Caía la tarde;
una tarde otoñal, cuya magnifical tristeza mordoraba armoniosamente el horizonte hialoideo de los cielos de Noviembre;
los árboles, despojados de hojas, parecían hiadas de oricalco, en la diafanidad de los cielos ajados como por una gran sensación de duelo;
una bruma muy sutil, se extendía sobre las calles tumultuosas y las avenidas solemnes dando a los edificios un aspecto inconsistente de miraje;
el cortejo fúnebre que salió de la Clínica, tras el humilde Carro de los Pobres, llevando el cadáver de doña Zoila, y que se componía exclusivamente de su hija, la portera de su casa y un criado del establecimiento, después de haber agotado la calle trasversal, desembocó en el Gran Paseo, y descendió lento por él, como una lastimosa exhibición de miseria y de dolor;
los pasantes se descubrían respetuosos, ante el féretro tan escasamente acompañado, y miradas de compasión caían sobre la huérfana, cuya prodigiosa belleza no alcanzaban a ocultar los largos velos del tocado;
poco antes de llegar a la gran Plaza Central, la concurrencia en las avenidas laterales, se hacía más elegante y más nutrida;
arrellanadas en sendos sillones, damas de refinada elegancia y aristocratismo cosmopolita, platicaban con apuestos caballeros, en corros decidores y galantes;
la vista del cortejo fúnebre, les impuso respeto; cesaron de hablar y de reír.
las damas se hicieron serias y se inclinaron reverentes ante la Muerte, que pasaba tan cerca de ellas;
algunas musitaron una oración;
los caballeros se descubrieron;
un apuesto militar, que estaba en pie en medio de ellos, se cuadró, saludando marcialmente a la muerta;
cuando dejó caer su mano sobre la costura del pantalón, esa mano temblaba;
era Eduardo Armenteros, que hacía la corte a la viuda Blum, con la cual debía casarse dentro de poco tiempo, y que había adivinado en aquella muerta a su tía y, había reconocido en aquella huérfana enlutecida, a Sabina Cortés, su prima y su antigua prometida;
tuvo ímpetus de unirse a la comitiva fúnebre, y ponerse al lado de la joven, para seguir el féretro de aquella que había sido una segunda madre para él, pero tuvo vergüenza de confesar que aquel entierro tan pobre era el de una parienta suya, y su orgullo le vedó arrojar el brillo de sus estrellas, sobre aquel cortejo, que tenía el aspecto de un cortejo de mendigos.