Sabina, no volvió al despacho del Abogado;

quedaba sin empleo; no teniendo máquina para escribir, y, no queriendo pedir la suya, en préstamo al Señor Joaquín, porque eso era alentar sus pretensiones, sintió de nuevo los grandes días de la miseria venir sobre ella;

frente a frente del espectro del hambre, capituló con él, antes que capitular con la deshonra;

las señoras donde se albergaba eran muy pobres y ella no quería serles gravosa; así, conservó sólo la habitación y dejó de tomar sus alimentos en la casa, comiendo únicamente las muy escasas cosas que hacía comprar de la portera;

una tarde muy triste, en que la lluvia batía los cristales de su ventana, con una furia monótona y, cruel, sintió el ruido de un automóvil que se detenía a la puerta de la casa, y poco después vió una de las dos ancianas patronas, que abrió la puerta de su habitación y, con un rostro radiante de alegría le decía:

— El Abogado, Señorita, el Abogado;

la pobre anciana creía, que era una ventura para la joven, la visita de su antiguo patrón, que sin duda venía a ofrecerle trabajo;

el Abogado, en el dintel de la puerta, esperaba destocado y respetuoso.

Sabina lo invitó a entrar;

la anciana dejó entreabierta la puerta por indicación de la joven;

ya solos, el Abogado, sentado en el mismo sofá que Sabina, le dijo gravemente:

— Señorita, vengo a notificarle que ha aparecido la sortija robada a mi mujer; la. policía comisionada por mí, la ha hallado en el Monte de Piedad, entre otras joyas recientemente vendidas a aquel establecimiento por un prestamista, llamado Joaquín Ustariz; y, en los libros de éste, se ha halla do el nombre de la empeñadora, que es el nombre de usted.

Sabina, callaba, haciendo esfuerzos para no llorar;

comprendió que estaba perdida, y se abrazaba a su orgullo como la única tabla de salvación en su naufragio;

el Abogado, sacando del bolsillo algo envuelto en un papel de seda, añadió:

— Como usted dejó el estuche sobre la mesa, viene envuelta en este papel; véala usted;

y, desnudó la sortija de su envoltura;

la joya apareció deslumbrante, lanzando los rayos violentos de su pedrería;

y, el Abogado dijo extendiéndola a Sabina:

— Tómela usted; ¡qué bien estará en sus manos divinas y armoniosas!; guárdela usted; yo diré que se la he regalado; que yo la tomé del joyel de mi mujer para dársela; ¿qué me importa que ella riña conmigo? nos separaremos; y, así seré más libre para amarla a usted; porque yo no amo sino a usted en la vida: ¿por qué no me ama usted un poco?

y, así diciendo, quiso tomar la mano de la joven para poner en ella la sortija.

Sabina, se la arrancó violentamente y la arrojó por la puerta entreabierta al fondo del pasillo, y con la mano extendida dijo al abogado:

— Entre la cárcel y, mi deshonra, prefiero la cárcel; recoja usted su sortija;

el gesto era tan imperativo, que el Abogado obedeció;

y, apenas hubo salido para recoger la joya, Sabina cerró la puerta violentamente tras de él;

éste, que se vió expulsado, se volvió furioso hacia la puerta, gritando como para ser oído:

— La policía vendrá pronto por usted, ladrona;

con el rostro entre las manos, Sabina sollozaba;

apenas sintió que el automóvil del Abogado se alejaba, arrojó sobre su cabeza una mantilla y salió precipitadamente;

iba a casa del Señor Joaquín;

apenas entró en el tugurio, el usurero vino a su encuentro desolado; mesándose los cabellos y exclamando:

— ¡Ay, Señorita, qué desgracia!; este bruto de dependiente, llevó la sortija al Monte de Piedad, en una realización, y, yo no lo sabía; la Policía ha venido aquí diciendo que la joya era robada; ha registrado los libros y, ha encontrado el nombre de usted; ¡ah! Señorita, la van a prender y sólo esperan que el Abogado dueño de la sortija dé la denuncia porque ha pedido una tregua; escápese usted, escapémonos; ¿no ha visto usted a la puerta un automóvil?; es mío, lo tengo preparado para que partamos — y, mostrando una cartera que tenía sobre la mesa decía —: Está llena de billetes ¡un capital!; esa caja está llena de joyas; escapémonos; ganaremos la frontera, iremos a París; allí hay el Divorcio; acaso un día nos casaremos.

Sabina indiferente y displicente se puso en pie y, abandonó el tugurio, dejando al usurero cantar su leyenda de oro...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Cuando llegó a su casa obscurecía;

la portera, inquieta y medrosa, vino a ella y le dijo con misterio:

— Señorita; dos hombres han venido a buscarla; son dos policías secretos, el Tupí y el Lince, los mismos que prendieron al banquero del segundo cuando hizo quiebra; los conozco porque como mi marido era policía...

la joven nada dijo, y subió la escalera;

poco después de llegada a su habitación y cuando apenas había puesto sobre la mesa el velo y los guantes, oyó el timbre de la puerta de entrada que sonaba;

oyó pronunciar su nombre;

eran los policías;

cuando ellos abrieron la puerta de la habitación, la hallaron vacía;

uno de ellos se asomó a la ventana abierta que daba sobre el patio;

abajo, sobre la negrura de las baldosas, yacía una masa inerte, entre un pozo de sangre;

era el cuerpo de Sabina Cortés, tendida en tierra; estrellada contra el pavimento, y, con los brazos abiertos en forma de cruz;

muerta yacía la Virgen Fuerte, crucificada por el Dolor.