Procesión de nubes blancas, bajo un cielo de cobalto;
lentamente se extendían, se esfumaban, se perdían, cual vencidos gonfalones en la calma vesperal;
una ojiva de oro fúlgido semejaba el Sol cadente, en el muro de la Noche que surgía;
en la cimbra iluminada de ese pórtico de sombras, parpadeaban las estrellas;
lises reales del jardín de los espacios, inclinando sus pistilos, como dardos de luz sobre el Abismo;
otros lises, sus hermanos, se entreabrían en la sombra verdinegra del jardín, que en las afueras del poblado hacía como un rústico vestíbulo de flores y de hojas, a una pequeña casa, que a esa hora parecía hundida en un sueño de Misterio y Soledad;
el palor de los rosales bajo el casto azul difuso de la Tarde, los hacía aparecer como ostensorios de nácar ofreciendo la hostia pura de sus cálices, en sacrificio a la luz que se moría;
dormitaban las flores, bajo el vuelo letal de los insectos;
coleópteros voloteaban sobre ellas, en una embriaguez luminosa de deseos, rumoreando sobre los cálices entreabiertos, esperando la hora de extraer el dulce licor en ellos acendrado;
fosforecían las cantáridas;
corpúsculos erráticos que parecían arrancados del corazón del Sol, volaban sobre el verdor espeso de las frondas, llenándolas de un hálito de Voluptuosidad;
las margaritas, su blancura de cera evanescente, ofrecían como holocausto a la tiniebla vencedora, que se extendía sobre el cielo, como una lluvia de cenizas, escapadas al corazón de una urna volcada;
solitario estaba el pequeño huerto, sobre el cual lentamente venía la Noche, la hermana de la Soledad, que no se apartaba nunca de él;
una gran ventana abierta por completo, y, enmarcada en ramajes florecidos, dejaba ver la calma conventual, y, el aspecto cenobítico de un aposento cuasi desamueblado, en el cual sólo se veían un lecho de hierro, hornos portátiles, varias mesas, y, sobre ellas, o pendientes de los muros, instrumentos y útiles de orfebrería;
sobre el lecho, y una pequeña mesa que le estaba cercana, dispersos, libros a la rústica, revistas y diarios;
en el centro del aposento, sentado cerca a una mesa, e inclinado sobre un trabajo que tenía entre las manos, se veía un joven operario laborar;
absorto en su obra, se diría ausente de cuanto le rodeaba;
dábale de frente la escasa luz mortecina, que envolvía su cabeza en un halo vago de claridades difusas;
blondas las melenas de un blondo obscuro y meloso, largas y peinadas en bandas, cayéndole sobre las mejillas, consuntas como por las maceraciones de un ascetismo ritual;
la palidez del rostro, unida a la magrura de él, daban al joven obrero, el aspecto de uno de aquellos Cristos adolescentes, que los pintores primitivos eran tan dados a esbozar sobre dípticos piadosos y los muros de los claustros, en el incierto albor del arte medioeval;
largo el rostro noble y exangüe de facciones viriles; acentuadas, que se dirían labradas al cincel;
delgados los labios muy pálidos, contraídos en un gesto extraño de Meditación; labios rebeldes a la Elocuencia, como los de todos los grandes solitarios, hechos para aprisionar la Verdad, más que para decirla; nada igual al gesto despectivo de esos labios desafiadores;
duro y pronunciado el mentón que un exceso de líneas, hubiera llevado al prognatismo; mentón voluntarioso; señal de fortaleza espiritual;
rasurado cuidadosamente el rostro o naturalmente sin barba, ninguna sombra de vello obscurecía aquella palidez marfilina que se diría la de un joven penitente;
al azar de su trabajo, alzó los ojos, unos grandes ojos de un azul metálico imperioso, ojos dominadores que abarcaron el paisaje con una mirada dura, llena sin embargo de una extraña melancolía;
volvió a inclinar el rostro, y, continuó en trabajar;
sus manos largas y blancas, de dedos tentaculares, sostenían entre el índice y el pulgar de la izquierda, un objeto que cincelaba cuidadosamente con un instrumento sostenido en la otra;
la luz azulosa del crisol, que se avivaba a veces, daba reflejos de metal a aquel rostro de medalla;
hubo un ruido en el jardín, como de las alas de una paloma, que rozase las frondas al cruzarlas;
atento a aquel ruido que, debía serle habitual, el joven obrero alzó la cabeza, miró hacia el jardín y, sonrió viendo cruzar por entre las hoiarascas y clemátides, la figura ágil y esbelta de una mujer, que arcababa de entrar y se dirigía hacia la casa;
esperó;
tocaron suavemente en la puerta;
se puso en pie y fué a abrir;
su alta silueta se dibujó en el crepúsculo, envuelta en la larga blusa azul de trabajo, con algo de trágico y fantasmal;
la puerta se abrió y la mujer que había atravesado por el jardín, entró en la habitación;
pequeña, delgada, con una pureza de contornos que hacía pensar en ciertas figulinas de terracota, halladas bajo las ruinas de Pompeya y en los exquisitos diseños de aquel amable pintor de intimidades femeninas que fué Frensiet; la joven avanzó confiada y sonriente, tendiendo su mano al joven obrero que la estrechó en las suyas, y así unidos avanzaron hasta la mitad del aposento; allí se detuvieron;
él, dominaba con su alta estatura su flébil y delicada compañera, que más parecía una niña que una mujer;
la escasa luz del crepúsculo, mezclándose a la intermitente del horno medio extinto donde se fundían los metales, los bañaba en una claridad difusa, que distendía los contornos y los hacía aparecer en una como zona incierta, de claridades hidratizadas;
perfecta de líneas en su pequeñez de bibelot la joven era bella, de una belleza que se diría intangible por la exigüedad delicada de sus formas;
sus cabellos largos y rubios, de un rubio pálido de espigas marchitas, hacían rudo contraste con la negrura de sus ojos, grandes y tristes, temerosos como los de una gacela en huída, y ornados de pestañas tan largas, que hacían sombra sobre sus mejillas rojas, menos rojas aún que los labios frescos y gruesos que se entreabrían en una perpetua sonrisa infantil, dejando ver los dientes blancos y diminutos como si fuesen aljófares;
continuaban en tenerse asidos de las manos, y se miraban tiernamente:
él, amaba esos largos silencios en los cuales parecían decirse tantas cosas;
luego la trajo un poco hacia la ventana como si tuviese necesidad de verla en plena luz, de observar su belleza, diluída en los rayos del Sol.
— He tardado — dijo María Rosa, con una voz suave y un ligero tartamudeo de niño consentido — porque tuve necesidad de acompañar a papá a casa del oculista; cada día está peor de los ojos; ya no acierta a andar solo...;
y, como si algo de la tiniebla que cubría los ojos paternos, hubiese caído sobre ella, su frente se ensombreció y sus claros ojos se hicieron tristes y prontos a llorar;
él, no ensayó consolarla, seguro de la inutilidad de todo consuelo y porque a su corazón leal, repugnaba toda forma de mentira, y se conformó con decir, como si hablase consigo mismo, y, respondiese al eco de un sordo dolor:
— Hay que cuidarlo mucho; la vejez de un padre es sagrada para aquellos a quienes dió la vida con su nombre; felices aquellos que tienen un padre a quien consolar, una cabeza blanca sobre la cual depositar un largo beso de amor; por tener esa ventura diera yo todas las otras;
y, calló, inmóvil ante la noche surgente, como si toda su vida se hubiese agotado en esas palabras, y su corazón sangrase clavado a la cruz de la Ignominia, que extendía sobre su vida y sobre su rostro, una ola de vergüenza, roja como la púrpura;
ella lo dejó callar, respetuosa de ese silencio en el cual se envolvía con tanta frecuencia, y que extendía entre los dos uno como impenetrable velo de tinieblas;
en el gran silencio la alta silueta del joven perdía sus contornos, y parecía agigantarse, coronada de un nimbo de cosas hostiles, que hacía más visible su palidez intensa de alabastro.
Virgilio Heredia, que tal era el nombre del joven obrero, había cumplido veintitrés años, y, era en su profesión de orfebre, muy estimado como cincelador y creador de objetos de arte, en los cuales revelaba, un gusto refinado y, una maestría insuperable;
esa aptitud artística, como cierta distinción de maneras que lo hacía notar entre sus compañeros de labor, le venían de la noble raza paterna de la cual era un bastardo;
su madre, que vivía aún, había nacido y, crecido en el palacio de los marqueses de Almafría, en el cual su padre era lacayo, y su madre fámula de la Marquesa, como sus antecesores, todos viejos en esa servidumbre;
seducida en muy tierna edad, por uno de los hijos de la casa, que luego fué el heredero del título y mayorazgo, quedó encinta y fué expulsada sin piedad de aquel palacio en que había nacido;
el fruto de esa falta, había sido él, Virgilio Heredia, al cual la vergüenza de la bastardía le pesaba como un crimen;
naturaleza delicada y altanera, no saber o no poder decir quién era su padre, era el dolor y el rencor que envenenaba su vida;
los ocultaba en su corazón como una lepra, que le vedaba toda noble ambición, todo sueño de gloria;
mientras la vieja Marquesa, madre del seductor, había vivido, Encarnación Heredia y su hijo, frecuentaban el palacio y recibían pequeños regalos de la noble dama, que parecía amar aquel niño pálido y meditativo, cuyo rostro imperioso de indócil aguilucho, se asemejaba tanto al de los viejos genitores de su raza, cuyos retratos, colgados a los muros del salón, parecían una colección de cóndores disecados;
muerta ella, Encarnación y su hijo fueron inexorablemente expulsados de la casa por el joven Marqués, que les prohibió poner los pies en ella, tomado de una ciega aversión por ese niño, en el cual se negó siempre a reconocer un hijo suyo.
Encarnación trabajaba como planchadora para vivir ella y su hijo al cual envió primero a la escuela, donde fué un alumno meritísimo, y lo dedicó luego a un oficio, habiendo escogido el de orfebre, por elección de él, y, por no ser un oficio de fuerza, que hubiera acabado la naturaleza delicada del niño;
en los azares de la vida, había conocido un obrero maquinista que la había requerido de amores, y se había casado con él;
al principio, las cosas fueron bien, pero, el carácter violento de Gregorio Sánchez — que así se llamaba el marido —, se reveló bien pronto, así como su incontinente amor a la bebida;
ebrio y brutal, empezó a hacer insoportable la vida a su mujer y al hijo de ésta, a quien había tomado un odio ciego, gozando en perseguirlo y en martirizarlo;
mientras el niño fué pequeño, las escenas se re dueían a librarlo de las brutalidades del padrastro, ora ocultándolo en la propia casa, ora teniéndolo en la de los vecinos compasivos, para evitarle martirios;
pero, cuando éste fué ya grande, no toleró las sevicias del ebrio contra su madre, y surgieron escenas de una violencia terrible que pusieron en peligro la vida de los dos hombres;
entonces, y, cediendo a los ruegos de su madre, Virgilio resolvió separarse;
muy hábil ya en su oficio y ganando lo bastante para vivir, fué a habitar solo, en una muy pequeña casa, rodeada de un jardín, y sita en las afueras de la ciudad, no muy lejos de la de su madre, a quien amaba con delirio, y no podía dejar de ver, imponiéndose el deber de visitarla tres veces por semana, durante las horas de ausencia del padrastro, al cual hacía todo lo posible por no ver nunca;
éste, furioso con la ausencia del hijastro, a cuyas expensas quería vivir, no pudiendo brutalizarlo, como antaño, brutalizaba a la madre desvalida, que ocultaba a su hijo los malos tratos de que era objeto;
muy inteligente, muy serio, ajeno a todo vicio aun a aquellos que más imperiosamente dominan la juventud, Virgilio Heredia se abrazó a su soledad como a una querida y, se dió a su arte, con una pasión de asceta;
bajo las alas de la Tristeza, que dominaba su vida como una divinidad hostil, hizo del arte el centro de su existencia, tratando de ahogar en sus sueños de belleza, los sueños de rencor, que asaltaban su corazón;
su cultura era rudimentaria, pero, las virtudes atávicas que residían en él, rezagos de una vieja cultura que había sido el alma de su raza paterna, toda de cultores o protectores del Arte, renacían en su cerebro y, fluían de sus manos en una rara floración de esbozos y de obras de una originalidad tan acentuada, que desde un principio llamaron la atención de los conocedores;
visitó los Museos, permaneciendo largas horas ante las vitrinas que contenían los originales o las copias de obras maestras de grabadores y escultores en metal; y se complació en estudiar y, aun imitar aquellos que sobresalían por la pureza del dibujo y, el encanto sensitivo de la forma: los orfebres toscanos del cuatrocientos, fueron sus grandes modelos; y, de ellos aprendió ese dominio de la técnica, esa cuasi diafanidad de líneas que hace como ideales los objetos en su aparente tenuidad; el relieve de un vaso de Cignano, el ansa de un ánfora, de Dellarocca, lo sumían en una ensoñación tan grande, como la incisión del broche de una capa pontifical laborado por Benvenuto;
la cerámica y los camafeos lo atraían con menos fuerza, por mucho que admirara los modelos reaparecidos de la Edad de Acero, las delicadezas de Forgeot y de Gonget en la Chasses, y, ciertos decalcos al punzón que en los maneristas del siglo xv llegaron a adquirir casi, la profundidad y, la belleza de los mejores intáglios de Derbois;
pronto ocupó como grabador y como cincelador, el puesto que le correspondía, y, ganó ampliamente su vida;
su inagotable sed de saber, llevó su imaginación por otros cauces, y lo hizo darse con pasión a la lectura;
frecuentó las Bibliotecas de los Ateneos Obreros, que entonces empezaban a fundarse, y, las agotó bien pronto;
los estudios socialistas lo atrajeron por un momento y devoró el caudal de ideas revolucionarias, que llenaban los libros; éstas llegaron hasta su cerebro, pero no entraron a su corazón;
no tenía el alma colectiva; el Dolor Universal, no lo tocaba;
unido por grandes amistades y, muchos cariños a la masa obrera de su ciudad natal, hubiera podido ejercer grande influencia en ella, y, ser factor y director de hechos colectivos, pero, no tenía el alma revolucionaria; carecía de Ilusión, que es la fuerza de los jefes de muchedumbres; además, le faltaba el don de la Elocuencia, era un silencioso, como todos los solitarios; atento a las músicas interiores de su Inspiración, los grandes rumores exteriores le eran inoportunos y desconcertantes; como todo artista verdadero, era un sensitivo extraordinario, y el contacto con los hechos, o con los seres violentos, lo lastimaba enormemente;
por eso, aun conservando una sincera amistad,
por muchos de sus camaradas, se había encerrado en una soledad, que era una claustración;
a esa soledad no llegaba — como el rayo de una estrella al fondo de un abismo — sino María Rosa, su novia, joven obrera empleada en una fábrica de cajas de cartón; y, a la cual conocía desde niña, por ser hija de un viejo maestro alfarero, en cuyo taller había él, aprendido las primeras nociones de vaciaje y modelaje antes de ensayar en metal sus aptitudes de artista;
se amaban desde entonces;
y, ella era bella, era suave, era sencilla, una de esas mujeres, que se dirían abúlicas, a causa de su mansedumbre;
sus amores eran puros, de una pureza querida por él, impuesta por su voluntad a sus pasiones y, a su corazón;
sobre el honor de esa virgen, velaba él, el primero, porque pensaba hacer de ella su esposa;
le habría sido fácil seducirla, pero, ¿la habría entonces amado?...
tenía el alma demasiado orgullosa para eso; por nada del mundo habría prostituído a aquella de la cual pensaba hacer la madre de sus hijos;
había sufrido y sufría mucho del crimen de la bastardía, para imponer ese crimen a los otros;
si su corazón sangraba de esa llaga impura... ¿cómo dejar la herencia de esa llaga a otros corazones?
era demasiado honrado para ello;
metódico y austero, ahorraba dinero para su matrimonio, que pensaba celebrar muy pronto;
entretanto, trabajaba con ahinco;
en esos días, labraba un ciborio de oro repujado, todo ornado de leyendas cristícolas, y, sorprendente por la pureza de los relieves, que hacían surgir el motivo piadoso con tal delicadeza que se diría, más pintado que esculpido en la epidermis tersa del áureo vaso;
ninguna lucha ruda del artista con el metal, ninguna huella de esfuerzo por vencer la materia, imponiéndole el sello de la creación mental, se adivinaba en aquel dibujo perfecto y en aquel emerger de formas, surgiendo con tal naturalidad, que se diría que el oro era mórbido o el cincel había trabajado en una cera virgen;
lo gráfico y lo plástico se disputaban por igual la perfección en el dominio de la Obra;
a pesar de lo pequeño del objeto, la faz del Nazareno, caído bajo la cruz, irradiaba de idealidad; había un halo, melancólico y fulgente al mismo tiempo bajo su corona de espinas, como si un Pensamiento irradiase allí, con la plenitud de un Sol; el esfuerzo de sus piernas al intentar levantarse era bien el esfuerzo de un algo muy arduo por cumplir, el gesto heroico y desencantado de los grandes predestinados, que marchan a la Muerte, seguros de la inutilidad de su Martirio.
María Rosa, había posado sus miradas sobre la cinceladura admirable como en una cosa muy bella, que le hacía un gran placer de ver; pero su emoción era toda religiosa y nada artística; el cáliz, era para ella un objeto sagrado, y, los preciosos grabados, una especie de Viacrucis, trabajada en metal;
él, adivinó lo que pasaba en el alma ignara de la joven, y, no quiso interrogarla, seguro de evitarse oír un concepto que por lo rudimentario había de ultrajar la esencia de su Obra; y, calló;
la opacidad de la tarde se había hecho densa y, de las frondosidades tenebrosas del jardín, parecía desprenderse una mayor tiniebla que de los cielos mismos;
se acercaron a la ventana, como deseosos de sumergirse en la fascinación creciente de esa luz moribunda que se iba, diciéndoles un adiós de estrellas;
ella se acodó al antepecho de la ventana y quedó soñadora, mirando morir la tarde en la púrpura, y el oro del horizonte lejano;
él, fué a cambiar de traje, para salir juntos, como solían hacerlo todas las tardes;
cuando volvió ya con su traje de pana, limpio y bien cortado, y su gorra de seda negra, parecia más alto y, más fuerte, que bajo su blusa de trabajo, que lo ascetizaba, dándole un raro aspecto cenobítico;
llevaba un pequeño bulto bajo el brazo:
— Y, ¿eso? — dijo ella, con la curiosidad inherente de su sexo.
— Un chal, para mi madre; no tiene con qué cubrirse para salir; todo se lo ha empeñado Gregorio.
—Y, éste también lo empeñará—dijo ella, que sabía bien el triste drama de ese matrimonio:
—¿Qué hacer? — dijo él, con una gran amargura, en el gesto y en la voz;
la tomó por la mano y salieron juntos; el pequeño jardín se había? hecho obscuro, y los arbustos tenían un tono de bronce, que en las enredaderas cercanas se hacía bituminoso;
salieron a la calle;
iban cogidos de las manos, como dos niños, y, no del brazo, como dos amantes, y, el candor de ese gesto los hacía augustos a la Misericordia de la Noche que venía;
hablaban de cosas suyas, en la intimidad de sus corazones con una simplicidad que se diría radiosa;
sus voces eran confidenciales, impregnadas de ternuras;
era la hora en que él descendía de sus altos sueños hacia su corazón, para vivir la vida? miserable que vive éste, y, hablar con ese ser débil y cándido, al cual no intentaba nunca elevar hasta su cerebro, sabiendo lo imposible que son ciertas ascensiones para las almas sin alas, y, lo fatal del Icarismo, para los corazones incapaces del vuelo;
llegados al tranvía que debía llevar a María Rosa a su casa, y hasta el cual, él la acompañaba todas las tardes, la ayudó a subir y, se despidieron estrechándose tiernamente las manos;
el tranvía partió;
y, él, siguió solitario su camino, bajo el encanto de la Noche surgente como bajo el ópalo de una mano hipnotizante;
y, se perdió en el enervamiento de la hora y de sus sueños, cual si lo hubiese devorado el corazón sin ecos del silencio.