El rey del terror

—La gente de Berlín oriental se consume de aburrimiento y de tristeza… ¡Ya no aguantan más, y en cualquier momento van a tumbar ese muro! Me parece estar viendo esta grandiosa avenida unida en menos de un año —le comento a David, quien está junto a mí observando el Reichstag y la Puerta de Brandeburgo desde una torre de observación.

—¿Estás loca? ¡Va a estar ahí más tiempo que el Muro de Adriano y la Gran Muralla China!

Los vientos del destino me han llevado hasta Berlín occidental en el último año de las dos Alemanias y el anterior al de la caída de la Cortina de Hierro. Como uno de esos poderosos tsunamis imposibles de ver desde la superficie, todo tipo de acontecimientos subterráneos se están sucediendo en el lugar que sólo quince meses después se convertirá en el epicentro del colapso del comunismo en Europa. Pero no es precisamente por razones políticas que ahora, cuando llego a un aeropuerto internacional, todas las alarmas rojas parecen encenderse. El DAS de Colombia sabe que el mayor narcotraficante del mundo prácticamente exporta sus toneladas de drogas en contenedores, transfiere el efectivo en congeladores industriales y todavía no tiene necesidad de utilizar a su ex novia como «mula», el rango más bajo dentro de la creciente y ahora multinacional industria diseñada por él y una decena de socios o rivales billonarios. Y me he dado cuenta de que el súbito interés del FBI y de la policía europea por mí parece estar coincidiendo con el hecho de que, últimamente, siempre que viajo desde Bogotá hacia otro país personas vinculadas a las élites del narcotráfico ocupan buena parte de la primera clase del avión.

También he observado que, cada vez que los becarios del gobierno alemán regresamos a Berlín algún viaje a otras ciudades, en mi habitación de la pensión estudiantil los papeles y frascos con productos de tocador no están en el orden milimétrico en que los había dejado. Los funcionarios del Institut für Journalismus han comenzado a mirarme de manera inquisitiva y a preguntar cosas como por qué mi ropa es de ejecutiva y no de estudiante. Sé lo que están pensando y que las autoridades han estado indagando sobre mí. Sé que me han estado siguiendo y por qué. Y estoy absolutamente feliz.

Cierto día me armo de valor y decido llamar al consulado de Estados Unidos en Berlín —en 1988 la embajada está en Bonn— desde un teléfono público, para ofrecerles mi cooperación. Digo a quien contesta que creo tener información sobre un posible complot de Pablo Escobar con los cubanos y los Sandinistas. Al otro lado de la línea el operador del conmutador pregunta «Pablo who?», comenta que cientos de disidentes comunistas llaman todo el tiempo para decir que los rusos van a volar la Casa Blanca con una bomba atómica y cuelga. Al darme vuelta me encuentro con los ojos de un hombre que me había parecido ver unos días antes en el jardín zoológico, ubicado cerca de Europa Center —donde está el Instituto— y adonde voy con frecuencia para deleitarme pensando que, frente al de Berlín, el zoológico de la Hacienda Nápoles realmente luce como el Murito de Berlín frente a la gran Muralla China.

Pocos días después un hombre me intercepta antes de subir a un avión. Se identifica como oficial antinarcóticos de la Bundes Kriminal Amt, BKA o Interpol Wiesbaden. Cuando me dice que quisieran hacerme unas preguntas, le pregunto si fueron ellos quienes me siguieron en el zoológico y el día de mi llamada al consulado americano, pero me asegura que no fue la BKA.

Me reúno con él y su superior y, de entrada, me informan que estoy en todo mi derecho de demandar por la intromisión en mi vida privada: han revisado mi habitación semanalmente, han interceptado mis llamadas telefónicas, han abierto hasta mi último sobre de correspondencia y han investigado a cada persona con quien me he visto. Yo les explico que, lejos de demandarlos, lo que deseo hacer es entregarles los nombres y jerarquías de todos, absolutamente todos los narcotraficantes y lavadores de dólares que yo haya conocido u oído nombrar en mi vida, porque siento un odio visceral por esos criminales que acabaron con mi buen nombre y el de mi país; pero primero van a decirme quién es la persona que me ha estado denunciando cada vez que viajo. Tras días de discusiones bizantinas, me dan el nombre: es Germán Cano del DAS.

Entonces sí comienzo a hablar. Lo primero que les informo es que en el avión en el que yo venía en la cola con mi pasaje de estudiante viajaba en primera clase «Guillo» Ángel, uno de los miembros más visibles del cartel de Medellín, con su socio, un lavador de dólares de apellido Abadi, hijo de una de las familias judías más ricas de Colombia. Al llegar al aeropuerto de Frankfurt ambos siguieron derecho, «como Juan por su casa», mientras todos los policías venían a examinar mis maletas para ver si era cierto que la novia, o ex amante, del séptimo hombre más rico del mundo traía algún kilito de coca y se arriesgaba a diez años de cárcel por ganarse cinco mil dólares para un traje más de Valentino o de Chanel.

—Si Germán Cano todavía no sabe quiénes son los máximos capos de las drogas, y quiénes los grandes lavadores de dinero, es porque el Servicio Secreto colombiano los está protegiendo. Creo que Extranjería del DAS tiene gente en las aerolíneas que les pasa el dato de cuándo voy a viajar; ellos se lo pasan a los narcotraficantes amigos y, llegado el día, me convierten a mí en un señuelo para distraer a las autoridades extranjeras. Está ocurriendo todo el tiempo, y yo no creo en coincidencias.

Añado que la policía antinarcóticos de mi país ha estado durante años a sueldo de la DEA y que no voy a pretender que ellos me digan si el DAS recibe o no beneficios de Interpol; pero les hago ver que es perfectamente plausible que con una mano estén recibiendo de sus colegas europeos y con la otra de los grandes narcos.

—Díganme cómo puedo ayudarles. Sólo pido que me den un pasaporte o documento de viaje, para que el DAS no sepa cuándo viajo fuera de Colombia ni cuándo regreso. Hago esto por principio y no tengo la menor intención de pedirle a su gobierno ni asilo, ni trabajo, ni un centavo. Mi único problema es que me juré que jamás volvería a ver a nadie de ese negocio y mi única fuente de nuevos datos es un ex narcotraficante. Pero parece ser el mejor informado del mundo.

Así, como consecuencia de lo que me hicieron los jefes de los dos máximos carteles y las denuncias del Servicio Secreto colombiano, comienza mi cooperación con las agencias antidrogas internacionales. Pienso que, si en vez de preocuparse tanto por revisar mis maletas para ver si yo llevaba diez mil o más dólares para un Pablo sin liquidez, el FBI hubiera sido así de eficiente en el seguimiento, seguimiento del Mugre y los aviadores Sandinistas, hubiera podido desbaratar en cuestión de pocas semanas la impresionante Cuban Connection del cartel de Medellín y su estructura financiera. Y si, en vez de hacérmelo a mí y a mis elegantes amistades europeas, Interpol hubiera hecho semejante seguimiento a los grandes narcotraficantes y lavadores que venían en el mismo avión conmigo, también habría podido cortar de raíz la European Connection del cartel de Cali que se disparó al año siguiente.

Para los policías en todas partes del mundo sus colegas serán siempre más valiosos que sus informantes. Por ello entrego a aquellos europeos amigos del DAS todos los nombres de los narcotraficantes y sus cómplices, pero decido no hablarles de política caribeña y esperar, más bien, a que se presente una oportunidad ideal para contactar directamente a los americanos. Mi cooperación no es necesaria: la conexión de Pablo con Cuba cae el 13 de junio de 1989 y para el 13 de julio Fidel Castro ya ha fusilado al general Arnaldo Ochoa —héroe de la revolución y de la guerra de Angola—, y al coronel Tony de la guardia. Recibo la noticia de la muerte del general con profundo dolor, porque Ochoa fue siempre un hombre de extraordinario valor que no merecía morir en un paredón acusado de traición a la Patria.

Una guerra es lo más costoso que existe. Se deben comprar armas por toneladas y toneladas de dinamita. Se debe pagar generosamente no sólo a los soldados sino a todo tipo de espías y delatores y, en el particular caso de Pablo, también a las autoridades en Medellín y Bogotá, a políticos y a periodistas amigos. Estos centenares —posiblemente miles— de personas equivalen a la nómina de una corporación, y no hay toneladas de coca que resistan ese desangre cotidiano de recursos. Sé que para este momento Escobar tiene dos problemas en la vida: para el público es obviamente la extradición; pero para los bien informados —como Garganta Profunda y como yo— es el dinero. Tras la caída de la Conexión Cubana, Escobar se enfrenta a la urgencia de masivos recursos líquidos para una guerra que está polarizando a todos sus enemigos: el cartel de Cali, el DAS y la policía. Ya le han costado a centenares de hombres y, como jamás deja abandonada a la familia de quien dio la vida por él, cada sicario muerto se multiplica por varias bocas que alimentar. Pero lo más grave de todo es que la guerra ha provocado la estampida hacia el Valle del Cauca de muchos de sus anteriores socios, porque Pablo ha comenzado a cobrar impuestos a su gremio para la lucha contra la extradición. Quien no paga con efectivo, mercancía, vehículos, aviones o propiedades lo hace con la vida y, cansados ya de su extorsión y la crueldad de sus métodos, muchos capos, como aquel que venía en el mismo vuelo mío, se han pasado a las filas del cartel de Cali.

Sé que para obtener recursos Escobar recurrirá cada vez más al secuestro y que, para poner al Estado de rodillas, despedazará a Bogotá y utilizará cada vez más fríamente a la prensa. Por ese desprecio que siente hacia los medios de comunicación que lo habían fustigado sin compasión cuando estaba conmigo —y porque estaba conmigo—, ha bautizado a una de sus casas con el nombre de «Marionetas». Desde mi soledad, yo observo en silencio cómo aquellos colegas que me habían insultado con los peores epítetos por amar al Robin Hood Paisa se arrodillan ahora ante el Rey del Terror. Todos lo cortejan anhelantes, pero es él quien los necesita con desesperación. Y el megalomaniaco obsesionado con la fama, el extorsionista que conoce como ninguno el precio de los presidentes aprende a manipularlos para vender la imagen de que cada día se vuelve más aterrador y todopoderoso, precisamente porque a cada hora se torna más vulnerable y menos rico. Las marionetas de aquel titiritero de la historia convierten al Chopo, el Arete, el Tomate y la garra en «el Ala Militar del Cartel de Medellín» y al Mugre en «el Ala Financiera del cartel de Medellín», adjudicándole a Pablo ante la prensa extranjera casi condición de jefe de una organización nacionalista como la OLP, la ETA o el IRA; mientras éstas luchan, respectivamente, por el derecho a una patria palestina o por la causa separatista del País Vasco o de una parte de irlanda, el Ala Militar y el Ala Financiera del cartel de Medellín sólo luchan por una causa individual: la de que no extraditen al Patrón.

Y mientras casi mil policías van cayendo muertos, esa justicia colombiana que tarda veinte años en llegar —ese eterno instrumento de los victimarios— se convierte también en víctima de su propia indiferencia con las demás: en 1989 los narcotraficantes asesinan a más de doscientos funcionarios de la justicia y ya ningún juez se atreve a fallar un proceso en contra de ellos.

En 1989 regreso a Europa con toda la información que he podido reunir para Interpol. Me parece que en asuntos de narcotráfico los alemanes prefieren entenderse con el FBI y con el DAS y dejarle la policía colombiana a la DEA, por la que no parecen sentir una particular admiración. Pero la verdad es que en agosto de aquel año no estoy pensando mucho en los eventos políticos o en las noticias de Colombia, porque mi padre está muriendo y me preocupa el sufrimiento de mi madre. Sólo tiempo después supe que el 16 de ese mes mi ex amante había mandado a asesinar al magistrado que le había abierto proceso por la muerte del director del diario, y que en la mañana del 18 también había hecho lo mismo con el comandante de la policía de Antioquia, Coronel Valdemar Franklin Quintero, por haberla purgado de oficiales al servicio de Pablo Escobar y haber detenido a la Tata y a Manuela durante varias horas para interrogarlas sobre su paradero. El 19 muere mi padre y esa noche le digo a mi madre que no viajaré a Colombia para asistir a su funeral, porque él nunca me quiso y para 1980 ya había dejado de hablarme.

Pero hay otra razón para no estar con ella, y es un terror que no puedo compartir con nadie. Porque la noche anterior a la mañana de la muerte de mi padre Pablo cometió un crimen que fue sólo uno entre miles de cifras en sus estadísticas, pero fue el más notable de todos: el 18 de agosto de 1989 dieciocho sicarios con carnets del B-2 del Ejército asesinaron al hombre que sería el presidente de Colombia en 1990-1994 con sesenta por ciento de los votos y quizás el único realmente intachable desde los ya lejanos días del único estadista colombiano de la segunda mitad del siglo XX. Un mes antes, el general Maza Márquez había reemplazado a sus escoltas de confianza con un grupo de hombres a órdenes de un tal Jacobo Torregrosa. Sé que de viajar para el funeral de mi padre, hombres adscritos al Servicio Secreto colombiano seguramente me estarán esperando en el aeropuerto para interrogarme sobre Escobar y las razones de mis frecuentes viajes a Alemania, y que terminaré en manos de una docena de animales en algún calabozo del DAS o en la Escuela de Caballería del Ejército. Sé también que los medios, sedientos de venganza, creerán cualquier cosa que el general Maza quiera decirles y que aplaudirán a rabiar toda la sevicia que el DAS o el B-2 quieran utilizar contra mí, como lo han hecho durante años con las legendarias palizas y desfiguraciones. Porque aquel candidato a la presidencia se llamaba Luis Carlos Galán, y para Pablo Escobar era el primero y el último, el peor y el mayor en una cada vez más extensa lista de enemigos acumulados a lo largo de una vida signada por el odio y destinada sólo a las más implacables formas de venganza.

Tres meses después del asesinato de Luis Carlos Galán, Pablo Escobar vuela un avión de Avianca con ciento siete personas en el que viajaría el galanista César Gaviria —ahora candidato oficial a la presidencia del Partido Liberal—, quien en el último momento había decidido no abordarlo. Por este crimen, el sicario la Quica sería posteriormente sentenciado a diez cadenas perpetuas en una corte de Nueva York; los investigadores concluirían que el explosivo utilizado fue el mismo Semtex de los terroristas del Medio oriente y el detonador muy similar al utilizado por Muammar Gaddafi para volar en diciembre de 1988 el jet de Panam con 270 personas sobre la aldea escocesa de Lockerbie por el cual Libia recientemente tuvo que pagar una indemnización millonaria a cada una de las familias de las víctimas. Manolo el Etarra había enseñado a Pablo y a sus hombres a fabricar las más potentes bombas, y fue así como pude comprobar una vez más que el terrorismo internacional estaba tan interconectado como lo estaba el narcotráfico con los poderes de mi país y con casi todos los del área circundante.

En noviembre de 1989 cae el Muro de Berlín. Es el comienzo oficial del fin de la Era de la Cortina de Hierro y de los gobiernos comunistas en Europa oriental. Ese diciembre el gobierno de George H.W. Bush invade a Panamá y el general Noriega es depuesto y conducido a los Estados Unidos para ser juzgado por narcotráfico, crimen organizado y lavado de activos. Carlos Lehder se convierte en el más valioso testigo del narcotráfico contra el ex dictador y su sentencia es reducida de casi tres cadenas perpetuas a cincuenta y cinco años.

En diciembre de ese mismo año un bus con ocho mil kilos de dinamita sacude y despedaza hasta los cimientos del edificio del DAS. Sólo se salva el general Maza, y únicamente porque su despacho se encontraba encerrado en concreto reforzado con acero. Quedan casi cien muertos y ochocientos heridos y, ante aquel espectáculo dantesco, yo ya no quedo llorando por los muertos sino por los vivos. Dos semanas después, en una emboscada del Ejército en la costa del Caribe, cae muerto Gonzalo Rodríguez gacha. Mientras el país estalla en júbilo ante la vulnerabilidad del cartel de Medellín, en la población de Pacho, cercana a Bogotá y reino absoluto del Mexicano, miles de personas lloran la muerte de su benefactor. Sé que a partir de ahora el general Maza y el cartel de Cali serán un solo bloque de concreto y acero contra Pablo, quien se ha quedado sin el único amigo y aliado incondicional de su misma talla y con la extrema izquierda enemiga de Gonzalo sumada a los enemigos suyos de la extrema derecha, esos paramilitares que con el tiempo se convertirán en el más feroz catalizador de todos los odios inspirados por él Escobar.

Aquel rosario de guerras consecuencia de la primera se va polarizando con el paso de los días. Con Bernardo Jaramillo —el siguiente candidato presidencial de la Unión Patriótica— y con Carlos Pizarro Leongómez, del ahora desmovilizado M-19, son ya cuatro los aspirantes a la presidencia que han caído asesinados. Nadie se atreve a pedir explicaciones al encargado de velar por su seguridad: el inamovible director del DAS.

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Pero, además de mi beca y mi cooperación con Interpol, había otra razón para que yo pasara en Alemania buena parte de los cuatro años transcurridos entre mi despedida de Pablo en 1987 y mis siguientes contactos con él.

En julio de 1981 había sido yo el único periodista colombiano enviado a Londres para cubrir la boda de Carlos y Diana, príncipes de gales. Tras realizar sola una transmisión maratónica de seis horas, regresaba feliz y orgullosa porque tanto la BBC como el Centro de información de la Corona me habían ofrecido trabajo. Había declinado, porque la ilusión de la programadora propia con Margot superaba a la de cualquier película de Hollywood u oferta de algún prestigioso medio internacional. En el vuelo de Londres a París, donde debería hacer una larga escala para tomar el de regreso a Bogotá, una chica encantadora se había sentado junto a mí y nos habíamos venido conversando felices sobre la boda real.

Al llegar a París ella me había presentado a su hermano, quien la esperaba en el Aeropuerto Charles de Gaulle para proseguir juntos hacia el sur de Francia. Mientras ella llevaba a su sobrinito a comprar un helado, él y yo nos habíamos quedado conversando. Me pareció que, como yo, aquel hijo de un noble alemán y una belleza lombarda tampoco estaba felizmente casado y, al despedirnos, ambos supimos que en un día no muy lejano volveríamos a vernos. Cuando en la noche de mi llegada a Bogotá David Stivel me había dicho que me dejaría para irse con su actriz, yo le había dicho tranquilamente:

—Hazlo hoy mismo, porque ayer conocí en París al único hombre con quien volvería a casarme. Es bello, diez años más joven que tú y cien veces más brillante. Sólo tienes que firmar el documento que mi abogado te entregará en un par de días, y ojalá seas tan feliz como me propongo serlo yo en un futuro.

Una de las tres razones por las que yo me enamoré de Pablo fue el regalo de mi libertad: en un lunes de enero de 1983 me había dicho que ese viernes, tan pronto como yo quedara libre de mi ex esposo, debería cenar con él antes de que otro ogro se le atravesara en el camino. Y a partir de aquella anoche nos habíamos amado tanto con ese hombre de la misma tierra mía que ya raras veces pensaba en aquel otro de un país lejano. El hombre superior con quien según Pablo yo alguna vez me casaría —y el que según Dennis yo amaría— volvería a mi existencia para regalarme por un tiempo breve todas las formas de felicidad que yo creía reservadas sólo para los justos en el Paraíso. Y regresaría para cumplir el más extraño papel en la muerte de Pablo y uno aún más extraño en la vida mía.

Hace un par de años que él se ha divorciado y, cuando su hermana le cuenta que estoy en Alemania, viene a verme al día siguiente. Baviera es uno de mis paraísos terrenales y Münich uno de mis paraísos urbanos, casi la ciudad neoclásica perfecta del rey loco y su compositor de la Tetralogía del Nibelungo. Durante varias semanas recorremos la Vieja Pinacoteca, con sus tesoros de todos los tiempos y aquellos Rubens titánicos de El Rapto de las Sabinas, y la nueva Pinacoteca con tantas otras joyas del tiempo de él y mío. Paseamos por la campiña bávara, una de las más bucólicas que Dios haya creado, y somos increíblemente felices. Un tiempo después me pide que me case con él y, tras pensarlo durante unos días, acepto. Él coloca en mi dedo un anillo de compromiso con un diamante de ocho quilates —el número del infinito— y fijamos la fecha del matrimonio para mayo del año siguiente. Su madre me dice que pronto iremos a París para encargar con seis meses de anticipación el traje de novia de Balmain Alta Costura que quiere regalarme y, por primera vez en mi vida, todo se acerca a la más divina perfección soñada por el más sibarita de los epicúreos o por mi adorado poeta sufí del siglo XIII.

Unas semanas después mi futura suegra me envía a su chofer porque quiere que yo firme unos documentos antes del matrimonio. Al llegar a su casa me pone por delante un contrato prematrimonial: en caso de divorcio o de la muerte de su hijo —uno de los herederos principales de su segundo y multimillonario marido— se me reconocerá un porcentaje de la fortuna de mi esposo tan ridículo que yo sólo puedo interpretarlo como el insulto que evidentemente es. Con voz helada me dice que si no lo firmamos desheredará a su hijo. Cuando le pido una explicación sobre las razones de su súbito cambio de actitud hacia mí, saca de su escritorio un sobre lleno de fotos mías con Pablo Escobar acompañadas de una carta anónima. Le pregunto si mi prometido está enterado de todo lo que está ocurriendo y, con la mayor ironía, me responde que ella jamás podría atravesarse en la felicidad de su hijo pero que en la siguiente hora él estará informado de todas las razones para la decisión que ella y su marido han tomado. Le digo que mi novio ya sabe sobre esa relación y que ella está destruyendo todos nuestros sueños, porque yo jamás podría casarme con alguien que no vaya a ser mi socio y compañero en términos de completa igualdad en todas las circunstancias, buenas o duras, de la vida y porque sin mí a su lado su hijo nunca volverá a ser feliz.

De nada sirve la insistencia de mi prometido de que le dé unos días de plazo mientras intenta convencer a su madre de que cambie de parecer: le devuelvo su anillo, y esa misma noche me regreso para Colombia con el corazón destrozado.

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Al llegar me entero de la muerte violenta de dos conocidos míos, dos personas totalmente opuestas: Gustavo Gaviria Rivero y Diana Turbay Quintero.

La del primero me deja triste durante muchos días. No sólo por él, sino porque sin esa roca inamovible que era su primo, Pablo enloquecerá aún más y el país terminará pagando las consecuencias. Se ha quedado sin las fortalezas y apoyo de los capos fundadores de la industria y únicamente con su hermano Roberto y, aunque hombre de total confianza en materia contable, el osito no tiene ese impresionante dominio del negocio que tenía Gustavo, esa obsesión por su control absoluto, esa cualidad despiadada imprescindible para manejar un imperio del crimen organizado y más uno en el que el otro socio se encuentra casi siempre ausente y exigiendo recursos y más recursos para una guerra contra todo un Estado con Fuerzas Armadas y agencias gubernamentales organizadas. Sé que, a pesar de la lealtad incondicional y todos los talentos de su hermano, sin su primo Gustavo el negocio de Pablo irá en picada y el de sus enemigos en ascenso. Y sé algo que él también ya sabe: el siguiente muerto será él, y a mayor su crueldad mayor será su mito.

Pablo siempre ha sabido que las mujeres sufren más y que las víctimas femeninas inspiran más compasión que las masculinas. Por eso, esta vez ha escogido a nidia Quintero, la ex esposa del presidente Julio César Turbay— como obligado vocero de su causa. Mientras que al durísimo gobierno de Turbay Ayala se le adjudican miles de desapariciones, las dimensiones de la tarea social que nidia encabeza la han convertido en una de las personas más queridas de Colombia. Cuando su hija Diana Turbay se dirige a entrevistar para el noticiero que dirige al cura español Manuel Pérez, jefe del ELN (Ejército de Liberación Nacional), los hombres de Escobar la interceptan. Ahora la mujer más admirada de Colombia en tiempos recientes clama al nuevo presidente César Gaviria para que pare la guerra, escuche a los Extraditables y salve la vida de su hija. Gaviria no sacrifica el Estado de derecho al hombre que asesinó a sus predecesores en la dirección del galanismo y voló un avión en el que él viajaría, y el gobierno arremete con todo: en un intento por liberar a Diana, una policía ciega de odio contra los hombres de Escobar y desesperada por vengar la muerte de centenares de colegas, confunde a la víctima —quien lleva un sombrero— con uno de sus secuestradores. Diana muere en el tiroteo, y el país entero acusa a los uniformados de hacer los disparos primero y las preguntas después y al presidente por su falta de compasión ante las súplicas de la madre de la víctima, de la prensa, de la iglesia y de todo un país cansado de ver desfilar por televisión día y noche sólo entierros de cientos de muertos humildes y funerales multitudinarios de muertos notables. Ya Escobar lo había anunciado:

—Lo único que se ha democratizado en este país es la muerte. Antes sólo los pobres morían violentamente. ¡A partir de ahora, también los poderosos morirán así!

Pero si hay un dolor que no olvidaré jamás es el de mi amiga periodista —novia de un dirigente del M-19 y cuyo nombre callaré por siempre— sollozando en mis brazos mientras me cuenta cómo fue violada por agentes del DAS que entraron de noche en su casa. Le advirtieron que si llegaba a denunciarlos, la torturarían hasta la muerte. Antes de irse, y mientras ella lloraba en un baño, colocaron armas sin salvoconducto en otra parte del apartamento. Minutos después llegó la policía con una orden de cateo y fue arrojada a la cárcel, acusada de porte ilegal y de colaboración con la guerrilla.

—Lo que te ha salvado a ti, Virginia, es el absoluto terror que inspira Pablo Escobar —me advierte ella—. ¡Nunca, nunca, vayas a hablar mal de él porque lo que te protege a ti es que todo el mundo está convencido de que te le fuiste con el alemán pero él te hizo volver! Es preferible que crean eso y no que te vayan a despedazar entre un montón de animales y luego te «carguen» con armas o con drogas. Si a una belleza como tú le hicieran lo que a mí, todos los medios de comunicación aplaudirían durante días porque aquí la prensa está más enferma que el resto. Saben que conoces el precio de medio mundo y no ven la hora de que te descuarticen o te suicides para que te lleves sus secretos a la tumba. No entiendo a qué volviste… la poca gente que te quiere dice a espaldas tuyas que sólo pudiste haber regresado a este infierno por amor a Pablo Escobar. ¡No se te vaya a ocurrir desmentirlos! Cuando te pregunten por él, simplemente diles que tú no permites que te toquen ese tema.

Junto con Diana, Pablo secuestra a dos conocidos míos de toda la vida: Azucena Liévano y Juan Vitta, a dos camarógrafos y a un periodista alemán, quienes son posteriormente liberados. La muerte de Diana se convierte en su más efectivo y contundente argumento de presión contra el nuevo gobierno. Pero las cosas no se detienen ahí: para obligar ahora a las más altas esferas del galanismo a pronunciarse en favor del diálogo con él y de la aceptación de sus condiciones, Escobar secuestra a la cuñada de Luis Carlos Galán y a su asistente, y luego a Marina Montoya, hermana del secretario de la presidencia en el gobierno de Barco y socio de Gilberto Rodríguez en Chrysler de Colombia, a quien luego asesina a sangre fría en represalia por un intento de liberarlas. Y en septiembre secuestra a Francisco Santos, hijo de uno de los dos propietarios de El Tiempo, para obligar al principal diario del país a pronunciarse en favor de una Asamblea Constituyente que enmiende la Constitución y prohíba la extradición.

Es en este clima donde dejo al hombre de una tierra lejana y regreso a mi país. La hija de nidia y prima de Aníbal muerta por culpa del hombre a quien él me había presentado. Mi amiga violada por enemigos de Pablo y del M-19. Mis colegas Raúl Echavarría y Jorge Enrique Pulido asesinados por el hombre que yo tanto había amado. Personas queridas como Juan y Azucena, secuestrados por mi Robin Hood paisa, junto con compañeros de colegio como Francisco Santos y mi pariente Andrés Pastrana. Todos ellos, personalidades de los medios de comunicación, le garantizan a Pablo vocería ante la opinión pública en un país emocionalmente agobiado y convencido de que él es todavía el séptimo hombre más rico del mundo; sólo quienes alguna vez fuimos parte su círculo íntimo sabemos que toda esta ola de secuestros obedece, precisamente, a su desesperación ante el agotamiento de las fuerzas y el desangre de los recursos líquidos. Ante las dificultades que le plantean los ejércitos de los cuatro principales magnates, Escobar desciende ahora al siguiente nivel de las grandes fortunas colombianas y secuestra a Rudy Kling, el yerno de Fernando Mazuera, uno de los hombres más ricos del país y gran amigo de mis tíos. Casi todas las nuevas víctimas de Pablo son ahora algo mío: un amigo o un hijo de amigos de mi familia, un colega o un pariente, un compañero de colegio o un conocido de toda la vida. Cuando un editor de El Tiempo llama en nombre del padre de Francisco Santos para rogarme que interceda por su hijo, y yo respondo que ni siquiera sabría cómo o dónde ubicar a Pablo, me da a entender que no me cree. Cada vez que entro a un restaurante leo el desprecio en los rostros de los comensales. Y como no tengo otro mecanismo de defensa, me vuelvo cada vez más distante y me refugio en esa elegancia que tanto había pulido en los últimos meses para estar a la altura de los exigentes cánones de mi futura suegra, lo cual sólo exacerba los odios porque la atribuyen a mi riqueza.

Mi ex prometido llama permanentemente para decirme que le preocupa ese clima de hostilidad e impunidad en el que vivo y yo le respondo que, tristemente, ese país es el único que tengo. Me promete que en unas semanas vendrá a visitarme porque no puede seguir separado de mí, pero le ruego que no lo haga porque ni voy a firmar ese contrato prematrimonial, ni a permitir que lo deshereden, ni a vivir con él sin estar casada, y le insisto en que, por el bien de ambos, debe tratar de olvidarme.

He vendido mi cuadro de Wiedemann y mi autito y con el dinero he logrado pagar mis gastos y salvar mi apartamento pero, nuevamente, mis recursos están a punto de agotarse.

Años atrás había trabajado con Caracol Radio, pero ahora su director, Yamid Amat, uno de los periodistas de cabecera de Pablo Escobar desde los días de su pública declaración de amor a Margaret Thatcher, reacciona escandalizado cuando le pido trabajo. Lo mismo ocurre con los directivos de RCN radio y Televisión de Carlos Ardila, el magnate de las gaseosas. Finalmente, Caracol Televisión de Julio Mario Santo Domingo llama para decirme que tiene el trabajo perfecto para mí. Imagino que quieren hacerme una oferta como presentadora, porque la verdad es que hay muchísimas peticiones para que yo vuelva a la televisión y la noticia de mi regreso al país ha originado todo tipo de rumores y especulaciones; mi favorito es que, con los millones de Pablo, Ivo Pitanguy tuvo que rearmarme de pies a cabeza porque se me había dañado terriblemente la figura ¡tras dar a luz a unos mellizos que dejé abandonados en un hospicio en Londres! Y como mi ex socia Margot Ricci siempre ha dicho que la gente en Colombia no enciende el televisor para verme ni oírme sino para ver qué llevo puesto, me voy feliz para la entrevista con la presidente del canal vestida en Valentino. Sabedora de que una presentadora profesional con un guardarropa como el mío es un lujo para cualquier canal de un país en vía de desarrollo, cuando ella me pregunta:

—¿Y a ti quién te cose? —no titubeo al contestar con mi más radiante y segura sonrisa:

—¡Valentino en Roma y Chanel en París!

En mi infinita desinformación sobre los recientes acontecimientos locales, he olvidado que Canal Caracol no es Televisa de «el Tigre» Azcárraga ni O Globo de Roberto Marinho. Porque para aquella mujer, quien está allí pidiendo trabajo no es otra que la ex novia o todavía-novia del criminal más grande de todos los tiempos. Sí señor: ¡nada más y nada menos que el pirómano que le quemó la casa de campo al hombre a quien ella le debe el puesto: Augusto López, el presidente del grupo Santo Domingo!

La ejecutiva me ofrece protagonizar una telenovela y, sorprendida, comento que no soy actriz. Con un encogimiento de hombros, ella responde que con veinte años de experiencia ante una cámara, ¿eso a quién diablos le importa? ¿Acaso no decliné ofertas de cine en Hollywood?

—Las telenovelas llegan a todos los estratos socioeconómicos. Las ven hasta los niños. Son un producto de exportación a docenas de países. ¡Ahora sí vas a ser famosa en todo el continente!

Firmo el contrato y pocos días después comienzan las llamadas de los medios solicitando entrevistas. En total, concedo treinta y dos para radio y televisión. Aló, la revista principal de Casa Editorial El Tiempo, insiste en que les dé una exclusiva para un medio impreso y, cuando declino una y otra vez porque mis declaraciones a la prensa escrita siempre han sido distorsionadas para poner en boca mía frases que jamás he dicho, la directora me promete que respetará mi derecho de aprobar cada palabra de mis respuestas antes de su publicación. Cuando acepto, lo primero que ella me pregunta es si voy a volverme a ver con Pablo y el nombre y localización de mi ex prometido. No voy a permitir que se mezcle al hombre que amo con un criminal que me ha causado tanto daño, y me reservo los datos del primero. Sobre Escobar, comento:

—Hace años que no lo veo. Pero… ¿por qué no le pregunta más bien a él por mí cuando le haga una entrevista? Si se la concede, porque entiendo que no ha vuelto a darlas…

Dos días después de la publicación de la entrevista suena mi teléfono. Ahora todos los medios tienen el número y yo misma contesto.

—¿Por qué dice usted esas cosas tan feas de mí?

—No le voy a preguntar cómo consiguió mi número, pero le diré: porque estoy hasta la coronilla de que me pregunten por usted.

Pablo me dice que se está estrenando un nuevo teléfono —especialmente para mí— y por eso vamos a poder conversar tranquilamente antes de que se lo intervengan. Ya mandó a revisar los míos antes de llamar —para saber si estaban chuzados— ¡y ha comprobado que ambos están limpios!

—Quería darte la bienvenida, porque parece que le has hecho falta a varios millones de personas… no sólo a mí… ¿Cómo encontraste al país después de todo este tiempo?

—Creo que fue en la página 28 de El Tiempo que, a una columna y en cinco líneas, leí que el año pasado hubo en Colombia 42 000 homicidios. Como yo vengo de un país donde tres muertos son una masacre de primera página, para contestarle con un mínimo de rigor tendría que preguntarle primero: ¿cuántos de esos miles le debemos a usted, Honorable Padre de la Patria?

Con un hondo suspiro, él responde que ahora que viene la Asamblea Constituyente el país volverá a la normalidad porque todo el mundo está cansado de tanta guerra. Yo comento que muchos periodistas parecen coincidir en que «esos señores del Valle» ya tienen comprado a sesenta por ciento del Congreso y le pregunto si es que él tiene esa misma proporción de los Constituyentes.

—Bueeno, amor… Tú y yo sabemos que ellos son de repartir platicas aquí y allá. Lo mío, en cambio, es con plata de verdad. Yo tengo a todos los duros del Magdalena Medio —los del plomo— que, con otro elevado porcentaje del que no puedo hablarte por teléfono, me garantizan el triunfo absoluto. ¡Vamos a cambiar la Constitución y ningún colombiano podrá ser extraditado!

Lo felicito por la proverbial eficiencia de su amigo Santofimio. Terriblemente molesto, Escobar exclama que no es su amigo sino su mandadero, que apenas pase la Constituyente no lo volverá a necesitar para nada y que antes perdona a Luis Carlos Galán —dondequiera que esté— que a Santofimio. Muy sorprendida, pregunto si eso quiere decir que se arrepiente de «aquello» y responde:

—¡Yo no me arrepiento de nada! Usted es muy inteligente y sabe perfectamente lo que eso quiere decir. Cambio de teléfonos.

Al cabo de unos minutos, suena el otro. Ya en un tono muy distinto, pregunta.

—Hablemos de ti. Ya supe todo lo de tu novio alemán. ¿Por qué no te casaste con él?

Respondo que eso no es asunto suyo. Él jura que me quiere muchísimo, dice que imagina lo triste que me debo estar sintiendo e insiste en que a él yo siempre he podido contarle todo. Sólo para que sepa del precio que continúo pagando por mi antigua relación con él, decido hablarle de la carta a su madre con las fotos nuestras y del contrato prematrimonial que me negué a firmar. Una y otra vez me ruega que le confiese de cuánto era el porcentaje y, ya cansada, se lo digo.

—¡¿Te ofrecían ese sueldo de vicepresidente por manejar varias casas?! Con razón dices tú que detrás de todo gran magnate siempre hay una gran cómplice o una gran esclava: ¡la vieja es la cómplice del marido y quería que tú fueras la esclava del hijo!… ¡Pero qué bruja!… ¿Cómo haces para que se te peguen esos tipos tan asquerosamente ricos todo el tiempo, ah?… ¿Por qué no me das el secreto, mi amor?

—Usted lo conoce de sobra. Y debe ser que entre mayor soy, me vuelvo más elegante… Creo que ochenta portadas de revistas también ayudan… Usted tiene igual número… pero por otras razones, claro.

—Sí, sí… ¡pero en esa de Aló te ves horrible!… no quería decírtelo, pero te ves… como vieja… Cambio de teléfono.

Me quedo pensando en lo que voy a decirle cuando vuelva a llamar, cosa que ocurre minutos después. Tras hablar generalidades sobre mi regreso al trabajo tras años de veto, comento que en pantalla me veo mejor que nunca —y definitivamente mejor que él— porque a los cuarenta y un años peso ciento diecisiete libras y parezco de treinta. Y le explico las razones por las que publicaron la foto tomada en un descuido y la única fea y realmente vulgar de toda mi vida:

—¿Cómo no iban hacerlo, si usted tiene secuestrado al dueño de la revista? Tuve que pedir trabajo a la gente a quien a usted le quema las casas y han jurado usarme como locomotora de una telenovela de pacotilla con galanes de tercera, antes de arrojarme a la calle para matarme de hambre dizque por orden de Santo Domingo, a quien usted le vuela los aviones con los yernos de mis amigas adentro.

—¿Pero, por qué me hablas así, mi amor, si yo te quiero tanto? Un sueño de mujer como tú no nació para trabajar como esclava para esos tiranos embotelladores… Tú mereces ser muy feliz… ¡y vas a ver que ese hombre que dejaste viene muy pronto por ti!… Tú puedes ser muuuy adictiva… ¡no voy a saberlo yo!

Contesto que, efectivamente, va a venir en unos días, pero he decidido que no voy a someterme por el resto de mi vida a la lupa de su madre. Tras un silencio, Pablo me dice que a mi edad debería ir pensando en convertirme, más bien, en una mujer de negocios. Se despide y me dice que después de la Asamblea Constituyente seguramente volverá a llamarme.

Mi novio llega a Bogotá cuatro días después. Nuevamente, me coloca en el dedo el anillo de compromiso e insiste en que, si nos casamos y lo hago muy feliz, en poco tiempo su madre seguramente cambiará de idea y anulará ese contrato. Yo le explico que ya no puedo romper mi compromiso con Caracol —so riesgo de pagar el triple de lo que voy a recibir por concepto de honorarios— y que una vez que tenga un video con material reciente me iré de Colombia para siempre y casi seguramente obtendré excelentes ofertas en Estados Unidos. Él me suplica que no vaya a hacer eso, y yo le digo que me está colocando en una terrible encrucijada. Como en unas horas debo partir hacia Honda, donde se graban los primeros capítulos de la telenovela, nos despedimos y quedamos de vernos al mes siguiente en un lugar del Caribe.

Al cóctel de lanzamiento en Bogotá han sido invitadas unas trescientas personas. Amparo Pérez, la jefa de prensa de Caracol, me recoge en su auto y en el camino me pregunta:

—Y de tu novio alemán ¡nunca se volvió saber nada! ¿No?

—Sí, sí se volvió a saber. Estuvo aquí hace dos semanas y me dejó esto. —Y le enseño mi diamante, cuatro veces más grande que el de Gustavo y D-Flawless.

—¡Uy, quítate eso tan ostentoso antes de que Mábel crea que te lo regaló Pablo y te despida por volver a las malas compañías!

—Él jamás podría darme un anillo de compromiso, Amparo, porque ya está casado. Y le daré vuelta al diamante porque, evidentemente, para la gente de este país Pablo Escobar es el único hombre en el mundo que tiene con qué comprar un brillante.

A la mañana siguiente mi prometido llama para preguntar cómo me fue en Honda y en el lanzamiento. Le describo las grabaciones vespertinas en medio de nubes de jején que nos devoran y el calor infernal que, con las lámparas, supera los cuarenta y cinco grados centígrados. Tras un breve silencio, y con inoculta tristeza en la voz, él me dice en alemán:

—No entiendo por qué firmaste semejante contrato… Y hay algo que debo decirte: en el camino de tu casa al aeropuerto nos siguieron… Sé que fue él. Creo que sigue enamorado de ti, Kid.

Y el mundo entero se me viene encima. ¿Pero cómo pude haber sido tan estúpida? ¿Por qué a estas alturas de la vida todavía no conozco yo a Pablo Escobar? ¡Debería haber sabido que, tras el robo de 1988 y tres años y medio de separación, no podía estar llamando a reiterarme sus afectos, sino a investigar si lo que ya había oído era cierto, si yo estaba resentida contra el hombre que acababa de dejar o contra su familia, y si le podía ser útil! Antes de colgar espantada, sólo atino a decirle, también en alemán:

—No, no, no. Hace tiempo que él no está enamorado de mí. Es algo mucho peor. No vuelvas a llamarme nunca. Yo te llamaré mañana desde otro teléfono y lo entenderás todo.

Un par de días después, a la medianoche, Pablo llama:

—Ambos sabemos que tú dejas de querer a tus maridos o novios al otro día de dejarlos. ¿Verdad, mi vida?… no sé cómo lo logras, ¡pero siempre nos reemplazas en cuestión de dios! lo que Caracol te está haciendo es vox populi y lo que yo quiero es asegurar tu futuro… Me preocupas… porque no te estás poniendo más joven, ¿o sí? Por eso te voy a mandar por escrito una propuesta muy seria. No olvides nunca que yo puedo hacer que los medios digan de ti lo que yo quiera: basta bombardearlos con llamadas durante una semana… y nunca volverás a trabajar. Adiós, mi amor.

La nota dice que ya tiene toda la información básica pero necesita mi cooperación. La propuesta consiste en el veinticinco por ciento de las «utilidades» y va acompañada de una sencilla lista: unas direcciones residenciales, unos teléfonos privados, unos datos financieros, unas cuentas bancarias, los nombres de los niños —si los hay— y la fecha de la próxima visita de mi ex novio a Colombia o de mi próximo viaje a Europa. En otra hoja con nombres y recortes de periódicos pegados sobre una hoja de papel amarillo viene el complemento:

¡Ultima Hora Caracol, Yamid Amat!

En un intento de secuestro fue muerto el señor Fulano de Tal, hijo de la señora Tal, esposa del señor Fulano de Tal, Presidente del Directorio de la Empresa Tal, establecida en el la Ciudad Tal. La ex presentadora de televisión Virginia Vallejo, acusada de posible participación en el crimen, se encuentra detenida en los calabozos del DAS donde está siendo interrogada.


Durante horas y horas me devano los sesos preguntándome cómo pudo haber obtenido los nombres. Recuerdo su voz ocho años atrás: «Si las planeas cuidadosamente, todas, todas las maldades se materializan», y concluyo que alguien de su organización posiblemente viajó en el mismo avión de mi novio y, ya en Alemania y tras unos días de «seguimiento, seguimiento», averiguó de quién se trataba. Otra posibilidad es que me hubiera hecho seguir en alguno de mis viajes… Me pregunto si sabría lo de Interpol, si el hombre del zoológico no habría sido un enviado suyo, si las fotos y la carta a mi futura suegra no serían sólo otra de sus venganzas…Todas las posibilidades se me pasan por la cabeza, y me doy cuenta de que en el lugar donde mi prometido trabaja es relativamente fácil averiguar quién es él. Yo sólo sé que, cuando de conseguir dinero rápido y en cantidades importantes se trata, para Pablo «París bien vale una misa». Cuando vuelve a llamar, esta vez a la madrugada, me dice que tarde o temprano, y con mi ayuda o sin ella, conseguirá su objetivo:

—Ya vas viendo que con unas llamadas adicionales al DAS podrías pasar unos añitos en la cárcel hasta que se investigue si lo que mis testigos decían era o no cierto. ¿Y a quién crees que le creerán?: ¿a Maza y a tus enemigos de la prensa… o a ti, pobrecita? ¡Qué no daría esa vieja nazi por recuperar a su hijito!… ¿Verdad, amor?

Quedo helada, mientras él me va explicando —con esas frases breves seguidas de silencios a las que estoy más que acostumbrada— que me necesita para agilizar cosas que de otra manera le tomarían meses, porque no tiene traductores de confianza en varios idiomas. Es cuestión de escoger, no entre ¡plata o plomo! —porque él sabe que la muerte no me asusta—, sino entre ¡plata o cárcel! En unos días me llamará y en los siguientes me dará una demostración de que habla en serio. Y cuelga.

Recibo una llamada de Stella Tocancipá, la periodista encargada de mi reseña en la revista Semana. Me informa que prefirió renunciar antes que decir de mí las canalladas que sus superiores pretendían obligarla a escribir. Un sujeto que no tiene ni el valor ni los escrúpulos de Stella escribe todo lo que le dictan y, tras mi despedida de Caracol, es premiado con el consulado en Miami.

Lo que publica El Tiempo es todavía peor: ahora soy la amante de otro narcotraficante —nadie conoce el nombre— y he pasado a convertirme sólo en una vil ladrona de todo tipo de artículos suntuarios y, por ello, he sido nuevamente golpeada, pateada y desfigurada de manera inmisericorde. Lo que Pablo Escobar me está mandando a decir es que —como ya ocurrió anteriormente con Rafael Vieira— por el resto de mi vida todo hombre con el que yo tenga una relación seria será descrito por periodistas que tomarán dictado de sus sicarios como «otro narcotraficante, sólo que anónimo»; y que en vez de pasar el resto de mi vida condenada a la soledad y el desempleo, debería empezar a pensar más bien como una mujer de negocios y dejarme ya de tantos escrúpulos. Como las autoridades que no están al servicio de los carteles de la droga lo están al de mis enemigos, me es imposible denunciar el chantaje al que Escobar me está sometiendo. La sordidez de todas aquellas historias es tal —y tal el acoso telefónico y las burlas que escucho cada vez que voy al supermercado— que desarrollo anorexia y durante varios días considero seriamente la posibilidad de suicidarme.

Entonces viene a mi mente Enrique Parejo González. Siendo embajador de Colombia ante Hungría en 1987, el ministro de justicia galanista que firmara aquellas primeras extradiciones tras el asesinato de su predecesor, Rodrigo Lara, se ha convertido en el único sobreviviente de un atentado individual de Pablo Escobar: cinco tiros a quemarropa en el garaje de su casa en Budapest, tres de ellos en la cabeza. Este hombre valiente —hoy milagrosa y completamente recuperado— encarna como nadie el poder del narcotráfico de llegar hasta los sitios más alejados de Colombia cuando de materializar una venganza se trata. Porque en mi país sin memoria, la de Escobar no perdona.

Sé que Pablo tiene ya mucha información sobre la familia de mi prometido, pero mi instinto me dice que mientras él no venga a Colombia o yo no me vaya para Alemania no correrá peligro. Tras pensarlo durante toda la noche, mi conciencia me dicta la única opción que me queda: permaneceré sola y, como no tengo material reciente para exhibir ante una agencia de artistas internacional, aceptaré mi destino y viviré en mi país. Desde una cabina de Telecom le pido a mi novio que nos reunamos con carácter urgente en Nueva York. En el día más triste de mi vida le devuelvo su anillo y le digo que, mientras ese monstruo viva, ya no podré volver a verlo ni deberá llamarme más, porque lo secuestrará o lo asesinará y me acusará de estar involucrada en sus crímenes. Pasarían más de seis años antes de que ambos fuéramos libres de nuestras respectivas circunstancias, pero para finales de 1997 él estaría ya muy enfermo y comenzaría para mí el último de los calvarios que fueron mi legado de Pablo Escobar.

Al regresar a Bogotá cambio mis teléfonos y no le doy los nuevos a nadie fuera de cuatro personas. Estoy tan aterrorizada con la posibilidad de mi propio secuestro que, cuando mis dos amigas cercanas a los grupos de extrema izquierda me preguntan por mi ex prometido, respondo que fue sólo una de tantas invenciones de los medios.

orla

la Asamblea Constituyente de 1991 tiene al país inmerso en un clima de esperanza y diálogo en el que participan los partidos tradicionales, los grupos armados, las minorías étnicas y religiosas y los estudiantes. Antonio navarro del M-19 y Álvaro Gómez del Partido Conservador se estrechan la mano y, tras unos meses, se enmienda la Constitución, se elimina la extradición y las gentes buenas y malas de Colombia se preparan para iniciar la nueva era en un marco de entendimiento y de concordia.

Pero en un país donde el Estado de derecho siempre se está sacrificando en el altar de alguna paz —que, para que el grupo narcoterrorista del momento siempre consistirá en acogerse a algún tipo de amnistía para pasarse por la faja el Sistema Judicial y no ser extraditado— las cosas no son tan sencillas. A principios de los noventa nacen «los Pepes», los «Perseguidos por Pablo Escobar». Nuevamente, hasta el último bobo del último pueblo sabe que sus miembros son integrantes de los grupos paramilitares comandados por los hermanos Fidel y Carlos Castaño, el cartel de Cali, disidentes del cartel de Medellín, los organismos policiales y de inteligencia víctimas de Escobar y uno que otro asesor extranjero en el mejor estilo de los Contras. Tras la nueva —y al parecer definitiva— caída de la extradición, y para protegerse de los Pepes que lo acosan de manera cada vez más inmisericorde, Escobar acuerda entregarse si se construye en Envigado una cárcel especial para él, en un terreno elevado de 30 000 metros escogido por él, sus muchachos sobrevivientes seleccionados por él, personal de vigilancia aprobado por él, visión de trescientos sesenta grados, espacio aéreo protegido y cerca electrificada y, claro está, todas las comodidades y diversiones básicas que la vida moderna ofrece, porque las clases pudientes de Colombia siempre disfrutarán de una figura jurídica que no existe sino en ese país, denominada «la Casa por Cárcel». Y el gobierno de Gaviria, con tal de descansar de él, le dice:

—¡Okey! Construya pues su cancha de futbol, su bar, su discoteca e invite a bailar a todo el que quiera, ¡pero dénos un respiro!

La entrega de Pablo se convierte en el acontecimiento del año. Obsesionado con su único flanco débil —ese que ambos conocemos tan bien— exige que ningún avión sobrevuele el espacio aéreo de Medellín durante el día escogido por él para dirigirse, en medio de una caravana de vehículos oficiales y de la prensa nacional e internacional, hacia su nuevo refugio, costeado por el gobierno colombiano.

El problema de los presidentes desesperados y las gentes buenas de Colombia es que todavía no conocen al dueño de «Marionetas». Todos creen en su cansancio y en sus buenas intenciones; pero desde la cárcel, bautizada como la Catedral, él continúa manejando su imperio del crimen con puño de hierro. En sus ratos libres invita a las grandes estrellas del futbol, como René Higuita, a jugar con él y sus muchachos y en las noches, antes de un merecido descanso, invita a docenas de chicas alegres a jugar con todos ellos. Como un rey, recibe a su familia, a sus políticos, a sus periodistas y a los capos de otras regiones del país que todavía no están afiliados a los Pepes. Todo el mundo comenta que «en Colombia el crimen sí paga» pero cualquier protesta es furiosamente acallada en aras de la paz, porque ¡por fin! Pablo está tranquilo.

Ya sólo la tercera cadena radial me ofrece trabajo, pero sobre la base de que consiga mi propia pauta publicitaria. Le pido cita a luis Carlos Sarmiento Angulo, ahora el hombre más rico del país, y le suplico que me salve la vida, porque entre quienes manejan los grandes medios parece haber un consenso para matarme de hambre. Aquel hombre noble le da a Todelar publicidad por unos diez mil dólares mensuales y la emisora me paga cuarenta por ciento acordado, lo que me permite vivir sin angustias por primera vez en varios años. Como no tengo oficina, nuevamente todo el mundo tiene mi teléfono. (Tras la muerte de Pablo, mi contrato será cancelado sin explicaciones y Todelar se quedará con cien por ciento de la pauta.)

Cierto día, Garganta Profunda me cuenta que unos amigos suyos estuvieron visitando a Pablo en la Catedral. Alguno comentó que un conocido suyo me había visto hacía pocos días en un restaurante de Bogotá, que lucía bellísima y que moriría por poder salir conmigo. Al escucharlo, Pablo había exclamado:

—¿Acaso su amigo no se ha enterado de que Virginia intentó quedarse con el yate de unos colegas nuestros y se lo tuvieron que quitar por las malas? Y ese pobre amigo suyo da lástima: ¡está ciego y debería ponerse anteojos! ¿Quién va a querer a una vieja de ésas, habiendo tantas mujeres jóvenes? ¡Ella ya no es sino una cuarentona sola y pobrísima, obligada a trabajar en una emisora radial de pacotilla para no morirse de hambre porque ya nadie quiere contratarla para televisión!

—Mis amigos no podían dar crédito a lo que estaban escuchando —me dice Garganta Profunda, visiblemente molesto. —¡Comentaron que era la última canallada que le faltaba a ese miserable! —y sigue contándome: —imagínate que uno de ellos es muy conocido de «Rambo» —Fidel Castaño, el jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia— y hace unos días estábamos en la finca de él en Córdoba y, de pronto, llegó el tipo en una bicicleta. Estuvo un rato departiendo con nosotros y luego se fue, tal y como había llegado: ¡solo y pedaleando tranquilo! En este país todo el mundo se conoce… ¡con razón es que se matan entre todos! El tal Rambo parece hecho de acero: aunque vaya desarmado y en bicicleta, nadie en su sano juicio se atrevería a meterse con él. Ese el tipo que, tarde o temprano, va acabar con tu Pablito el Ingrato…

—¡Pues Dios bendiga a Pablito el Posesivo! ¿Será que puedes decirle a tu amigo que le describa a Rambo con lujo de detalles el odio que Escobar siente por mí, a ver si los Pepes dejan de atormentarme?… Pídele a tu amigo que le cuente a Castaño sobre unos hombres que llaman a la medianoche, me ponen en el teléfono una motosierra y susurran que la están afilando para «la prostituta del sicópata de Envigado». Tú no te imaginas el terror en el que vivo: cada noche, cuando salgo del trabajo a las ocho, y estoy esperando un taxi y veo llegar una de esas camionetas SUV con vidrios polarizados, ¡pienso que son los Pepes que llegaron por mí! Dile que le mando a suplicar que pare esas amenazas, porque yo soy sólo otra «Perseguida por Pablo Escobar», y su única víctima sobreviviente. ¿Y que cuándo me da una entrevista para la estación de pacotilla, a ver si me cuenta cómo es que va acabar con el Monstruo de la Catedral?

Al cabo de unos días las llamadas se reducen considerablemente. Parece que esta vez mi pobreza o ancianidad me han salvado y que, ahora que parezco estar bajo la protección del fundador de los Pepes, puedo por fin dormir tranquila hasta que aparezca el siguiente enemigo de Pablo. ¡Porque, en materia de amenazas, ya no me quedan faltando sino el misil del Pentágono y la bomba atómica del Kremlin!

Las sierras eléctricas se han ido convirtiendo en el arma favorita de todos los bandos. En alguna parte leí que los alaridos de las víctimas en un lugar del Departamento de Antioquia o el de Córdoba —centro de operaciones de las AUC— se escuchaban de un extremo al otro del pueblo mientras paramilitares drogados violaban a las mujeres delante de sus pequeños de cinco, seis, siete, ocho y nueve años. Cuando Escobar se entera de que los Moncada y los Galeano, socios suyos, tienen ocultos cinco y veinte millones de dólares, respectivamente, los invita a la cárcel y allí empieza a cortarlos con aquella arma que no necesita salvoconducto porque se utiliza en la carpintería del penal. Tras obligarlos a informar sobre el paradero del botín, no sólo lo obtiene por conducto de sus hombres que quedaron afuera, sino que enseguida va por todos los socios y contadores de ambas organizaciones para obligarlos, bajo tortura, a traspasarle sus capitales restantes, incluyendo haciendas, ganaderías, aviones y helicópteros.

Y cuando la historia de que Escobar también ha construido calabozo y cementerio propios en las narices de sus guardianes llega al Palacio Presidencial, a César Gaviria se le rebosa la copa y el viceministro de justicia, hijo de antiguos amigos míos, es enviado a verificar si algo tan espeluznante es cierto o son sólo invenciones del cartel de Cali y las familias Moncada y Galeano. Al ser advertido de la llegada de contingentes del Ejército para trasladarlo a otra prisión, Escobar cree que el gobierno se propone entregárselo a la DEA y, una vez que el joven funcionario ingresa al penal, lo toma como rehén. Tras una serie de hechos confusos sobre los cuales existen todo tipo de versiones, Pablo sale caminado entre los guardianes —que no mueven un dedo para impedírselo— y huye con sus hombres a través de unos túneles en los que venían trabajando desde hacía meses. Se inicia una maratónica transmisión en directo a través de todas las emisoras del país y, mientras el nuevo director del noticiero Todelar —al servicio del cartel de Cali— no me permite tomar el micrófono en toda la tarde, Pablo le hace creer a Yamid Amat de Caracol que lleva tres horas oculto entre un enorme tubo en proximidades de la Catedral mientras, en realidad, se encuentra ya a kilómetros de distancia y protegido por la densidad de la selva.

Yo estoy feliz porque sé que, con la fuga, Pablo ha dictado su sentencia de muerte. De inmediato se crea el «Bloque de Búsqueda» de la policía, que es entrenado en Estados Unidos con la única misión de acabar con él de una vez por todas. Desde un primer momento, los Pepes les ofrecen toda su cooperación. Tras entrenamientos intensivos, los Navy Seals y el Grupo Delta también se unen entusiasmados al Bloque de Búsqueda y la DEA, el FBI y la CIA llegan con veteranos de Vietnam. Mercenarios alemanes, franceses y británicos los siguen —en pos de la recompensa de veinticinco millones de dólares—, y un total de ocho mil hombres son asignados en varios países para una guerra multinacional contra un solo individuo, uno a quien los americanos quieren vivo y los colombianos quieren muerto. Porque sólo la muerte garantiza su silencio.

En represalia por los interrogatorios y el descuartizamiento de unos cuantos mártires del bajo mundo en el nombre del Estado de derecho, Escobar coloca una bomba tras otra, prácticamente una a la semana, y sus sicarios, ahora convertidos en estrellas mediáticas, comienzan a aparecer en portadas de revistas y en primera página de todos los diarios. Como si Pablo fuese algún líder de la resistencia, los medios publican todo lo que aquellos dicen y todo lo que él les dicta:

—¡El terrorismo es la bomba atómica de los pobres! ¡Aunque vaya contra mis principios, tengo que recurrir a él!

Pablo Escobar siempre ha sabido hacerse el pobre cuando le conviene. En 1993 me salvo milagrosamente del peor de todos los atentados recientes, el del elegante Centro 93, pero quedo llorando ante el espectáculo de la cabecita de una niñita degollada en la parte alta de un poste de luz y el de centenares de muertos y heridos.

Para esa fecha ya he vendido mi apartamento porque no soportaba más las intercepciones de las líneas telefónicas y los insultos, y tomado uno en arriendo en el primer piso del elegante condominio residencias El nogal, donde viven una ex primera dama pariente de mi padre, tres hijos de ex presidentes y la sobrina de Santo Domingo. Todos sus guardaespaldas me garantizan una relativa protección, media docena de residentes comparte mi ADN y por fin puedo descansar del zumbido telefónico de las motosierras. Tras la venta del apartamento Garganta Profunda me pide un préstamo de dos mil quinientos dólares y, aunque a partir de ese día se esfuma, me digo resignada que la información obtenida en estos seis años valía todo el oro del mundo.

Lo último que mi fuente de datos me había contado era que Pablo se ocultaba en casas que iba comprando en barrios de clase media media de Medellín. Me había sorprendido porque, en la etapa más clandestina de nuestra relación, los hombres que me conducían hasta sus escondites siempre comentaban que él tenía quinientas casitas campesinas regadas por todo el Departamento de Antioquia. Los amigos de Garganta Profunda me han contado que, secundados por el Bloque de Búsqueda, los Pepes están decididos a secuestrar a los familiares más cercanos de Pablo para canjearlos por efectivos de ambos que han caído en manos de él. Como está desesperado por sacar a su familia de Colombia, estoy convencida de que dejará la despedida para el momento en que ya no le quede nada más por hacer, porque —como seguramente no volverá a verlos— ese día se le romperá el corazón en mil pedazos. Si es que todavía le queda uno.

En cualquier país de América Latina los Escobar son un blanco fácil para sus enemigos, que podrían secuestrarlos o extorsionarlos por el resto de su vida. Estados Unidos no los recibirá jamás y los vuelos a oriente o Australia desde Colombia son inexistentes. En 1993 —antes del Acuerdo Schengen de 2001— Alemania es el único país de Europa con vuelos directos desde Bogotá donde los colombianos pueden entrar sin visa ni muchos controles aduaneros. Sé que varios familiares de Pablo se encuentran ya en aquel país, y sé que tarde o temprano su mujer y sus hijos, su madre y hermanos también se dirigirán hacia Europa.

Ya no siento por ellos sino una profunda compasión; pero la que siento por sus muertos y por mí es todavía mayor porque, por obra de diez años de insultos y amenazas, me he visto obligada a cargar con el dolor de todas las víctimas de Escobar y con la rabia de sus enemigos. Y lo que finalmente rebosa mi copa es la muerte de Wendy. En un almuerzo donde Carlos Ordóñez, el gran gurú de la cocina colombiana, una famosa comediante me cuenta que estuvo casada con un tío de Wendy, quien fue asesinada por orden de Pablo durante un viaje que ella hizo desde Miami, donde residía, a Medellín. Él había adorado a Wendy y le había dejado una fortuna de dos millones de dólares de 1982, equivalente a unos cinco de hoy. Las dos éramos opuestas en todo y, aunque nunca la conocí, la historia del aborto con un veterinario me había producido escalofríos y siempre había sentido por ella un enorme pesar. Pienso que ésta —no difamarme en los medios o burlarse delante de sus colegas de la pobreza y soledad a las que él me condenó— era la última canallada que le faltaba por cometer a ese monstruo. Ya Gilberto me había dicho seis años atrás que algún día Pablo me mandaría a matar también a mí… Por todo ello, desde algún lejanísimo punto inmaterial, una fuerza inexplicable —quizás el espíritu de aquella otra pobre mujer que lo amó casi tanto como yo— me dice que llegó la hora de poner mi humilde granito de arena para que toda esa infamia acabe de una vez por todas.

orla

llevo seis años esperando mi momento y, tras pensarlo durante varios días, tomo una decisión: en un día de finales de noviembre de 1993 me dirijo a Telecom y, desde una cabina privada, hago una llamada a una institución europea establecida en Estrasburgo. Siempre he tenido el teléfono del hermano del hombre con quien yo hubiera podido ser feliz, quien siempre ha sentido gran afecto por mí. Durante la siguiente media hora le explico por qué creo que en cualquier momento esas personas se dirigirán hacia Europa e intentarán entrar por Frankfurt. Utilizando todos los argumentos que se me pasan por la cabeza le suplico que le explique al alto gobierno alemán por qué, al otro día de tenerlos en un país seguro, Pablo Escobar quedará en libertad de despedazar el mío a sus anchas. Aunque cientos de personas de distintas nacionalidades no lo han podido agarrar, todo parece indicar que el Bloque de Búsqueda y los americanos lo tienen cercado gracias al sistema de rastreo de llamadas más avanzado del mundo. Y, aunque Escobar es un experto en comunicaciones, es sólo cuestión de semanas o meses antes de que lo localicen y acaben con él. Tras unos minutos, mi amigo pregunta por qué tengo tanta pasión por el tema y por qué conozco yo el modus operandi de semejante terrorista.

A él no podría decirle que, nueve y diez años atrás, aquel criminal gastó más de dos millones de dólares en gasolina de avión para tenerme a su lado o en sus brazos durante más de dos mil horas. Tampoco podría explicarle que —ante una mujer que lo ama y entiende con la perspectiva inteligente de un corazón libre— un hombre deja translucir vulnerabilidades que nadie más conoce. Al ser humano que me escucha sólo puedo confesarle que conozco cada pliegue de la mente de aquel monstruo mejor que nadie en el mundo y también como nadie sus talones de Aquiles. Al otro lado de la línea alcanzo a sentir su sorpresa y luego el shock. Y prosigo:

—Va a enloquecer buscando quien reciba a su familia porque sus enemigos, los Pepes, han jurado exterminarlos a todos como cucarachas. Algunas personas de su organización ya huyeron hacia Alemania y, si ustedes dejan entrar a las únicas que realmente le importan en el mundo, detrás de ellas tarde o temprano se irá él y tras él se irán los Pepes. Escobar es ahora el mejor secuestrador del mundo y, en ese momento, ¡los días de Baader-Meinhof les parecerán a ustedes un juego de niños! Si no quieres creerme, pídele a tu hermano que te enseñe la carta que Pablo Escobar me mandó hace tres años.

Con un algo de reproche en la voz, él me dice:

—Vive ahora en Estados Unidos, Kid… Se cansó de esperarte y… se volvió a casar en marzo… Primero voy a hablar con él y luego con un amigo mío en Washington que se especializa en counterterrorism, para saber qué es lo que está pasando… es alguien que sabe mucho de esas cosas… no termino de entender por qué estás tan segura de que esa gente va para Alemania; pero voy a hacer unas averiguaciones y apenas sepa algo te llamaré.

No sólo en un día claro se puede ver para siempre. También en uno oscuro, y en uno negro, y en uno de los más tristes de toda mi vida. ¿Pero qué necesidad tenía yo de hacer esa llamada, Dios mío? ¿Para recibir semejante noticia, semejante castigo, semejante baldado de agua helada?

Camino de la emisora, bajo la lluvia, voy pensando que soy la mujer más sola de la Tierra y cuán terrible es no tener a nadie con quién poder uno desahogarse de tanto dolor. Esa noche me duermo llorando, pero a la mañana siguiente me despierta una llamada de mi ex prometido. Me dice que sabe cómo me estoy sintiendo con lo de su boda, y sólo atino a responder que sé cómo se siente él con lo del cerco policial al hombre que nos separó. En francés, me cuenta que su hermano ha comenzado a hacer una serie de averiguaciones en Washington: todo parece indicar que el krimi ese está realmente en la etapa final, y va a intentar convencer al Ministerio alemán de mantener una estrecha vigilancia sobre el aeropuerto a donde yo siempre llegaba. Le deseo muchas felicidades en su matrimonio y, cuando cuelgo, sé que lo único que Pablo me inspira es el más ferviente deseo de que alguien acabe muy pronto con él.

A la hora del almuerzo recibo una llamada de Estrasburgo y mi amigo me pide que hablemos desde la cabina de Telecom. Dice que por fin entendió que fue lo que pasó con su madre y conmigo, y me pregunta si creo que Escobar tomaría represalias contra ciudadanos o empresas europeas. Respondo que ahora que su hermano está en Estados Unidos siento un profundo alivio, porque hubiera sido el primer objetivo de secuestro de Escobar en Alemania. Le explico que en otras épocas seguramente volaría la embajada, la Bayer, la Siemens y la Mercedes en Bogotá; pero siempre ha sido totalmente ignorante en cuestiones alemanas y, en sus presentes circunstancias, para planear atentados grandes en Bogotá necesitaría atender muchos frentes de comunicaciones y preparar una logística muy complicada. La desesperación por sacar a su familia del país, en cambio, lo va a llevar a concentrarse en esta única cosa, lo cual va a ser una auténtica bendición para quienes están rastreando sus llamadas.

—¡Ah! Adviértele a Berlín que seguramente viajarán en un domingo para no darle tiempo de reunirse a las agencias gubernamentales que podrían bloquearles la entrada. Volar en aerolínea comercial sería un suicidio, porque todo el mundo se enteraría. Por eso estoy segura de que van a intentar viajar en un avión privado, aunque en Colombia —fuera de los de unos magnates que jamás se los prestarían— no hay, que yo sepa, aviones que tengan esa autonomía de vuelo. Pero el cartel lleva quince años arrendando aviones y en Panamá debe haber docenas disponibles… Sólo puedo decirte que me corto una mano si no van para Europa. Y si ustedes los dejan entrar por Frankfurt, ¡en menos de un mes los Pepes le estarán poniendo bombas a la familia de Escobar, y Escobar les estará volando a ustedes la Catedral de Colonia! Éste es un tipo que lleva años soñando con volar el Pentágono, así como lo oyes. Diles que su único talón de Aquiles es la familia, la familia, la familia. ¡Él daría la vida por su familia!

El domingo 28 de noviembre estoy dormida cuando me despierta una llamada. Desde Nueva York, recibo la noticia más inesperada:

—Tenías toda la razón, Kid. Salieron rumbo a mi país, pero te equivocaste en una cosa: ¡cometieron el error de viajar en Lufthansa! Mi hermano ya habló al más alto nivel del gobierno y te manda decir que un ejército completo los está esperando y que no los van a dejar poner un pie ni allá ni en ningún otro país de Europa. Los van a devolver para Colombia, ¡para que le hagan a su tal familia lo mismo que él hizo con las de todas sus víctimas!… Está confirmado, y no lo sabemos sino una docena de personas. Por tu seguridad, y por la nuestra, no puedes abrir la boca. Los expertos en Washington dicen que se va a enloquecer buscando quién los reciba, que lo tienen cercado y que no le dan un mes. ¡Ahora cruza los dedos por Bayer, Schwarzkopf y Mercedes!

El jueves en la noche, cuando regreso de mi trabajo, suena el teléfono:

—¡Bravo, Kid! The wicked witch is dead! («¡La Malvada Bruja ha Muerto!» es una de las canciones más famosas de El mago de Oz).

Luego, por primera vez en once años, todo en mi vida queda en silencio.

Pablo yace muerto desde las tres de la tarde.