Los cielos, color de ocre un tanto amortecido por el creciente vértigo de la luz estelar;
bajo el divino encanto de las errantes brumas, la comba de esos cielos tenía transparencias de una urna de cristal;
nimbaban las abejas en vuelos armoniosos las rosas moribundas exhaustas de color;
en la terraza espléndida, la luz hacía derroches de orfebrizantes prismas;
en proyección extraña, las hojas de los árboles fingían sobre el mosaico una alfombra movible, de mil raros caprichos que el viento complicaba en sus vuelos pausados sobre el ramaje umbrío; hora de adoración;
el jardín tenía perspectivas fastuosas de miraje; el alma moribunda del Otoño cantaba en él sus últimas canciones;
el verde anaranjado de los laureles próximos ornaba el barandaje de una orla movediza, y, había un secreto encanto en el vaivén incierto de su ramaje indócil;
la penumbra, se espesaba hacia el corredor, donde ensimismada, con un libro en la mano Leona de Preti, había dejado de leer y meditaba;
habían sido para ella, días de hábiles maniobras, los que habían pasado últimamente, maniobras destinadas todas a evitar el verse sola, siquiera un momento, con Remo Marsilli; para eso, se había hecho más asidua cerca de su esposo, ayudándole a arreglar unos antiguos papeles que tenía en desorden y de los cuales no se había preocupado hasta entonces; pasaba largas horas del día, fuera de casa, en los almacenes de modas o haciendo compras, en los comercios del Corso, Via Vittorio, o Via Nazionale de donde regresaba con el coche cargado de paquetes; y, por último para no estar nunca sola y con el pretexto de arreglar unos vestidos había hecho venir a casa una modista, y pasaba con ella largas horas, recluida en sus habitaciones;
así, había logrado no verlo fuera de las horas de comer, y, las de algunos paseos de tarde, por el Pitido, la Villa Borghese o los deliciosos campos de fuora Porta, siempre en compañía de su esposo;
esta táctica, exasperaba hasta el delirio a Remo Marsilli, que para consolarse había intimado indecorosamente con la camarera, de la cual obtenía confidencias e informes sobre la vida íntima de los dos esposos;
había tenido la intención de escribir a Leona, para lo cual la camarera, se habría prestado a poner la carta en lugar que ella la viera, pero, había retrocedido ante el temor de Giovanni Lanzzi, al cual era seguro que Leona entregaría la carta.
y, había esperado mejor ocasión, seguro de que, con su audacia sin escrúpulos, pronta a todas las villanías, y el oro que diera a la sierva infiel, todos sus planes serían realizados;
aquel día Giovanni Lanzzi, había sido a última hora, destinado a un servicio extraordinario, y, había comisionado a Remo Marsilli, para decírselo así a su esposa, y entregarle las pocas líneas que le
escribía anunciándole, que no regresaría a casa, hasta la tarde del día siguiente;
y, Remo, fue feliz a llevar el mensaje;
halló a Leona en el corredor, sentada en una silla mecedora, y vestida en blanco, como si fuese una rosa más, caída en el espesor de las penumbras;
ella, había vuelto a abrir el libro, y absorta en su lectura, no sintió a Remo que llegaba y se había detenido a pocos pasos de ella para contemplarla;
ante aquella belleza, constelada de luces inciertas, en el halda de cuyo traje el reguero de los follajes, fingía dibujos de mayólicas, y, a la cual las enredaderas del barandaje, hacían un nimbo de Madona primaticia, el joven se detuvo a contemplarla
un susurro de voz apenas perceptible, se escapaba de los labios trémulos y entreabiertos de Leona, que repetía febrilmente las palabras del libro que leía;
el murmullo de su voz, era fresco y suave, como el de un arroyo sobre gramíneas floridas;
sus ojos bajos sobre el libro, aparecían completamente ocultos por las pestañas, negras y, tan largas, que proyectaban sobre la palidez mate del cutis, una sombra azulosa, como la de las alas de un pájaro mosca, sobre la languidez de una camelia enferma;
sus manos temblaban al volver las hojas del libro, cual si las agitase la emoción de la lectura, que se retrataba en su faz, como en una agua calmada, un ardiente celaje, de estío;
cual si sintiese fijos en ella, los ojos audaces de aquel que la contemplaba, alzó su rostro conmovido y serio, lleno del contagio apasionado de aquello que leía;
ensayó sonreír, y, marcando la página del libro, lo cerró;
el reflejo de sus ojos húmedos de emoción, se hizo obscuro, como enturbiado por una sombra de inquietud; y se hicieron gradualmente duros, con una dureza de gemas sin pulir;
él, la devoraba con las miradas, en una actitud que quería ser tierna, y, era, sin embargo violenta y agitada, como la de un tigre enamorado que olfatea la hembra;
nunca la había visto sola, desde su llegada a la villa; nunca le había hablado que no fuera en presencia de su marido;
y, ahora la veía allí, sola, ofrecida sin defensa a sus miradas audaces, al alcance de sus manos que temblaban impacientes, fría y calmada, como una tuberosa de cristal, como una de esas flores de porcelana, que ornaban los grandes maceteros donde ostentaban las parásitas su fúnebre belleza;
un olor penetrante de jazmines llenaba el ambiente;
en el horizonte la Noche surgía lentamente, como un muro alzado por manos invisibles, y, sobre el cual temblaba un inseguro nimbamiento de estrellas;
y, ella, parecía brillar en esa sombra, blanca y fantástica, como un ibis de alabastro, esculpido en un sarcófago de basalto;
rompiendo los acordes del silencio con una voz ruda que quería ser suave y sin embargo temblaba en la violencia de sus ímpetus contenidos; él, la saludó, entregándole la carta en que su esposo le anunciaba su ausencia;
la leyó, marcándose en su semblante la impresión de una visible contrariedad;
y, alzó luego su rostro sereno, sin dejar ver en él, nada de la infinita angustia que había en su corazón;
una sensación ambigua de audacia y de voluptuosidad timbraba la voz de Remo, cuando le dijo:
— ¿Leías? — y clavó sus ojos movibles y felinos, en el libro y en las manos liliales que lo sostenían, inclinándose un poco, como para leer el título de la obra.
— Sí; versos de Mario Rapissardi; es mi poeta preferido —; dijo ella con una voz en cuya calma, se sentía un poderoso esfuerzo de dominio; y feliz de poder desviar hacia el tema inocuo de los versos una conversación que ya presentía peligrosa, añadió: ¿no amas los versos?
los dos se tuteaban ya, porque así lo había querido Giovanni Lanzzi, en su deseo de que se tratasen como hermanos:
— Los versos... — dijo él, con una voz profunda, en la cual sonaba sin temblar toda la violencia de su amor, y, la protervia del deseo cuasi incestuoso que lo poseía: — los versos — repitió despectivo —, todo verso es mentiroso y falso; aquel que puede rimar su pasión ya no la siente; no se riman las tempestades sino después que han muerto sobre el cielo; asi con el amor; sólo un amor difunto puede coronarse de rimas; el otro, el grande amor, aquél que no muere nunca, ése no cabe en los límites de un verso; no puede hacerse correr el mar por el cauce de un arroyo; el verdadero, el voraz amor, ese que domina una vida y la consume, ése no tiene otro ritmo que el ritmo de los besos...
estaba tan pálido y tan agitado cuando eso dijo, que ella se puso en pie, acercándose al timbre eléctrico y a la llave de la luz, que estaban vecinos, sobre el mismo muro:
— No, no te irás así sin oírme — dijo él, trémulo de rabia; y saltando sobre ella, con una audacia brutal, la abrazó el talle, buscando sus labios para besarla.
— ¡Miserable! — gritó Leona, rechazándolo con violencia, y, desasiéndose de su abrazo tocó el timbre, e hizo girar la llave de la luz...
Remo, como una fiera, a la cual han herido sin matar, iba a lanzarse de nuevo sobre ella, cuando
apareció un criado, que venía a la llamada del timbre...
— Acompaña al señor a su habitación, y, ayúdalo a preparar su equipaje, porque el señor parte esta noche — dijo ella calmada, severa, poniendo toda su alma en ese decreto de expulsión;
el criado se inclinó, y, ella desapareció por la puerta del salón, grave y pausada, sin mirar siquiera al joven, que inmóvil y de pie, contenido apenas por la presencia del criado, la miró partir, trémulo de lujuria y rojo de coraje...