Veinte años transcurrieron en la inútil y angustiosa persecución;

veinte años que Giovanni Lanzzi, pasó en perseguir la sombra de su venganza por todas las latitudes de la tierra:

desde el día siguiente a aquel en que sepultó su esposa en el Cementerio de Campo Verano en Roma, repitiendo su juramento ante los álamos argénteos y, las rosas caudatarias de la tarde que rodeaban la tumba recién abierta no pensó ya sino en cumplirlo, sin tregua y sin desmayo;

abandonó el culto de la espada que había sido el culto apasionado de su vida;

renunció todos sus grados y honores militares;

cerró las puertas de Villa Leona en cuyos aposentos le parecía ver vagar la sombra de su esposa profanada, pidiéndole venganza;

y, como un Asahaverus desesperado vagó sin detenerse, siguiendo el veredicto de la Némesis Implacable;

en la Academia Militar de Torino, no supieron darle nuevas del cadete fugitivo, que no había regresado allí;

recorrió toda la Italia, de los Alpes al Tirreno, y, del Mediterráneo al Adriático, sin hallar en ninguna parte las huellas del traidor;

en París, había buscado de la Butte a Montparnasse y, del Bois a Montrouge, frecuentando todos los medios sociales; del diplomático al artístico, y recorriendo todos los lugares de vicio y de placer, todos rendez-vous de noctámbulos de l’Horloge y des Ambassadeurs, hasta los últimos cabarets de apaches, sin hallar por ninguna parte, al felón fugitivo, que le había arrebatado su honra y su ventura.

Londres le había mostrado su vientre canceroso, desde Whitechapel a Victoria Street: NewYork, sus barrios suntuosos desde Central Park a Union Square, y, el hormigueamiento vertiginoso de sus barrios de Down Town; Buenos Aires, los secretos de su cosmopolitismo abigarrado y poliparlante; Tokío, sus jardines encantados, y, sus preciosos palacios de madera; Pekín, sus salones de opio, y sus bazares asquerosos; Constantinopla, su exotismo policromo y su alma cruel; y, por ninguna parte lo había hallado a él; al culpable que perseguía;

se diría que la tierra lo había tragado, para raptarlo a su venganza;

veinte años, y, el fantasma de su odio en pie, pidiéndole justicia...;

veinte años, y la muerta aún sin vengar...

la vejez había venido sobre él; sus fuerzas declinaban, menos la fuerza de odiar;

todas las pasiones habían muerto en su corazón, menos la pasión de la Venganza;

como un síntoma de su senilidad, el espíritu religioso había renacido en él, y, empezaba a confiar á Dios, el cuidado de vengarlo;

a medida que sus fuerzas físicas se debilitaban, su fe crecía, y, empezaba a esperar el milagro que había de poner en su camino al miserable, que había hecho de su noble vida una vergüenza;

sí, porque él se sentía avergonzado de no haber vengado aún su Honor;

se sentía deshonrado de no haber vengado aún la muerta; esa muerta que no envejecía en su cerebro, y, cada vez más bella, y, cada vez más triste, le pedía venganza;

empezaba a considerarse un vencido; y, se sentía humillado de ese vencimiento;

la fuerza de su brazo vengador, declinaba con la edad;

a los setenta años, ya no podía hacer grandes viajes; el desgaste físico agravaba los fenómenos de la vejez, y la senilidad patológica aparecía con sus crisis de desaliento y sus tristes horas de llanto;

la idea de la muerte venía a veces a su mente, como un consuelo, como un refugio a su vida fracasada;

pero morir sin vengarse, y sin vengarla a ella, le parecía una cobardía y una traición...;

él, podía renunciar a vengarse, podía renunciar a su honra, porque era suya;

pero, ¿tenía derecho a renunciar a la venganza de la muerta, que le había dejado, la misión de castigar el crimen, por el cual había sucumbido mancillada?

¿no era una cobardía?

¿dónde ocultarla?

¿dónde?

su misticismo exacerbado lo había hecho muchas veces buscar un refugio, de paz momentánea, en ciertos conventos de monjes contemplativos, de regiones remotas que había atravesado en sus últimas peregrinaciones;

ciertos monasterios de benedictinos y, cistercienses, que había apenas entrevisto en días de asilo piadoso, lo seducían, con sus largos silencios claustrales, y, su serena paz de tumbas;

y, había deseado muchas veces, ser allí, siquiera un oblato contemplativo, una sombra más entre esas sombras; un muerto más entre aquellos muertos que rezaban;

pero su orgullo lo había detenido a las puertas de aquellos lugares de Renunciación, y, su Odio le había impedido ser, uno de aquellos vencidos, que confiesan, su derrota, uno de aquellos naufragos del mundo, de rodillas en las playas del Olvido; una de esas almas que en la necesidad de ser perdonadas se dan todas al Perdón;

una enfermedad que lo había puesto a las puertas de la muerte, y de la cual había convalecido en uno de esos conventos en que los padres lazaristas albergan peregrinos, en Jerusalén, había vencido los últimos átomos de su resistencia, y su debilidad senil, lo había lanzado de bruces al pie de los altares;

el Prior de ese convento, que era un viejo militar hecho monje, le había dado una carta, para el abad de un monasterio de trapenses, en los alrededores de Roma;

y, con esa carta, se había presentado a las puertas del convento, que le habían sido abiertas;

se le había aceptado, se le había vestido el burdo sayal gris, como una túnica de cenizas; se le había señalado su celda, una estancia diminuta rodeada de un pequeño huerto, por cultivar, al cual unos arbustos jóvenes prometían su sombra venidera, y, una vieja parra extendía complicaciones arácnidas, sobre un pozo profundo en cuyo fondo una agua obscura, se negaba a reflejar el cielo;

desnuda de toda comodidad, la celda sólo tenía un jergón tendido en tierra, una mesa tosca en forma de reclinatorio, sobre la cual un Cristo miserando, clavado al muro, extendía brazos dolientes; y, una vasija al pie;

para llegar hasta esa celda, había atravesado aquella como aldea de muertos, donde hombres mudos inclinados sobre su azada laboraban en horas de sol la tierra de su huerto que había de alimentarlos, sin alzar la cabeza, ni mirar a aquellos que pasaban, y, otros absortos en la lectura de sus Breviarios, y, cubiertos por sus capuchones de ajusticiados, respondían con una voz cavernosa a la salutación ritual:

— Hermano, de morir tenemos:

— Hermano, ya lo sabemos;

como si hubiese celebrado los funerales de su propia alma, había entrado en aquella soledad para morir en ella, y, era como un cuerpo sin voluntad, con el solo deseo de desaparecer;

echado por tierra, semejando bajo su sayal, un pájaro herido; de rodillas ante el Cristo exangüe, pidiéndole con voz llorosa, estrangulada de gemidos, que enviase a su corazón, el Perdón y el Olvido, pasaba las horas de sus días y de sus noches penitentes;

sus brazos en cruz, y las maceraciones de su cuerpo no alcanzaban a hacer bajar del cielo, las dos fuentes de ventura que esperaba...;

y, veía con horror, que no podía, ni olvidar, ni perdonar, y, que el fantasma amado, el recuerdo de su mujer violada y sin vengar, lo había seguido hasta allí, burlando la Soledad con su presencia, y llenando el Silencio con sus voces lamentables, que le pedían cuenta de su juramento violado; su juramento de vengarla;

en vano se cubría el rostro con su capucha, para taparse los ojos y los oídos, y, se postraba al pie del Cristo, queriendo no oír y no ver el trágico fantasma;

vano empeño;

lo llevaba dentro de su corazón y, no podía expulsarlo...

creyendo enloquecer de dolor, en esos días sin quietud y, en esas noches sin calma, veía que habían sido inútiles sus esfuerzos, vana su apostasía, miserable su cobarde abdicación, y, que el Odio y la Venganza, reinaban en su corazón, en vez del

Perdón y del Olvido, que había implorado, de rodillas, ante su Dios, que en vez de perdonarlo parecía recordarle su juramento, aún sin cumplir;

y; veía con espanto, que era un prisionero en aquel mundo de muertos...

que no podía escaparse, que no podría huir, y, era un sepultado vivo que tenía que devorar su propio corazón...