El taller del Artista era a esa hora como una calmada bahía de silencio, en la cual imperaba una suave penumbra, como de playas lacustres a la hora sensitiva del atardecer;

por la ventana abieta, entraba una luz caudalosa y áurea, que parecía orgullosa de su victoria sobre los ramajes de los árboles y, el follaje tupido de las enredaderas empeñados en disputarle su marcha triunfal hasta las mesas y los hornillos, donde el yeso de los modelajes tenía blancuras cinéreas y, los crisoles extintos, parecían ojos muy tristes llorando la muerte de las llamas azules que los animaron;

había una verdosidad de marisma sobre los suelos y los objetos suavemente acariciados por esa luz tamizada, que parecía de Acuarium;

calcos en bronce, estucos y, bajos relieves fragmentarios yacían por el suelo al lado de copias de obras de cerámica italo-griega, apenas esbozadas;

modelos iconográficos reproducidos en cera virgen, se mezclaban a otros de metal, recién vaciados, en ese sabio desorden que reina en los estudios de artistas, en el cual impera sin embargo, una extraña armonía de líneas y, de colores, que se diría musical;

en medio de él y, de pie, cerca a su mesa de trabajo, Virgilio Heredia estaba absorto, ensimismado en la contemplación de un objeto que tenía entre las manos;

era una pequeña copia, hecha en metal, del Aquaiuolo de Vicenzo Gémito, aquella preciosa miniatura que el genio delirante cinceló, antes de entrar plenamente en los limbos de la demencia;

la figulina prodigiosa, admirablemente reproducida por él, en metal blanco, fulgía como si fuese de cristal, diseñando la admirable pureza de sus líneas, entre las manos del artista que parecían adheridas a ella, por una luminosa red;

suspendida así, entre los dedos largos y pálidos la figura se hacía evanescente y, parecía tener el lento encanto de un verso, aprisionado en las formas del metal;

los juegos de la sombra y de la luz, producían en ciertas curvas esfumaduras de color, que se dirían fugas musicales;

el precioso objeto era de tal manera armonioso de lineas que podría llamarse una Sinfonía Pictural, aplicándole el decir de Gustavo Klimt;

pálido, consunto, cadavérico, los ojos hechos enormes por la amplitud desmesurada de las orejas, el orfebre se veía como espectral, en sus negras vestiduras;

después de la muerte de su madre se había hecho uno como eremita de su dolor, había hecho el gesto de desaparecer de entre los vivos, se había encerrado en el Silencio, como en una tumba y, había apurado el filtro de la Soledad, hasta sentir la embriaguez de él;

se dió al trabajo con un encarnizamiento lúgubre, como si en todo quisiera esculpir las formas vivas de su Dolor;

el Aquaiuolo de Gémito absorbió toda su atención;

había emprendido esa copia días antes de que la muerte de su padrastro y el proceso de su madre viniesen a romper brutalmente su Vida;

la destinaba a un corredor de objetos preciosos que le había pagado muy bien otros trabajos;

después de la tragedia que había roto en él, todo, menos la inspiración, se puso al trabajo de esa copia, con frenesí, corrigiendo por completo los planes y los diseños, haciéndola hueca y no sólida, como si la destinase para envase de algún selecto perfume;

no era la sed de lucro lo que aceleraba su fiebre de creación, porque aunque había gastado todos sus ahorros en el inútil esfuerzo de salvar la vida de su madre, la suya era tan morigerada que cualquier cosa era bastante para proveer a sus necesidades;

era algo extraño y superior que le impulsaba a laborar, y laborar, como si quisiese extraer de las entrañas del metal, alguna trágica virtud que había de transformar su vida;

mientras así trabajaba, quiso la suerte que supiese que con motivo del reciente matrimonio del marqués de Almafría y para agradecerle ciertas liberalidades, los obreros de las tres fábricas que éste poseía buscaban un objeto de arte para obsequiarlo con él;

gestionó y obtuvo que una comisión de obreros, viniera a ver su copia del Aquaiuolo y, lo tomara;

y, sólo pidió, por lo delicado del objeto, ser él, quien lo llevara, y, se ofreció galantemente a hacer y decir el discurso con que debiera ofrecerse a los ilustres cónyuges el precioso regalo;

encantados, aceptaron los obreros, ora por el respetuoso interés que Virgilio Heredia les inspiraba, ora porque lo sabían inteligente y muy apto para laborar una bella peroración;

y, llegó el día;

y, era la hora en que el artista cerca a su mesa de trabajo y, ya vestido para salir, mostraba a la comisión de obreros, la preciosa figulina, que hecha radiosa por el beso del sol parecía viva, de una vida extraña y trágica, cual si llevase sobre los labios diminutos, el peso abrumador de un inviolable secreto;

alguno quiso tocarla:

— No — dijo Virgilio retrocediendo—, empañarías el brillo del metal, y, el marqués no lo hallaría bello;

preguntóle otro, por qué tenía la figulina orificios en los pies y, en la cabeza, apenas cubiertos por esas prolongaciones que parecían fulminantes;

díjoles que era para que pudiese servir como sustentáculo de una lámpara eléctrica, si así lo quería su dueño;

y, sin más, se pusieron en marcha, porque la hora de la recepción se avecinaba;

apenas fuera de su casa Virgilio Heredia se sintió como herido de cecidad, por la refracción del sol, dándole tan fuertemente en los ojos que lo obligó a entrecerrarlos;

esto le impidió ver a María Rosa, que avanzaba hacia él, seguida de su padre;

ella caminaba resuelta, presurosa, y, su cabeza blonda lucía al sol, como una rosa de oro, pronta a fundirse sobre el marfil del rostro angustiado y, el mármol erecto de los senos que temblaban con una viva agitación;

el anciano la seguía caminando a tientas, extendiendo a intervalos sus manos hacia adelante cual si quisiese asir con ellas a su hija, temeroso de verla hundirse y perderse en las tinieblas que principiaban a pocos pasos de él;

vuelto de su deslumbramiento Virgilio alcanzó a ver a María Rosa, que se dirigía hacia él, y, volvió el rostro, fingiendo no verla, y, apresuró el paso, con el designio visible de esquivarla;

ésta lo comprendió y, se acercó al orfebre, con enérgica actitud.

— No la dejéis acercar — dijo éste a sus amigos, como si diese una orden a una escolta de honor;

éstos se detuvíeron asombrados, no atreviéndose a detener la marcha de la joven cuya belleza maravillosa parecía centuplicarse al poder de la emoción.

— Virgilio, Virgilio — dijo María Rosa, con una voz de tan humilde reclamo que parecía más bien una imploración;

el orfebre fingió no oírla, y, avanzó para mezclarse al grupo de sus amigos, como si buscase una protección entre ellos;

entonces, María Rosa, lo cogió por un brazo.

— No me toques, no me toques — gimió éste, pálido, inmutado, como si fuese a ser triturado por aquellas divinas manos.

— Oyeme, Virgilio—dijo ella, con una voz baja y cariñosa que tenía el temblor de un hilo de agua;

los obreros presintiendo un diálogo entre enamorados, se apartaron discretamente de ellos, para no estorbarlos.

— Vamos a la casa, que tengo que hablarte — continuó en decir María Rosa, con tremores en la voz, y, un principio de llanto en las pupilas, que la tristeza hacía opacas, como dos gemas carbonizadas.

— Imposible; tengo que ir con estos señores; volveré pronto; espérame en casa — dijo Virgilio con una voz inquieta y, sombría en que parecían temblar por igual la cólera y el amor;

e hizo el gesto de retirarse, para reunirse con sus compañeros.

— No te irás — dijo María Rosa, con voz resuelta, interponiéndose en su marcha—; tú no irás, tú no harás lo que vas a hacer; dame eso;

y, extendió violentamente las manos, hacia la miniatura de metal, que Virgilio tenía en su mano derecha, apretándola contra la axila de su brazo izquierdo, como para protegerla;

éste retrocedió, espantado y, colérico:

— No me toques... no me toques — gimió con una voz de angustia, como si fuesen a arrancarle las entrañas.

— Dámelo — gritó la joven, ya sin ternuras en la voz;

y, puso su mano sobre el precioso objeto;

forcejearon los dos;

en la lucha la cabellera de María Rosa, se desanudó, rodándole por la espalda como un río de oro, fulgiendo al sol, como una lava incendiada;

los obreros se miraron inquietos, como preguntándose si debían intervenir; no tuvieron tiempo;

la pequeña estatua disputada, rodó de las manos de María Rosa, al suelo...

una detonación muy pequeña, apenas perceptible, como el ruido del aspa de acero de un volívolo que se rompe...

una pequeña llama nitrácea que se alzó del suelo, con un verde de óxido en fusión;

el vacío se hizo en varios metros a la redonda;

temblaron los objetos circunvecinos;

se desramaron los árboles cercanos;

los obreros fueron arrojados por tierra, a una gran distancia.

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Cuando pasado el primer estupor los transeuntes, se acercaron al lugar del siniestro, pudieron ver, entre los despojos de árboles y bancos de la avenida, los cadáveres de Virgilio y, María Rosa, proyectados a una gran distancia;

el de Virgilio Heredia, yacía contra el muro de una casa, con el cráneo fracasado, las mandíbulas desarticuladas, un ojo fuera de su órbita, y, en el otro parecía brillar un siniestro resplandor de orgullo, en la pupila hecha glauca.

María Rosa, tendida en tierra, apoyada la cabeza, sobre uno de sus brazos, plegado bajo ella, parecía dormir; su cabellera destrenzada la cubría como un áureo peplo inmóvil, y sus ojos, entrecerrados parecían dos violetas evaporadas bajo el candor de los cielos; se diría la estatua de una Victoria, volcada por un rayo.

 

FIN