Prismáticos rotos

Para Mercedes López-Ballesteros,

en San Sebastián

El Domingo de Ramos casi todos mis amigos habían abandonado Madrid y yo me fui a pasar la tarde en el hipódromo. Durante la segunda carrera, que aún no tenía ningún interés, un individuo que estaba a mi izquierda me dio sin querer un codazo en el codo al llevarse bruscamente a los ojos sus prismáticos para mejor ver la recta final. Yo ya estaba mirando, ya tenía los míos ante mis ojos, y el golpe hizo que se me cayeran al suelo (siempre me olvido de colgármelos al cuello, y así lo pago o lo pagué aquel día, porque se me rompió uno de los cristales, los prismáticos contra las gradas, aunque no rebotaron, se quedaron allí en el suelo, quietos y rotos). El hombre se agachó antes que yo a recogerlos, fue él quien me dio noticia del desperfecto, al tiempo que se disculpaba.

—Ay perdone —dijo. Y luego—: Vaya hombre, se han roto, qué mala pata.

Lo vi agachado, y lo primero que vi de él fue que llevaba gemelos, quiero decir en los puños de la camisa, lo cual es raro de ver hoy en día, sólo los muy cursis o muy anticuados se atreven a ponérselos. Lo segundo que vi fue que llevaba una pistola con su correspondiente funda, pegada al costado derecho (sería zurdo), al agacharse se le ahuecaron los faldones de la chaqueta y pude ver la culata. Eso es aún más raro de ver, será policía, pensé en seguida. Luego, al levantarse, me di cuenta de que era un hombre de gran estatura, me sacaba la cabeza; tendría unos treinta años y lucía patillas, rectas pero demasiado largas, otro rasgo anticuado, no me habrían llamado la atención hace quince años, o bien hace un siglo. Quizá las llevaba para encuadrar y dar más volumen a su cabeza, que era alargada y pequeña, parecía una cerilla.

—Le pagaré el arreglo —dijo azorado—. Tenga, de momento le presto los míos. Estamos sólo en la segunda carrera.

La segunda carrera había ya terminado, de hecho. No nos habíamos enterado de quién había ganado, por lo que no me atreví a rasgar mis boletos de apuestas, que sostenía en la mano como hacemos todos, para romperlos y tirarlos al suelo en seguida, si hemos perdido, y olvidarnos así al instante del error de pronóstico. En aquel momento tenía también en las manos mis prismáticos rotos (los había comprado en un avión hacía no mucho, en pleno vuelo) y los del individuo intactos, me los había entregado al tiempo que me anunciaba su préstamo, yo los había cogido mecánicamente para que no se cayeran también contra las gradas. Al ver mi apuro me cogió los boletos y me los metió en el bolsillo pectoral externo de mi chaqueta, dándome a continuación una palmadita encima, como para decirme que ya estaban a buen recaudo.

—Pero si me deja los suyos, ¿qué va usted a hacer? —le dije.

—Podemos compartirlos, si no le importa que veamos las carreras juntos —contestó él—. ¿Está solo?

—Sí, he venido solo.

—Lo único —añadió el hombre— es que tendríamos que verlas todas desde aquí. Estoy de vigilancia, hoy me toca aquí, no puedo moverme.

—¿Es usted policía?

—No, qué va, me moriría de hambre, vaya mierda, conozco a algunos, ¿usted cree que si fuera un poli podría llevar la ropa que llevo? Míreme.

Y al decir esto el hombre extendió los brazos y dio un paso atrás, las manos abiertas como las de un mago. La verdad es que iba muy mal vestido (para mi gusto), aunque con ropas caras: un traje cruzado (pero la chaqueta abierta, como ya he dicho) de un inverosímil gris verdoso, difícil de conseguir a todas luces; la camisa, que parecía muy rígida para estos tiempos, me temo que era rosa palo, no fea en sí, pero impropia de un hombre tan alto; la corbata era un enjambre incomprensible (pájaros, insectos, Mirós repugnantes, ojos de gato), predominaba el amarillo; lo más raro era el calzado: ni zapatos de cordones ni mocasines, sino unas infantiles botitas que le llegaban hasta el tobillo, debía de considerarlas modernas, el resto se suponía semiclásico. Los gemelos podían ser buenos, quizá de Durán, brillaban lo suyo, tenían forma de hoja. No era un hombre discreto, tampoco un original, seguramente no había sido educado para combinar, eso era todo.

—Ya veo —dije yo sin saber qué decir—. ¿Y qué es lo que tiene que vigilar, entonces?

—Soy escolta —contestó.

—Ah, ¿y a quién está usted escoltando?

El hombre me cogió los prismáticos que acababa de prestarme y miró con ellos hacia la tribuna de autoridades, que estaba a poca distancia (la verdad es que no hacían falta las lentes de aumento para discernirla). Volvió a entregármelos. Parecía aliviado.

—No, aún no ha llegado, todavía hay tiempo. Si por fin viene no llegará hasta la cuarta carrera, para saludar a los amigos. La que le interesa de verdad es la quinta, como a todos, y no dispone de tiempo para matarlo, quiero decir que usted habrá venido temprano para pasar el rato. Él, en cambio, estará haciendo negocios por teléfono o durmiendo la siesta para estar despejado. Yo he venido por delante, para ver cómo está la tarde, para ver si el ambiente está espeso y tomar posiciones.

—¿Espeso? ¿Qué quiere decir? ¿Qué puede pasar aquí?

—Lo más probable es que nada, pero alguien tiene que ir siempre por delante. Y alguien por detrás, junto a él, claro está. Yo suelo ir más bien por delante. Por ejemplo, si entramos en un restaurante o en un casino, o nos paramos a beber una cerveza en un bar de carretera, yo entro siempre el primero para ver cómo anda la cosa. Nunca se sabe al entrar en un local público, en ese momento puede haber dos tíos dándose de hostias. No es lo normal, pero ya sabe, un camarero que ha derramado el vino, y un cliente con mal carácter lo puede estar zarandeando. Eh, no querrá que mi jefe vea eso, o que se vea envuelto en el fregado. Las botellas vuelan rápido, ¿sabe? A lo largo del día vuelan en Madrid muchas más botellas de las que usted se imagina, se sacan navajas, la gente se zumba, la gente tiene los nervios a flor de piel. Y si en medio de todo eso aparece la riqueza, entonces todos se paran y piensan: ‘Que lo pague la riqueza.’ Los que se están peleando son capaces de ponerse de acuerdo en un instante y emprenderla a golpes con la riqueza: ‘Que se joda la riqueza’. Hay que llevar mucho ojo, ojo.

El hombre se llevó el dedo al ojo.

—¿Sí? —dije yo— ¿Tan rico es su jefe? ¿Se le nota tanto?

—Lo lleva pintado en el rostro, tiene cara de rico. Aunque se dejara barba tres días y se vistiera de pordiosero, se le vería que es rico en la cara. Ya la quisiera yo, esa cara. Cuando entramos en una tienda de lujo, yo voy por delante, como siempre. Y a pesar de que voy bien trajeado, en cuanto me ven los dependientes me ponen mala cara o no me hacen caso, hacen como que no me han visto, se ponen a atender a otros clientes a los que hasta ese momento tampoco hacían ni puto caso o a revolver en cajones, como si estuvieran haciendo inventario. Yo no les dirijo la palabra, controlo que todo está en orden y entonces vuelvo a la puerta para abrírsela al jefe y que pase. Y en cuanto le ven la cara, todos los dependientes abandonan a los clientes y los cajones para venir a servirle con sus sonrisas.

—¿Y no será que su jefe es famoso, si es tan rico, y lo reconocen?

—Sí, puede ser —dijo el guardaespaldas, como si no hubiera pensado en ello—. Se está haciendo famosillo. Es de la banca, ¿sabe? No le digo quién, pero es de la banca. Pero oiga, vamos un poco al paddock, que habrá que ir apostando para la tercera.

Fuimos hasta allí, y de camino rasgamos por fin nuestros boletos, ea, al suelo, tras ver que habíamos perdido. Me crucé con un filósofo que no falta un domingo, también con el almirante Almira (su predestinado e incompleto apellido) y con su guapa e inmerecida esposa, quienes me saludaron con la cabeza sin dirigirme palabra, quizá se avergonzaron al verme en compañía de aquel individuo un poco gigante, yo le llegaba sólo a los hombros. Yo llevaba ahora al cuello sus prismáticos y en la mano los míos rotos, los míos son pequeños y potentes, los suyos eran enormes y muy pesados, la correa me tiraba de la nuca, pero no podía correr el riesgo de que también se cayeran. Mientras mirábamos dar vueltas a los caballos, le vi al escolta intenciones de preguntarme a qué me dedicaba yo, y como no me apetecía hablar de mí mismo me adelanté y le dije:

—Qué, qué le parece el 14.

—Bonita estampa —dijo él, que es lo que dicen siempre de los caballos los que no entienden nada—. Yo creo que le voy a apostar.

—Pues yo no, lo veo un poco nervioso. Se puede quedar en los cajones, incluso.

—¿Sí? ¿Usted cree?

—Aquí no vale la cara de rico.

El hombre se echó a reír. Era una risa inmediata, sin el más mínimo pensamiento previo, la risa de un hombre sin pulir todavía, la risa de un hombre que no piensa en la conveniencia. No tenía mucha gracia lo que yo había dicho. A continuación me cogió sus prismáticos sin pedirme permiso y miró rápidamente con ellos en dirección a la tribuna de autoridades, que desde el paddock no podía verse. Se resintió mi nuca, el hombre tiró de más de la correa, un poco.

—Qué, no ha llegado —dije.

—No, por suerte —contestó él, por intuición, supongo.

—¿Le da mucho trabajo? Quiero decir si tiene que intervenir a menudo, intervenir en serio, con peligro.

—No tanto como yo quisiera, verá usted, este es un trabajo de mucha tensión y a la vez inactivo, hay que estar alerta permanentemente, todo consiste en anticiparse, en un par de ocasiones me he abalanzado sobre personas ilustres que solamente iban a saludar a mi jefe. Les he puesto las manos a la espalda y las he reducido, sin ningún motivo, se han llevado algún golpe ducho. Me he ganado broncas por ello. Así que hay que tener mucho cuidado, no anticiparse demasiado tampoco. Hay que adivinar intenciones, eso es. Luego, casi nunca pasa nada, y se hace difícil mantener la vigilancia si uno tiene la sensación de que en realidad no hace falta.

—Claro, bajará usted la guardia.

—No, no la bajo, pero me cuesta esfuerzo obligarme. Mi compañero, el que va con él cuando yo voy por delante, la baja mucho más, me doy cuenta. Yo a veces le echo regañinas. Se abstrae en videojuegos portátiles mientras espera, tiene ese vicio. Y eso no puede ser, ¿comprende?

—Comprendo. Y él, el jefe, ¿qué tal los trata?

—Bueno. Para él somos invisibles, no se priva de nada porque estemos delante. Yo le he visto hasta hacer guarradas.

—¿Guarradas? ¿De qué tipo?

El guardaespaldas me tomó del brazo para ir hacia las taquillas de apuestas. Ahora me dio a mí vergüenza ir así con un hombre tan alto. Su manera de cogerme era protectora, quizá no sabía establecer contacto con las personas más que de esa clase: él protegía. Pareció dudar un momento. Luego dijo:

—Bueno, con tías, en el coche, por ejemplo. La verdad es que es bastante sucio, la cabeza un poco sucia, ¿sabe? —se tocó la frente—. Oiga, no será usted periodista.

—No, se lo aseguro.

—Ah bueno.

Yo aposté al 8 y él al 14, era un hombre terco, o supersticioso, y volvimos a las gradas. Tomamos asiento, a la espera del inicio de la tercera carrera.

—¿Cómo hacemos con los prismáticos?

—Yo miro la salida y usted la llegada, si le parece —contestó él—. Estoy en deuda.

Volvió a cogerme los prismáticos sin sacármelos antes por la cabeza, pero ahora estábamos muy cerca el uno del otro y no hubo de tirar de la correa. Miró hacia la tribuna un segundo y volvió a dejármelos sobre las rodillas. Miré sus botitas, eran incongruentes, daban a sus pies muy grandes un aspecto aniñado. Se excitó durante la carrera, gritándole ‘¡Vamos, Narnia, dales fuerte!’ al número 14, que no se quedó en los cajones pero salió mal y llegó sólo cuarto. Mi 8 quedó segundo, por lo que rasgamos nuestros boletos con gesto agrio, como debe hacerse: a la mierda.

De pronto lo vi abatido, no podía ser por la apuesta.

—¿Le pasa algo? —le pregunté.

No contestó de inmediato. Miraba al suelo, hacia sus boletos rasgados, el tórax tan largo inclinado, la cabeza casi entre las piernas abiertas, como si se hubiera mareado y tomara precauciones por si vomitaba, no manchar los pantalones.

—No —dijo por fin—. Es sólo que esta era la tercera carrera, mi jefe estará a punto de llegar con mi compañero, si llegan. Y si llegan, me toca.

—Tiene que permanecer aquí para vigilar, ¿no?

—Sí, tengo que quedarme aquí. ¿No le importa hacerme compañía? Bueno, si quiere volver al paddock y a apostar, vaya usted y vuelve luego para la carrera. Me quedo con los prismáticos mientras tanto, por si acaso pasa algo.

—Iré a apostar un momento. No necesito ver los caballos.

Me dio diez mil pesetas para una gemela, otras cinco para ganador, bajé a hacer mis apuestas, no tardé nada, aún no había cola. Cuando regresé a las gradas el escolta seguía cabizbajo, no parecía alerta. Se acariciaba las patillas ensimismado.

—¿Ha llegado ya? —le pregunté, por decir algo.

—No, todavía no —respondió alzando la vista y a continuación los prismáticos hacia la tribuna. Se le había convertido en un gesto casi mecánico—. Todavía puede que no me toque.

El hombre seguía abatido, había perdido de golpe toda su bonhomía, como si se hubiera nublado. Ya no me daba charla ni me hacía caso. Estuve tentado de decirle que prefería ver esa carrera al pie de la pista, donde me arreglaría bien sin prismáticos, y abandonarlo. Pero temí por su trabajo. Estaba absorto, todo menos vigilante, justo cuando le tocaba.

—¿Seguro que no le ocurre nada? —dije, y luego, más que nada para recordarle la inminencia de su tarea—: ¿Quiere que vigile yo por usted si se encuentra mal? Si me indica quién es su jefe...

—No hay nada que vigilar —respondió—. Yo sé lo que va a pasar esta tarde. O quizá ya ha pasado.

—¿El qué?

—Mire, uno no le toma afecto a quien le paga para que lo proteja. Mi jefe, ya se lo he dicho, no sabe ni que existo, apenas mi nombre, para él he sido aire durante los dos últimos años, y de vez en cuando me ha metido alguna bronca por excederme en mi celo. Él da órdenes y yo las cumplo, me dice dónde y cuándo me quiere y allí voy yo, a la hora y el lugar indicados. Eso es todo. Cuido de que no le pase nada, pero no le tengo afecto. En más de una ocasión he pensado en atentar yo contra él para aplacar la tensión y hacerme sentir necesario, crear yo mismo el peligro. Nada serio, una pequeña paliza en el garaje, echarle un poco de comedia, emboscarme y hacerme pasar por un asaltante en mis horas libres. Darle un susto. No podía imaginar que fuera a llegar un día en que tuviéramos que cargárnoslo en serio.

—¿Cargárnoslo? ¿Quiénes?

—Mi compañero y yo. Bueno, o él o yo. Puede que él haya podido hacerlo ya, ojalá. Si es así, el jefe no aparecerá tampoco para esta carrera, no habrá salido de casa y estará tirado en la alfombra, o metido en el maletero. Pero si viene, ve usted, será que él no ha podido, y entonces me tocará a mí, a la vuelta del hipódromo, en el mismo coche, mientras mi compañero conduce. Una cuerda, o un tiro fuera de la carretera. Ojalá no vengan, ya le digo, no le tengo afecto, pero la idea de encargarme yo. Eso me pone malo.

Pensé que estaba bromeando, pero hasta aquel momento no me había parecido un hombre dado a las bromas, más bien parecía incapaz de hacerlas, por eso —había pensado fugazmente— se había reído tanto cuando yo hice una sin mucha gracia. La gente que no sabe hacerlas se sorprende tanto de que otros las hagan, y lo agradecen.

—No sé si le entiendo —dije.

El escolta seguía mesándose las patillas sin pudor. Me miró de reojo y dejó así la vista: fija en mí, pero de reojo.

—Claro que me entiende, está bien claro lo que le he dicho. Le repito que no le tengo afecto, pero me sentiría aliviado si no vinieran, si ya lo hubiera hecho mi colega.

—¿Por qué lo hacen?

—Eso es largo de contar. Por pasta, bueno, no sólo, a veces no hay más remedio, a veces hay que hacer cosas que a uno le asquean, pero hay que hacerlas, porque peor es no hacerlas, ¿no le ha ocurrido nunca?

—Sí, me ha ocurrido —dije—, pero no tan graves, supongo. —Miré de reojo hacia la tribuna de autoridades, un gesto inútil por mi parte—. Si todo esto es verdad, ¿por qué me lo cuenta?

—Bah, eso da lo mismo. Usted no va a ir a contárselo a nadie, aunque mañana lo lea en el periódico. A nadie le gusta meterse en berenjenales; si va usted con el cuento, para usted los líos y las molestias. Y a lo mejor las amenazas. Nadie cuenta nada si no le trae algún provecho. Por eso a la policía no la ayuda ni Dios, allá se las compongan ellos, piensa todo el mundo. Y nadie dice nada. Usted hará lo mismo, hoy no me da la gana de tener secretos.

Le cogí los prismáticos y volví a mirar hacia la tribuna, ahora con las lentes de aumento. Estaba casi vacía, andarían todos en el bar o en el paddock, aún faltaban unos minutos para la salida. El gesto fue aún más inútil, porque yo no conocía a su jefe, aunque quizá podría adivinar quién era por la cara de rico, si se la veía.

—¿Está? —me preguntó temeroso y mirando hacia la pista.

—No lo creo, no hay casi nadie. Mire usted.

—No, prefiero esperar. Cuando vaya a empezar la carrera, cuando entren todos. ¿Me avisa usted?

—Sí, yo le aviso.

Guardamos silencio. Yo volví a mirarle las botas (ahora los pies muy juntos) y él se miraba los gemelos de los puños de la camisa, rosa palo la camisa, los gemelos sendas hojas de tabaco. De pronto me vi deseando que un hombre hubiera muerto, que su jefe ya hubiera muerto. Me vi prefiriendo eso, para que no tuviera él que matarlo. Empezamos a notar que se llenaban las gradas, nos iba estrechando la gente, nos tuvimos que poner de pie para hacer sitio.

—Tenga los prismáticos —le dije—, quedamos en que usted miraba las salidas. —Y se los alcancé.

El guardaespaldas los cogió y se los llevó a los ojos con brusquedad, con el mismo gesto que había dejado inservibles los míos. Vi cómo los enfocaba hacia los cajones, y cuando los caballos estaban a punto de salir disparados, volvió esos prismáticos hacia la tribuna unos segundos. Le oí contar:

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. No ha venido —dijo.

—Ya salen —dije yo.

Volvió a mirar hacia la pista, y cuando los caballos tomaban la primera curva le oí gritar:

—¡Vamos, Caronte, vamos! ¡Venga, Caronte, dale!

A pesar de su excitación y de su alegría tuvo la suficiente conciencia para pasarme los prismáticos cuando los caballos alcanzaban la última curva. Era un hombre considerado, cumplía su promesa de dejarme contemplar la llegada. Me los puse ante los ojos y vi cómo Caronte ganaba por medio cuerpo a Heart So White, segundo: ganador y gemela de mi acompañante de aquella tarde. Yo, en cambio, habría de rasgar una vez más mis boletos, al suelo.

Bajé los prismáticos y me sorprendió no oírle gritar de contento.

—Ha ganado usted —le dije.

Pero él no debía de haber seguido la última parte de la carrera, no debía de haberse enterado. Miraba con sus propios ojos, sin ayudarse de nada, hacia la tribuna. Estaba quieto. Se volvió hacia mí sin mirarme, como si fuera un desconocido. Yo era un desconocido. Se abotonó la chaqueta. Su rostro había vuelto a ensombrecerse, estaba casi descompuesto.

—Ahí están, ya han llegado. Han llegado para la quinta —dijo—. Lo siento, debo ir a reunirme con ellos, me querrá dar instrucciones.

No dijo nada más, no se despidió. En pocos segundos se abrió paso entre la gente y lo vi de espaldas, alejándose hacia la tribuna con su estatura gigante. Al caminar se palpaba la chaqueta a la altura del costado, llevaba la pistola en su funda. Me había dejado sus prismáticos. Rasgué mis boletos pero no los suyos, que estaban premiados. Me los guardé en el bolsillo, pensé que él no iba a querer cobrarlos.