Por primera vez, después de su matrimonio, Leona de Preti, se sentía triste;
la fuente de su ventura se turbaba con un ligero soplo de inquietud, al anuncio de la llegada de Reino Marsilli;
un ser extraño, venía a reflejar su rostro en las ondas límpidas y, puras, que hasta entonces habían corrido en la soledad, sin reflejar otras faces que las de ellos, los dos amantes absortos en la beatitud de sus corazones;
y, ella, tenía miedo a la llegada de ese extraño, que venía a turbar la armonía de su vida, a romper el encanto de su soledad, a dispersar sus blancos sueños que volaban tan suave, tan armónicamente, bajo las alas letárgicas del Silencio;
y, aquel que venía a turbar la serenidad de sus paisajes interiores, la calma elísea del río de su vida, alzándose entre su corazón y, el corazón del Amado, para interrumpir su suave y voluptuosa intimidad, se le aparecía como un enemigo, empeñado en destruir su ventura; el hospes, hostis, que iba a pasar por el umbral de su puerta, pero no pasaría nunca por las puertas de su corazón, y, se preparaba a odiarlo;
¿por qué su marido no era solo en la vida sin nadie de su raza?...; sólo para ella, sólo para su corazón, sin más afectos que el afecto suyo, única fuente que corriera hacia ese río de amor, en el cual, ella aspiraba a ver retratada su imagen, sola, sola, como el Sol sobre la mar;
y, una gran inquietud la poseía, esperando el huésped anunciado, que su marido había ido a recibir a la Estación de Termini, y, para el cual estaban ya preparadas las habitaciones;
y, era sin defensa contra ese miedo que la invadía gradualmente esa tarde, mientras para distraerse, esperando aquellos que debían llegar, se paseaba por las avenidas desiertas del jardín, donde a la sombra azul de la arboleda, rodaban los pétalos mustios de los geranios, en una como ronda desesperada de adioses melancólicos, mientras las músicas encantadoras del viento decían extraños rondeles al alma sensitiva de las rosas, que parecían agitadas de un débil tremor de ternura y de piedad, y, los nenúfares se inclinaban hacia el verdor obscuro de las aguas del estanque, como buscando otra alma tan pura como la suya, bajo la melancólica mudez de aquellas ondas inertes;
y, sentía ese miedo y esa angustia crecientes, subir en su corazón como una ola turbia que se hubiese escapado de la palidez de las lagunas pontinas, o del oleaje amarillo del Tiber, para enfermarla de esa extraña fiebre de inquietud que la hacía
temblar y palidecer, como si el perfume de las magnolias cercanas fuese una saturación violenta de venenos;
se sentó desfalleciente sobre un banco de piedra, a la sombra de un laurel en flor, que extendía sus ramas heroicas en el Silencio, como en espera de los héroes por venir, y, allí permaneció inerte y muda, como si una embriaguez de dolores la hubiera vencido, mientras las golondrinas retardatarias voloteaban sobre ella, trazando curvas agoreras
en el aire, y, la perla de la tarde palidecía, bajo un velo nefasto de presagios;
tan profunda era su abstracción, que no sintió el ruido del coche que se detuvo a la puerta de la Villa, ni el sonar de la campanilla, ni el ruido de los criados que acudían a la llegada del Señor, para recoger el equipaje del huésped que venía con él;
un murmullo de voces vino a sacarla de su ensimismamiento, y cuando alzó la cabeza, vió al extremo de la Avenida, aparecer dos hombres, que avanzaban dialogando;
eran su esposo, y, el recién venido, que se dirigían hacia ella;
haciendo un supremo esfuerzo para vencer su turbación, se puso en pie y fué al encuentro de aquellos que llegaban;
avanzó bajo los ramajes reverentes, entre la salutación de los rosales, como si fuese una flor viva, que marchase; algo musical como un preludio, y,
fluido como una onda de perfumes;
vestía un traje violeta obscuro, modelado al cuerpo en forma de túnica, ornado con delgados hilos de oro hacia el cuello bajo, y el halda angosta, y ceñido al talle por un cinturón sujeto con un enorme broche de amatistas;
desnudos de joyas los brazos y los dedos, sólo llevaba pendiente al cuello con una cadena cuasi invisible, un pequeño medallón, en el cual un hábil estofador, había grabado en esmalte azul, un retrato de niña que era el de ella;
por todo adorno una camelia recién abierta, fijada sobre el seno izquierdo ponía en el violeta obscuro de la tela sus ondas de blancura, impregnando el aire de sus efluvios enervantes y turbadores;
el bordoneo armónico de las abejas parecía marcar el ritmo de su paso en el silencio de la tarde serena;
viéndola llegar, su esposo, avanzó el primero, para abrazarla;
y, la besó;
luego le presentó a Remo;
ella, le tendió la mano;
y, él, se inclinó para besársela;
cuando alzó la cabeza, fijó sus ojos, de un color de acero bruñido, en los ojos de Leona, hechos tenebrosos en la palidez láctea del rostro grave de una impasibilidad estatuaria;
con una voz insegura, cuasi de adolescente, él, murmuró las frases de cumplido que son de ritual en estos casos;
ella, agradeció sin emoción la exquisita banalidad, con una voz suave, en la cual parecía sonar el río melodioso de la tarde, y cantar el alma misteriosa de los jardines.
Remo Marsilli, era un bello joven, muy alto, muy delgado, pero de contextura fuerte y, apostura gallarda de soldado;
sus ojos, eran duros y crueles, de un gris metálico, que se hacían de un denso negro de óxido a la menor contrariedad; tenía el rostro sanguíneo; el pelo rojo, de un rojo melado como el de la piel de los chacales; los labios, imperativos y, sensuales; dientes largos de lobezno, que se mostraban aún sin hablar; fuertes mandíbulas de animal carnicero; un vello más rojo que el de los cabellos, aunque casi invisible, le cubría las mejillas y, se espesaba en la parte superior de los labios; tenía una extraña semejanza con los bustos de Sila joven, que se ven en los museos romanos, y, el retrato que de él hace Veleyo Patérculo; su mismo rostro pérfido, su mismo aire de brutalidad astuta y de insolente crueldad;
sus ojos, al fijarse dominadores, en los de Leona, que bien merecía su nombre, encontraron los de ésta, fríos, serenos y calmados, como un río bajo la noche;
vencido por ellos, bajó los suyos, sonrió, con una sonrisa equívoca que quería ser amable, y le ofreció el brazo, para regresar a la casa;
ella, se apoyó en él, sin temblar, y, marcharon al lado del esposo, como embarcados en el esquife de púrpura de la tarde, sobre las aguas tenebrosas del río del Olvido corriendo a la sombra de la cabellera sutil de los cipreses mortales;
los velos azules de la Noche, caían ya sobre Roma, envolviéndola en uno como suave moaré de idealidad, coronándola de una luz de estrellas, que era como un polvo de oro, cayendo sobre un estuche de nácar, en el cual durmiera el fiero corazón
del Mundo Antiguo.