No merece la pena contar cómo el maestro Gruño, Ghita, Lápich y Pelusín, hicieron el camino de vuelta hasta la casa de la ciudad. Ni para el mismo Lápich resultó interesante. Quien viaja feliz no se da ni cuenta del trayecto. En el camino, Lápich cortó un hermoso ramo de flores silvestres, de rojas amapolas y de blancas margaritas, eso fue todo.
Y llegaron a la ciudad, frente a la casa del maestro. Entraron...
¡Oh, qué exclamación de alegría lanzó la mujer del maestro al ver de improviso a su marido, a Lápich y a Pelusín! Ella, pobrecita, creía que no los volvería a ver nunca más. Se había enterado de que unos malhechores asaltaron a su esposo y se lo llevaron a un bosque para abandonarlo. Pensó que estaría muerto. Por esa razón se cubría la cabeza con un pañuelo negro y se le veía compungida y llorosa.
Sin embargo, ahora estaba allí, junto al aprendiz, y traían a una linda muchachita. La mujer del maestro la contempló con tanto amor y cariño, que el corazón de Ghita comenzó a sentirse dichoso, como presagiando una inmensa felicidad.
Entraron al taller y…, que permanezcan a solas durante unos momentos, para que se saluden a gusto, se abracen con calma y se repongan del hambre del viaje.
Un poco más tarde, en la habitación, el maestro Gruño, su mujer, Lápich y Ghita, alternaban sentados a la mesa. Recuperados del cansancio, sus rostros reflejaban la tranquilidad y la dicha que da el descanso. La mujer del maestro observaba a Ghita fijamente, con una mirada tierna y melancólica a la vez.
Entonces, se decidió a comentarle a su esposo:
—Tan grande como Ghita sería hoy nuestra Máritsa.
El recuerdo de su hija hizo suspirar al maestro y a su mujer.
—Prometí contarte qué desgracia nos sucedió, maldito el día, en una feria —explicó el maestro a Lápich—. Pues bien, oye lo que nos pasó… Hace ocho años, vivíamos en otra ciudad y teníamos una preciosa hijita llamada Máritsa. Tenía tres años y era toda nuestra felicidad. Un día hubo una feria, y fui con mi mercancía y mi querida hija. Mientras vendía el género, Máritsa se me despistó y se perdió entre el gentío. La buscamos una y otra vez, pero la niña no apareció. Era como si se la hubiese tragado la tierra. Estuvimos buscándola meses, años, pero todo resultó inútil, no dimos con ella. En las ferias circula todo tipo de gente y, ¡sólo Dios sabe qué clase de hombres malvados se llevaron a nuestra hija! ¡Sólo Él sabe cuánto hemos sufrido y cuánto habrá sufrido ella! Todo lo que los padres suponen que sufre un hijo, ellos lo sufren igual. Desesperados, abandonamos la ciudad para olvidar el lugar que nos trajo tanta desgracia. Desde entonces, mi querido Lápich, mi corazón se endureció y tú pagaste las consecuencias. Debiste de sufrir mucho por mi culpa. De ahora en adelante todo será diferente, porque si no hubiese sido por tu bondad, Gregorio no hubiera vuelto al buen camino y nunca me habría ayudado a escapar.
Cuando el maestro Gruño se puso a elogiar a Lápich, el aprendiz se sintió tan abrumado que no sabía qué hacer ni dónde mirar. Turbado, empezó a rascarse la oreja, se agachó y se dedicó a quitar el polvo de sus botas con la manga roja de la camisa.
Por fin, preguntó algo confundido:
—¿Cómo podrían encontrar y reconocer a su Máritsa?
—¡No la encontraremos jamás! —suspiró la mujer enjugando las lágrimas que humedecían sus mejillas—. Sin embargo, siempre podríamos reconocerla.
—¿Cómo podrían hacerlo después de tantos años? —preguntó Ghita a punto de echarse a llorar apenada por la buena mujer.
—De niña —contó la mujer—, cogió un cuchillo y se hirió en un pulgar. Desde entonces se le quedó una cicatriz en el dedo en forma de cruz.
—¡Oh, madre, tú eres mi madre, mi buena madre! ¡Mamita querida! ¡Yo soy tu Máritsa! —exclamó Ghita dichosa echándose a los brazos de su madre.
¡Naturalmente que Ghita era la perdida Máritsa! ¡Idéntica cicatriz en forma de cruz llevaba en el pulgar!
¡Oh, Dios mío, ¿alguien ha visto abrazarse a una madre y a su hija al encontrarse de nuevo después de muchos años separadas?!
—¡Máritsa, hija mía! ¡Corazón mío! —exclamó la buena mujer sollozando de júbilo y apretando a su hija contra su pecho.
Dos veces, tres y diez más se abrazaron. En la habitación no se oían más que sollozos y suspiros de alegría.
El maestro gruño, mudo de felicidad, se acercó a su hija y le acarició su linda cabecita. Toda la habitación parecía resplandecer con luces doradas de tanta dicha. El buen Lápich parecía estar en una iglesia: permanecía tranquilo, con la mirada baja y con las manos entrelazadas.
Después, permanecieron mucho tiempo sentados y sin parar de hablar. Ghita pasó del regazo de su madre a las rodillas de su padre. A ellos, cuanto más la miraban, más hermosa les parecía; y a Ghita, cada segundo que pasaba a su lado, más buenos le resultaban sus padres.
Ellos, por supuesto, la llamaban Máritsa, pero nosotros, hasta el final del libro, la llamaremos Ghita, porque es difícil acostumbrarse a un nombre nuevo.
—Yo te seguiré llamando Ghita —dijo Lápich—, porque cuando lo pronuncio recuerdo todas las aventuras que hemos vivido juntos. Si te llamo Máritsa no me acuerdo de nada.
—Ya has tenido suficientes aventuras, querido Lápich —apuntó el maestro—. Nunca sabremos quién raptó a Máritsa en aquella feria ni quién se la entregó al dueño del circo. Bien pudo ser el Hombre de Negro, el mismo que me asaltó y quien, según me contaste, llevó el caballo robado al circo. Si no es por ti, mi Lápich, mi hija jamás habría regresado a casa.
—No merezco tantas alabanzas —contestó Lápich—, porque si usted no hubiese sido tan severo conmigo, yo no me habría escapado de aquí ni habría hallado a Ghita. Tal vez el mérito sea suyo, ¡la vida lo dirá!
Lápich tenía razón. Cuando un hombre alaba a otro nunca se sabe si es con razón. Por eso, lo más prudente es que ambos den gracias a Dios.
Al día siguiente, temprano, lo primero que hicieron el maestro Gruño y su mujer fue comprar ropa nueva a Ghita y a Lápich. Después, se arreglaron todos y fueron a la iglesia. Cuando entraron, el templo resplandeció, porque el buen sol iluminó los ventanales en aquel preciso momento y el mismo Dios se alegraba de la felicidad que les había concedido.
Al regresar de la iglesia, Lápich comentó:
—Aún me queda algo por hacer. Le ruego, maestro, que me permita salir media hora.
El maestro accedió, todo era muy distinto a cuando Lápich, con sus pantalones verdes, croaba
Lápich cogió el ramo de flores silvestres.
—Esto se lo prometí a alguien —dijo al salir.
Este detalle demuestra lo cumplidor que era Lápich. Después de las aventuras y desventuras de su viaje, no olvidó la promesa que le hizo a la criada si evitaba que el viejo lechero subiera con los cántaros de leche por las escaleras.
Cruzó la ciudad entera con el ramo para la criada en la mano. No tardó en encontrar el alto edificio. Subió al tercer piso y llamó. La criada abrió la puerta y se quedó muy sorprendida al ver tan bien vestido a Lápich. A pesar de que no iba con aquellas ropas multicolores, la criada le reconoció en seguida, porque a las personas no se las identifica por su manera de vestir, sino por sus ojos.
—¡Señorita, aquí le traigo las flores prometidas! —dijo mostrando el ramo de amapolas y margaritas.
—¡Oh, cuánta gentileza, jovencito! —celebró la criada—. Tienes suerte, guardo una carta para ti y, si no llegas a venir con las flores, jamás la hubieses recibido.
Muchas y diversas cosas le habían sucedido a Lápich en su viaje, pero en su vida recibió una carta. Por eso, se quedó estupefacto cuando la criada se metió en su cuarto y regresó con un sobre grande en la mano. Al entregárselo al aprendiz, le explicó:
—Este sobre lo trajo un muchacho. Dijo que el anciano lechero había muerto de viejo y que, antes de morir, dictó una carta para el aprendiz Lápich. También me dijo que sólo entregase el sobre si volvías con las flores prometidas.
Pensativo, Lápich daba vueltas al sobre con las manos. No sabía qué hacer con él. Finalmente, creyó que lo mejor sería dejar la carta a la criada junto con las flores.
“Pero no tendría sentido hacer una cosa así”, reflexionó en seguida, “porque el sobre viene dirigido al aprendiz Lápich, y ése soy yo, único en todo el mundo”.
Entonces, con rapidez y decisión, abrió el sobre.
Fue lo más sensato. Cualquiera que sienta temor al recibir una carta, debe hacer lo mismo, porque es mucho temeroso mantener un sobre en las manos sin saber lo que contiene.
Sin embargo, este contenía una carta con buenas noticias. Escrita con grandes letras, se leía:
“El anciano lechero fallecido no tenía hijos, primos ni amigos. En su lecho de muerte recordó al aprendiz Lápich y le dejó en herencia su carrito y su burro. Esto se pondrá en conocimiento del nombrado aprendiz Lápich para que venga a retirar su legado a la casa del difunto, ubicada junto a la Aduana de la ciudad”.
Al principio y al final de la carta había unos números y unas letras, posiblemente el encabezamiento y la firma. Pero eso poco le importaba a Lápich, así que no lo leyó. Al saber que heredaba el carrito y el burro se puso loco de contento y ni siquiera se preocupó en conocer quién había redactado aquella carta. Su corazón, en aquel momento, estaba henchido de gratitud.
—¡Oh, qué bueno era el anciano lechero! ¡Cómo me gustaría agradecerle todo esto! —exclamó Lápich—. ¡Si al menos pudiese ver cómo le cuidaremos el burro Ghita y yo y lo limpio que siempre lo tendremos! —y añadió despidiéndose—: ¡Adiós, señorita, me voy corriendo a contarle a Ghita la buena noticia!
Lápich intentó irse corriendo escaleras abajo, pero antes de que lo hiciera, salió la elegante y anciana dama para quien trabajaba la criada. La dama lucía un negro vestido de seda y, sobre la cabeza, una cofia blanca. Por su criada se enteró de lo bondadoso y singular que era el aprendiz llamado Lápich. La dama se ofreció a recibirlo como a un hijo y a enviarle a estudiar a un colegio de gente distinguida. Lápich, despojándose de la gorra, se acercó a la elegante dama y, besándole la mano, dijo:
—Se lo agradezco pero, seguiré siendo zapatero, porque este oficio es el que más me gusta —y agregó—. Además, hay más gente gastando zapatos que fabricándolos.
La elegante dama sonrió y comprendió, inmediatamente, que sería una lástima para Lápich y para el oficio que él no fuese zapatero. El aprendiz besó la mano de la elegante dama una vez más y salió disparado escaleras abajo con su carta.
Ciertamente, Lápich amaba su oficio de zapatero, pero cuando rechazó el ofrecimiento de la elegante dama, pensó más en su nuevo burro, que no tendría cabida en una casa tan rimbombante.
Lápich corrió ansioso y sin descanso por las calles de la ciudad y en un santiamén llegó a la casa del maestro.
—¡Llevaremos los zapatos en burro! —vociferó desde la puerta mostrando la carta y, después, contando a todos lo sucedido.
Ese mismo día por la tarde, Ghita y Lápich fueron a buscar el carrito y el burro.
Difícilmente habrían dado con la casa del anciano lechero si este no les hubiese explicado que estaba junto a la Aduana, un alto edificio que sobresalía del resto.
El aprendiz presentó la carta a unas personas que convivían con el difunto anciano, y estos le hicieron entrega del carrito y del burro.
¡En verdad que merecía la pena ver a Ghita y a Lápich atravesando la ciudad subidos al carrito tirado por el burro! Estaban tan alegres y divertidos, que Ghita se lamentaba de no llevar su dorada trompeta para poderla tocar. ¡Cómo se notaba que había crecido en un circo!
Lápich le señaló que no sería bien visto que la hija del maestro Gruño fuera por ahí, subida en un carrito del que tiraba un burro, tocando la trompeta. Sin embargo, hicieron el trayecto cantando felices a media voz y chasqueando las riendas sobre el burro, que al sentirlas zarandeaba las orejas.
Al detenerse frente a la casa del maestro, Lápich no pudo contener por más tiempo su alegría, así que lanzó su gorro al aire y saltó fuera del carrito. Luego, corrió hasta la puerta, la abrió y, asomando la cabeza, gritó tan fuerte como le permitieron sus pulmones:
—¡¡Aquí está el burro!!
—¡Oh, ¿qué has dicho?! —rió Ghita burlándose de su amigo.
Naturalmente, todos comprendieron que Lápich no se refería a sí mismo cuando asomó la cabeza y gritó: “¡¡Aquí está el burro!!”. Pero Ghita, siempre juguetona, continuó burlándose de él y ambos terminaron riéndose alborozados.
Para evitar confusiones y posibles burlas, acordaron bautizar al burro con el nombre de Cocodán. No muy lejos, una mujer que observó la cómica escena de la llegada de los muchachos con el burro, exclamó al ver la felicidad que irradiaban:
—¡Dios mío, qué bella sería la vida de los muchachos si nunca creciesen!
—Si fuera así, señora —contestó Lápich—, siempre estaríamos en el mismo curso y eso jamás lo permitirían los maestros y, entonces, comenzarían los problemas. Por tanto, es mejor que ahora juguemos y, cuando corresponda, nos hagamos grandes como el resto de la gente.
Eso, exactamente, es lo que sucedió años después.
Ghita y Lápich crecieron y se hicieron adultos. El aprendiz se convirtió en zapatero y Ghita se olvidó de que, una vez, formó parte de un circo. Sólo, en una ocasión, vivió una situación que se lo tarjo a la memoria…
Al cabo de unos años, un circo visitó la ciudad y el maestro Gruño, acompañado de su familia, asistieron a la función del domingo. Entonces, Ghita vio cómo una linda muchachita entró en la pista montada en un caballo blanco. ¡Era su viejo Halcón! La muchacha, era hermosa y pequeña como antaño lo fuera Ghita. Halcón seguía siendo tan bueno y manso como en su mejor época, pero ahora se le apreciaban unas cuantas canas que le hacían más blanco si cabe. A los caballos, a pesar de no sufrir las preocupaciones de los hombres, también les salen canas. Ghita, además, descubrió a su loro y supo que tanto él como Halcón eran muy bien tratados por su nuevo patrón.
También se enteró de que el antiguo dueño del circo, poco después de que Ghita le abandonara, enfermó y, antes de morir en paz, confesó y se arrepintió de todas sus maldades, lo que para alguien tan malo como él resultó lo mejor.
Pocos años después, Ghita y Lápich se casaron y, cuando el maestro Gruño envejeció, se responsabilizaron del taller, contrataron a tres aprendices y tuvieron cuatro hijos.
Un domingo por la tarde, reunidos sus hijos y los aprendices a su alrededor, Ghita y Lápich les contaron “Las asombrosas aventuras del aprendiz Lápich”.
Entonces, se guardaron las famosas botas en una vitrina de cristal y se puso sobre un armario, para que cualquiera que quisiese contemplarlas, pudiera hacerlo.
Si alguien se siente apenado porque este cuento llega a su fin, que vuelva a leer este libro y cuente a toda la gente que ayudó a lo largo de su viaje el aprendiz Lápich: pequeño como un banquete, alegre como un pajarillo, valiente como el Príncipe Marcos, sabio como un libro y bueno como el sol.