Caminaban los dos, el uno al lado del otro, sin hablarse, como perdidos en la claridad armoniosa de la tarde, que hacía del Parque de la Ciudad, fatigado de calores, algo como un lago melodioso y, umbrío, sobre cuyos mirajes violescentes el vellón armiñado de las nubes semejaba el vuelo lento de una migración de garzas marinas buscando la ribera;

un ritmo de ensueño acariciaba el terciopelo de las hojas que la luz occidua anaranjada produciendo una suave música en el estremecimiento de los ramajes, que parecían alacordes;

el misterioso atractivo de la hora la hacía deliciosa, llena de un deliquio de voluptuosidad extraño y, turbador.

Sabina se detenía por momentos contemplando melancólica, la oscilación de los arbustos adolescentes, que alineados en filas a los lados del sendero, parecían por su gracia efébica, pajes púberes, esperando para escoltarlas, el paso de dogaresas tardas en llegar; y, permanecía inmóvil, como si temiese abandonar la sombra que le daban los grandes árboles de la Avenida, y entrar en la intemperie de luz que se extendía al frente y en la cual las fuentes monumentales, cantaban la canción metálica de su espejo bruñido y frío, sobre el cual flotaban los pétalos marchitos, recién caídos de los rosales que aun temblaban;

una luz violácea afelpaba el horizonte, hacia el lado del mar muy cercano, cuyas olas se veían romperse en espumas contra el dique que limitaba el jardín, sembrando de líquenes de cristal los parterres florecidos;

el vuelo de las golondrinas era como una música más sobre el agua turbia de las olas que a distancia tomaban sinuosidades siniestras;

niños juguetones mezclaban sus gritos al triscar de los pájaros que huían para refugiarse en las copas de los árboles que la tarde muriente hacía irreales, como cubiertas de un polvo impalpable de oro y de cenizas;

ambos callaban, como si el encantamiento litúrgico de la hora los hiciese mudos, cual si temiesen el momento de la palabra y quisiesen encadenarla, porque sabían que había de serles fatal.

Eduardo Armenteros y Matiz, era un joven alto, delgado, bien apersonado de sí y, a quien el uso constante del uniforme militar daba esbelteces elegantes;

tipo mediterráneo de un moreno pálido como de árabe levantino, con grandes ojos negros imperiosos que aparecían agrandados y desmesurados por las enormes ojeras, que una vida desarreglada de soltero extendía en torno de ellos; muy escaso el bigote de guías pretenciosamente engomadas a estilo kaiseriano; bajo ellas apenas visibles los labios pálidos de una boca incisiva y cruel;

vestía en civil traje de color gris y tela ligera como convenía a ese fin de primavera, en que el estío se anunciaba con una caricia ardiente propia de esa zona que el mar latino baña de efluvios cálidos y sensuales;

pariente muy cercano de Sabina, por ser hijo de una prima hermana de su madre, había crecido en su intimidad, y, se habían amado desde jóvenes, cuando él vino de su lejana ciudad natal a principiar sus estudios militares bajo la dirección del Coronel Cortés;

este amor había sobrevivido a la catástrofe política y financiera que llevó al noble jefe al ostracismo voluntario y a la muerte;

cuando ésta sobrevino, Eduardo Armenteros, era ya Teniente, y, esperaba un próximo ascenso;

en medio del horrible derrumbamiento de cosas en que ella había caído envuelta, ese amor había sido para Sabina, su único consuelo, la única cosa amable y amada, que le quedaba en su naufragio;

y la pobre criatura se había abrazado a ese amor, con una fe profunda en el hombre que lo inspiraba, mecida por la melodía de las palabras inolvidables que le habían sido dichas; su boca virgen de todo beso, se tendía sitibunda hacia las linfas de esa fuente; que había de saciar su sed de ventura sobre la tierra;

pero, hacía días, y, lentamente una nube gris que amenazaba hacerse negra, se había levantado y se interponía, entre el sol de su amor y su corazón.

Eduardo Armenteros, se alejaba poco a poco de ella, espaciaba sus visitas, y con futiles pretextos, no la acompañaba ya de tarde en sus paseos soñadores por el parque florecido: y, vagos rumores le habían llegado de otra pasión naciente en su joven prometido;

para hablar de todo eso, y, no queriendo recibirlo en su casa, donde la enfermedad de su madre la hacía casi solitaria, se habían dado cita en el jardín maravilloso, que el mar cercano llenaba con el prestigio armonioso de la inmensidad;

llegados a la extremidad de la Avenida, los dos quedaron inmóviles, como si la sombra cariñosa de los árboles les fuese tan querida y necesaria, que no se atreviesen a separarse de ella;

él la tomó suavemente por la mano, dirigiéndose hacia un banco cercano, que el último árbol protegía con su ramaje dócil, y se sentaron allí;

la estatua de un Héroe, que en la intemperie de la rotonda escampada mostraba con su espada el camino de la Victoria a huestes invisibles, era testigo mudo de aquella escena, en la cual palpitaba oculto el corazón de un drama;

ella, quedó distraída, como si la voz de las aguas cercanas, le murmurase reminiscencias de otros dulces crepúsculos, pasados bajo el esplendor bermejo de los soles moribundos, en ese mismo jardín, cerca a ese mismo mar, oyendo murmurar cosas de amor a ese mismo hombre, en cuya boca muda parecía ahora anidarse la víbora fatal de la traición.

el silencio parecía pesarles a ambos como la piedra de una tumba;

él, fué el primero en romperlo, y, como reanudando un diálogo interrumpido, dijo con una voz suave, en la cual temblaba un resto de emoción:

— Y ¿opinan los médicos que ha de ser larga la enfermedad?

— Larga... y lo que es más cruel aún; temen que haya necesidad de una operación quirúrgica; tal vez cortar la pierna — dijo la joven, con un acento en que vibraba toda la angustia de su corazón, como si viese ya ante ella el miembro muerto, desprendido del cuerpo de su madre;

estaba pálida, tan pálida que su tez podía confundirse con la blancura del cuello que adornaba su traje de un color crema evanescente, que la hacía aparecer como una estatua de marfil bajo los ramajes fastuosos que le hacían dosel;

esperaba un acento de esperanza, una palabra de aliento y de consuelo de aquel que había sido el amor de su vida...; y, calló, en un gesto de vencimiento que pedía ser consolado:

— Es bien triste, que estas cosas nos sucedan en el momento más angustioso y decisivo de mi carrera, cuando este nuevo Decreto del Gobierno viene a sembrar el desconcierto y el dolor, en la vida de muchos de nosotros — dijo Eduardo sin alzar los ojos, que tenía fijos en el suelo, donde trazaba con el extremo de la caña de su bastón signos caprichosos.

— ¿Qué Decreto? — dijo ella como haciendo violencia a su corazón, que hubiera preferido callar, a saber nuevas desgracias que presentía;

él, vaciló en responder, como si temiese el dilaceramiento brutal, que sus palabras iban a hacer en aquel corazón que todos los dolores habían escogido como presa, y, cual si venciese su propio espanto, dijo:

— Un decreto semejante al que rige en otros países tendente a proteger la dignidad de la clase militar, y, por el cual se prohibe a los jefes y oficiales contraer matrimonio con mujeres que no tengan una dote cuya renta equivalga cuando menos a la cuantía del sueldo que ellos perciben; así, es necesario que yo rompa mi carrera, que renuncie a ella y, me busque una colocación que me permita ganar lo suficiente para cumplir mis compromisos contigo; ya he escrito a mi hermano Juan que es empleado en una casa de Seguros, para que me busque un empleo en ella.

— No, no — dijo ella con un acento de orgullosa resolución en la voz —; eso nunca, yo no seré la causa de la ruina de tus aspiraciones; no será por mí, que sacrifiques el porvenir brillante que te espera; eso... jamás;

él, la miró asombrado, vacilante entre la admiración y la gratitud, y cual si no se sintiese digno de aquel gran sacrificio que en el fondo de su egoísmo bendecía, dijo ocultando mal su alegría y, llevando adelante su comedia sentimental:

— Mi deber antes que todo; yo, te he dado mi palabra, y debo cumplirla.

— Te la devuelvo — dijo ella con una voz imperativa, como si le arrojase al rostro una cosa despreciable, y, dominando su corazón humillado, que había oído sonar la palabra deber y noamor, en los labios hasta entonces tan amados calló;

él, la miró, asombrado de no encontrar en su rostro ninguna expresión de violencia, ni en su voz ningún temblor de cólera, y, como si no pudiese defenderse del sentimiento egoísta que lo dominaba murmuró débilmente:

— Eso no puede ser; tú estás sola en el mundo, y yo debo protegerte.

— No; yo no estoy sola en el mundo, pues tengo aún a mi madre; un corazón como el mío, no necesita protección sino amor — dijo ella vivamente;

y cual si hubiese sentido de súbito derrumbarse en su corazón la vieja idolatría y, el viejo ídolo, y, crecer en su lugar un acre desprecio contra ellos, añadió, como si hablase consigo misma:

— Sólo el amor es necesario al alma; lo demás todo es despreciable.

— Pues bien, mi amor — dijo él, con voz insegura —, me marca ese deber.

—¿Tu amor? — dijo ella, que sentía la falsedad de la palabra temblar en los labios fementidos, y, añadió con una sonrisa triste, desbordante de desprecio —: ese amor no puede exigir el sacrificio de tu carrera; al menos, yo, no acepto, y, no aceptaré nunca eso;

Y, poniéndose de pie, ajustó sus guantes con un gesto de elegancia suprema y, dijo al joven, sin tenderle la mano para despedirse:

— Adiós; es hora de entrar en casa; mi madre me espera;

y, volvió la espalda, y se alejó;

él, quiso detenerla, balbuceó frases vagas e insinceras, a las cuales ella no prestó atención alguna y continuó en marcha grave y calmada, hasta perderse en los laberintos de la arboleda, como en el fondo de un paisaje al agua fuerte en el cual las más puras líneas del dibujo eran las de su figura grácil y bella, que parecía diluída en el horizonte y, lentamente fundida en la púrpura del Sol;

él, quedó en pie, inmóvil, viéndola alejarse indignada, no sin el germen de una gran tristeza en el alma, y, la hubiera seguido para detenerla, si no hubiera sido la hora, en la cual, en el Gran Paseo, sito en el corazón de la ciudad, principiaba el desfile de carruajes, y, las familias aristocráticas y, se daban rendez-vous, en las sillas de las aceras, donde celebraban tertulias, en una de las cuales, Sara Blum, la joven y bella viuda norteamericana, que cortejaba hacía meses, lo esperaba;

detuvo el primer coche que pasaba y dió al cochero la dirección del Paseo;

al finir el Parque ya cerca a las puertas monumentales alcanzó a ver a Sabina Cortés que marchaba erguida, indiferente a las cosas que la rodeaban, y a la admiración que despertaba a su paso, llenando los parajes con el prestigio de su belleza, ante la cual la ancha zona de luz contabescente, parecía palidecer y, morir...

y, sintió algo muy bello y muy triste rodar en su corazón, como una avalancha de rosas blancas bajo un reflejo lunar.