Ya en el salón, y libre de la presencia del infame, su valor la abandonó;

vencida por el esfuerzo que había hecho, para dominar su espanto, sintió que una crisis de nervios la asaltaba, y, se dejó caer sobre un sofá...

allí lloró largamente, amargamente, sola en la obscuridad...;

sola, sin llamar a nadie, porque no quería que la servidumbre pudiese ver las huellas de su llanto, y, adivinar el terrible drama que se desarrollaba en el silencio;

sola...; lejos del único ser que podía protegerla contra el intruso, contra el miserable, que aspiraba a destruir su ventura y mancillar su honor;

¡ah!, el miserable sería descubierto; ella, no guardaría silencio; contaría a su esposo todo; la antigua persecución, y la infame asechanza de esa noche;

sí; lo diría todo... todo... aunque corriera la sangre, aunque triunfara la Muerte...;

y, triste, y angustiada, como si hubiese sentido el derrumbamiento súbito de toda su ventura, cual si presintiese que entraba en el siniestro corazón de la Tragedia, hizo la luz, secó sus ojos, arregló sus cabellos ante un espejo, y esperó que la llamaran a la mesa.

— La señora está servida — dijo un criado pocos minutos después, apareciendo en el umbral de la puerta.

— No avises al señor Marsilli, levanta de la mesa su cubierto, porque él parte esta noche, y no cena en casa — dijo con voz imperativa, en la cual el apellido de Remo, parecía haber puesto un tremor de cólera...;

cenó sola, ensayando una gran serenidad, para cubrir todas las apariencias;

al levantarse de la mesa, dió sus órdenes al servicio, y, se retiró a sus habitaciones;

se desvistió por sí misma, sin llamar a la camarera, por la cual sentía ya un principio de aversión;

apuró la infusión de tila que ésta le había dejado preparada, como siempre, sobre la mesa de noche; y, entró en el lecho;

la tila, le dejó un sabor raro en la boca, un sabor que no había sentido nunca en esa tisana, que bebía todas las noches, y pensó que no estaba bien preparada, o que el vaso no estaba bastante limpio;

no tuvo fuerzas para verificar esto último, porque la cabeza le pesaba enormemente, y, un sueño invencible la poseía;

quedó inmóvil bajo la acción de ese sueño anormal, que no era completo;

sumida en ese sopor semilúcido, que no era el sueño absoluto, pero, que no le permitía moverse, permaneció inerte con los ojos entrecerrados; y, ya tarde de la noche, vió, claramente, abrirse la puerta de su alcoba, y, aparecer en ella una forma blanca, como un fantasma;

tuvo miedo, pero no pudo ni alzarse, ni gritar; reconoció la sombra;

era Remo Marsilli que avanzaba cubierto por su larga camisa de noche, como un muerto envuelto en su sudario;

y, lo viό llegar cerca a ella, y, mirarla con ojos lascivos y dominadores y sentarse a la orilla del lecho, y tomar su mano fría, entre las suyas ardientes;

y, lo sintió deslizarse como una serpiente bajo las sábanas;

y, sintió el contacto de sus labios odiosos, profanar con sus besos, su boca y sus ojos, sus senos y su garganta...

y, sintió sobre su cuerpo la impresión de una larga, abominable violación...

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... Cuando volvió en sí, era ya bien avanzado el día;

despertó sola, pero, el desorden del lecho, y, los dolores de su cuerpo, recordaban bien la torpe profanación de que había sido objeto;

ensayó rememorar;

la cabeza le pesaba enormemente; los efectos del narcótico persistían aún; no quiso llamar, temerosa de que alguien del servicio adivinase su deshonra;

se puso en pie, penosamente, arregló el lecho lo mejor que pudo, ensayando borrar las huellas del odioso atentado;

preparó ella misma un café muy fuerte, en la máquina en que su marido solía hacerlo todas las mañanas, y lo apuró con fruición;

luego entró a su cuarto de baño, que comunicaba con su alcoba;

tomó un largo baño reparador;

ungió con los mejores perfumes su cuerpo profanado, dolorido aún de las violencias brutales de la violaciόn;

y, vuelta a su aposento, envuelta en un largo peinador, se puso a escribir;

escribió poco;

no había dejado de llorar un momento, y, lloró aún más amargamente mientras escribía;

cuando hubo acabado de hacerlo, puso el pliego de papel en un sobre; lo cerró, lo lacró, y, escribió sobre él, el nombre de su esposo;

puso la extraña misiva en punto bien visible; se vistió cuidadosamente, con un traje de terciopelo negro, que le era muy amado, y, que hacía resaltar enormemente su belleza lilial;

tomó de un pequeño botiquín de campaña, que su marido tenía, y que ella conocía muy bien dos píldoras de un veneno muy activo, cuyo nombre sabía, y cuyos efectos no ignoraba;

y, las apuró;

serena y calmada, se extendió en su lecho para morir;

la Muerte, piadosa, no tardó en llegar, tras leves singultos, y vagos dolores;

nadie la vió, ni la sintió morir;

quedó inmóvil, con el rostro contraído por un trágico gesto, y los ojos desmesuradamente abiertos...

sus labios, violentamente contraídos, parecían querer gritar...

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Cuando Giovanni Lanzzi, cumplido su servicio regresó a su casa, halló el cadáver de su esposa tendido sobre el lecho, y una carta al lado...

la servidumbre no acertaba a darle razón del extraño suceso.

Remo Marsilli había partido;

loco de dolor, abrió la carta, buscando en ella, alguna luz que lo orientara en aquel laberinto de pena;

en esa carta, Leona, narraba su infame violación, y terminaba diciendo:

« después de esta afrenta, no podré ya ofrecerte mi carne, mancillada por otras caricias, y, mis labios ultrajados por otros besos; no podré ya darte mi cuerpo, que el cuerpo de otro hombre ha deshonrado con su contacto; no pudiendo ya ser tuya, porque no soy pura, seré de la Muerte; y daré a los gusanos los restos de mi deshonra; no te pido en cambio de mi sacrificio, sino vengarme; júramelo por nuestro amor que fué tan puro, y, fué tan bello; júralo sobre mi cadáver, porque el medallón aquel que yo llevaba al cuello, y que contenía mi retrato de niña; ese medallón, que tú amabas tanto y sobre el cual, hacíamos todos nuestros juramentos; ese medallón, que tú besabas sobre mi seno, cuando me abrazabas en nuestras noches de amor; ese medallón, me lo ha arrebatado el infame, arrancándolo de mi cuello, al mismo tiempo que me arrancaba la honra; júrame que se lo arrebatarás; y, que se lo arrebatarás con la vida.»

Giovanni Lanzzi, cerró los ojos de su esposa; la besó con pasión, lloró largas horas, de rodillas ante el lecho mortuorio, cerca al ser amado, y poniendo sus manos en las manos de la muerta, juró vengarla...

— Duerme tranquila — le decía al oído—; yo, arrancaré el medallón de las manos del infame; se lo arrancaré con la Vida;

puso su espada desnuda en forma de cruz sobre el cuerpo de la muerta;

y, sobre esa cruz de carne y hierro, juró vengarla...