Un crepúsculo azul, de un azul diáfano, como de marismas dormidas a la sombra de un manglar, moría sobre el cielo, donde las estrellas de la tarde surgían como rosas hieráticas, en un gesto de pálido holocausto;

en la hora turbadora y, ardiente, el rumor de las muchedumbres semejaba bordoneo de millares de abejas colosales, en torno de una colmena gigantesca;

a esa hora en que los obreros abandonaban sus labores, la gran ciudad febricitante y fabril, emporio prodigioso de riquezas, se hacía rumorosa y clamorosa, como un gran río que rompiendo su cauce, se vertiese en afluentes torrentosos;

cuando Sabina, fatigada por el descenso de la larga escalera, llegó al portal de su casa, que daba sobre la calle, tuvo la impresión de un deslumbramiento en sus pupilas habituadas al claroscuro de la estancia y un asordamiento en sus oídos habituados a los grandes silencios de la cámara que acababa de abandonar; miró azorada la calle tumultuosa que se mostraba ante ella como un río humano, que bajara violento desde la montaña cercana hacia la mar vecina; era una de las calles más populosas y, más populares de la Ciudad; vaciló un momento antes de lanzarse en aquella corriente humana, que le daba miedo; iba sin sombrero, pobremente vestida, y, llevaba bajo el brazo un inmenso envoltorio;

había esperado para salir, esa hora indecisa de la tarde para no ser vista de nadie;

la portera que la vió bajar así, la miraba conmovida, porque era la primera vez que la veía salir en esa indumentaria?, y, no ignoraba el drama de dolor y de miseria que rodeaba por todas partes, aquella noble y valerosa joven;

hubiera querido acompañarla, aligerándola del peso que llevaba, pero sus ocupaciones no se lo permitían en ese momento, y suplicaba en vano a la joven, que esperase a que su marido viniese, para hacerle compañía.

Sabina rehusó amablemente y, se lanzó a la calle valientemente, como si se embarcase en las ondas agitadas de un mar en borrasca; marchaba arrimada a las paredes, avergonzada, temerosa de encontrarse con alguien conocido y, como deseosa de borrarse y de esfumarse en aquel crepúsculo triste, que tenía para ella el aspecto de un sudario;

se fatigaba en ocasiones asaltada de vahidos, porque a esa hora tan tarda apenas si había tomado alimento, preocupándose sólo de que su madre lo tomara;

había descendido bastante por la calle larguísima, seguida a veces por mozos atrevidos, a quienes sorprendía su extraña belleza y, oyendo los galanteos que a ella se dirigían, cuando poco antes de desembocar en la gran plaza, poliédrica, llena del rumor de los estudiantes que a aquella hora abandonaban las aulas, apercibió un grupo de tres mujeres muy elegantes acompañadas de un joven, y, que sin duda se dirigían a un Cinematógrafo cercano, entonces muy en boga;

las dos mujeres más jóvenes, marchaban adelante, y la de atrás, se apoyaba en el brazo del joven, con el cual conversaba en tono amoroso y confidencial con una sans-façon de extranjera voluntariosa indiferente a los juicios de una ciudad en la cual no vivía sino de paso.

Sabina no tuvo que mirar dos veces para reconocer en el acompañante de las damas a Eduardo Armenteros, y adivinar en la mujer de más edad, a Sara Blum, la rica viuda americana de cuyos amores con aquél había ya oído hablar;

desconcertada, presa de un verdadero terror ante la idea de ser vista así, sin sombrero, vestida como una obrera y, con un lío bajo el brazo, miró azorada a todas partes, no sabiendo qué hacer, ni dónde ocultarse; y, como el grupo se acercaba se precipitó dentro del primer zaguán que halló al paso, inventando el nombre de un inquilino imaginario para preguntar por él; felizmente, la portera que estaba en los pisos altos tardó en bajar, lo cual dió lugar a que el grupo pasara, y cuando Sabina volvió a la calle, ya Eduardo y sus acompañantes habían entrado al Cine;

la joven siguió apresurada su marcha, buscando las calles menos concurridas, hasta dar con la «Piedad», la casa de préstamos del señor Joaquín; y, llegada a ella, penetró resuelta, como que conocía ya el tugurio infame;

había poca gente;

a pesar de su traje, que no era el habitual, el dependiente la reconoció; vino presuroso a su encuentro; la hizo entrar al salón y avisó a su amo;

un rayo de alegría brilló en la cara del hurón taciturno, y se extendió sobre su cabeza calva, desde la frente al occipucio, cuando oyó el nombre de la joven, y, dejándolo todo, vino a su encuentro, obsequioso y zalamero, como con nadie lo era;

se informó con interés de la salud de doña Zoila, y guiñando los ojos dijo, refiriéndose a su mujer, por la cual la joven le preguntaba:

— La Higinia está enferma, tal vez se muera... diciendo esto, un resplandor de felicidad invadió en su cara de rata hambrienta y añadió:

— Si la Higinia se muriera...; si yo quedara viudo...;

y, miró a Sabina, con la timidez de una lagartija que teme ser pisoteada;

la joven, indiferente, se limitó a abrir el lío y desplegar ante los ojos del usurero, las prendas que contenía;

eran sábanas, fundas de almohada, toallas primorosamente bordadas por sus manos, en los días felices en que creía posible su matrimonio con Eduardo y hacía su equipo de novia;

los ojos del prestamista no miraban casi los objetos ofrecidos a su codicia, pues no acertaban a separarse del rostro de la joven cuya belleza triste lo sugestionaba, y viéndola en aquel traje y, sin sombrero exclamó:

— ¡Pero, Señorita!... usted así... sin sombrero... ¿por qué no pedirme su abrigo de terciopelo que está aquí?... yo se lo habría dado, por algunos días... tratándose de usted...

— Gracias — dijo la joven a quien su familiaridad con el dolor, hacía doblemente sensible a las bondades.

— Además — añadió el Señor Joaquín —, venir usted misma trayendo ese bulto...; si su criada no podía venir con usted, ha debido avisarme por teléfono, yo habría enviado al dependiente.

Sabina, agradeció, tratando de abreviar la conversación;

no fué cruel el usurero, y como siempre, dió sin discutir lo que ella le pedía;

cuando sus manos rozaban las de la joven al doblar las telas temblaban; se hacían tiernas las garras de aquel polívoro, tocando las alas de su presa;

y, sonreía;

el gelasmo de aquel hombre, era horripilante;

un reír de vesánico;

ella, retiraba cautamente las algas floridas de sus manos, no sin que un rosmarino fugitivo, coloreara sus mejillas...

el extraño Arpogon, acompañó su víctima hasta la puerta y la siguió con los ojos hasta perderla de vista, con la tristeza de un dinosauro, que enamorado de una estrella filante, la viera hundirse en el mar.