La llanura árida y fría, más allá de los suburbios de la Urbe, extendía sus paisajes sin belleza de una actitud inhospitalaria de estepa;

dispersas las viviendas extraurbanas, eran en el llano árido, como jalones de un barrio por construir;

pequeñas casas de obreros, de construcción uniforme, cuya sola belleza era el jardincillo que precedía a cada vivienda y, en el cual entre las plantas vivaces desafiadoras del hielo, y madreselvas tristes, que ya empezaban a morir, se oían risas de niños, mezcladas al gorjear de pájaros esquivos;

la vía férrea extendía ante ellas sus tentáculos de acero, proyectando hasta perderse de vista, las líneas de sus rieles que bifurcándose fingían en lontananza dibujos arácnidos;

la visión azul y rosa del crepúsculo había muerto;

se encendían los faroles de la luz municipal; muy escasos, muy distantes unos de otros, produciendo en las tinieblas, con su luz intermitente, desconciertos momentáneos de visión;

un paisaje de agua fuerte, a tinta china;

en la puerta de una de esas casas, blanca y limpia, con la reja del jardín enfestonada por tupida enredadera, Encarnación Heredia, atalayaba;

sus ojos avizores escudriñaban el horizonte y el camino, cuyas tristezas vespertinas se reflejaban en el candor apacible de sus ojos: campo abierto a las ternuras maternales, a esta hora inquietas e impacientes;

alta y fuerte, de una recia contextura, afligida de prematura obesidad; morena la color y sonrosadas las mejillas; carnosa la boca de bondad, pronta a la sonrisa aun en las horas de mayor tristeza; negros los grandes ojos circasianos, unos ojos humildes y amorosos, repletos de ternuras; los cabellos que habían sido de un negro luciente, eran ahora casi blancos, y, eso la embellecía sin envejecerla; frisando en los cuarenta años era aún bella, con la belleza vulgar de las mujeres de su clase, ya algo deformada por la gordura; y, ése era su orgullo; los raros domingos, que burlando la vigilancia de su marido, lograba salir de paseo con su hijo, para ir a algún teatro, pasear por la ciudad, o ir a refocilarse en los merenderos aledaños del poblado; que la gente se volviera para mirarla, hallándola bella, del brazo de mozo tan garrido;

esa tarde vestía, o mejor dicho, se cubría — tal era lo consunto y averiado de la tela — con una bata de lana burda, en color gris obscuro, remendada y recosida acá y acullá, pero recién planchada y limpia, de una limpieza deslumbrante, como los brazos y, el cuello descubiertos a pesar de la hora tarda; hacía con frecuencia, para ver mejor, pabellón a sus ojos, con su mano grasa y tosca de hembra de faenas;

las vecinas que pasaban, sonreían saludándola, porque sabían bien a quién esperaba, y, el tierno amor de esa madre y de ese hijo, y, el drama de hostilidad que lo rodeaba;

conocían a Virgilio desde niño, muchas lo querían con cariño cuasi maternal, y, algunas cuando pequeño, lo habían albergado en su casa, para librarlo de las brutalidades del padrastro;

habían visto crecer bajo sus ojos, ese adolescente extraño y serio, exento de todo vicio, y, el cual citaban a sus hijos como modelo;

sabían el secreto de su bastardía y, el nombre de su padre verdadero, y, habían sido testigos indignados del mal trato que su padre putativo le había dado hasta obligarlo a abandonar su hogar;

sabían que él proveía cuidadosamente a la manutención de su madre, a la cual el marido ebrio, quitaba esos dineros, para gastarlos, con el de sus jornales en vicios y francachelas:

por eso, todo el barrio amaba al joven obrero, y, no tenía sino amigos en aquellas casas humildes, diseminadas en el suburbio, que a aquella hora somnoleaba en el Silencio;

los ojos impacientes de Encarnación, alcanzaron a divisar al otro lado del camino, la alta silueta de su hijo, que atravesaba en ese momento el enrielado de la vía, para venir hacia ella;

y, avanzó a su encuentro;

y, le tendió los brazos;

y, la madre y, el hijo se besaron;

y, el beso repercutió en la soledad, como un gran cántico de amor;

y, enlazados de las manos se dirigieron a la casa, y, se detuvieron en la puerta porque el joven no entraba nunca allí, por temor de que lo hallara su padrastro, el cual había prohibido a su madre que lo recibiera;

se apoyaron contra el muro del jardín, sobre el cual las clemátides abrían, el multiforme encanto de sus hojas;

viendo a su madre tiritar de frío, Virgilio desdobló el papel en que traía envuelto el chal de lana, y sacando éste, lo puso cariñosamente sobre los hombros de Encamación, arreglando sus pliegues con coquetería, al mismo tiempo que decíale:

— Ahora, no tendrás frío;

la madre se arrebujó con fruición bajo la lana, agradeciendo, más que con las palabras, con los ojos húmedos de lágrimas, el obsequio de su hijo, y, luego, murmuró con un temblor de miedo en la voz:

— Este, se lo doy ahora, a guardar a Anacleta, la vecina de al lado, porque si me lo ve Gregorio encima, me lo rompe o me lo quita como todo lo que tú me das.

— No — dijo el joven, imperioso —, quédate con él puesto; ¿cómo vas a morir de frío por ese bárbaro?...

y, acercándose más a su madre, para fijarle con un alfiler el chal, bajo el mentón, se fijó en una mancha morada, cuasi negra, que tenía bajo un ojo:

—¿Quién te ha hecho eso? — dijo con una mal contenida violencia:

— Nadie — dijo Encarnación, haciendo esfuerzos por sonreír, y añadiendo —: fuí yo misma, con la punta de una mesa, al inclinarme para recoger una aguja.

— No; yo sé que no; ha sido ese bárbaro el que te ha herido, ¡ah, si yo llego en ese momento!... — rugió el joven, tendiendo sus dos brazos desesperados en la Noche, crispando sus dedos tentaculres, como buscando alguien a quien estrangular con ellos.

—No; te juro que no — dijo Encamación inquieta y asustada ante la exaltación de su hijo, y para cambiar de tema, suplicó a éste, que no saliera esa noche, ni al día siguiente, que era domingo, pues se proyectaba una huelga de operarios de la industria textil, a cuya cabeza se encontraban los de las tres fábricas del marqués de Almafría;

al sentir el nombre de aquel que era su padre, Virgilio Heredia, se hizo rojo de cólera, y, como si sintiese vergüenza ante las estrellas por el crimen de su bastardía;

se sintió ahogar de coraje, y, no queriendo alarmar a su madre, con ese estado de su ánimo, se despidió de ella, besándola largamente;

y, se alejó;

ya era tiempo, porque se oían a poca distancia, los pasos y las blasfemias, de Gregorio Sánchez, que llegaba.

Virgilio tuvo apenas tiempo de doblar la esquina, donde encontró dos obreros amigos suyos, a quienes se unió, y, uno de los cuales, le dijo, mostrándole el ebrio que avanzaba haciendo eses:

— Mira a tu padre, cómo hace más equilibrios que un político.

— Ese no es mi padre...

— ¡Ah!... yo creía...

— No, es mi padrastro.

— Y, ¿hace mucho que murió tu padre?

— Sí... mucho...

y, diciendo así, su voz temblaba y, quedó soñador y rencoroso, como siempre que tocaba esa llaga de su corazón;

en tanto, el ebrio que había visto al hijastro alejarse y, aunque de lejos lo había reconocido, llegó furioso a la casa, y, encontrando a su mujer en el portal la dijo, con voz avinada y rencorosa:

— ¿Qué haces ahí?... ¡Ah, vieja perra; esperando al bandido ése, para darle los cuartos que me sisas, y, mientras me matas de hambre, él, hace el señorito!

— ¿Qué bandido? — dijo ella con una voz muy suave en que vibraba el dolor de ver insultado a su hijo.

— ¿Qué bandido?... Virgilio, el golfo de tu hijo, el marquesito;

y, diciendo esa palabra, que él creía un supremo insulto, rió, con una risa feroz, innoble y, gutural.

— Si él no ha venido — dijo Encamación, muy paso, creyendo con la piadosa mentira aplacar al ebrio.

— ¿Que no ha venido?... y, ¿no lo he visto yo, que se alejaba guardando los dineros que le has dado?

— ¿Los dineros?...

— Sí, y, toma para que no me arruines;

y, así diciendo dió un tan recio bofetón a la mujer, que ésta rodó por tierra;

viéndola caída, el ebrio, exasperado, cayó sobre ella a puntapiés, cubriéndola de golpes y de improperios;

la víctima, intentó levantarse, para huir;

entonces, Gregorio, la tomó por el cuello, y, la tumbó de nuevo en tierra, gritándole, mientras le oprimía la garganta:

— Ahora, te voy a estrangular;

y, cayó sobre ella con todo su peso, porque la embriaguez lo hacía torpe y pesado;

la infeliz mujer, que se sentía ahogar, reaccionó; asió al ebrio por el cuello y, apretó con fuerza;

sintiéndolo debilitarse, crispó aún más los dedos convulsos y, haciendo un supremo esfuerzo, logró levantarse, poniendo al hombre debajo;

éste, al caer dió con la nuca contra? el borde de un sardinel;

rebotó;

y, volvió a caer cuanto largo era;

quedó inmóvil;

la mujer, arregló sus ropas descompuestas, y, se alejó a preparar la cena, dejando al hombre en tierra, creyéndolo vencido por el vino, como otras tantas veces.

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Cuando volvió poco tiempo después, para llamarlo a cenar, vió que aún estaba allí tendido y, se acercó a él;

lo llamó;

no respondió;

lo tocó; estaba frío...

no se movía...

no respiraba...

estaba muerto.