El cubil de una alimaña, no la cueva de una fiera, se diría, la estancia sórdida y triste, a la cual muy escasa luz entraba a través de los barrotes y los vidrios empañados de una lumbrera muy alta, con aspecto celular;
tenía visos de oficina por el sucio mobiliario que allí había y que a emporcarla, más que a ornarla parecía concurrir;
largos bancos rectilíneos cerca al muro, para gentes expectantes;
una valla de madera y en ella dos estrechas ventanillas con cristales corredizos;
tras de una de ellas, asomaba el rostro huraño, rostro de ave carnicera y rapaz, un hombre, torvo y sucio, semejando una lechuza en un nicho sepulcral;
varias gentes, casi todas de un aspecto miserable, hacían cola, esperando llegar al ventanal;
allí exhibían el objeto que llevaban, discutían con el hombre rudo y cruel que allí había, y, vencidos al fin, dejaban la prenda, y tomaban el dinero, que la gana del hurón, les entregaba;
de súbito, aquel templo de la usura, pareció iluminarse, como por un resplandor de sol entrado en una tumba;
una dama, elegantemente vestida, entró presurosa y azorada, seguida de un faquín, el cual llevaba en hombros un objeto;
vióla un dependiente y salió obsequioso y, taimado a recibirla;
conocíala sin duda, y, en grande estima en la casa habrían de tenerla, según las zalemas y genufluxiones que ante ella hizo;
alzó la cortina, que cubría la puerta de una estancia vecina, e invitóla a entrar en ella;
pretensiones de salón tenía aquel tugurio que sin duda la dama conocía;
entró en él seguida del faquín, que puso el objeto en el suelo y se retiró, después de pagado su servicio;
el señor Joaquín, el prestamista, avisado por su fámulo, dejó la ventanilla en que despachaba, y, vino presuroso y obsequioso a recibir la visitante;
se inclinó ante ella, como no lo hacía ante nadie, desarrugado el ceño, amable el rostro que había perdido su adustez sombría, y con los ojos lipitosos, más que con la boca sucia y desdentada, la interrogó sobre el objeto de su visita;
lo sabía bien, porque Sabina Cortés, que era la dama allí presente, había estado otras veces, y no pocas, en su casa, para llevar sus vajillas, sus joyas y aun sus trajes a empeñar;
todo lo que su madre y, ella poseían, estaba en poder del usurero abominable;
esta vez, era su máquina de escribir la que traía, una Smith-Premier, multicopista admirable;
la enfermedad de su madre, requería grandes cuidados y muchos gastos, y, antes que dejarla ir al Hospital, como seres sin entrañas le aconsejaban, se disponía a empeñarlo todo, a venderlo todo, para cuidarla y para salvarla;
se desprendía de la máquina con la cual ganaba su vida, para salvar la de su madre; y lo hacía con el mismo dolor con que un violinista ciego y mendigo, llevara a piñorar el violín con que en las noches hiemales conmoviera el corazón de los pasantes;
con un gesto lento y triste, ella descubrió la máquina, cautamente, cuidadosamente, como si tocase una cosa viva y amada que temiese lastimar;
una lágrima dolorosa, rodó de sus ojos hasta sus manos enguantadas, y, el llanto pareció prismatizar su belleza, dándole un vago esplendor de misterio doloroso:
el señor Joaquín, retrocedió ante el precioso objeto, diciendo:
— ¿Cómo!; ¡su máquina!;... ¿y, con qué va usted a trabajar ahora?...
la deliciosa y, suave criatura, no acertaba a responder al principio, pero dominándose, contó al usurero su terrible situación, el accidente acaecido a su madre y los enormes gastos que eso le ocasionaba;
contando sus dolores su belleza indemne parecía tomar de la angustia un nuevo prestigio, que la hacía como inmaterial y augusta;
la faz terrosa y torva del prestamista se hizo triste; sus manos tendidas automáticamente hacia la máquina se retiraron; sus ojos de halcón perdieron su siniestro brillo de codicia, y, como deslumbrados por el maravillamiento de tanto Dolor y tanta Belleza, se hicieron tiernos, casi prontos a llorar.
Sabina Cortés, era el único ser que tenía el privilegio de conmover aquel corazón litógeno que parecía hecho de cemento armado;
desde el primer día en que la joven había venido a su tugurio infecto, se había sentido conmovido ante tanta belleza; perplejo ante aquella mutación de su carácter, no había sabido sino admirar; y, cada vez, que la miseria, y, en ciertos días el hambre, llevaba allí la joven desesperada, a él le parecía que un hálito de rosas entraba hasta su cubil y, un sol que no conocía lo iluminaba;
no negaba nunca a la joven aquello que le pedía y ese día fué especialmente generoso dándole casi el total del valor de la máquina:
— Yo, se la guardaré — dijo con una voz tímida, que nadie la conocía —; y, entregando el dinero añadió mil consejos y recetas para las luxaciones y quebraduras de los huesos...
Sabina, lo oía agradecida;
en su soledad y, en su abandono, toda voz de consuelo era grata a su corazón;
el usurero la acompañó hasta la puerta viéndola desaparecer por la escalera sucia y tortuosa, con la tristeza de un buho, que ve en la noche naciente las alas blancas de una paloma retardataria que se aleja;
cuando Sabina se halló de nuevo en la calle, le pareció renacer bajo la suave caricia de la luz y, aspiró con placer la brisa tibia que traía perfumes de las arboledas cercanas, y, contempló con fruición la gloria cupular del cielo, en cuya diafanidad azul erraban nubes áureas, como estrellas aladas que viniesen a besar su belleza de mármol jonio, que tenía la cadencia de un ritmo suave...;
y, miró con amor el Sol, que en el azul profundo, semejaba un espolón de oro perdido en el Espacio.