La magnífica tristeza de la tarde, se extendía como un manto de paz, sobre la silenciosa Abadía, en cuyos jardínes, los monjes ambulaban, fija la vista en su libro de Horas, caladas las capuchas, indiferentes al admirable espectáculo de árboles y de aguas, que decoraban su soledad; fantasmas sonambúlicos a los cuales, el declinar de la tarde, daba una majestuosa melancolía.

Giovanni Lanzzi, paseaba también sus tristezas desesperadas y vengativas, en aquellos jardines que un fausto litúrgico parecía decorar, y dialogaba mentalmente, como queriendo apaciguarlo, con el fantasma de su mujer, que lo seguía a todas partes, implorante, recordándole la inútil inmolación de su amor y de su juventud, y pidiéndole Venganza, marchando con los brazos extendidos ante él, como crucificada, en el crisol de la tarde, que moría en una agonía de llamas;

en ese agotamiento paulatino de la luz, se vió aparecer en el final de la avenida, la forma de un monje, más alto, más delgado que los otros, hecho más fantasmal en esa decoración solitaria, de una estupefaciente quietud, como dibujada en un muro pálidamente azul, por los pinceles de oro de la Noche, surgente del corazón incendiado del Crespúsculo;

esas dos sombras de hombres, avanzaron hasta cruzarse en mitad de la Avenida;

al hallarse el uno frente al otro, cambiaron el litúrgico saludo:

— Hermano, de morir tenemos.

— Hermano, ya lo sabemos;

como si un rayo hubiese caído entre ellos, al sonido de sus voces los dos hombres retrocedieron, y, quedaron luego inmóviles, mirándose por debajo de sus capuchas caladas.

Giovanni Lanzzi, el primero, violando todas las leyes de la orden, echó atrás su capuchón, dejando en descubierto su rostro envejecido, pálido de coraje y de ferocidad, y saltando sobre el otro, con un gesto felino le descubrió también el rostro; y, las facciones inolvidables, el cabello rojo y los ojos pérfidos y crueles de Remo Marsilli, en nada, o en muy poco, cambiados por la edad aparecieron desnudos ante el candor de la tarde, que parecía ella también temblar, violada por aquellas manos sacrilegas.

— ¡Miserable! al fin te encuentro —, gritó Giovanni Lanzzi con una voz estrangulada de ira, y, alzó la mano para abofetearlo.

Remo Marsilli, retrocedió y una sombra veló sus grandes ojos de leopardo joven pronto a lanzarse sobre su presa...;

frailes silenciosos, que aparecieron bajo los árboles intermitentes, interrumpieron sin apercibirse de ella aquella escena brutal violadora de todas las leyes de la orden, y, del alma pacífica de aquellos lugares de recogimiento y de letargia del espíritu,

ajenos a toda tormenta pasional;

los dos rivales, cubrieron otra vez sus rostros, y, se alejaron en distintas direcciones, trémulos de coraje, turbados por la emoción inesperada de haberse hallado de nuevo en la vida; en aquella Soledad que parecía lejos de ella, bajo esas avenidas del Silencio, que como arroyos de pacífico Olvido, llevaban hacia el río tenebroso de la Muerte...