Después de la muerte de su madre, Sabina Cortés se refugió en una Pensión de Familia, que dos señoras muy respetables, tenían exclusivamente para señoritas;

de los muebles y enseres de su casa, deshecha por el infortunio y por la Muerte, no conservó sino el lecho en que había muerto su madre y en el cual dormía, y el retrato de su padre, el cual ornaba uno de los muros de la exigua habitación que ocupaba en el quinto piso, fría y silenciosa, con una gran ventana abierta sobre un patio interior mefítico y malsano;

allí albergaba su dolor, sola, tan sola, que en ocasiones parecía, que su sombra misma, se negara a hacerle compañía;

las enormes deudas adquiridas durante la enfermedad de su madre, y a cuya amortización atendía religiosamente, le permitían apenas distraer de sus escasos honorarios lo más necesario para su sustento; debía aún a su antigua modista que le era muy adicta, el valor del traje de luto que llevaba;

su designio era, asegurarse trabajo bastante para alquilar una máquina de escribir y trabajar en su domicilio, porque el despacho del Abogado, le disgustaba enormemente a causa de las asiduidades de éste; que se hacían cada día más atrevidas; y cada día su pudor orgulloso tenía algo que sufrir de estas asiduidades; su exquisita amabilidad no alcanzaba a disfrazar la osadía de sus frases; la intención impudorosa asomaba a través de la más refinada gentileza; su conmiseración misma era insultante, por ser el antifaz de un torpe deseo inconfesado;

sus constantes ofertas de dinero, la ofendían; varias veces la había ofrecido su automóvil para llevarla a su casa, y ella había rehusado;

le había hecho invitaciones para jiras campestres, que no había aceptado;

le había obsequiado billetes para conciertos y para teatros, que había rechazado con el justo pretexto de su duelo;

aquel hombre amable, elegante, obsequioso, más que aversión, le inspiraba un miedo enorme; adivinaba en él un peligro, el más grande peligro de su vida sin ventura; no era un peligro para su honor material, para su virginidad soberbia que ella sabría defender; era un peligro para su honor inmaterial;

ella comprendía que era la prisionera de aquel hombre; que ese hombre sabía lo de la sortija; que tal vez sabía donde estaba, porque como abogado de prestigio, mezclado en grandes causas criminales, conocía la policía y la tenía a sus órdenes; su honor, su libertad, su vida estaban en las manos de aquel hombre, cuyas miradas llenas de un loco amor carnal eran brutales, como dos manos crueles puestas sobre sus carnes desnudas;

el señor Joaquín continuaba en ser muy amable y obsequioso con ella, pero astuto y taimado, le hablaba siempre de la necesidad en que se verá de vender las joyas, cuyos intereses acumulados sumaban ya una suma respetable, y sus ojos de alimaña lasciva parecían decirle: « Si usted quisiera... la sortija sería suya... »

ella temblaba ante la idea de la venta de esas joyas, porque entre ellas estaba la sortija delatora, la sortija fatal;

a ella le bastaba querer, para acabar con esta tormenta de infortunios;

el Abogado le había expuesto veladamente todo un plan de Idilio;

un viaje en automóvil por todo el país; una jira por Francia; unos días en París; la vuelta a la ciudad, y, la compra de un chalet en las afueras, lujosamente amueblado para amparar sus amores...;

pero todo eso era el sacrificio de su honor, la venta abominable de su cuerpo; y retrocedía ante esa idea, como ante una mano tendida hacia su carnes para un tocamiento deshonesto;

su orgullo era el escudo de su corazón, donde todo otro amor había muerto;

ella sabía ya el próximo matrimonio de Eduardo Armenteros, con la viuda millonaria, y no había respondido nunca a las cartas que aquél le escribía, disculpándose de su conducta inexplicable;

cuando vino a hacerle su visita de pésame, no lo recibió;

había estrangulado ese amor en su corazón y lo había arrojado lejos, como un feto nauseabundo arrancado de sus entrañas;

en ocasiones sentía que le faltaba el valor de vivir y muchas veces había pensado en darse la muerte;

así acabaría con todos sus dolores, especialmente con esta obsesión tenaz de la Policía, que se había hecho una verdadera tortura de su espíritu, una manía persecutoria, que no la dejaba ni dormir;

el grito de su madre moribunda: «¿dónde llevan a mi hija?... ¡quitad a esos hombres mi hija!», la perseguía en todas partes y a todas horas;

¿era una profecía esa visión de la moribunda?