Cuando después de su largo corp a corp, con la Justicia, y diarios interrogatorios y, careos, los jueces, no pudiendo hallarlo culpable, le volvieron su libertad, Virgilio Heredia, volvió a su taller solitario, en el crepúsculo de una tarde infinitamente triste, como su corazón;

como ebrio del aire libre, que había respirado después de tantos días de encierro, se dejó caer sobre su lecho, cerrando antes herméticamente puertas y ventanas;

ese primer encuentro con la Sociedad armada de la Ley, había hecho nacer en él, extrañas fuerzas ocultas, gérmenes de rebeldías, que hasta entonces eran como yacimientos vírgenes en el fondo de su corazón;

se encontró solo, rodeado de acechanzas, desarmado ante las fuerzas hostiles que lo rodeaban;

¿qué era él, miserable átomo humano, ante la colectividad armada y poderosa, que había podido privarlo de su libertad, a él, que era inocente, y, podia dentro de poco privar de la vida a su madre, que no era sino una víctima infortunada de las brutalidades de un ebrio?;

esa certidumbre de su impotencia, contra la Omnipotente Máquina Social, que podía romperlo, lo llenaba de un extraño rencor, y de una tristeza tan grande que permaneció largas horas sin moverse, tendido en el lecho, cuan largo era, en una obscuridad completa, insensible a todo, hasta a las voces del hambre que le devoraban las entrañas;

los gritos de un gran deber lo llamaban a la vida;

el deber de salvar a su madre;

hasta entonces no le había sido dado verla, sino en presencia de los jueces, en los diversos careos, celebrado entre los dos, para buscar en el hijo una culpabilidad que no existía

durante esos interrogatorios, como en todos los que había sufrido sola, Encamación, había sido admirable de valor y de ingenuidad;

había narrado la historia del crimen, que ella no había querido cometer, y, lo había hecho con tan candorosa simplicidad, que llegó por momentos a conmover a sus jueces, con la narración desnuda de sus grandes dolores, en el largo calvario matrimonial;

los vecinos, que ninguno había presenciado la escena, porque se habían encerrado en sus casas, como siempre que los esposos litigaban, para no presenciar las brutalidades repugnantes del ebrio, fueron sin embargo contestes en sus declaraciones, para aseverar la buena conducta de Encamación, y sus largos martirios como esposa y como madre;

sólo Petra Sánchez, hermana del interfecto, vendedora de legumbres en el mercado de la ciudad, fué implacable en su declaración, que era más bien una requisitoria contra su cuñada, a la cual acusaba de ser, en unión de su hijo, los verdugos de su hermano, a quien querían suprimir, para fines deshonestos, y calumniando el más noble de los afectos dejó adivinar una suposición que hizo enrojecer los jueces; la misma que hizo a una madre coronada, apelar «al corazón de todas las madres» para rebatirla;

habiendo sabido por las declaraciones de Encarnación, que ésta había nacido en el noble palacio de los marqueses de Almafría, y, había vivido allí hasta el alborear de su juventud, su abogado creyó salvador para su defendida, interrogar al posesor de ese título, interesándolo en la suerte de la procesada, ya que ella, como sus padres, habían pertenecido a su servidumbre;

el Marqués, que por aquellos días, se preparaba a contraer un matrimonio muy ventajoso, se mostró seriamente contrariado de verse mezclado a ese asunto que despertaba viejas y ya enterradas leyendas, y. fué implacable para su antigua fámula, a la cual pintó como intrigante y enredadora, dada a ejercer el chantage, y como explotadora de la vieja y cándida marquesa, a la cual había hecho creer las más necias absurdidades;

e hizo constar, que era por su mala conducta, y, por tentativa de estafa, que Encamación había sido expulsada de su casa;

esta declaración, fué abrumadora para la infeliz mujer, que quedó anonadada bajo el peso de ella:

desde el día en que salió de su prisión Virgilio Heredia, no se habia ocupado sino de salvar a su madre;

como la austeridad de su vida le había permitido hacer algunos ahorros, los empleó, todos, en sostener y alimentar a su madre en la prisión, y, buscarle los mejores defensores;

sindicatos obreros le ofrecieron sus letrados, pero él, no queriendo mezclar la causa de su madre, a la defensa de causas sociales, a las cuales era poco afecto, rehusó el ofrecimiento, y, buscó el mejor abogado criminalista de la ciudad, el cual se encargó de la defensa, mediante un anticipo en metálico, que el hijo dió, de los ahorros que tenía destinados para su matrimonio, dispuesto a renunciar a éste y, a sacrificarlo todo para salvar a su madre desventurada;

la declaración del Marqués que agravaba tan cruelmente la suerte de Encarnación, fué un golpe terrible para el hijo, en cuyo corazón, el viejo rencor creció en vastitudes terribles;

pero, calló, esperándolo todo de la Justicia, y, para olvidar se dió por completo a su trabajo;

el Dolor parecía centuplicar su Inspiración;

las creaciones artísticas, brotaban de sus dedos prodigiosos como por un efecto de Magia; y, en efecto, era el Mago del Cincel;

su buril maravilloso animaba los metales de una como vida real y, del hervor de sus crisoles salía el oro licuado para transformarse en Obras Maestras, que hacía el encanto de los conocedores de Arte, y, la admiración de los amateurs que se las disputaban;

hasta la soledad en que se había recluído, no llegaba sino María Rosa, suave y, tierna, como el halo de un astro, sobre un bosque de laureles enfermos;

ella había hecho suya la pena de Virgilio, y era sobre su sencillo corazón, que, el obrero había llorado las terribles cóleras y los aciagos dolores de su alma complicada y esquiva;

ambos iban una vez por semana a visitar a Encamación a la cárcel, y, le llevaban obsequios y, golosinas, y, alimentaban su esperanza en una próxima liberación;

y, todas las tardes venía al taller del artista, y, se sentaba a su lado para verlo trabajar, multiplicando los testimonios de su ternura casta y lenitiva, que eran como una suave caricia misericordiosa sobre aquel corazón ulcerado de dolores una divina limosna para aquella alma hosca necesitada de consuelo y rebelde a mendigarlo;

y, cuando éste le dijo cómo debían aplazar la fecha de su matrimonio, porque el dinero que tenía destinado para eso, lo necesitaba para salvar a su madre y pagar sus defensores, a ella no se le ocurrió sino añadir:

— Yo, tengo trescientos francos ahorrados para comprar mi equipo de novia; ¿los quieres?; mañana te los traeré;

él, rehusó el noble sacrificio, agradeciéndolo con un largo beso de gratitud sobre la frente calmada, la cual aparecía como ceñida por la orla obsesional de la tristeza;

sus únicas horas de encanto eran cuando terminada la labor cuotidiana, se apoyaban de codos en el antepecho de la ventana que daba sobre el jardín y miraban morir la tarde en una apoteosis de colores, que caía como un manto impalpable sobre la agonía de las rosas vencidas;

y, se decían todas las ternuras de su corazón, mirando el verdor espeso del pequeño jardín, donde como trofeos del sol en huida, las últimas luces morían en una calma lánguida en el adormecimiento gradual de los cielos y de la tierra;

él, le ceñía el brazo al talle, sin que intentara desflorar los labios de María Rosa con un beso, en ese instante propicio y tierno, tan casto como el amor de sus corazones;

y, las músicas de la tarde sonaban en sus almas inquietas y angustiadas, que pensaban así en la madre ausente y prisionera;

y, un mismo dolor los poseía, los envolvía como en un mismo manto invisible, bajo el hálito opiatizante de los serenos cielos, mudos y ciegos para toda voz y toda mirada de Consolación y de Misericordia.