Sabina continuaba en luchar fuertemente con el Destino que la acosaba, y, en defender heroicamente la vida de su madre, contra la muerte que la acechaba;

pero, su gesto, superior a sus fuerzas la fatigaba y, en ocasiones amenazaba romperlas definitivamente;

¿era eso lo que la Vida le ofrecía por premio a su Belleza y su Virtud?...

resistía indomable el vendaval en esa hora opaca y triste de su existencia, pero tenía instantes de hosca rebeldía contra el Destino, sobre todo cuando su miseria chocaba con el lujo insolente de los otros, y, especialmente con el de ciertas mujeres fáciles que pululaban a su alrededor, y, algunas de las cuales vivían en la misma casa, en pisos vecinos al suyo;

el ambiente de obsequiosidad servil y cuasi admirativo que las circuía cuando bajaban de los grandes automóviles, erguidas y soberbias, como si el Vicio fuera una forma de la Gloria; el perfume errabundo y, delicioso que dejaban en la escalera al subirla o bajarla, ataviadas para una perpetua fiesta; el brillo coruscante de sus joyas, que las hacían aparecer como imágenes milagrosas agobia das de presentes de sus fieles; sus toilettes suntuosas bajo las cuales se adivinaba la consunción de sus cuerpos agotados por la crápula; la altanería de sus miradas, en las cuales los ojos fatigados de sueño, ponían una tenebrosa luz; la insolencia de sus cabezas desafiadoras, alzadas con osadía, como si la venalidad del Amor fuese una aureola, fulgurante sobre las plumas de sus sombreros; todo ese espectáculo de Vicio Triunfal, hacía amargo su espíritu, cuando pensaba en sus días de hambre, en su vivienda estrecha y malsana, en el divino cáliz de su cuerpo intocado que ahora languidecía casi en desnudez;

se indignaba, pero no envidiaba esos triunfos fáciles de la Concupiscencia;

tenía el alma demasiado alta y demasiado noble para admirar esa miseria moral, a la cual prefería, la miseria material, en la cual estaba sumida como en el fondo de un pantano sin olas y sin rumores;

ella sentía que en la sencillez forzada de su indumentaria, su belleza resplandecía aún más como si estuviese desnuda;

las miradas de los hombres se posaban en ella, ávidas y tenaces, como no lo habían hecho cuando elegantemente vestida, iba por las calles del brazo de su madre, cuya blanca cabeza era como un escudo de fuerza v de respeto, que la protegía contra la nube de deseos voraces que despertaba;

ahora los hombres la seguían más de cerca, le decían cosas más audaces y, tenía que romper su débil presupuesto diario, tomando el tranvía para evitar el ser seguida y molestada por los admiradores callejeros;

los amantes de las grandes cocotas que infestaban la casa, fingían toda clase de ardides, para encontrarse con ella en la escalera haciéndole grandes cumplidos y hostigándola con toda clase de promesas veladas y halagadoras; algunos de ellos mostraban una pasión verdadera, y había en sus ojos y su voz, brillo y tremores de amor, y, todos parecían decirle: Esos automóviles, esas joyas, esas telas que sirven y adornan a las otras, tuyas serán, con solo una abdicación de tu orgullo, un suave deslizar en las olas del Mar de Citerea;

virgen fuerte y tenaz en el dominio de sí misma, ella, cerraba sus ojos a esas tentaciones y sus oídos a esas promesas, y, no tenía oídos sino para ver los dolores de su madre, y oídos para oír sus quejidos lamentables;

y la salud de ésta empeoraba por minutos de una manera alarmante;

todos los médicos persistían en el mismo dictamen: era necesario operarla, cortar la pierna, y, eso antes de que la gangrena ya iniciada progresase hasta hacer inútil toda operación; operarla...

¿Y dónde?

era necesario llevarla al Hospital de caridad, porque las Clínicas de los grandes cirujanos eran inaccesibles a sus recursos;

la idea de entregar su madre para ser despedazada así, por médicos y practicantes en una mesa de operaciones públicas, la exasperaba casi hasta la locura;

un Gran Operador, uno de los Príncipes del Bisturí, el más reputado de todos, y, que era como el Pean de aquella Ciudad, habiendo sabido la desventura de la joven, de cuyo padre había sido amigo, vino a ver la enferma, y, no hizo sino confirmar el terrible veredicto: la Operación o la Muerte; y, le dió una tarjeta de recomendación, para el Médico Director de un Hospital;

no pudo conseguir, allí, una cámara de pago modesto ni un lecho de favor, y, se le mostró la sala blanca y el lecho mercenario donde había de reposar y acaso morir su madre;

cerró los ojos, y, abandonó como loca, aquella morada del Dolor y, de la Muerte;

y, con esto en el alma, después de una noche de doloroso insomnio, se presentó en el Despacho, para trabajar en él, la triste mañana de ese día, en que debía llevar su madre al Hospital;

su consternación era visible: sin embargo; ensayaba guardar su actitud serena

en el despacho no había nadie;

sin duda el Abogado había salido, contra su costumbre, a alguna diligencia urgente;

no había en su mesa trabajo preparado para ella;

la puerta que comunicaba el despacho con el dormitorio, estaba apenas entornada, y, como ella tenía costumbre de saludar a la Señora, cuando el marido estaba ausente, quiso hacerlo;

tocó;

no respondieron;

empujó la puerta y, entró;

no había nadie;

sin duda el matrimonio concurría a alguna fiesta matinal, porque todo en la cámara anunciaba el trajín de un reciente vestir; los armarios y, los cajones mal cerrados; cintas, encajes y blondas, sobre las sillas y, el sofá, cajas de joyas vacías sobre los veladores y la mesa-tocador;

y, en ésta, en una caja a medio abrir, lucía sus fuegos fatales, una sortija, hecha de una esmeralda rarísima, contorneada de magníficos brillantes.

la Tentación tomó con sus manos a la joven y, la acercó a la joya preciada;

la tomó cautamente para admirarla;

de súbito sintió nacer en sí la idea imperiosa de robarla, de venderla o de empeñarla para salvar a su madre;

el Delito se alzó ante ella, con la faz augusta del Deber;

la joya parecía hablarle en el fondo del estuche y decirle: «Tómame, que sin mí, tu Madre muere: Yo soy la Vida de tu Madre. Sálvala. Conmigo tienes su vida en tus manos. Tú no tienes el derecho de matarla. Tómame»;

y, la joya parecía no querer desprenderse de los dedos que temblaban.

Sabina ya no vaciló;

sacó la sortija del estuche;

la deslizó en su bolsillo;

y, salió;

cerró cuidadosamente la puerta detrás de sí;

nadie la vió salir...

era un sábado y los porteros, ocupados en la limpieza de la escalera, estaban en los pisos superiores;

el groom estaba ausente;

cuando estuvo en la calle, le parecía que el sol, relataba su ignominia, rojo de vergüenza;

al pasar frente a la terraza de un gran café, que había en la esquina de la calle, las miradas que su belleza atraía, le parecían acusadoras, y los labios que la adulaban, le parecían prontos a gritar: «¡Cogedla, ahí va la ladrona!»;

y, con la mano en el bolsillo, apretaba la joya, como si fuese a caérsele y, a delatarla con su caída;

iba de tal manera azorada, que al atravesar la calle, estuvo a punto de ser atropellada por un automóvil;

un guardia vino en su auxilio;

al verlo, huyó despavorida, creyendo que iba a prenderla;

así llegó aterrada y jadeante a la casa del señor Joaquín;

¿qué iba a decirle para disculpar la posesión de la valiosa sortija?

inventó la burda historia de una vieja joya de familia que hasta entonces no había querido empeñar;

el prestamista taimado y, experto, vió lo falso del relato, porque la joya era muy moderna, pero deseoso de servir a la joven y sabiendo el objeto a que el dinero era destinado, lo dió sin vacilar, contentándose con decir:

—No importa, no importa, aunque fuera robada, yo, por usted iría hasta la cárcel;

y, sonrió de la chanza brutal, creyendo haber hecho un cumplido.

Sabina enrojeció hasta la punta de sus cabellos, e intentó sonreír para disimular su turbación;

ya en la calle y con el dinero en su poder, detuvo un coche y se hizo conducir a la Clínica del eminente Cirujano que había visitado a su madre;

haciéndole creer que había recibido dinero de un pariente lejano contrató una habitación, y, el precio de la operación en el cual se le hicieron algunas concesiones;

al abandonar la Clínica, estaba radiante de alegría;

ya su madre no iría al Hospital; no sería despedazada en la mesa de operaciones, sirviendo su cuerpo venerable, de tema de estudio a médicos y practicantes...;

ahora, sería hospedada en una Gran Clínica, operada por el Primer Cirujano de la Ciudad, secundado por eminencias médicas;

ya su madre no moriría...

se salvaría...

se salvaría...

a esa idea su corazón susultaba de ventura...

y, así, cuando llegó a su casa, para participar a su madre su nueva resolución, no supo sino arrojarse sobre el lecho gritándole:

— ¡Mamá! ¡Mamá!;

y, la besaba y la abrazaba con desesperación, como si alguien fuese a arrancarla violentamente de sus brazos;

y, doña Zoila, viendo llorar a su hija, lloraba también, dulcemente, suavemente, sin saber a ciencia cierta por qué lloraba.