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Capítulo 37

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Jess se acercó al rompeolas, el mismo muro sobre el que la reina Jessamine se erguía en el cuadro. Bajo la titilante luz de las estrellas, las olas tranquilas besaban el borde de piedra. En ese momento no había tormenta alguna que agitara el océano.

A diferencia del salón de baile tras ella.

Al otro lado de aquellas aguas se hallaba Inglaterra. Un país al que había servido, en el que había vivido, que había aprendido a amar. Tras ella estaba Verbona. El lugar de su nacimiento y de sus antepasados, que apenas conocía más que por recuerdos distantes y viejas historias.

Debería amar Verbona tanto o más que Inglaterra, pero lo único que adivinaba en su interior era la satisfacción del trabajo concluido y el deseo de dejarlo atrás, tal y como había hecho siempre.

—Sabía que antes o después acabarías viniendo. —La voz de Derek la sacó del trance y dibujó en su rostro una sonrisa sin siquiera darse cuenta.

—¿Me estabas esperando?

—Sí. —Él se colocó a su lado, hombro con hombro, mirando al mar—. Harás que cunda el pánico entre la guardia. Otra vez.

Jess hizo una mueca de incomodidad.

—Lo sé.

Miró a Derek. Su levita gastada evidenciaba el trasiego de viajes que había sufrido últimamente y el pantalón le quedaba holgado. Muy diferente del palacio esmeradamente iluminado a sus espaldas.

Y mucho más real.

Alzó la vista a su rostro, que ya no estaba oculto por mechones de cabello demasiado largos.

—¿Qué te ha pasado en el pelo?

—Tu hermano ha tenido la amabilidad de dejarme hacer uso de su barbero. También ha ordenado que me enviaran un traje nuevo a la habitación. Aún no tengo claro si me lo pondré.

Jess frunció el ceño.

—Déjatelo crecer de nuevo.

—Lo haré —respondió riendo. Luego señaló el palacio con un gesto—. Menuda fiesta...

—Deberían haberte invitado. Si no hubiera sido por ti, la coronación habría corrido peligro. Puede que ni siquiera hubiera tenido lugar.

—Ellos no lo ven así.

—Pero yo sí. —Jess se cruzó de brazos—. No pienso volver al salón de baile sin ti.

La risa de Derek retumbó entre las rocas, aunque llevaba prendida un asomo de tristeza.

—Lo dices como si, en tu magnificencia, fueras a hacer ese sacrificio. Sin embargo estás aquí, lo que significa que ya habías decidido abandonarlo.

—No puedo ser lo que quieren que sea —dijo en un hilo de voz. Había acabado encontrando un papel que no sabía representar.

Derek movió la mano y, al asir la suya, el calor de su palma atravesó el guante de satén.

Satén. De todos los ridículos tejidos con que uno podía cubrir las manos. El satén era un grito de vacuidad, algo bello e inútil.

Derek le acariciaba rítmicamente la mano con el pulgar y la calmaba, tal y como había hecho durante su viaje por mar.

—Te he visto convertirte en quince mujeres distintas desde que te conozco. Desde un pillastre, pasando por una anciana hasta llegar a una elegante dama con todo el dinero del mundo. Puedes ser quien quieras.

—Durante un tiempo, sí, pero ¿esto? —Levantó la mano libre para apuntar al palacio—. Esto es para siempre. Al acabar la velada no me desharé de este vestido y me perderé en la noche con información que cambiará el rumbo de una guerra o un país. Me iré a una alcoba en la que siento que no puedo respirar y mañana me envolverán en otras prendas suntuosas y esperarán que vuelva a comportarme como es debido. Seré lady Jessamine el resto de mis días. Y yo no sé quién es.

—¿Quién quieres ser?

Quería ser Jess. Quería regresar a Inglaterra y gastarle bromas a Daphne e intercambiar comentarios ingeniosos con Kit. Quería ver cómo crecían Reuben y Sarah y el resto de los niños de Haven Manor. Quería ver cómo Ryland se convertía en un padre que miraba de reojo a los jóvenes galanes en un salón de baile. Quería ver si Martha aprendía a hacer pan que no partiera los dientes.

Quería pasar más tiempo con Derek, quería que siguiera desafiándola a replantearse su forma de verlo todo, incluida ella misma.

Allí no tenía nada de eso.

Lo que tenía era Verbona. Allí era lady Jessamine, y lo que ella quisiera importaba poco. Era algo que había aprendido de Ryland e incluso de los flamantes esposos de Kit y Daphne. Ser aristócrata, o un buen aristócrata, más bien, significaba que el país era más importante que uno.

Hasta Ryland, aun con todas sus escandalosas rarezas, había hecho lo que había hecho por el bien de Inglaterra. Había estado dispuesto a sacrificar su vida y su título por la patria y el rey.

Igual que Jess. Se había pasado años corriendo riesgos por Inglaterra. Parte de ella aún estaba dispuesta a hacerlo, aunque ahora le inquietaba más. Ahora había gente a la que quería, cuando antes había creído que todos sus allegados estaban muertos. Aun así, salvar Inglaterra significaba salvar a sus seres queridos, así que lo haría de nuevo si fuera necesario.

Todo lo que sentía al pensar en Verbona era culpabilidad. Una arrolladora y aplastante culpabilidad porque no estaba deseosa de hacer el mismo sacrificio por el país de su padre, el país en el que había nacido y vivido la infancia.

—Ya no conozco a mi hermano. Somos dos extraños.

Derek le aferró mano con fuerza.

—Nosotros también lo éramos. Y creo que... Bueno, me gustaría creer que nos hemos hecho amigos mientras caminábamos hacia nuestro objetivo.

Jess tragó saliva. Sí, se habían hecho amigos. Y más. Él la desafiaba de forma constante e inigualable, a la vez que la aceptaba tal y como era. Se había ofrecido a enseñarle sin condenarla ni hacer que se sintiera inferior. Había dejado que lo guiara cuando sus habilidades eran mejores que las de él y la había obligado a reconocer cuándo no era capaz de hacer algo. Había llegado a distraerla en momentos en que nada más habría roto su concentración.

Hacía que se sintiera viva.

Sin él, ¿se convertiría en una de esas personas muertas por dentro, que se movían por la vida dejando que su alma se marchitara cada vez más?

Quizá sí. Pero era un problema que ella debería afrontar, no él. Dejaría que se fuera pensando que iba a estar bien. Quería que guardara un buen recuerdo de ella.

Deseaba preguntarle adónde iría, qué haría después, pero ya lo sabía. Acabaría su encargo en Haven Manor y luego aceptaría el siguiente. Al igual que ella, no sería lo mismo, pero seguiría adelante.

—Te marchas por la mañana —dijo Jess.

—Sí. No sabía si tu hermano te lo habría dicho.

—Fue sin querer. —Jess se encogió de hombros—. Se pone a hablar en italiano. Bueno, lo hacía. Mañana probablemente empiece a hablar en español. —Sus ojos se iluminaron—. También lo hablo.

Derek se rio por lo bajo.

—Llevabas mucho tiempo esperando este momento, Jess. Lo reconozcas o no, guardaste el diario con la esperanza de que algún día este sería el resultado.

Dejó caer la mano de Jess y le rodeó los hombros con un brazo.

—No es como lo esperaba —admitió Jess.

—No. —Derek inspiró hondo antes de continuar—: Aun así, has descubierto hacia dónde ibas. O de qué huías. En cualquier caso, por primera vez en tu vida no tienes que seguir huyendo.

—¿Qué quieres decir, Derek?

—No huyas de nuevo. Si decides irte, hazlo por la puerta grande. No importa lo difícil que te resulte, aquí está tu familia. Ya la perdiste una vez. No te deshagas de ella ahora que has vuelto a encontrarla. Tal vez exija esfuerzo y quizá nunca sea lo que una vez fue, pero puede ser algo bello en sí mismo.

—Estás pidiendo mucho.

Había huido de todos los lugares donde había vivido. Ni una sola vez había dicho adiós.

Hasta ese momento. Hasta él. Iba a decirle adiós y eso podría acabar con ella.

—Sé que puedes hacerlo. Ya has vivido entre las sombras y Dios te ha traído a la luz. Puede que sea hora de intentar vivir en ella. Tal vez descubras que puedes brillar.

Vivir en la luz. Qué idea...

Derek sonrió antes de susurrarle:

—«Nadie pone en oculto la luz encendida, ni debajo del almud, sino en el candelero, para que los que entran vean la luz».

A Jess se le escapó tal carcajada que hizo que se sintiera más ligera que nunca desde que llegara a Verbona. Por eso Ryland seguía leyendo la Biblia y buscando a Dios cuando las cosas iban bien, por eso Daphne insistía en leérsela a los niños cada noche y Derek había logrado encontrar la fe en su apacible y ordenada existencia. No se trataba de protegerse de un peligro, sino de la vida.

En algún momento del camino, Jess se había empapado de ello más de lo que creía.

Y por eso sabía que Nicolás se equivocaba.

Una de las historias que Daphne les leía trataba sobre dos reyes, o un rey y un consejero, o un primo. No se acordaba muy bien de esa parte, pero sí recordaba que el rey era Roboam y que quería imponer un pesado yugo a su pueblo para demostrarle su poder. El otro hombre se negó. También estaba aquella ocasión en que Jesús dijo que su yugo era ligero.

Ignoraba los detalles y tendría que dedicar algo de tiempo a investigarlos, pero sabía lo suficiente como para tener la certeza de que Nicolás se equivocaba.

—Tengo una cosa para ti —dijo Derek mientras apartaba el brazo de sus hombros y sacaba algo del bolsillo. Le entregó un hatillo de tela.

Al desenvolverlo, descubrió una funda de cuero con una larga tira que se ataba alrededor de la pierna y otra más corta para sujetarla contra la piel.

Dentro, tres cuchillos.

—No tienes que dejar de ser tú misma —le dijo—. No deberías. Igual que tu hermano no es el chiquillo que tú recuerdas, tú tampoco eres la niña que recuerda él. Y creo que eso es bueno.

—No puedo decirte adiós, Derek.

Decirle adiós estaba mal. Aunque no lo pusiera en la Biblia, sabía en su corazón que no debía decirle adiós a ese hombre.

—Entonces, no lo hagas. Vete sin más. Finge que voy a quedarme aquí. Que seguiré aquí siempre que me necesites. Piensa en mí y háblame. Estaré al otro lado de estas aguas. Te oiré. No estarás sola. Te lo prometo, Jess, aunque tú olvides quién eres, yo nunca lo olvidaré. Cuando lo necesites, ven aquí y recuerda.

Los ojos le ardían con unas lágrimas que se negaba a derramar. Escondida bajo aquellos tablones, había pasado demasiado miedo; después, había estado demasiado empeñada en demostrarse su propia valía. Y después, había sido cuestión de protección. Pero ya no quedaba defensa alguna. Derek las había derribado. Tendría que volver a construirlas, pero lo haría con él en su interior para no olvidarlo nunca.

Dio un paso adelante y apoyó la mano en su hombro antes de alzarse de puntillas y depositar un leve beso en la comisura de sus labios.

—Entonces, hasta la próxima —le dijo con una sonrisa trémula, al tiempo que sus dedos se deslizaban en una caricia por el brazo de Derek mientras se alejaba, manteniendo el contacto con él hasta el último momento.

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Jess se detuvo en las últimas sombras, se quitó los guantes y se arrodilló para fijar a la pantorrilla la funda que Derek le había confeccionado. Este se sintió en paz al verla seguir adelante con algo suyo. Nadie lo vería bajo las faldas del llamativo vestido, pero ella lo notaría consigo. Eso era lo importante. Sería una lástima que la Jess que él había conocido quedase relegada al pasado como un viejo cuadro.

Cuando el brillo pálido de su cabello hubo desaparecido y su vestido solo seguía vivo en su imaginación, Derek se dio la vuelta. Su maleta ya estaba hecha y esperándolo.

El rey Nicolás había ordenado los preparativos necesarios para que partiera de madrugada, pero no estaba dispuesto a vivir nunca más a merced de otros, por lo que haría las cosas a su manera. Embarcaría esa misma noche. Con suerte, dormiría mientras cambiaba la marea y el barco zarpaba.

Podría fingir que Verbona y todo lo que en ella había no eran sino un sueño.

El esplendor de palacio no se extendía hasta el muelle. Si alguna de las personas con quienes se había cruzado sabía que esa misma mañana iban a coronar solemnemente a su rey, o no le importaba o no iba a preocuparse por ello hasta el día siguiente.

El buque, dedicado mayormente al transporte de carga, apenas contaba con un puñado de sencillos camarotes para pasajeros. Derek no tardó en acomodarse en uno. No necesitaba deshacer el equipaje, pues solo pasaría unas horas a bordo.

Desde el catre podía ver las estrellas en el cielo despejado, pero poco más. Antes de acostarse se quitó la levita y se descalzó, pero se dejó puesto el resto de la ropa. Todas las prendas estaban tan arrugadas que eran insalvables. Qué importaba que durmiera con ellas.

Al atracar en Londres, iría a casa de William para lavarse. Luego volvería al trabajo. Enseñaría y seguiría estudiando y, sí, pintaría. Ocuparía su tiempo con la misma vida que llevaba antes de conocer a Jess.

No sería el mismo hombre, por supuesto, pero tenía muchas ganas de volver a la actividad.

La quietud de su cuerpo y el suave movimiento del barco acabaron por adormilarlo a pesar del torbellino de su mente. Cuando sus ojos se cerraron y dejó de ver las estrellas, no podía dejar de pensar que, en cuanto despertara, todo habría terminado.

No lograba encontrar la manera de alegrarse lo más mínimo por ello.