Son las seis de la mañana del martes 18 de julio de 2006. Tres autos blindados de la embajada americana me recogen en el apartamento de mi madre en Bogotá para conducirme al aeropuerto, donde un avión con destino hacia algún lugar de Estados Unidos me espera con los motores encendidos. Un vehículo con personal de seguridad armado de ametralladoras nos precede a gran velocidad y otro nos sigue. La noche anterior, el jefe de seguridad de la embajada me ha advertido que personas sospechosas se encuentran apostadas al otro lado del parque sobre el cual mira el edificio y me ha informado que su misión es protegerme; por ningún motivo debo acercarme a las ventanas ni abrir la puerta a nadie. Otro auto con mis posesiones más preciadas ha partido una hora antes; pertenece a Antonio Galán Sarmiento, presidente del Concejo de Bogotá y hermano de Luis Carlos Galán, el candidato presidencial asesinado en agosto de 1989 por orden de Pablo Escobar Gaviria, jefe del cartel de Medellín.
Escobar, mi ex amante, fue muerto a tiros el 2 de diciembre de 1993. Para darlo de baja tras casi un año y medio de cacería fueron necesarios una recompensa de veinticinco millones de dólares, un comando de la policía colombiana especialmente entrenado con tal fin y unos 8 000 hombres adscritos a los organismos de seguridad del Estado, los carteles de la droga rivales y los grupos paramilitares, docenas de efectivos de la DEA, el FBI y la CIA, los Navy Seals de la Marina y el Grupo Delta del Ejército norteamericanos, aviones de su gobierno con radares especiales y el dinero de algunos de los hombres más ricos de Colombia.
Dos días antes he acusado en El Nuevo Herald de Miami al ex senador, ex ministro de justicia y antiguo candidato presidencial Alberto Santofimio Botero de ser el instigador del crimen de Luis Carlos Galán y de haber tendido los puentes dorados entre los grandes capos del narcotráfico y los presidentes de Colombia. El diario de Florida ha dedicado a mi historia un cuarto de la primera plana dominical y una completa de las interiores.
Álvaro Uribe Vélez, quien acaba de ser reelegido presidente de Colombia con más de setenta por ciento de los votos, se prepara para posesionarse el 7 de agosto. Tras mi oferta al fiscal general de la nación de testificar en el proceso en curso contra Santofimio, que debería prolongarse durante otros dos meses, el juez del caso lo ha cerrado abruptamente y, en protesta, el ex presidente embajador de Colombia en Washington ha renunciado, Uribe ha tenido que cancelar el nombramiento de otro ex presidente como nuevo embajador en Francia y una nueva ministra de relaciones Exteriores ha sido nombrada en reemplazo de la anterior, quien ha pasado a ocupar la embajada en Washington.
El gobierno de Estados Unidos sabe perfectamente que, de negarme su protección, en los días siguientes posiblemente estaré muerta —como otro de los dos únicos testigos en el caso contra Santofimio— y que conmigo lo estarán también las claves de algunos de los crímenes más horrendos en la historia reciente de Colombia, junto con valiosa información sobre la penetración del narcotráfico a todos los niveles más poderosos e intocables del poder presidencial, político, judicial, militar y mediático.
Funcionarios de la embajada americana se encuentran apostados ante la escalerilla del avión; están allí para subir las maletas y cajas que pude empacar en pocas horas con ayuda de una pareja de amigos, y me miran con curiosidad, como preguntándose por qué una mujer de mediana edad y aspecto agotado despierta tanto interés de los medios de comunicación y ahora también de su gobierno. Un special agent de la DEA de dos metros de estatura, quien se identifica como David C. y luce una camisa hawaiana, me informa que ha sido encargado de escoltarme a territorio americano y que el avión bimotor tardará seis horas en llegar a Guantánamo —la base del ejército norteamericano en Cuba— y, tras una hora de escala para cargar combustible, dos más en llegar a Miami.
No quedo tranquila hasta ver en la parte trasera de la nave dos cajas que contienen la evidencia de los delitos cometidos en Colombia por los convictos Thomas y Dee Mower, propietarios de Neways International de Springville, Utah, compañía multinacional que enfrento en una demanda de agencia comercial valorada en treinta millones de dólares de 1998. Aunque en sólo ocho días un juez norteamericano ha encontrado a los Mower culpables de una fracción de los delitos que yo llevo ocho años tratando de probar ante la justicia colombiana, todas mis ofertas de cooperación a la oficina de Eileen O’Connor en el Departamento de Justicia (DOJ, por sus siglas en inglés) en Washington y a cinco agregados del Internal Revenue Service (IRS, Servicio de impuestos) en la embajada americana en Bogotá se han estrellado contra la furiosa reacción de su oficina de prensa que, al enterarse de mis llamadas al DOJ, el IRS y el FBI, me ha jurado bloquear cualquier intento de comunicación con las agencias del gobierno de Estados Unidos.
Lo que ha estado ocurriendo no tiene nada que ver con los Mower, sino con Pablo Escobar: en la oficina de Derechos Humanos de la embajada trabaja un ex colaborador muy cercano de Francisco Santos, el vicepresidente de la República cuya familia es propietaria de la casa editorial El Tiempo. El conglomerado de medios impresos ocupa el veinticinco por ciento del gabinete ministerial de Álvaro Uribe, lo que le permite acceder a una gigantesca tajada de las pautas publicitarias del Estado —el mayor anunciante colombiano— en vísperas de su venta a uno de los principales grupos editoriales de habla hispana. Otro miembro de la familia, Juan Manuel Santos, acaba de ser nombrado ministro de Defensa con el encargo de renovar la flota de la Fuerza Aérea Colombiana y distribuir varios miles de millones de dólares de ayuda norteamericana a Colombia. Tanta generosidad estatal para con una sola familia mediática cumple un propósito que va mucho más allá de asegurar el apoyo incondicional del principal diario del país al gobierno de Álvaro Uribe: garantiza su absoluto silencio sobre el pasado imperfecto del señor presidente de la República. Es un pasado que el gobierno de Estados Unidos ya conoce. Yo también lo conozco, y muy bien.
Casi nueve horas después de mi partida llegamos a Miami. Empieza a preocuparme el dolor abdominal que me acompaña desde hace un mes y que parece agudizarse con cada hora que pasa. No he visto a un médico en seis años, porque Thomas Mower me ha despojado de la totalidad de mi modesto patrimonio y de los ingresos vitalicios y hereditarios generados por su operación sudamericana, encabezada por mí.
El hotel de cadena es impersonal y grande, como mi habitación. Minutos después hacen su arribo media docena de funcionarios de la DEA. Me miran con ojos inquisitivos mientras van examinando el contenido de mis siete maletas de Gucci y Vuitton cargadas de viejos trajes de Valentino, Chanel, Armani y Saint Laurent y la pequeña colección de grabados de mi propiedad desde hace casi treinta años. Me informan que en los días siguientes me reuniré con varios de sus superiores y con Richard Gregorie, fiscal del proceso contra el general Manuel Antonio Noriega, para que les hable de Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, jefes máximos del cartel de Cali. El juicio contra los archienemigos de Pablo Escobar, encabezado por el mismo fiscal que logró la condena del dictador panameño, se iniciará en cuestión de semanas en una corte del estado de Florida; de ser hallados culpables, el gobierno americano podrá no sólo solicitar al tribunal una sentencia de cadena perpetua o su equivalente, sino también reclamar la fortuna de los dos jefes del narcotráfico: dos mil cien millones de dólares, que ya se encuentran congelados. En mi tono más cortés solicito a los oficiales una aspirina y un cepillo de dientes, pero responden que debo comprarlos. Cuando les explico que todo mi capital en el mundo consiste de dos monedas de veinticinco centavos de dólar, me consiguen un cepillo de dientes pequeñísimo, como los que regalan en los aviones.
—Parece que lleva usted mucho tiempo sin hospedarse en un hotel americano…
—Así es. En mis suites de The Pierre en New York y en los bungalows del Bel Air en Beverly Hills siempre hubo aspirinas y cepillos de dientes. ¡Y docenas de rosas y champaña rosé! —les digo suspirando con nostalgia. —Ahora, gracias a unos convictos de Utah, soy tan pobre que una simple aspirina es un artículo de lujo.
—Pues en este país los hoteles ya no tienen aspirina: como es droga, debe ser recetada por un médico; y usted seguramente sabe que aquí cuestan un dineral. Si le duele la cabeza, trate de soportar el dolor y duerma; verá que mañana habrá desaparecido. No olvide que acabamos de salvarle la vida. Por razones de seguridad, no puede usted salir de la habitación ni comunicarse con nadie, especialmente la prensa; y eso incluye a los periodistas del Miami Herald. El gobierno de Estados Unidos todavía no puede prometerle nada y, a partir de ahora, todo va a depender de usted.
Les expreso mi gratitud, les digo que no tienen de qué preocuparse, porque no tendría a donde ir, y les recuerdo que fui yo quien ofreció testificar en varios procesos judiciales de excepcional trascendencia, tanto en Colombia como en Estados Unidos.
David —el agente de la DEA— y los demás se retiran para deliberar sobre la agenda del día siguiente.
—Acaba usted de llegar, ¿y ya le está pidiendo cosas al gobierno americano? —me reprocha Nguyen, el Police Chief que se ha quedado conmigo en la habitación.
—Sí, porque estoy sufriendo de un terrible dolor abdominal. Y porque sé que yo puedo serle de doble utilidad a su gobierno: aquel as dos cajas contienen evidencia de la parte colombo-mexicana de un fraude contra el Internal Revenue Service que estimo en cientos de millones de dólares. Tras la muerte de todos los testigos y el pago de veintitrés millones de dólares, la demanda colectiva de las víctimas rusas de Neways International fue retirada. ¡Imagine usted las dimensiones de la estafa en tres docenas de países, contra sus distribuidores y contra el fisco!
—La evasión en ultramar no es asunto nuestro. Nosotros somos oficiales antinarcóticos.
—De tener información sobre la ubicación de diez kilos de coca, ustedes me conseguirían la aspirina ya, ¿verdad?
—Usted no parece entender que nosotros no somos el IRS o el FBI del estado de Utah, sino la DEA del estado de Florida. ¡Y no confunda a la Drug Enforcement Administration con un drugstore, Virginia!
—Lo que ya entendí, Nguyen, es que USA vs. Rodríguez Orejuela es como ¡doscientas veces más grande que el actual USA vs. Mower!
Los oficiales de la DEA regresan y me informan que todos los canales de televisión están hablando sobre mi salida de Colombia. Respondo que en los pasados cuatro días he declinado casi dos centenares de entrevistas de medios de todo el mundo y que, realmente, no me interesa lo que puedan estar diciendo. Les ruego que apaguen el televisor porque llevo once días sin dormir y dos sin comer, estoy agotada y sólo quiero intentar descansar unas horas para poder ofrecerles al día siguiente toda la cooperación posible.
Cuando por fin me quedo sola con todo ese equipaje y aquel dolor agudo como única compañía, me preparo mentalmente para algo muchísimo más grave que una eventual apendicitis. Una y otra vez me pregunto si el gobierno de Estados Unidos realmente ha salvado mi vida o si estos oficiales de la DEA se proponen, más bien, exprimirme como una naranja antes de regresarme a Colombia con argumentos de que la información que yo tenía sobre los Rodríguez Orejuela resultó ser anterior a 1997 y que el estado de Utah es otro país. Sé perfectamente que, de vuelta en territorio colombiano, todos aquellos que tienen rabo de paja me usarán como escarmiento para cualquier informante o testigo que esté tentado de seguir mi ejemplo: miembros de los organismos de seguridad me estarán esperando en el aeropuerto con alguna «orden de captura» emitida por el Ministerio de Defensa o los organismos de seguridad del Estado. Me subirán a una SUV con vidrios negros y, cuando todos ellos hayan terminado conmigo, los medios de comunicación de las familias presidenciales colombianas involucradas con los carteles de la droga o al servicio del presidente reelecto le echarán la culpa de mi tortura y muerte, o de mi desaparición, a los Rodríguez Orejuela, a «los Pepes» —perseguidos por Pablo Escobar— o a la propia esposa del capo.
Nunca me había sentido más sola, más enferma o más pobre. Estoy perfectamente consciente de que, de ser devuelta a Colombia, no seré ni el primero ni el último de quienes han muerto tras ofrecer su cooperación a la embajada americana en Bogotá. Pero mi salida del país en el avión de la DEA parece ser noticia en casi todo el mundo, lo cual quiere decir que soy mucho más visible que un César Villegas, alias «el Bandi», o que un Pedro Juan Moreno, los dos personajes que mejor conocieron el pasado del Presidente. Por ello, tomo la decisión de no permitir que ningún gobierno ni ningún criminal me conviertan en otro Carlos Aguilar alias «el Mugre», muerto tras testificar contra Santofimio, ni en la señora de Pallomari, el contador de los Rodríguez Orejuela, asesinada tras la salida de su marido hacia Estados Unidos en otro avión de la DEA, a pesar de encontrarse bajo protección máxima de la fiscalía colombiana.
«Al contrario de algunas de estas personas, que en paz descansen todas, yo jamás he cometido un crimen», me digo. «Y es por miles de muertos como ellos que tengo la obligación de sobrevivir. No sé cómo voy a hacer; pero yo ni me voy a dejar matar, ni me voy a dejar morir.»