La noche del trágico encuentro entre los dos adversarios penitentes, la celda que ocupaba Remo Marsilli, lo vió hasta muy tarde, agitado, nervioso, pasearse a grandes pasos, hablando solo, como si dialogase con seres invisibles, extendiendo los brazos como para abrazar sombras lejanas, ahogando grandes sollozos, hasta caer de rodillas, extenuado y vencido, en su reclinatorio, ante el Cristo lívido, que parecía apartar sus ojos artificiales de aquella alma herida, que no podía curar...
y, allí quedó inmóvil, abatido, agitado por grandes crisis de llanto;
su encuentro con Giovanni Lanzzi, había abierto brutalmente, las heridas de su corazón, que no se habían curado nunca, y, había reabierto ante sus ojos las lontananzas de un pasado, que no había olvidado jamás;
partido de Roma, el día mismo de su infame atentado, pocas horas después de dejar la villa de su tío, había ido a Venecia donde tenía amigos en vacaciones, y, allí había sabido por los periódicos, la muerte de Leona, que era como decir, la muerte
de su propio corazón;
enloquecido de un dolor que no podía contar, se enroló como marinero, en la tripulación de un buque que salía para Esmirna, y, abandonó la Península, pocos días después de haber abandonado a Roma;
vagó años por el remoto Oriente, ejerciendo diversas profesiones, y buscando por todas partes el Olvido; el Olvido de su Crimen y de su Amor;
y, el fantasma lloroso de su víctima lo seguía a todas partes, pidiéndole cuenta de su honra, de su ventura, y de su vida...;
mientras más se hundía en la soledad, más vivo era su recuerdo, más grande su tristeza, más desnudo su dolor;
el Remordimiento, un verdadero Remordimiento que parecía ajeno a su carácter, lo poseyó y lo devoraba, como una fiebre consuntiva y letal;
tan verdadero fué su arrepentimiento que hasta su Orgullo murió en él, y aceptó como expiación, los oficios humildes que buscaba como un castigo a su soberbia;
fué lego en conventos de mercedarios, prisionero en tribus bárbaras, que lo ultrajaron sin piedad, y, fraile mendicante en los caminos lejanos, hasta que enfermo del miedo vil de los arrepentidos, vino a Roma, a pie, como un penitente de la Edad Media, para hacerse perdonar su crimen, de aquel que, según la fe de sus creyentes, tiene el poder de atar y desatar, y, de perdonar todos los pecados del mundo;
y, fué absuelto, pero, no fué curado de su mal;
había podido obtener el Perdón de su Crimen, pero no había podido obtener el Olvido de su Amor;
su Amor, que lo seguía a todas partes, como un cautivo inseparable, y no lo abandonaba en sus largos días de angustia, y, en sus noches de soledad;
y, había resuelto enterrarse vivo, para ahogar ese Amor, en las ondas tenebrosas de la Contemplación y de la Penitencia;
y, había entrado a la Trappa;
hacía quince años, que era uno de esos seres sin nombre, uno de aquellos penitentes anónimos, que arrojan en esa playa silente, las olas del Dolor y las del Crimen;
quince años en que había vivido pidiendo a su Dios, el olvido de lo que no podía olvidar y, esperando la Muerte, única que podía matar en él, aquello que no quería morir;
y, he ahí, que ahora se hallaba con ese otro fantasma, el fantasma del Odio, en cuya faz convulsa, y, en cuya mirada oblicua, había visto crepitar todas las llamas de esa pasión fatal que como las de la Cólera habían ya muerto en su corazón...
— Señor, Señor — decía al Cristo doloroso —, ¿por qué lo has puesto de nuevo en mi camino?: ¡apártalo, Señor! ¡apártalo de mí!...
y, lloró y gimió toda la noche, hasta que la luz del alba lo encontró tendido en tierra, como una gran cosa muerta, como un árbol que la tempestad tumbó sobre el camino.