La ley fué inexorablemente cumplida.

Encarnación Heredia, fué ejecutada, una mañana fría, en el patio de la cárcel, ante un número reducido de funcionarios;

no pudo ver a su hijo, que estaba preso, estrechando contra el corazón la Petición de Indulto, que hubiera podido salvarla;

murió humildemente, sencillamente, como había vivido;

y, sólo se le oyó murmurar al bajar sobre ella el capuchón de los ajusticiados:

— Hijo mío, hijo mío...

y, entró en el Silencio Eterno;

un juez misericordioso y recto, ordenó la liberación del hijo, para que concurriera a los últimos instantes de su madre, y recibiera su bendición;

pero, era tarde...

cuando Virgilio Heredia, salido de su calabozo y, seguido de un grupo de obreros que lo esperaban y, le ocultaron la terrible verdad, llegó a la vista de la cárcel, vió ondear sobre ella la bandera negra de los ajusticiados;

lo comprendió todo, y, cayó en tierra, como herido por un rayo;

los amigos que lo acompañaban lo tomaron en brazos, y, lo llevaron a un café vecino, donde intentaron reanimarlo;

volvió en sí, lúgubre, silencioso, espectral, como si aquel huracán de angustias lo hubiese convertido en otro hombre y, hubiese hecho un pacto con lo Infinito para no morir de ese dolor, no abatirse, no disminuirse, y, alzarse erecto ante la Vida, ansioso de vivir, resuelto a vivir, comprendiendo que hay horas en que todos los grandes deberes están condensados en esa palabra: vivir; porque esa palabra encierra en sí, todos los grandes veredictos inapelables;

y, como si empujase ante él, todas las sombras de su pasado, se dirigió a la cárcel, a reclamar el cadáver de su madre, para darle sepultura;

no podían negárselo, porque le pertenecía; y, después de mil trámites inútiles, le fué entregado;

los obreros sus amigos presididos por el padre y, los hermanos de María-Rosa, habían traído un carro mortuorio, lleno de flores y de coronas;

pusieron en él el cadáver de la madre y, haciendo cortejo al hijo que presidía el duelo, se dirigieron al cementerio.

María Rosa, y su padre, que había sabido tarde la terrible nueva, que todos querían ocultarles, llegaron en aquel momento;

abrazaron en silencio al huérfano, y, se unieron a la lúgubre comitiva;

moría la tarde, bajo un cielo plomizo, anaranjado, cuando llegaron al cementerio;

la sepultura que debía recibir el cadáver de Encarnación, estaba ya abierta en tierra?;

los sepultureros esperaban, apoyados sobre sus palas;

el féretro fué bajado del carro, y, puesto cerca a la boca abierta de la fosa.

Virgilio hizo abrir la caja, para besar por última vez a su madre;

el cadáver apareció a la vista de todos; un cadáver horrible y miserable, espantoso de ver; tumefacto por la asfixia, los ojos casi salidos de las órbitas, y la lengua afuera, a causa de la estrangulación;

unos retrocedieron asustados; otros volvieron la vista con horror.

Virgilio, se acercó a su madre, piadosamente, suavemente, como si estuviese dormida y, temiese despertarla;

se puso de rodillas al lado del féretro, y, metiendo el brazo cautamente, por debajo de la cabeza, intentó levantar el cadáver que empezando a hacerse rígido, se levantó todo, como si no tuviese articulaciones.

Virgilio, se abrazó a él, tiernamente, apasionadamente, y, lo besó con lentitud en la frente, sobre los ojos abiertos, sobre la boca horrible de la cual pendía la lengua como un harapo; y, paseaba sus labios lentamente sobre las mejillas, hacia los oídos, deteniéndose en ellos, como si dijese a la muerta un gran secreto, le prometiese algo, le hiciese un juramento, que sólo habían de oír los oídos inmutables de la Eternidad;

después, colocó cuidadosamente el cadáver en la urna, y trató por todos los medios posibles, de cerrarle los ojos, y, colocar de nuevo la lengua dentro de la boca;

lo logró apenas a medias;

y, puso besos desesperados sobre los ojos y la boca mal cerrados de la madre;

sus amigos lo separaron de ese abrazo, porque era ya tarde y, los sepultureros esperaban el cadáver para enterrarlo;

cerraron el féretro, y, lo bajaron al fondo de la sepultura;

la tierra cayó lentamente sobre la muerta, en presencia de aquel grupo de seres silenciosos, que parecían petrificados;

cuando los sepultureros hubieron cumplido su misión, Virgilio Heredia, volvió a ponerse de rodillas, esta vez sobre el suelo removido, besó la tierra que cubría su madre; alzó su rostro sin una lágrima hacia el cielo inmenso, como si dialogara con el alma de su madre en vuelo, y, sacando del bolsillo un largo puñal que en el trayecto había pedido a un compañero suyo, lo clavó con fuerza en la tierra, como si lo hubiese clavado en el cora zón de la muerta; cual si fuese la semilla de acero de un árbol misterioso que debía fructificar;

y, se puso en pie;

la cruz dorada del puñal, temblaba en el crepúsculo, como si fuese un lis de oro, temblando en un jardín de desolación:

y, el hijo huérfano, y, el grupo de sus amigos se alejaron silenciosos;

sobre una senda de tumbas...

bajo un cielo obscuro, carente de estrellas tras del cual parecía haber dejado de palpitar el corazón de la Misericordia