— Si ella no tiene nombre, yo le doy el mío; si ella es pobre, yo le doy mis riquezas; si ella es sola en el mundo, yo, le doy mi compañía; ¿qué más queréis?
así le había dicho Renato a su madre, aquella mañana en su aposento, cuando con la cabeza en las rodillas maternales, tierno y acongojado, como si fuese un niño, le había revelado su amor, y, le había expresado su voluntad decidida de casarse con Cordelia.
Marta, había tenido el valor de no traicionarse, había ocultado su angustia, bajo el velo de la sorpresa y de la vacilación, y, había pedido a su hijo, una tregua de pocos días para resolver un asunto tan serio y tan definitivo...
— Es que Gerardo ha invitado a Cordelia para ir con él a la Capital, y sospecho que piensa dejarla en el Convento; eso, no lo permitiré yo; Cordelia, no saldrá de esta casa si yo, no quiero; yo, soy el dueño y el jefe de esta casa, y nada se hace aquí sin mi voluntad — dijo el joven con una voz alterada, en la cual vibraban todos sus rencores.
Marta, que conocía estas exaltaciones de su hijo, tan peligrosas a la paz del hogar, trató de calmarlo, diciéndole, que era libre de sus hechos, como dueño y señor de aquella casa, y que sólo le pedía, mientras realizaba sus designios respetar la virtud de la huérfana desamparada que se había acogido a ellos.
— Podría dormir en mi lecho, y, se levantaría virgen; yo, sé respetar el hogar en que duerme mi Madre; este hogar que hasta hoy, ninguna de las mujeres de mi raza, ha profanado con una falta — dijo Renato con energía implacable;
oyendo aquellas palabras de su hijo, cuya voz era aún impetuosa, Marta, no se atrevió a mirarlo, alzó los ojos tristes y bellos hacia el cielo, y, su rostro se empurpuró como si todos los escarlatas de las nubes, se hubiesen agrupado sobre ella, bajo el límpido azul;
y, esa noche, cuando después de la cena, y, ya en el salón, dijo a Renato:
— Sobre tu mesa he puesto los manuscritos del «Motín de los Retablos»; yo, le he añadido al final unas líneas; léelas; tal vez, toda la emoción del drama está en ellas; tú no podías escribirlas —; su voz era tranquila, como la de aquel que ha tomado ya, las supremas resoluciones y está más allá del meridiano de la angustia:
el hijo sonrió, besando con amor, la mano de la madre, que sin duda habría escrito muy bellas cosas al pie de su cuento inconcluso.
Marta, besó efusivamente, a los dos jóvenes, que quedaron en el salón, y, se retiró a sus aposentos, en cuya sombra desapareció como en una interminable bahía de azur;
aquella noche, la velada musical, fué corta.
Renato, aguijoneado por la curiosidad de leer, las líneas que su madre había escrito, al final de su Visión bíblico-hoffmaniana, no ponía mucha atención a lo que Cordelia tocaba al piano, y, se entretenía en mirar, más allá de las ventanas abiertas, el esplendor radioso de la noche, llena de reflejos áureos, y, el sueño de los jardines, dormidos bajo el halo de la luna, que tenía el aspecto de una hoz pronta a segar trigales invisibles, en las praderas vírgenes del cielo;
atento a sus visiones interiores que parecían fundirse en las melodías apasionadas de la música apenas si notó cuando Cordelia, conmovida por la exaltación lírica de la ejecución, dejó de tocar, y, cerró el piano y, fué hacia él, tendidas las manos, con los labios llenos de sonrisas y los ojos pesados de sueño;
se dijeron adiós con un beso casto, que tenía el candor de dos palomas, y, la albura de un pájaro de nácar, perdiéndose en la nieve impoluta de los rosales, que ellos también se besaban en la sombra...;
y, antes de separarse, se miraron un momento, tiernos y conmovidos, con ojos pensativos y, soñadores, como si la música que ya no era, los llenara? aún con sus armonías románticas, y, sus almas fueran, como dos cuerdas de una misma cítara, sonando en la soledad...
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Ya en su aposento, Renato, al cerrar la ventana, quedó absorto, ante el encantamiento de la Noche...;
no pudo librarse de la divina sugestión, y, apoyado de codos en el barandal, miró el áureo joyel de los campos taciturnos, en donde parecía, que aurifabristas invisibles, laborasen maravillas de oro y pedrerías;
en el cielo, era una dilución de colores suaves y delicuescentes, fundiéndose armoniosamente en un índigo pálido, que la luz de las estrellas clareaba con un palor de plata bruñida;
la comba cerúlea, era como una turquesa cóncava que un artífice supremo hubiese cincelado con primor, haciendo en ella incrustaciones de ágata;
sobre el jardín, hecho esotérico y umbrío, con negruras insondables, imperaba el Silencio, como en una liturgia de ensoñaciones;
más allá, las llanuras se extendían en una quietud de estuario; se dirían hechas de madreperla, con venazones de cristal;
perfumes enervantes traía el aire, arrancados al corazón vegetal, de las selvas remotas;
como si intoxicado por ellos, sintiese una fiebre extraña y dolorosa, apoderarse de él, se arrancó a la fascinación imperativa de la Noche, cerró fuertemente la ventana?, y, se dirigió a su mesa de trabajo;
allí, sobre ella, en lugar preferente, y cuidadosamente arreglados, estaban los manuscritos del «Motín de los Retablos»; se sentó para leer;
no quiso releer su propia prosa, y, buscó con avidez las líneas trazadas por la mano de su madre; las halló;
no eran muchas, escritas en tinta roja, en una letra? clara y enérgica, y, en el mismo diapasón musical de las prosas rimadas de su cuento;
y, decían:
Los retablos eran justos, los retablos eran santos, cuando aquel dia persiguieron a la huyente pecadora...
las mujeres indignadas, persiguiéndola, expulsándola de los muros del hogar, eran justas y eran buenas, porque esa Pecadora ya lo había deshonrado, y, había ya deshonrado el tálamo marrital...
el Motin de los Retablos, era justo y era Santo porque iba persiguiendo a la Adúltera...
y, tu madre, era esa Adúltera...;
esa hembra pecadora, fué tu Madre...
ella se dió a otro hombre, a Gerardo Méndez, vivo aún tu padre, ultrajando sus canas y su hogar;
el fruto de su amor culpable fué esa niña que hoy quieres para esposa.
Cordelia, es tu hermana;
ya sabes la Verdad:
ahora;
perdóname;
o, insúltame;
únete al motín de los retablos y lapídame...
o, perdóname, como el Cristo Salvador...
bésame en la frente deshonrada;
o ultraja con tu anatema mis canas venerables; tuya es mi Vida.
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Renato acabó de leer...
no veía nada...
¿era que había cegado?...
anduvo en la habitación como a tientas, con los brazos extendidos, hacia adelante, y, los movimientos desconcertados de un felino en la jaula;
su ofuscación no le permitió notar el temblor de las hojas de la puerta, cerrada, tras de la cual parecía gemir alguien;
se detuvo;
se acercó a la mesa;
y, escribió...
«Yo, perdono a mi Madre.
Yo, amo a mi Madre...
Yo bendigo a mi Madre...
Mi Madre es buena.
Mi Madre es pura.
Mi Madre es Santa:
¡Bendita sea mi Madre!»
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— ¡Gracias, gracias, hijo mío! — iba a decir Marta, que de rodillas ante la puerta, con el rostro casi contra el suelo, mirando por las hendiduras, seguía los movimientos de su hijo, cuando, lo vió empuñar un revólver, llevarlo a la sien y, dispararlo...
lo vió caer y, sintió su cabeza rebotar contra la puerta tras la cual estaba ella de rodillas...
inmovilizada por el horror, no se movió; no gritó;
sintió que algo cálido, que corría bajo la puerta, le mojaba los labios y el rostro...
era la sangre de su hijo;
la masa encefálica de su hijo...
se puso en pie...
y, con el rostro, rojo de sangre, y, los labios llenos de sangre, como los belfos de una leona que acaba de devorar a su cachorro, gritó, con un grito, que hizo temblar de horror los jardines y las selvas:
— ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! j Hijo mío!...
y el corazón de la Noche, repitió el grito desolado:
— ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!...
era la voz de Hécuba gritando en la soledad de la Noche sin entrañas:
— ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!...