de hielo, como todos los banqueros. Conozco como nadie las fortalezas y debilidades de Pablo Escobar y sé que, si bien cuenta con el arrojo, el orgullo y la obstinación de los excepcionalmente valientes, padece también de la impaciencia, la arrogancia y la terquedad de aquellos suicidas potenciales que un buen día deciden atacar a todos sus enemigos no sólo a un mismo tiempo, sino antes de tiempo. Siento una profunda compasión —por él y por nosotros dos— y la más honda y dolorosa nostalgia por todo lo que este ser formidable y único, que aún no ha cumplido treinta y ocho años y que yo creía predestinado para las más grandes cosas, pudo haber sido y ya jamás será.
Un hombre fuerte nunca es más hombre que cuando deja escapar una lágrima. Alguna furtiva, por la pérdida irreparable de un hijo, un padre, un amigo del alma. O por una mujer imposible. Entre estas otras cuatro paredes, alguien muy parecido a Escobar, pero diametralmente opuesto a todos esos subalternos que están afuera, no puede ocultar su dolor al saber que el único ser en el mundo por el que daría su vida y lo dejaría todo es una mujer que alguien como él jamás podrá tener. Gustavo Gaviria me ruega que le diga toda la verdad, por dura que sea, y yo agradezco la confianza que este hombre que yo creía hecho de acero, hielo y plomo deposita en mí. Le confieso que —ante la sola mención de su nombre y parentesco con Pablo Escobar— Ana Bolena Meza salió corriendo tras decirme escandalizada:
—Virginia: tú eras la diva de este país y ese narcotraficante acabó con tu carrera y tu buen nombre. Yo soy sólo una actriz que se gana honestamente la vida. Dile al tal Gaviria que ni por todo el oro del mundo me sometería a lo que esos miserables dejaron que te hicieran ni a lo que la prensa está haciendo contigo. Que las mujeres como yo sólo sentimos desprecio por ellos. ¡Que antes de permitir que un narcotraficante de ésos se me acerque, prefiero la muerte!
Gustavo me pide que le repita cada palabra de lo dicho por la mujer imposible de quien está locamente enamorado. Cuando se niega a entender por qué esa bella niña de enormes ojos claros lo desprecia tanto, le recuerdo lo que escriben y vociferan de mí los diarios y las emisoras radiales: historias de amantes narcotraficantes que me dan horribles palizas para quitarme yates y mansiones, mujeres que me mandan a cortar con cuchillas para quitarme automóviles y joyas, autoridades que me allanan para quitarme drogas y armas, médicos que me tratan para quitarme la sífilis y el sida. Añado que, con tal de impedir mi regreso a la pantalla y al micrófono, los medios parecen estar exigiendo que se me quite —a navajazos, a golpes, a patadas— cualquier asomo de dignidad, talento, elegancia o belleza y se me niegue todo derecho a la integridad, el trabajo o la honra.
Sin poderme ya contener ni detener, y a sabiendas de que tarde o temprano las compartirá con su mejor amigo, comienzo a contarle a Gustavo todas aquellas cosas que jamás podría decirle a Pablo. No sólo le hablo del precio que pagué por haber apoyado a su gremio ingrato en su posición nacionalista contra la extradición, sino de muchas otras: de cómo cualquier pobre diablo puede dormir con una mujer que realmente lo quiera mientras que, en el fondo de sus corazones, todos ellos, tan archimillonarios, saben que son indignos de ser amados y que toda una vida estarán condenados a tener que pagar a las bonitas sólo por una ilusión de amor. Añado que la Biblia dice «no arrojéis perlas a los cerdos», y que los hombres como Pablo no merecen otro amor que el de esas prostitutas caras que tanto le gustan. Y termino diciéndole que mi error fue no haber fijado mi precio desde un comienzo, cuando su socio me rogaba que le pidiera todo lo que quisiera y yo le respondía que no quería nada, porque las mujeres representativas y educadas como princesas no amaban a un hombre especial porque fuera rico o pobre ni para que les regalaran cosas, sino para hacerlo feliz y protegerlo del mundo exterior.
Gustavo me ha escuchado en silencio, mirando por la ventana. Con voz triste, reconoce que yo, obviamente, fui educada para ser la esposa de un hombre prominente y no la amante de un bandido. Añade que todos ellos también están casados con mujeres que los quieren y los cuidan, al margen de que sean ricos o pobres. Y yo respondo que todas esas mujeres soportan las públicas humillaciones sólo porque las cubren con diamantes y pieles y que, de no ser por éstos, casi todas los dejarían. Le describo el aderezo de un cuarto de millón de dólares —que no pudo haber sido encargado para esa chica que lucía una medalla de oro sobre el pecho— y le pido que me ayude a convencer a su primo de que me dé solamente cien mil dólares mientras vendo mi apartamento, para poder dejar atrás ese país hostil y perdido en la anécdota y trabajar en Europa en lo que siempre he querido: el dominio verbal y escrito de media docena de idiomas y el conocimiento básico de las lenguas nórdicas que se parecen al alemán.
Gaviria me explica que ellos van a necesitar muchísima liquidez para la guerra que se avecina y me advierte que debo prepararme para que su socio diga no a una suma que, unos años atrás y siendo para mí, seguramente hubiera girado sin pensarlo dos veces. Añade que Pablo tampoco va a aceptar de buena gana que yo me le vaya del todo, porque él necesita saber que su amiga del alma estará siempre ahí para un montón de cosas que no podría discutir con ninguna otra mujer ni con su familia.
Gustavo es un hombre pequeño y menudo que todo el tiempo se está retirando un mechón de cabellos lacios de la frente y que, como su primo, tampoco mira mucho a los ojos. Tras un breve silencio y un profundo suspiro, se dirige hacia la caja fuerte, saca sus bandejas de diamantes y las coloca sobre una coffee table frente al sofá donde nos encontramos conversando. Abre los estuches con centenares de anillos de brillantes cuyo tamaño oscila entre uno y dos quilates y me dice que quiere regalarme uno para que me lo lleve de recuerdo, porque él sí agradece lo que hice por ellos.
Muy conmovida, le digo que no y que no, y que gracias. Pero luego, ante la visión refulgente de toda aquella mil millonésima fracción de su riqueza, decido cambiar de idea: tomo un kleenex para secarme las lágrimas y exclamo que quiero el más grande de todos. No sólo porque me lo merezco, sino porque ¡ya era hora de que algún bendito magnate me regalara una joya! Él ríe encantado, comenta que se siente honrado de ser el primero e insiste en que escoja el más puro, uno de menos de un quilate. Respondo que le dejo toda esa pureza a Santa María Goretti, que los carbones no los ve sino él con su lupa, y que yo quiero el más gordo y el que tenga menos defectos. Me estoy probando uno ovalado —poco común, porque la mayoría de los diamantes son redondos (talla brillante) o cuadrados (talla esmeralda)—, con el anillo en una mano y el kleenex en la otra, cuando se abre la puerta:
—Pero… ¡¿qué haces tú aquí?! ¡Creía que te habías ido hacía rato! ¿Y qué es esta escena? ¿El compromiso matrimonial de la estrella?… Se nos casa, acaso, con… ¿Don Gilberto?
Gustavo me mira con la boca y los ojos abiertos de par en par y yo no puedo hacer otra cosa que echarme a reír y decirle que a su socio deberían ponerle una camisa de fuerza. Energúmeno, Pablo exclama:
—¡A ella no se le dan diamantes! ¡Ella es distinta! ¡A ella no le interesan los diamantes!
—¿Cómo que distinta? ¿Acaso tiene bigote, como usted? —responde Gustavo. —¡Y yo todavía no conozco a la primera mujer que odie los brillantes! ¿Tanto los desprecias, Virginia?
—¡Los adoro, y durante cinco años engañé a tu primo aquí presente para que no fuera a pensar que lo amaba por su sucio dinero! Pero él parece creer que llevo años engañándolo con un presidiario y he tenido que venir, como una Helena de Troya, ¡a parar esta guerra antes de que se capen entre ambos y la Humanidad femenina quede sumida en el duelo!
—¿Se da cuenta de que ella está con Cali, hermano? —grita Pablo iracundo, dirigiéndose a Gustavo mientras yo, embelesada, contemplo mi primer solitario y me dispongo a defenderlo con mi vida. —¡Pues los brillantes son para las reinas que están con nosotros!
—No diga estupideces, hombre, que ¡si Virginia estuviera con Cali no estaría aquí! —le dice Gustavo en tono de reproche. —Todos quieren matarla de hambre y yo voy a regalarle algo que le quede, algo que ella pueda vender el día de mañana en una necesidad. No tengo que pedirle permiso ni a usted ni a nadie y, además, un diamante protege. Y la única reina de verdad que usted ha tenido en toda su vida es esta mujer: antes de conocerlo a usted, ¡ya millones de hombres suspiraban por ella!
—¡Pues que se dedique a escribir, en vez de posar para tanta revista y tanto fotógrafo! —responde Pablo, mirando mi anillo como si se dispusiera a cortarme el dedo para arrojarlo al sanitario. —¡Sí, libros, en vez de hablar tanto! ¡Historias para contar es lo que tiene!
—¡Uy, qué horror! Prométeme, Virginia, que si vas a escribir, nunca, nunca dirás nada de nosotros… ¡ni del negocio, por amor de Dios! —me ruega Gustavo alarmado.
Yo le juro que así será, y él le explica a su socio el motivo del regalo:
—No vamos a volver a verla nunca, Pablo. Virginia vino a despedirse de nosotros para siempre.
—¿Nunca? —pregunta su primo desconcertado. Luego, con la expresión y el tono que seguramente utiliza para interrogar a todo pobre acusado de robarle cien kilos de coca—: ¿Como así que para siempre?… ¿Es eso cierto, Virginia?… ¿Te casas o qué? ¿Por qué no me habías contado nada a mí?
Continúo ignorándolo y le prometo a Gustavo que siempre que me encuentre en peligro de muerte, como ahora, frotaré su diamante como si fuese la lámpara de Aladino, jamás lo venderé y me enterrarán con él.
Pablo comenta que él creía que yo era distinta de todas las demás mujeres y yo, alzando los brazos feliz, exclamo que estaba equivocado y que resulté igualita al resto: ¡acabo de descubrir que a mí también me fascinan los diamantes! Gustavo ríe y su primo cierra la puerta, no sin antes decir con una mezcla de disgusto y resignación:
—¡Estoy desilusionado de ti, Almalimpia!… Bueno… tú y yo nos vemos mañana.
El lugar de nuestro último encuentro es una casita campesina de paredes blancas y con geranios en macetas, a unos treinta minutos del intercontinental de Medellín. Dos de sus hombres me han recogido en el hotel y minutos después llega él conduciendo un pequeño auto, seguido de otro con dos guardaespaldas que se retiran de inmediato. Una mujer barre el piso de la sala-comedor y me observa con curiosidad. Por experiencia propia, sé que la gente obligada a madrugar a las 9:00 a.m. siempre está de mal humor. Pablo no se toma el trabajo de pedirle a la aseadora que se retire y, de entrada, me hace saber que viene en pie de guerra:
—No puedo dedicarte más de veinte minutos, Virginia. Sé que vienes a interceder por tu amante y ya me contaron que, además, vas a pedirme dinero. No cuentes con un solo centavo mío y tampoco con lo primero, ¡porque voy a volverlo papilla!
La mujer para oreja mientras yo le digo a su patrón que la única vida por la que he venido a interceder es la suya. Y que alguien que lleva tres años en cárceles de Cádiz y Cali no podría ser amante de una persona que vive en las islas del rosario o en Bogotá. Añado que, efectivamente, tampoco vine a que alguien como él me diera clases de guitarra, sino a pedirle que me saque del país antes de que sus enemigos me despedacen. Mirándome las uñas mientras contemplo mi diamante, añado con la mayor tranquilidad:
—Creo que los Rodríguez y Ernesto Samper van a acabar contigo. Si quieres saber cómo, te cuento todos los detalles delante de la señora.
Pablo le pide a la aseadora que se retire y vuelva más tarde. La mujer me lanza una furiosa mirada de desaprobación y se esfuma. Él se sienta frente a mí en un pequeño sofá de dos puestos, hecho de bambú y forrado en chintz de flores marrón, y yo comienzo a contarle todo sobre la visita de Gilberto con Santofimio:
—Se demoraron menos de una hora porque iban para donde Alfonso López a celebrar la libertad de Gilberto con el ex presidente y con Ernesto Samper. Lucían elegantísimos y ¡yo no podía dar crédito ni a mis ojos ni a mis oídos! Si te vas a ir a una guerra con Cali, Pablo, no puedes seguir confiando en Santofimio: recuerda que su primo está casado con la hija de Gilberto y que su socio en la Chrysler, Germán Montoya, es ahora el hombre detrás del trono en el gobierno de Virgilio Barco.
Le pido que no olvide el «Divide y reinarás» de Maquiavelo, y le suplico que no se vaya a meter en una guerra que parece haber sido diseñada por la DEA para acabar con los dos máximos capos, que va a dejar centenares de muertos, que va a terminar trayendo de vuelta la extradición y que va a minar seriamente las fortunas de ambos.
—Será la de él. ¡Acabar con la mía va a ser mucho más difícil!
En mi tono de voz más persuasivo le recuerdo que si estuviera tan rico o, más bien, tan «líquido», no me habría propuesto que le ayudara a secuestrar magnates; añado que, a Dios gracias, el secreto quedó entre nosotros. Él me mira enfurecido y, sin inmutarme, yo continúo:
—Los Rodríguez no tienen que sostener a un ejército de mil hombres, Pablo, ni a todas sus familias. Esa cuenta me está dando como seis mil personas…
—¡Pero cómo has aprendido, Virginia! ¡Estoy impresionado! ¿Y de su ejército qué? ¡Cientos de congresistas y periodistas más caros que todos mis muchachos juntos! Creo que, en materia de costos, estamos parejos. ¡Y yo invierto en el cariño de la gente, que es la plata mejor gastada del mundo! ¿O crees que un senador de ésos va a dar la vida por uno?
Una y otra vez le repito que en su territorio los Rodríguez están protegidos por el gobernador, la policía, el Ejército y miles de taxistas informantes. Y que el M-19 tampoco se mete con ellos porque Gilberto, además de amigo de Iván Marino Ospina, ha sido muy cercano durante toda su vida a la familia del comandante Antonio navarro, de quien siempre ha dicho que «le gusta mucho la plata». Le advierto que su enemigo es amigo personal de varios presidentes y que, entre la plata de Rodríguez y el plomo de Escobar, los afectos no van a vacilar en escoger. Le hago ver que está dividiendo a un gremio que comenzó unido en torno de él y que ahora se está atomizando en docenas de cartelitos sanguinarios, sin ápice de grandeza y dispuestos a todo con tal de emularlos.
—Un montón de vivos están pescando en río revuelto esperando que ustedes dos se maten y les dejen el territorio libre. Pero si tú y Gilberto juntan fuerzas, los costos se les reducen a la mitad, la fuerza se duplica y ambos ganan la batalla final contra la extradición, porque si Galán es el próximo presidente, al otro día de posesionarse, la implanta. Gilberto tiene relaciones con casi toda la gente poderosa de este país y tú inspiras otra clase de respeto, del tipo que nadie en su sano juicio osaría cuestionar. Dejen ya de usar esos millones para matarse entre ustedes y dejen vivir en paz al resto de los colombianos, que este país perdona todo. Tú siempre has sabido para qué sirve la gente, Pablo: úsame para parar esta guerra. Anda, extiende esa mano y dale un ejemplo de grandeza. Y al día siguiente yo me voy de Colombia para que ninguno de los dos vuelva a verme nunca.
—Pues él tiene que dar el primer paso. Él sabe por qué y tú no tienes por qué saberlo. Son cosas de hombres, que no tienen nada que ver contigo.
Intento hacerle ver que lo que importa no es por qué empezó el conflicto, sino para qué le sirve una alianza con Cali.
—Pues si ese señor te parece tan rico, y tan importante, y tan poderoso, ¿por qué no le pides a él el dinero para irte?
Nunca en toda mi vida me había sentido más insultada. Reacciono como una pantera y respondo que no sólo sería incapaz de pedir dinero a nadie distinto de él, sino que con Gilberto Rodríguez jamás pasé una noche. Añado que mi carrera se acabó porque Pablo Escobar fue mi amante a lo largo y ancho de cinco años y no por un affaire de cinco minutos del que sólo saben tres personas, precedido y seguido, eso sí, de docenas de conversaciones que me sirvieron para saber cuán baratos pueden ser los presidentes, los gobernadores y la mitad del Congreso. Como veo que no vamos a llegar a ninguna parte, le recuerdo que él es un hombre muy ocupado y que llevamos casi una hora discutiendo.
Pregunta a qué hora parte mi avión. Contesto que a las cinco de la tarde y que debo salir del hotel a las tres. Se levanta del sofá y, con las manos apoyadas sobre la baranda del balconcillo que está a mi derecha, mira hacia la distancia.
—Y ¿para qué quieres irte… para siempre?
Le explico que deseo estudiar traducción simultánea en ginebra. Un excelente intérprete gana mil dólares diarios y sólo necesito un préstamo de cien mil, porque vendería mi apartamento o lo dejaría arrendado con muebles a algún diplomático. Añado que, además, un traductor en cinco o seis idiomas siempre va a resultarle de enorme utilidad, porque a mí siempre podrá confiarme ese tipo de grabaciones o documentos legales que él no querría dejar en manos de extraños.
—¡Pues con mi plata no te vas! Traductores hay millones, y tú no vas a terminar casada con algún banquero gordiflón dando cenas en Suiza mientras yo me rompo aquí el alma. Ya no me importa si me quieres o me odias, Virginia, pero te quedas aquí y te vives los procesos que se vienen, para que más adelante escribas sobre ellos. Punto.
Intento hacerle ver que, el día en que lo haga, los corruptos y sus enemigos van a cortarme en pedazos; y que su egoísmo me está condenando a morir de hambre en un país que ya no puede ofrecerme nada distinto del terror cotidiano. Le pregunto dónde quedó enterrada su grandeza. Me mira ofendido y responde que en el mismo lugar donde quedó enterrada mi carrera. Luego, como queriéndose justificar, suspira profundamente y dice:
—¿Es que acaso crees que tú o yo podemos escoger nuestro destino? ¡No, mi amorcito! ¡Uno sólo escoge la mitad. La otra mitad ya viene con uno!
Me levanto de la silla y me asomo al balcón desde donde puede verse un paisaje bucólico cuya belleza, en otras circunstancias, seguramente hubiera admirado. Le digo que alguien que va a cumplir treinta y ocho años con varios miles de millones de dólares no tiene el menor derecho de describirse como una víctima del destino, y que yo debería haber sabido que algún día toda esa vena de crueldad suya podría voltearse también contra mí.
—Pues mi decisión obedece a razones que no puedo explicarte, pero algún día entenderás. Resulta que tú… me conoces y entiendes como nadie, y yo también te conozco mejor que nadie. Sé que aunque hayas dejado de amarme, incluso de respetarme, siempre me juzgarás con parámetros nobles y jamás traicionarás mi memoria. Mi verdadera historia no la van a poder escribir los periodistas, ni los políticos, ni mi familia, ni mis muchachos, porque ninguno de ellos ha pasado —ni va a pasar— cientos de noches conmigo hablando del tipo de cosas que tú y yo compartíamos. Te escogí por tu integridad y generosidad, y creo que sólo tú estás en capacidad de transmitir exactamente lo que pienso y lo que siento… por qué me fui convirtiendo en lo que soy y en lo que un día seré… y, por eso, necesito saber que —aunque ya no estés conmigo sino con otro, y aunque ya no quieras verme, ni oírme, ni hablarme— ahí afuera, en alguna parte, observando con esa lucidez única la locura que se viene, estás tú.
Ante semejante confesión no sé qué responder. Sólo atino a decir que ambos somos expertos en subirle el ego al otro cuando está hecho trizas. Que todo eso no son sino excusas para no darme un centavo. Que él tiene una esposa, y todas las mujeres que desee, y no me necesita para nada. Que sigo sin entender por qué, si en verdad fui tan importante para él, no puede acabar con mi sufrimiento de un plumazo, como hizo con las deudas de mi empresa cinco años atrás. Cuando responde que muy pronto va a empezar una guerra, río incrédula y le confieso que mis buenas amigas me mostraron un aderezo de un cuarto de millón de dólares para una mujer que él casi seguramente ya olvidó. Se viene hacia mí, toma mi barbilla entre el pulgar y el índice y, con toda la ironía de que es capaz, me dice en un tono de voz que no sé si es de reproche o de amenaza:
—Y al día siguiente te fuiste a verlo a él a la cárcel. ¿O no, mi vida?
Me suelta rápidamente y cambia de tema. Pregunta cómo me pareció su nueva novia. Le digo que me alegro de que una mujer tan dulce y bonita lo cuide y lo quiera. Pero también le advierto sobre un hecho probado que él ya vivió con sangre, sudor y lágrimas:
—No olvides que en este país las mujeres de clase media baja, cuando se saben amadas de alguien como tú, sólo parecen tener una cosa en mente: ¡un hijo, un hijo, un hijo, como si la Humanidad se fuera a acabar sin ellas! recuerda que ante la ley colombiana, cada hijo tuyo, legítimo o ilegítimo, vale mil millones de dólares. Sé que los segundos te horrorizan casi tanto como a mí y creo que fue por eso que tú y yo duramos tanto tiempo juntos: jamás se me hubiera pasado por la cabeza poseerte, Pablo, ni enriquecerme contigo.
Se queda pensativo durante un largo rato y sé que ha recordado a Wendy. Cuando volteo a mirarlo observo que luce profundamente triste, como si de pronto se hubiera quedado sólo en el mundo y no tuviera a dónde ir. Viene hacia mí, me pasa un brazo por los hombros, me acerca a él y, mirando hacia algún remoto lugar perdido en la distancia, empieza a hablarme con una nostalgia que yo todavía no le conocía:
—No fue por eso, sino porque tú me dabas la clase de amor que realmente me importaba. Eras mi amor inteligente… con esa cabeza y ese corazón en los que cabía todo el universo… Con esa voz, con esa piel… Me hacías tan increíblemente feliz que creo que vas a ser la última mujer que yo haya amado con locura… Estoy perfectamente consciente de que nunca más habrá otra como tú. Jamás podré reemplazarte, Virginia, mientras que tú te casarás con un hombre superior…
Sus palabras me conmueven hasta la última fibra del alma y le digo que, viniendo del hombre que más he amado, son un homenaje que siempre guardaré como un tesoro en la parte más privada de mi corazón. Pero he olvidado que Pablo Escobar siempre se cobra sus manifestaciones de valor con canecas de agua helada: acto seguido, y con la mayor tranquilidad, me hace saber que es precisamente por eso que ha decidido dejarme con las manos completamente vacías.
—Así, cuando escribas sobre mí, nadie podrá decir que estás haciendo una apología porque yo te compré el alma o el corazón. Porque ambos sabemos que siempre dirán que compré tu belleza con mi dinero…
No puedo dar crédito a lo que estoy escuchando. Le digo que después de sus anteriores frases de reconocimiento, memorables y sublimes, después de toda su generosidad para conmigo —la de las palabras, la del tiempo, la del dinero—, todo eso no es otra cosa que una venganza elemental originada en unos celos absurdos. Sin mirarme, y ahora con la voz cargada de tristezas, me responde que él jamás ha sido celoso y que algún día yo agradeceré su decisión porque él siempre ha sabido todo lo que va a pasar. Estoy completamente deshecha y, como deseo quedarme a solas para poder llorar a mis anchas, sólo atino a decirle que llevamos ya dos horas hablando y él tiene a mucha gente esperándolo.
Con el cuerpo inclinado y las manos apoyadas sobre la balaustrada del balcón, él observa en silencio toda aquella lejanía como si estuviera contemplando su destino. Haciendo caso omiso del paso de las horas, comienza entonces a contarme que va en un camino de no retorno hacia una guerra total contra el Estado en la que posiblemente termine muerto. Pero antes de morir se propone acabar con los de Cali y con todo el que se le ponga por delante y, a partir de ahora, las cosas no van a ser con plomo sino con dinamita, así tengan que pagar justos por pecadores. De pie junto a él, mirando también hacia el vacío, yo lo escucho espantada con el rostro bañado en lágrimas, preguntándome por qué este hombre tan increíblemente rico carga con ese odio enorme en el corazón, con esa necesidad de castigarnos a todos, esa ferocidad, tanta desesperación; por qué jamás descansa, y si toda esa rabia contenida y a punto de estallar como un volcán no es en el fondo otra cosa que impotencia para cambiar a una sociedad manejada por otros casi tan despiadados e inescrupulosos como él. De pronto, se voltea hacia mí:
—¡Y ya deja de llorar como una Magdalena, que tú no vas a ser mi viuda!
—¿Acaso crees que podría llorar por alguien como tú? ¡Lloro por mí, y por la fortuna que vas dejarle a tu viuda, que no va a saber qué hacer con ella! ¿Para qué quieres tanta plata si es para vivir así? ¡Y lloro por el país de ambos!… ¿Dinamita contra este pobre pueblo por tu causa egoísta? ¡Pero qué maldad la tuya, Pablo! En vez de reforzar la seguridad, y punto. ¿Crees, acaso, que algún pelotón de valientes soldados va a atreverse a venir a buscarte?
Responde que sí. Que pelotones y más pelotones van a venir por él tarde o temprano, y que para todos ellos es que necesita dinamita y mísiles. Yo comento que si alguien lo oyera lo internarían, no en una cárcel sino en un sanatorio, y que a Dios gracias hasta ahora me ha tenido a mí para contarme tanta chifladura que se le pasa por la cabeza. Y añado que estoy terriblemente preocupada por él, porque cada día se me está pareciendo más a Juan Vicente Gómez, el tirano venezolano multimillonario de principios de siglo:
—En su lecho de muerte, su madre le hizo jurar que perdonaría a todos sus enemigos y dejaría de torturar y asesinar a los opositores. Cuando la anciana exhaló su último suspiro, el presidente vitalicio salió del cuarto y les contó a sus esbirros sobre aquella petición: «Claro que se lo pude jurar por Dios, porque la pobre viejecita no sabía nada de política: ¡el último de mis enemigos lleva veinte años bajo tierra!» la diferencia entre tú y él, Pablo, es que Gómez duró casi ochenta años, mientras que tú, al paso que vas, no vas a durar ni cinco.
—¡Y tú estás sonando como una de esas esposas viejas que no hacen sino dar cantaleta!
Tranquilamente, respondo que esas esposas viejas siempre tienen la razón en todo porque los maridos viejos son brutos y tercos. Y le recuerdo que josefina era diez años mayor que napoleón, mientras que él y yo somos igual de «ancianos» pero yo me veo diez años más joven porque tengo sesenta y dos centímetros de cintura mientras que él luce mayor porque está cogiendo cuerpo de Santofimio por comer tantos frijoles. Y finalizo diciéndole que ya llevamos tres horas hablando y que Gilberto Rodríguez me advirtió que un día de éstos él me iba a mandar a matar. ¡Sí, hasta a mí! Como cualquier Juan Vicente Gómez, ¡por estar dizque con la oposición y dar cantaleta!
—¿A ti, mi amor? ¡Pero es todavía más miserable de lo que yo creía! Sólo le pido a Dios que el día en que yo lo acabe no estés tú con él, ¡porque si te llego a ver en una morgue al lado suyo voy a querer pegarme un tiro! —Tras una pausa, pregunta:
—¿Te ha prometido algo? Dime la verdad, Virginia. Respondo que la producción y distribución de un champú con mi nombre, y exclama:
—¡¿Un champú?! Pero, claaaro, ¡sólo un marica se fija en tu pelo! ¡Con laboratorios propios, y esa cara y esa cabeza tuyas, yo construiría un imperio! El tipo es un cobarde, mi amor. Le tiene más terror a esa bruja con la que está casado del que me tiene a mí. Y vas a comprobarlo antes de lo que tú crees…
Le ruego que, entonces, no me obligue a pedirle nada a su enemigo, la única persona que me contrata y que ofrece financiarme, posiblemente con una suma miserable. Le recuerdo que tengo terror de la pobreza y que prácticamente ya no me quedan familia, ni amigos, ni nadie en el mundo. Una y otra vez le imploro que tampoco me someta a tener que soportar la visión de todo ese espanto que me ha estado describiendo:
—¿Por qué no me evitas tanto sufrimiento, Pablo, y me mandas más bien a matar de uno de esos sicarios que obedecen todas tus órdenes como si fueras Dios? Ambos sabemos que ganas no te han faltado. ¿Por qué no lo haces ya, mi amor, antes de que alguien se te adelante?
Parece que esta última súplica tocara, por fin, alguna fibra de ese corazón de plomo porque, al escucharla, sonríe con ternura y viene hacia el extremo del balcón donde ahora me encuentro. Colocándose tras de mí, me envuelve en sus brazos y me susurra al oído:
—Pero ¡nadie mata a su biógrafo, amor!…Y yo no podría soportar la visión de un cadáver tan lindo… ¡y con sesenta y dos de cintura! ¿Acaso crees que estoy hecho de piedra? ¿Qué tal que quisiera revivirlo y no pudiera? —Y besándome en el pelo, añade—: ¡Ésa sí que sería una tragedia peor que la de Romeo y Julieta! no, mejor que ¡la de Otelo y Desdémona!… Sí, los de Yago, ¡Yago Santofimio!
Al enterarme de que averiguó quién era Iago, no puedo contener la risa. Aliviado, él comenta con un suspiro que en estos años realmente nos enseñamos muchas cosas y que crecimos mucho juntos. Yo le digo que él y yo éramos como dos arbolitos de bambú, pero no le cuento lo que estoy pensando: que ésta será la última vez que sentiré sus brazos alrededor de mi cuerpo, la última vez que reiremos juntos, la última vez que él me verá llorar… Sé que, pase lo que pase y haga él lo que haga, por el resto de mi vida extrañaré toda aquella alegría que Pablo y yo vivimos juntos. Y como siento ese dolor inexplicable de tener que dejarlo, ese terror de no poder olvidarlo, ese miedo de empezar a odiarlo, le insisto en que si me mandara a matar de un tiro yo no sentiría nada y él podría arrojar mis restos al remolino con unas flores silvestres. Añado que desde el cielo podría cuidarlo mejor que desde Bogotá e, incluso, hacerle relaciones públicas con todos sus «enviados» allá. Huele mi perfume, se queda en silencio durante un rato y me dice que nunca se había sentido tan insultado: él jamás, jamás podría dejarme sin una buena lápida! Una de lujo y robada, que
Aquí yacen la deliciosa carne y los huesos exquisitos
Que adornaron a Almalimpia, la Bella,
Mientras fue el ángel guardián
De Almanegra, la Bestia.
Yo celebro su talento único para componer versos y epitafios instantáneos, y su predisposición genética para todo lo relacionado con el negocio mortuorio. Y él me explica que es por la costumbre: a diario redacta docenas de amenazas de muerte para todos sus enemigos y se los manda por correo con su huella digital, para que nadie vaya a pretender disputarle la autoría intelectual. Comento que alguno de ellos va a terminar cortándome con una navaja, y se me ocurre preguntarle si podría quedarme con su Beretta… por lo menos durante un tiempo.
—Siempre te he dicho que no debes separarte de ella ni en la ducha, mi amor.
Siento un enorme alivio, y decido no pedirle mi llavero con el corazón de oro hasta el día en que él mande por su pistola. Me acaricia ambas mejillas, jura que mientras él viva nadie me tocará un pelo y me da un argumento más lapidario que todas las lozas de mármol juntas:
—¡Al que se atreva a tocarte esta carita, yo le corto ambas manitas con una motosierrita! Y hago luego lo mismo con las de sus horrorosas hijas, mamá, esposa, novia y hermanas. ¡Y las del papá y los hermanos también, para que quedes tranquila!
—¡Ése sí que va a ser un premio de consolación, Pablo!… «Almanegra, la Bestia»… ése va a ser el nombre perfecto para el protagonista de mi novela, un bandolero igualito a ti pero con la cara de Tirofijo…
—¡Ahí sí que te arrojaría viva al remolino, Virginia! En cambio, si le pones la cara de «el Comandante Papito» del M-19, vendes más libros, esos Italianos lo llevan al cine y puedes mandarme un ejemplar dedicado: «A mi Hada-Padrino, que inspiró esta historia. Alias la Cenicienta».
Reímos juntos y él mira el reloj. Dice que, como ahora sí son las 2:00 p.m., va a llevarme hasta el hotel para que sus muchachos me recojan a las 3:00 p.m. Pero primero voy a maquillarme esa nariz roja, que parece una fresa de tanto llorar, porque los empleados de la recepción van a murmurar que él me cogió a puñetazos para quitarme el diamante.
Como ya no nos veremos más, ahora sí puedo preguntarle por qué fui la única mujer a quien él nunca regaló pieles ni joyas. Me toma en sus brazos, me besa en los labios y me dice al oído que para conservar la ilusión de que nunca tuvo que comprar a la más bella de todas; y la más valiente y leal, aunque, eso sí, algo infiel… Yo me empolvo la nariz con una sonrisita de satisfacción mientras él me contempla con expresión de orgullo. Comenta que ese maquillaje es realmente una maravilla, y que es una lástima que él no tenga laboratorios de cosméticos, como el marica de Cali, sino sólo laboratorios de coca. Añade que si yo me «pirateara» la fórmula y le pusiera mi nombre, me volvería todavía más rica que él. Riendo, le pregunto cuándo es que él va pensar en algún negocio lícito y, con una sonora carcajada, me responde:
—¡Nunca, mi amor! ¡Jamás! ¡Toda la vida voy a ser el bandido más grande del mundo!
Antes de dejar la casita —y con un extraño brillo en la mirada— me anuncia una sorpresa que me tiene de regalo para que yo no me vaya triste: quiere que me pase un mes completo en Miami para que descanse de tanta amenaza.
—Carlos Aguilar, «el Mugre», está allá con otro de mis hombres de confianza y ellos se encargarán de recogerte en el aeropuerto y de llevarte también al regreso, ¡para que no te me vayas a escapar para Suiza! Pasa contenta y, cuando vuelvas, te llamo para hablar sobre algo que ellos van a mostrarte. Creo que te va a encantar y me gustaría saber qué piensas.
Partimos con él al volante, seguidos de otro auto en el que van sólo dos de sus hombres. Me sorprendo ante lo que parecen ser mínimas medidas de seguridad y me explica que ahora él inspira tanto respeto en Medellín que nadie se atrevería a tocarlo. Comento que en mi idioma «respeto» a veces se llama terror, y pregunto a quién va a asesinar esta vez en mi ausencia. Con un pellizco en la mejilla, responde que no le gusta que le hable así.
Le digo que según me han contado, esas historias sobre narcotraficantes que me quitan yates parecen haber salido de su oficina a raíz de lo de Vieira. Con un encogimiento de hombros, Pablo responde que él no puede controlar cada palabra que sus muchachos dicen. Y si la mujer del señor de Cali se diseñó esa fórmula para hacer quedar a su esposa como una sicópata, y a él como un imbécil, no es culpa suya que ahora cualquiera pueda llamar a una emisora y decir que «Tarzán» era un narcotraficante, su lancha vieja un yate y la emergencia en altamar un intento de suicidio.
—Y debes aceptar que —gracias a esa víbora— a partir de ahora los medios siempre van a tachar de narcotraficante a todo hombre que se te acerque.
—No, Pablo, ¡no seas tan optimista! Hace unos meses, Felipe López me preguntó si me casaría con él; y tú ya debes saberlo, porque interceptas mi teléfono. Es hijo del ex presidente más poderoso de Colombia, alto y bello, y un pichón del Ciudadano Kane. Y la revista Semana siempre te ha tratado sospechosamente bien, considerando que eras algo más que… un simple rival del dueño.
Ni siquiera volteo a mirarlo. Tras unos segundos, él pregunta qué contestó «la Cenicienta». Y yo le digo que textualmente:
—«Como tú eras de matrimonio abierto, Felipe, ¿quieres acaso compartirme con Pablo Escobar, a quien tú convertiste en mito? Porque mis maridos no son cabrones y, si estando casado con la mujer más fea de Colombia parecías el Rey de los Alces, ¿qué tal que estuvieras casado con la más bonita?»
Él ríe a carcajadas, y comenta que Felipe López sería capaz de cualquier cosa con tal de quedarse con todos sus secretos… y con los de los magnates avaros. Yo le digo que más bien con los de todas las generosas contribuciones de los dos carteles de la droga a su papá. Y le cuento que los López siguen rigurosamente los preceptos de Winston Churchill a Jorge Vi: cierto día, el rey preguntó a su primer ministro por qué había metido al gabinete «a todos esos espantosos laboristas». Churchill, que usaba el mismo lenguaje de Jorge Vi porque era nieto del duque de Marlborough —y, en todo caso, estaban entre hombres—, respondió acompañando sus palabras con un elegante gesto de su mano y dos arcos de ciento ochenta grados, uno de ida y otro de vuelta:
—«Sire: ¡porque es preferible tenerlos adentro haciendo pipí p’afuera, que afuera haciendo pipí p’adentro!»
Seguimos riendo, y él comenta que lo que más va a extrañar son todas mis historias. Respondo que las suyas son todavía mejores, y por eso es que quiere conservarme en «el gabinete». Dice que nunca olvidará que yo era la única mujer que abría las puertas de los ascensores de par en par, como si fuera Supermán, y no lloraba con el gas lacrimógeno pero sí a mares con todo lo demás y sin preocuparse del maquillaje. Añade que jamás ha conocido a nadie que tuviera veinte vidas y yo le digo que lo que nunca debe olvidar es que él no tiene sino una sola y que el día en que la pierda yo también voy a querer meterme un tiro. Vamos jugando nuestro ping-pong verbal de siempre, el último de miles, y de pronto nos detenemos ante una luz roja. Nunca antes lo habíamos hecho, porque de noche siempre conducía como un prófugo de la justicia y no al paso lento de esta tarde. Volteo a mirar a mi derecha y observo que la conductora del auto de al lado nos ha reconocido y no puede dar crédito a sus ojos. Ambos la saludamos y Pablo le sopla un gran beso. Ella sonríe encantada y yo le digo que, ahora que él va camino de convertirse en todo un símbolo sexual, deberá jurarme que hará más el amor y menos la guerra. Ríe, toma mi mano, la besa, me agradece por haberle regalado tanta felicidad, y con la última de sus miradas pícaras, me promete que a partir de ahora va a intentar comer menos frijoles. Y yo digo:
—Esta noche, cuando la feliz mujer le cuente al esposo que tú le coqueteaste, él sólo dirá que le pida cita al siquiatra o al oculista. En tono burlón, y sin despegar los ojos del diario, él exclamará que ella es sólo una mitómana que debería ponerse a dieta. O que tú eres un adúltero y yo una pecadora. Por eso es que los maridos son tan aburridos…
Y como en todo lo que a él respecta ya no tengo nada que perder, aprovecho toda esa alegría para volver al motivo inicial de mi visita:
—Pablo: Luis Carlos Galán va ser el próximo presidente y al otro día va a reimplantar la extradición. Necesitas hacer ya una alianza pacífica con Gilberto e ir diseñando una fórmula conjunta de paz con el M-19, que son gente inteligente y amiga de ustedes dos.
—No, mi amorcito: ¡Galán nunca va a ser presidente!
—No te engañes más, que en el 90 lo van elegir. Pero todo el mundo tiene un precio, y si hay alguien que lo sabe eres tú.
—Pues puede que lo elijan, ¡pero no se posesiona! Y es que, ¿acaso me estás sugiriendo que lo compre?
—No, no podrías. Creo que el precio de Galán podría ser una fórmula de paz, si el Mexicano se olvidara ya de ese odio ciego por los comunistas e intentara hacer un armisticio con la Unión Patriótica y las FARC, y tú dejaras esa guerra estúpida con los de Cali para hacer bloque con Gilberto y «el Eme». Si matas a Galán, en cambio, la historia va a convertirlo en otro Jorge Eliécer Gaitán y a ti en otro Roa Sierra. Tú no eres eso, mi amor, y yo no quiero verte morir así porque tú no te mereces ese destino. Tú tienes un liderazgo formidable, una estatura, una presencia nacional, manejo de medios. Mucha gente te necesita, Pablo, miles de pobres. No puedes dejarlos abandonados a su suerte.
—Las cosas son mucho más complicadas de lo que tú crees: tengo encima a la Policía y al DAS, que está con los de Cali. El Mexicano y yo necesitamos al Ejército. ¡Y al lado de inteligencia Militar —el B-2, que es nuestro—, la policía y el Servicio Secreto son unas monjitas! El Santo tiene también muchos contactos en los organismos de seguridad y en los altos mandos militares; sé perfectamente que le presta servicios a ambos carteles —porque los políticos no son leales a nadie— pero yo lo uso, como lo usan los Rodríguez. Aquí van a pasar cosas terribles, Virginia, y no hay nada, nada que tú puedas hacer para cambiar el rumbo de los acontecimientos.
Intento hacerle ver que los dueños de las mentes perversas que manejan ese país deben estarse frotando las manos. Con el DAS —que es de ellos— y la plata de los Rodríguez, unos arribistas tan políticamente ingenuos como él, calladitos la boca van a dejar que él y Gonzalo se encarguen de sacar de la baraja a cuanto candidato a la presidencia amenace su nepotismo, sus embajadas y las pautas publicitarias de sus medios
—Ustedes dos van a ser sólo idiotas útiles de las familias presidenciales y de los grupos económicos. Cuando te maten, Gilberto se quedará con tu negocio y Alfonso López y Ernesto Samper se eternizarán en el poder. Yo también sé todo lo que va a pasar contigo.
Vuelve a decir que no le gusta que le hable así. Lo observo, y veo que luce cansado y súbitamente pareciera haber envejecido. Llevamos cuatro horas y media discutiendo, le he cantado todas las verdades que antes no me hubiera atrevido a decirle, le he mencionado una y otra vez a su rival y le estoy diciendo adiós para siempre. Comento que el problema con todos ellos es, precisamente, que no tienen quien les diga la verdad, porque detrás de todo hombre asquerosamente rico sólo hay una gran cómplice o una gran esclava. Voltea a mirarme y, sorprendido, pregunta qué quiere decir eso. Y como sé que mis palabras resonarán en sus oídos y quedarán grabadas en su memoria, se lo explico:
—Que tu mujer es una santa y la de tu enemigo es una víbora, y algo me dice que ellas serán la perdición de ustedes. No me preguntes por qué. Ya sólo puedo decirte que toda la vida te llevaré en el corazón. Ahora ve con Dios, mi amor.
Nos detenemos a unos metros de la puerta del hotel y nos decimos adiós para siempre.
Ambos sabemos que es la última vez que lo veré con vida.
Él coloca su mano detrás de mi cuello y me besa en la frente por última vez.
En completo silencio, él y yo acariciamos nuestros rostros por última vez.
Con ojos plenos sólo de ausencias infinitas, él y yo nos miramos por última vez.
Él me contempla por unos instantes, con esos ojos que parecieran contener todos los peligros y anunciar todas las tragedias. Sus negros ojos tristes que parecieran arrastrar todos los cansancios, todas las condenas.
Y para que él siempre me recuerde como yo siempre fui, antes de bajar del auto hago un esfuerzo sobrehumano para tragarme las lágrimas y le regalo mi último beso fugaz, la última de mis sonrisas más radiantes, mi último par de palmaditas cariñosas y una mirada que ya sólo puede prometerle todas aquellas simples cosas que cantaba Billie Holiday con esa voz de ensueño en «I’ll be Seeing You».
Al llegar al aeropuerto sus dos hombres me señalan a un señor joven con aspecto de persona importante. Al verme, éste sonríe y viene inmediatamente hacia nosotros, y él y sus dos acompañantes se saludan efusivamente con los míos. Hacía ya varios años que no veía yo a aquel prometedor político de mirada inteligente y semblante de estudioso, y me alegro de poder felicitarlo porque acaba de ser elegido senador. Conversamos durante algunos minutos, y cuando se despide con un afectuoso abrazo le dice a los muchachos de Pablo:
—Y ustedes dos, ¡me saludan al Patrón!
El hombre que se sienta mi lado en el avión resulta ser uno de los muchos conocidos de Aníbal Turbay. Son ventajas de viajar nuevamente en «colectivo» y no en jet privado.
—Te vi con los muchachos de Pablo Escobar y conversando con Álvaro Uribe Vélez. ¡Sin él, Pablo no sería archimillonario; y sin Pablo, Alvarito no sería senador! Uribe es primo de los Ochoa y pariente lejano de Escobar, ¿acaso no sabías? ¿Pero en qué mundo vives, Virginia? ¡Si aquí en Medellín todo eso es historia patria!
Y empieza a contarme la vida y milagros de todo el gremio: quién era Alberto Uribe Sierra, el padre de Alvarito, cuándo va a empezar la guerra, quién va a ganar y quién va a perder, cuántos kilos despacha el uno en Cali y cuántos el otro en Medellín, cuántos «se le cayeron» a Fulano y cuántos «coronó» Sutano. Y cómo fue que él se les escapó a los federales de una corte en Manhattan durante un receso entre dos juicios antes de que sonara el martillo en el segundo, el juez gritara guilty! y le dieran cadena perpetua. Tras una odisea cinematográfica llegó al país un año después, besó el suelo patrio y juró que nunca más volvería a salir de Colombia. Ahora vive con su mujer en una pequeña finca, ¡feliz, y eso que es el único ex narcotraficante de la historia, y que no tiene un centavo!
Pienso que este hombre increíblemente simpático —que ríe a carcajadas con unos dientes como los de Mack the Knife y antaño vendiera «mercancía» a los mafiosos Italianos de Nueva York— es, definitivamente, un tesoro mucho más grande que todos aquellos que otrora buscara Manolito de Arnaude. Y en los siguientes cinco años y medio, y casi hasta la muerte de Escobar, yo adoptaré a ese locuaz conversador como mi propia versión local de «Deep Throat», el misterioso personaje de la vida real, la escrita y la pantalla en Los hombres del presidente.
Aquel día en que le dije adiós a Pablo para siempre fue también el de la segunda y última vez que hablé con el primer presidente reelecto de Colombia (2002-2006-2010). Nunca volvería a verlos —ni a Escobar, ni al Doptor Varito— y ya sólo volvería a hablar con Pablo por teléfono. Pero por esas extrañas cosas de la Divina Providencia, y gracias a «Garganta Profunda», en el siguiente lustro yo sabría todo, todo lo que estaba ocurriendo en la vida y el mundo de Pablo Escobar. Ese altibajo mundo, aterrador y fascinante, de «la Banda de los Primos».