El viejo lechero

Lápich caminó y caminó en la oscuridad por multitud de calles, la ciudad era muy grande. Tantas recorrió, que el maestro Gruño no podría sorprenderle en ninguna.

Continuó con su infatigable marcha hasta que la tenue claridad del amanecer mostró su primer bostezo. En la última calle, vio que se acercaba hacia él un anciano en su carrito del que tiraba un burro. Transportaba un montón de cántaros de leche hacia la ciudad. El carrito era nuevo y el burro lucía un estupendo aspecto, pero al pobre anciano se le veía frágil y encorvado.

El viejito detuvo el carro frente a una casa de tres pisos, tan alta que todavía la luna se miraba en sus ventanas superiores. Entonces agarró un cántaro de leche y pretendió subirlo al tercer piso, pero como era tan débil, tropezó con el primer peldaño y casi se cae de bruces. Lamentándose, se sentó para tomar aliento.

En ese momento se le acercó Lápich, con su pantalón verde, su camisa roja, sus preciosas botas y su gorro reluciente. Cuando el anciano se percató de su presencia, se sorprendió tanto que dejó de quejarse.

—Permítame, abuelito, que le lleve el cántaro a la casa —se ofreció cordial Lápich.

—¿De dónde eres tú? —preguntó el viejito al verle con tan multicolor atuendo.

Como no le agradaba contar que se había escapado del taller del maestro Gruño, el muchacho replicó:

—Yo soy el aprendiz Lápich. El Rey me envía para que dome las botas de su hijo y para que ayude en su reino a todos aquellos que lo necesiten.

El anciano se dio cuenta en seguida que Lápich bro-meaba, pero le desconcertó tanto aquella respuesta, que no sólo no volvió a quejarse, sino que, además, estiró los labios para sonreír.

—¿A qué piso hay que subir la leche? —preguntó dispuesto.

—Al tercero —le informó el anciano.

A pesar de su estatura, Lápìch era muy fuerte, así que agarró el pesado cántaro y lo subió al tercer piso como si llevara una pluma.

Las escaleras estaban a oscuras. Llegó con el cántaro al primero, luego al segundo y, por fin, al tercero. Este piso estaba tan alto, que uno podría tocar las estrellas con poco que estirase el brazo.

Allí, entre la penumbra, yacía algo tremendamente negro. En medio de ese bulto oscuro brillaban dos puntos gemelos a dos lucecitas rojas. Ciertamente se trataba de un gato, cuyos ojos centelleaban como piedras preciosas.

—¡Oh, disculpe! —dijo Lápich al gato—, aquí traigo la leche, indíqueme usted el camino, por favor.

El gato levantó feliz la cola y, corriendo delante de Lápich, se detuvo frente a una puerta. Lápich siguió al gato, buscó la campanilla a tientas y la hizo sonar. La criada de la casa corrió el cerrojo y abrió la puerta.

 

 

 

lechero copia.eps

Al ver a Lápich tan colorido, se sorprendió tanto que pegó un gran brinco y dio un gran grito. El gato se asustó de inmediato por aquel atronador chillido y saltó a la cabeza de Lápich, desde allí al hombro derecho de la criada y, desde allí, ¡paf!, derecho a una olla repleta de agua.

¡Menudo disparate!

El gato que maúlla más asustado todavía, el agua que se desborda, la olla que rueda, Lápich que da un bote para no mojarse las botas y la criada que ríe con tanta potencia que vibran los cristales de todas las ventanas.

—¡Ja, ja, ja! —ríe la criada—. ¡Vaya, vaya, qué muñeco más pintarrajeado! ¿Acaso eres un papagayo, o tal vez un pájaro carpintero? ¿Dime quién eres?

—No se confunda, señorita —respondió el muchacho—, yo soy Lápich y le traigo un cántaro de leche. El lechero es tan viejo y está tan débil que no puede subir todas estas escaleras. No debería haber gritado de esa manera.

La criada dejó de reír y retiró la leche. Cuando Lápich se iba con el cántaro vacío, la criada apareció con una vela dispuesta a acompañarle escaleras abajo. No sabía muy bien por qué, pero le caía bien aquel muchacho que se vestía con aquellos colores.

—¿Señorita, por qué no baja usted a retirar la leche? Si hoy me puede acompañar hasta abajo, bien podría hacerlo cada día y evitar que el anciano, que apenas tiene fuerzas para tenerse en pie, suba cargado con el pesado cántaro hasta el tercer piso.

La criada se avergonzó por no habérsele ocurrido a ella y le prometió a Lápich que, de ahora en adelante, bajaría todos los días a recoger la leche.

Ante esta promesa, Lápich se comprometió a traerle flores cuando regresara de su viaje.

En la calle, Lápich rogó al anciano que le permitiera seguir repartiendo la leche, puesto que todavía quedaban bastantes cántaros en el carro. El anciano quedó encantado con el ofrecimiento del muchacho. Lápich agarró las riendas del burro y se dispuso a repartir la leche. El inteligente burro se sabía de memoria en qué casa debía detenerse para dejar la leche, y lo hacía como un reloj frente a cada una de las puertas. Lápich, sorprendidísimo por la inteligencia que el burro derrochaba, le preguntó al anciano el motivo por el cual la gente le llama “burro” o “asno” a un animal tan precoz.

El viejito, a pesar de sus años, no supo cómo responderle.

—Cuando yo nací —recordó—, los burros ya tenían ese nombre.

Esto le pareció muy injusto a Lápich y se lamento de no saber escribir mejor.

—Si yo supiese escribir bien, escribiría un libro para que a los animales inteligentes se los llame con nombres más bonitos, acorde a su comportamiento. El nombre de “burro” o ”asno” lo reservaría, únicamente, para los seres que se lo merezcan —razonó el aprendiz.

Entre tanto, al inteligente burro no le preocupaba lo más mínimo cómo lo llamaban los hombres, cómo deberían llamarlo, ni lo que Lápich y el anciano discutían sobre él; así que seguía deteniéndose frente a las puertas donde había que dejar la leche.

Lápich cogía un cántaro y, con la rapidez del viento, corría escaleras arriba con él para vaciarlo.

De este modo, el muchacho acabó el trabajo en un santiamén y sólo quedó una pequeña vasija con el desayuno del anciano que, agradecido, convidó a Lápich a beber unos cuantos sorbos de la sabrosa leche. Después, se alejó con su burro y su carro mientras que el muchacho reanudaba el camino.

El día se iba iluminando poco a poco.

Lápich no tardó en salir de la ciudad. Ya no se divisaban las casas, sólo grandes campos abiertos, arbustos, árboles y un largo camino. A su espalda, la ciudad se perdió de vista.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Lápich sentándose bajo un árbol.

Se sentía con sueño. Era normal, había dormido muy poco la noche anterior. Acomodó el bolso de cuero rojo bajo su cabeza y se acostó sobre la espesa hierba. Aunque estaba blanda, no era igual que echarse sobre una cama pero, aun así, no le costó cerrar los ojos y quedarse dormido como un gazapo.

¡Pues que duerma mucho y bien! Lo importante es que el maestro Gruño quedó atrás, muy lejos; y que a Lápich le aguardaban muchas sorpresas en el camino, algunas buenas y, otras, malas. Él lo ignoraba, porque si lo supiese, no dormiría tan plácida y despreocupadamente.

Una gran cabeza aparece entre la hierba

Lápich durmió a pierna suelta y durante largo tiempo.

Cerca de él pasaban por el camino muchas carretas y muchos campesinos. Los caballos traqueteaban, la gente conversaba y gritaba, las carretas crujían y los gansos que acarreaban las campesinas graznaban.

Sin embargo, Lápich dormía tan tranquilo, como si tuviera algodón metido en las orejas. Al estar hundido entre la alta hierba, nadie se dio cuenta de que estaba ahí.

Llegó el mediodía. A esa hora no transitaba ni un alma.

Despacio, Lápich comenzó a despertarse. De pronto, oyó como si algo se arrastrase por la hierba. Cada vez lo oía más nítido y más cerca. Escuchó con atención. Ese algo respiraba y resoplaba agitadamente. Aquello le pareció extraño.

Lápich, aún adormecido, no tenía muy claro qué podía ser. Para ver con claridad, se incorporó un poco y trató de localizar ese algo que se deslizaba por la hierba y que, por el ruido que hacía, parecía como si lo tuviese prácticamente a su vera.

De sopetón, muy próxima al muchacho, asomó por entre la hierba una gran cabeza enmarañada y amarillenta que estiró su larga y roja lengua...

Aquello era algo muy raro y bastante alarmante. Cualquier niño habría salido corriendo asustado de inmediato, pero Lápich saltó sobre la cabeza enmarañada y la abrazó.

¡Era la de su querido Pelusín! El perro también había huido del maestro Gruño tras la pista de Lápich, y después de mucho olfatear, buscar y correr, ¡al fin!, encontraba a su amigo.

Pelusín lamía y lamía las manos de Lápich con su larga lengua roja mientras este lo abrazaba sin cesar.

—¡Qué bien, mi querido Pelusín! —repetía una y otra vez entusiasmado.

De pura alegría, saltaban y rodaban por la hierba como si fueran dos pelotas.

—¡Ya está bien, siéntate, por favor, que vamos a almorzar! —decidió Lápich después de un rato.

Pelusín, loco de contento, saltaba tras las moscas y los saltamontes.

Lápich, se sentó sobre la hierba y de su bolso sacó el pan, el tocino y su cuchillo. Se persignó, se quitó el gorro y empezó a comer. Una loncha de tocino para él y, la siguiente, se la tiraba a Pelusín, que la atrapaba en el aire, y luego se sentaba sobre sus cuartos traseros en espera de la siguiente para zampársela al instante.

 

 

encuentro con perro copia.eps

 

 

Lápich cortó un pedazo de pan para él y le echó otro a Pelusín. ¡Chap! Hizo el perro, y el pan desapareció.

De esta manera no tardaron en dar cuenta del almuerzo, así que se levantaron y prosiguieron el viaje.

El calor apretaba y el camino era largo, blanco y polvoriento.

La casa de la estrella azul

Durante bastante tiempo, Lápich y Pelusín marcharon despreocupados y alegres por el camino pero, al final, las plantas de los pies del muchacho terminaron por recalentarse.

En esto que llegaron hasta una casita de gente pobre. Tenía dos ventanucos y toda ella estaba parcheada y vieja. Bajo uno de los ventanucos se podía ver una gran estrella pintada de azul. Se divisaba desde lejos y al contemplar el conjunto daba la impresión de estar viendo a una viejita sonriendo.

Alguien lloraba dentro de la casa a moco tendido. Esto entristeció mucho a Lápich, que recordó lo que le dijo al anciano lechero: recorro el reino para socorrer a quien necesite ayuda. Así pues, entró en la casa para averiguar la causa de aquel llanto.

En el interior encontró a un niño solo y sentado en un taburete. Se llamaba Marcos y lloraba desconsolado. Era más o menos como Lápich y su congoja se debía a que había perdido dos gansos mientras los apacentaba.

¡Esto puede que no sea una gran desgracia, pero depende a quién le suceda!

Marcos no tenía padre y su madre era muy pobre, por eso debía cuidar de los gansos. Cada uno valía trescientas coronas.

Cuando Marcos vio a Lápich, de pantalón verde, camisa roja y botas relucientes, se sorprendió tanto que abrió la boca como un hipopótamo y dejó de llorar al momento.

—¿Por qué llorabas tan fuerte? —preguntó Lápich.

—Perdí dos gansos cuando los apacentaba —respondió Marcos entre sollozos para romper a llorar con más ganas que antes aún.

—¡Eso no es nada! —dijo Lápich para tranquilizarle—. No-sotros los encontraremos. ¡Vamos a buscarlos!

Y Pelusín, Lápich y Marcos salieron en su busca.

No muy lejos de allí se extendía un gran río en cuyas orillas Marcos solía ir a apacentar a los gansos. Lápich jamás había visto un río, porque nunca salió de la ciudad. A la vera del río se alzaban incontables arbustos y lejos, en la orilla opuesta, un montón de juncos.

Cuando llegaron a la orilla, Marcos comenzó a llorar de nuevo.

—¡Ay, ay, nunca encontraré a mis gansos!

Lloraba tanto que Lápich tuvo que prestarle el pañuelo azul para que se enjugase las lágrimas.

A Lápich también le parecía imposible dar con dos gansos tan pequeños en un río tan grande, pero prefirió no decir ni mú para no desilusionar más a Marcos, y ambos se pusieron a buscarlos entre los arbustos. Entretanto, Pelusín olfateaba y ladraba alrededor de los muchachos con toda su energía.

Inesperadamente, el desgreñado Pelusín echó a correr sin motivo aparente, se lanzó al agua y nadó para cruzar el río.

—¡Pelusín, Pelusín! —gritó Lápich, pero el perro no obedecía, sólo sacudía su cabezota amarillenta al tiempo que nadaba hacia el otro lado del río. Se perdió entre los juncos.

Lápich temió perder a Pelusín. Si se quedara sin su perro, probablemente que él también se pondría a llorar. Pero no podía permitírselo, porque prestó su pañuelo azul a Marcos. No le dio tiempo ni pensarlo, porque desde el ramaje de la orilla opuesta le llegó el sonido de alas batiéndose, agudos y estridentes graznidos y potentes ladridos. Eran los gansos que Marcos extravió y que Pelusín había encontrado confundidos entre el ramaje de la otra orilla. Allá lejos, por supuesto que ni Marcos ni Lápich habrían podido dar con ellos.

Marcos comenzó a brincar de alegría al ver a Pelusín dirigiendo a sus gansos hacia él. Las aves nadaban delante del perro, graznando con sus grandes picos abiertos de para en par. Pelusín iba tras ellos, ladrando y ladrando y sin perderlos ojo.

Todo acabó bien: Pelusín condujo a los gansos hasta los muchachos sin mayor problema y, contento por la labor bien hecha, saltó a la orilla.

—¡Qué perro más listo! Cuando sea rico te compraré una salchicha de diez coronas —le prometió Lápich.

Marcos sujeto a un ganso bajo el brazo y Lápich al otro y regresaron a la vieja casa. Iban tan alegres que hicieron el camino de vuelta silbando como jilgueros sin parar.

—¡Vaya, qué cabeza más grande que tiene Pelusín! —comentó Marcos a Lápich mientras caminaban.

—Por eso es tan listo —respondió este—. ¡Si tu cabeza fuera tan grande como la suya, a buen seguro que no hubieras necesitado de un perro para encontrar a tus gansos!

Al cabo de un rato, llegaron a la casa de Marcos. Su madre, que estaba esperándolos, permitió que Lápich durmiese con ellos, pues estaba muy agradecida de que Pelusín hubiera rescatado a los gansos. De esta manera, el perro obtuvo el primer alojamiento para su amo.

Ya anochecía, y Marcos y Lápich se sentaron sobre un peñasco situado frente a la puerta de la casa. Cogieron dos cucharones de madera y una fuente jaspeada de polenta con leche.

Mientras cenaban, Lápich le preguntó a Marcos:

—Dime, ¿quién dibujó la estrella azul bajo la ventana de la casa?

—¡Yo! Cuando mi madre pintó el interior, cogí un poco de pintura y dibujé la estrella. Pensé que mis gansos reconocerían la casa por la estrella, pero ahora sé que fue en vano, porque los gansos se van al río tenga o no tenga mi casa una estrella dibujada.

Lápich memorizó bien aquella estrella azul. También debe recordarla quien lea este libro porque le será de utilidad cuando lleguen los difíciles días que le tocará vivir a Lápich.

Los niños conversaron bastante durante la cena. A Pelusín también le dieron polenta.

Cuando saciaron el hambre, se fueron a descansar.

Lápich no durmió en una cama dentro de la casa, porque era tan humilde que no había sitio para él.

Durmió en el desván del establo.

En el patio había un modesto y viejo establo donde se almacenaba el heno.

Lápich tuvo que trepar hasta el desván por una escalera y meterse a través de un pequeño agujero. Cuando se acomodó, se giró para asomar la cabeza y gritó:

—¡Buenas noches!

Pero como en el patio no había nadie, nadie le contestó. La noche era muy oscura y el patio parecía un gran pozo negro. Arriba, en el cielo, Lápich jamás vio tantísimas estrellas brillando al tiempo.

Se quitó sus hermosas botas, las limpió, se recostó sobre la paja y se durmió.

Frente al establo, dormía Pelusín; arriba, en el altillo, lo hacía Lápich y dentro, una hermosa y pintona vaca.

Fue el primer día de viaje de Lápich, y acabó sin problemas, ¡sabe Dios cómo le irá en los próximos!