La Belleza, es un castigo de los dioses, como el Genio;
tal había sido la belleza para Marta Echeverría;
a los quince años, su belleza altiva, recordaba la de las vírgenes que en los frisos de los templos de Pergamo, forman las comitivas cinegéticas de Diana;
y, a esa misma edad, la Muerte enluteció su hogar, arrebatándole su Padre;
quedó sola, con su madre reducida al lecho, minada por una incurable enfermedad;
su haber, ya muy mermado, resultó pertenecer todo, a un pariente agiotista, al cual estaba hipotecado;
este Harpagón redivivo, ejercía la Medicina y, la usura, con igual provecho y, era dueño y señor de vidas y, haciendas, en muchas leguas a la redonda de esos campos;
lascivo, y avaro, el viejo codicioso, codició la niña que había quedado en orfandad;
la madre vaciló en entregarle el tesoro de aquella adolescencia, llena de promesas;
la amenaza de un secuestro, y de la inmediata expulsión de su casa solariega, fué la respuesta a aquella vacilación;
¿a dónde iría la madre enferma, con su hija desamparada, puestas así, fuera del hogar en que habían nacido, y, colocadas, en el sendero rudo de la miseria?
la madre accedió;
la niña fué entregada al viejo avaro para hacerla su esposa, y, dió su virginidad al valetudinario lujurioso, que penosamente pudo desflorarla;
de estas nupcias de la senilidad y de la servidumbre nació un hijo;
fatigado y agotado Harpagón, en aquel esfuerzo, no volvió a acercarse ya a su esposa, que vió desierto su lecho, y vivió en una viudez corporal, forzada y solitaria;
requerido por la insaciable sed de acumular riquezas, y no pudiendo ya, a causa de su tarda edad, administrar sus vastos dominios, resolvió buscar un Administrador para ellos, y, hallólo en un joven pariente suyo, muy pobre, que aceptó el cargo, privado de cualquier otro recurso;
trájolo a casa, y agobiólo de trabajos y de disgustos; pero, el joven resistió.
Gerardo Méndez, que así se llamaba éste, era un mozo garrido, fuerte, trabajador y concienzudo, que se dió al trabajo con pasión, y al deber con lealtad;
satisfecho de él, y deseoso de aumentar aún más su capital, el viejo se trasladó a la capital, donde fundó un Monte de Piedad, y, no hacía en sus campos sino raras e intermitentes apariciones.
Gerardo y Marta quedaron largos días solos, hermanados en su dolor y tristes de una misma tristeza: la soledad de sus corazones;
se confiaron sus infortunios y unieron sus almas abandonadas, en un idilio rural, entre las espigas de oro de los trigales sinfonizantes;
y, lo que debía ser, fué;
se dieron el uno al otro, y apuraron el Amor, con una sed de náufragos;
como fruto de ese amor cándido y culpable, nació una niña, que fué llevada lejos la misma noche en que fué dada a luz, y, confiada al cuidado de unos campesinos, que debían pasar por padres suyos; por orden de la madre se le dió el extraño nombre de Cordelia;
el idilio fué interrumpido por el regreso del viejo marido, cada vez más achacoso y más insoportable;
su primer cuidado fué repasar sus libros de cuentas, y arreglar éstas con el Administrador;
tuvieron los dos una discusión a ese respecto, y, el viejo licenció a Gerardo;
tres días después, traían al anciano muerto, atravesado el cráneo por un balazo;
se dijo que un arrendatario, a quien había expulsado de sus dominios, le había matado;
libres ya de ese obstáculo, los amantes legitimaron su unión uniéndose en matrimonio;
tuvieron siempre sus hijos, alejados de ellos.
Renato, el hijo del viejo, en un colegio.
Cordelia, en un convento;
un día, al cumplir quince años ésta, tuvo que ser retirada del convento, porque no podía permanecer más en él, sino a condición de profesar;
y, fué traída a su casa;
pocos meses después, y, ya terminada su carrera, Renato, volvió a su hogar;
y, los dos jóvenes se hallaron, se vieron y, se amaron...
¿cómo abrirles los ojos, sobre ese amor, para ellos inocente y en el fondo monstruoso, si llegaba a ser culpable?
he ahí lo que turbaba hasta el espanto las almas de Gerardo Méndez y de Marta Echeverría;
después de tantos años, su pecado, hecho carne, se alzaba ante ellos como una Expiación;
desolados, se miraban el uno al otro, atónitos, desconcertados, con largos silencios de angustia,
como dos náufragos en la Noche, oyendo avanzar las olas que deben sepultarlos;
desde el día, en que Marta, oculta tras los ramajes, oyó aquella conversación y sorprendió aquel beso de amor, ya no hubo quietud para su alma, ni para su corazón;
al referírselo a su esposo, temblaron ambos, como si hubiesen visto un mismo puñal alzado sobre sus corazones;
y, Gerardo, pensó instintivamente, en el viejo asesinado, y, le pareció que su fantasma, reía terriblemente en las tinieblas, y, creyó escuchar que su voz cascada y temblorosa le decía:
— Mi sangre deshonrará la tuya; ¡asesino!... y, rechazó a su mujer, que estaba entre sus brazos llorosa;
y, temblaba, temblaba, cuando arrepentido de su violencia volvió a abrazarla, y, al tomar su cabeza entre las manos para besarla, le pareció que en las sienes y sobre los cabellos, que empezaban ya a blanquear, sus manos habían dejado huellas de sangre, y, la veía orlada de sangre, roja de sangre, como la cabeza de un ajusticiado;
¿qué hacer?
¿qué hacer?
se preguntaban el uno al otro;
y, en su confusión, en su desesperación, no hallaron otro remedio que separarlos; sacrificarla a ella, la más débil, la que no podía defenderse; volver a llevarla al convento, de donde había salido porque no quería profesar, y hacerla monja?... ¿con qué pretexto?, con el pretexto de que era una carga, muy pesada para ellos...; que no podían mantenerla; y, que ella, huérfana y sola en el mundo debía buscar un asilo; la Religión se lo daba; y debía hacerse religiosa...
¿quién se lo diría así?
y, ¿quién se lo diría a Renato, violento y autoritario como era?
¿se resignarían?
ella, sí...; ¿qué hacer contra la Fatalidad de su Vida?
pero, ¿él?...
él, había dicho — y Marta lo había oído —, que él era libre, que era rico, que era mayor de edad y que la haría su esposa; y que así se lo participaría muy pronto a su madre... y, Marta, lloraba pensando;
¿qué decirles?
¿con cuál pretexto oponerse?
¿decirle la verdad?...
¿deshonrarse a los ojos de su hijo?...
¿perderse ella, para salvarlos a ellos?...
¿era ése su deber?
la resignada tristeza de su corazón no acertaba a decirle nada...
y, callaba, como esperando el golpe del destino que había de anonadarla.