Cuando ya promediando el día siguiente fué llamado a la celda del Abad, pudo observar en su trayecto hacia ella, que el cadáver de Remo Marsilli, había sido levantado del lugar en que él lo asesinó; pequeñas gotas de sangre, se ennegrecían en la arena;

ya en presencia del Abad, solo ante él, de rodillas en actitud penitente, no negó nada...; ni su crimen, ni su falta absoluta de arrepentimiento por él, y, pidió que lo dejasen partir;

más que en las pocas palabras del Abad, en su faz fría y, pálida, y, en el gesto duro de su mano, que le ordenaba levantarse y salir, adivinó su Sentencia Inapelable;

y, regresó a su celda, con la certidumbre de que debía morir;

¿cómo?

allí no se podía verter sangre;

¿sería ahogado en su pozo?

¿sería estrangulado por manos del Hermano Verdugo?

nada podía averiguar, nada podía saber en aquel mar de Silencios que lo rodeaba;

que estaba prisionero lo comprendió porque su puerta fué cerrada por fuera, y, su ventana también;

se sabía condenado a muerte, y, no tembló, esperando el cumplimiento de la terrible sentencia;

tras largas horas de cavilación, y, ya llegada la noche, se quedó dormido con el retrato de Leona sobre los labios;

despertó después de muchas horas de sueño;

la obscuridad era completa;

se puso en pie y anduvo en las tinieblas;

a tientas halló el muro;

lo palpó hasta encontrar la puerta...

aplicó el ojo a las rendijas, que eran muchas, y, miró por el agujero de la cerradura, por donde estaba habituado a ver entrar la luz del día; no vió nada...; la sombra era absoluta;

empujó la puerta con violencia; sintió que ésta daba contra algo duro, y percibió el olor de cal fresca; no había duda para él; la puerta había sido murada a cal y, canto;

buscó la ventanilla, que daba sobre el huerto; también estaba murada, más allá de los barrotes de hierro;

entonces, lo comprendió todo;

su sentencia de Muerte, se había cumplido...

había sido enterrado vivo...

aquella celda era su tumba;

ésa era la Regla de la Orden;

matar en el Silencio...

morir en el Silencio...

sintió que en plena Vida, estaba muerto; que había sido sepultado; que a esta hora el Oficio de Difuntos se rezaba por él, en la Capilla del Monasterio, al mismo tiempo que por Remo Marsilli; y, los monjes rezaban por esos dos, anónimos, cuya tragedia ignoraban tanto como sus nombres;

y, se rebeló a morir...

como un león cautivo, que se lanza contra los barrotes de su jaula, se precipitó contra la puerta, arañó y, laceró el muro que lo encerraba, gritó mucho, queriendo ser oído, ser libertado, ser salvado...

olvidaba que afuera había también un mundo de muertos...

por largas horas casi hasta el anochecer del día siguiente, se le oyó gemir y gritar y, se sintió el esfuerzo de sus músculos, contra las piedras de su tumba;

después... reinó el Silencio...

exhausto y, vencido, Giovanni Lanzzi, cayó por tierra y, se dejó morir, apretando contra su pecho el Medallón que contenía el retrato de su mujer ya vengada, y cubriéndolo de besos amantes, y, diciéndole suavemente, muy bellas cosas de Amor.