DIARIO DE LUCY WESTENRA
12 de septiembre. ¡Qué buenos son todos conmigo! Aprecio mucho al profesor Van Helsing, aunque todavía me pregunto por qué se empeñó tanto en disponer de este modo las flores. Realmente, casi me dio miedo… ¡Se mostró tan autoritario! Y no obstante, debía de tener razón, ya que me encuentro mejor, más aliviada. De noche ya no temo quedarme sola y duermo tranquilamente. No me molestan los aleteos contra la ventana… ni me inquietan. ¡Oh, cuando pienso en mis luchas anteriores para no dormirme!
Si se sufre al no poder conciliar el sueño, es mucho peor el temor a dormirse, con todos los horrores que esto me producía. ¡Qué felices los que nada temen, los que pueden dormir todas las noches con un sueño reparador, soñando cosas dulces! Bueno, esta noche espero dormir bien, y yacer, como Ofelia en la obra, entre «guirnaldas de virgen y flores de doncella» y entregarme de buena gana al sueño. ¡Nunca me había gustado el ajo, pero hoy me parece delicioso! Su olor contiene paz; siento que me asalta ya el sueño… Buenas noches a todos…
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
13 de septiembre. Cuando llegué a Berkeley, el profesor ya estaba levantado, aguardándome. El carruaje pedido por el hotel se hallaba delante del portal. Van Helsing cogió el maletín, que últimamente siempre le acompaña.
A las ocho estábamos ya en Hillingham. La mañana, muy soleada, era deliciosa, y toda la frescura del principio del otoño presagiaba la conclusión perfecta de la obra anual de la naturaleza. Las hojas de los árboles adquirían tonos distintos, unos más delicados que otros, pero aún no caían.
En el vestíbulo, encontramos a la señora Westenra. También ella se levanta pronto. Nos acogió cordialmente.
—Supongo que les alegrará saber que Lucy está mucho mejor —nos anunció—. La pequeña duerme aún. Me he asomado a su alcoba, pero al ver que descansaba tranquilamente, no he entrado por temor a despertarla.
El profesor sonrió; evidentemente, se felicitaba por dentro.
—¡Ah, mi diagnóstico era exacto! —exclamó, frotándose las manos—. Y el tratamiento ha obrado en consecuencia.
—La mejora de mi hija, profesor, no se debe solo al tratamiento prescrito por usted. Si Lucy está bien esta mañana es, en parte, gracias a mí.
—¿Cómo, señora?
—Verá: como estaba un poco inquieta, durante la noche entré en su dormitorio. Mi hija dormía tranquilamente y ni siquiera me ha oído. Pero el cuarto no estaba ventilado. Además, había por todas partes esas horribles flores con su insufrible olor… ¡y ella misma llevaba una guirnalda al cuello! Temiendo que, en su estado de debilidad, las flores la perjudicasen, se las quité y entreabrí la ventana para ventilar la habitación. Oh, estoy segura de que quedará usted satisfecho de su aspecto.
Se dirigió a la puerta de su tocador, donde siempre se hacía servir el desayuno. Mientras ella hablaba, yo observé el semblante de Van Helsing, y le vi palidecer. Sin embargo, delante de la señora Westenra conservó la sangre fría para no asustarla; incluso sonrió al sostener la puerta para dejarla salir. Pero tan pronto hubo desaparecido, me empujó bruscamente hacia el comedor, cerrando la puerta.
Por primera vez en mi vida, vi al profesor venirse abajo. Levantó las manos, en una especie de muda desesperación y después las golpeó una contra otra, como si comprendiera que toda tentativa sería vana. Finalmente, se dejó caer en una butaca y, hundiendo el rostro entre las manos, empezó a llorar, a gemir… con unos sollozos que procedían de lo más hondo de su corazón. Volvió a levantar las manos como tomando por testigo de lo ocurrido al universo entero.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío! ¿Qué ha hecho esa pequeña para sufrir tanto? ¿Es acaso un efecto de inexorable destino, venido del antiguo mundo pagano? Esa pobre madre, inocentemente, animada de las mejores intenciones, pone sin querer a su hija en peligro, tanto en cuerpo como en alma; y no obstante, nada podemos decirle ni reprocharle, ni aun adoptando las mayores precauciones, porque podría morirse y su muerte significaría también la de su hija. ¡Oh, qué difícil es todo! ¡Cómo nos acosan los poderes del infierno!
De pronto, se levantó con resolución.
—¡Vamos, tenemos que actuar! Aunque un diablo, aunque todos los diablos del infierno se hayan conjurado contra nosotros, no importa. Lucharemos, combatiremos…
Cogió el maletín del vestíbulo y subimos a la alcoba de Lucy.
De nuevo, levanté la persiana, mientras Van Helsing iba hacia la cama. Esta vez no se asustó al distinguir la extremada palidez de la joven. Sus facciones reflejaban una grave tristeza unida a una profunda compasión.
—¡Lo esperaba! —murmuró, con su respiración sibilante de los momentos trascendentes.
Sin añadir nada más, cerró la puerta con llave y dispuso todo lo necesario para efectuar una tercera transfusión. Yo, que había reconocido la urgencia del momento, iba ya a quitarme la chaqueta cuando Van Helsing me lo impidió.
—No, hoy seré yo quien dé la sangre. Tú estás demasiado débil.
Mientras, se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa.
Otra transfusión, otra inyección de morfina, y las pálidas mejillas volvieron a colorearse lentamente, en tanto que la respiración regular retornaba a la muchacha, cuyo sueño recobró su normalidad. En esa ocasión fui yo quien velé mientras Van Helsing reponía fuerzas.
Durante una conversación que sostuvo luego con la señora Westenra, le dio a entender que no debía tocar nada de la habitación de su hija, fuese lo que fuese, sin antes consultar con él; que las flores en cuestión poseían una virtud medicinal y que el tratamiento que recibía Lucy consistía parcialmente en la respiración de aquel perfume. Después me dijo que deseaba saber cómo evolucionaba la enferma, por lo que se quedaría dos noches a su cabecera. Ya me avisaría con una nota cuando mi presencia fuese necesaria.
Un par de horas más tarde, Lucy se despertó, tan fresca como una rosa, sonriente y de buen humor. En resumen, estaba como si no hubiese tenido que soportar una nueva prueba.
¿Qué dolencia es la suya? Empiezo a preguntarme si, a fuerza de vivir entre locos, no estaré yo también perdiendo la razón.
DIARIO DE LUCY WESTENRA
17 de septiembre. Cuatro días y cuatro noches tranquilas… Sí, cuatro días y cuatro noches de calma absoluta. Estoy tan fuerte que apenas me reconozco. Tengo la impresión de haber vivido una larga pesadilla y que acabo de despertarme en una habitación iluminada por el sol y aireada por la fresca brisa de la mañana. Recuerdo vagamente unos momentos de angustia, de espera, de opresión; momentos llenos de tinieblas, carentes de toda esperanza; después… momentos de olvido y un resurgir a la vida, como el buceador que asciende por aguas profundas y tumultuosas.
La verdad es que, desde que el doctor Van Helsing está a mi lado, las pesadillas son cosa del pasado. Los rumores que me asustaban, los aleteos contra los cristales de la ventana, por ejemplo, o las voces lejanas, que se iban aproximando lentamente, las llamadas procedentes de no sé dónde, que me obligaban a hacer no sé qué… todo esto ha cesado. Cuando me acuesto ahora por la noche, ya no temo dormirme. No hago ningún esfuerzo por mantenerme desvelada. Además, el olor de ajo ha acabado por gustarme, y el profesor hace que todos los días me envíen una caja de Harlem. Esta noche, el profesor Van Helsing me dejará sola, ya que debe pasar un día en Amsterdam. Pero me encuentro tan bien que puedo quedarme sola sin temor alguno. Doy gracias a Dios por mamá, y mi querido Arthur y todos los amigos que han sido tan amables conmigo. No me importa que esta noche nadie me vele, puesto que la noche pasada, que me desperté dos veces, vi al profesor dormido en su sillón, pese a lo cual no temí dormirme de nuevo, a pesar de que unas ramas de árbol o unos murciélagos o lo que fuesen pegaban furiosamente a cada instante contra la ventana.
THE PALL MALL GAZETTE. 18 DE SEPTIEMBRE. EL LOBO HUIDO
Peligrosa aventura de nuestro corresponsal. Entrevista con el guarda del Parque Zoológico.
Después de varias tentativas, sirviéndome del nombre del Pall Mall Gazette como de un talismán, conseguí conversar con el guarda del sector del Parque Zoológico donde se hallan los lobos. Thomas Bilder vive en un apartamento próximo al edificio reservado a los elefantes, y llegué allí en el momento en que se disponía a tomar el té. Él y su esposa practican las leyes de la hospitalidad; se trata de un matrimonio ya maduro, sin hijos, que vive de forma muy agradable. El guarda se negó a hablar de «negocios», como dijo, antes del té, y no quise contrariarle.
Una vez terminada la merienda, encendió su pipa y se arrellanó en su butaca.
—Bien, caballero, le escucho. Pregunte cuanto quiera. Y perdone no haber querido hablar antes del té, pero también a los lobos, los chacales y las hienas siempre les doy de comer antes de plantearles las preguntas que suelo formularles.
—¿Usted les plantea preguntas? —inquirí, para volverlo comunicativo.
—O les acaricio la cabeza con un palo, o les rasco las orejas para complacer a los chicos que vienen con sus amiguitas y desean ver un buen espectáculo a cambio de su dinero. Todo esto lo hago con gusto; y siempre les pego con una vara antes de darles la pitanza. Y espero a que hayan tomado café y coñac —fueron sus sorprendentes palabras— antes de atreverme a rascarles las orejas.
»Fíjese bien —añadió filosóficamente—, nosotros nos parecemos mucho a los animales. Usted ha venido a indagar sobre mi trabajo y me ha encontrado tan gruñón que si no es por su propina no le hago caso. Sin ánimo de ofender, ¿le dije que se fuera al cuerno?
—En efecto.
—Y cuando me amenazó con denunciarme por usar palabras groseras, fue como si me diera con la vara en la cabeza; pero la propina lo solucionó todo. No me peleé con usted sino que aguardé a comer, y aullé como los lobos, los leones y los tigres. Bien, ahora que tengo la panza llena, puede rascarme las orejas, y no gruñiré. Pregunte. Sé a qué viene. A que le hable del lobo que huyó.
—Efectivamente. Quiero su opinión. Cuénteme primero lo que sucedió y, cuando ya conozca los hechos, podrá decirme cuál fue la causa, según usted, y cómo cree que terminará el incidente.
—Ese animal, al que llamamos Bersiker, era uno de los tres lobos grises que trajeron de Noruega. Era un animal bueno, que jamás dio problemas. Me sorprende que se haya escapado precisamente él, mucho más que cualquier otro animal del lugar. Pero ya ve, uno no puede fiarse de los lobos más que de las mujeres.
—¡No le haga caso, señor! —exclamó la señora Bilder con una carcajada—. Ha pasado tanto tiempo cuidando animales que no me extraña nada que él haya acabado convirtiéndose en un viejo lobo.
—¿Qué ocurrió?
—Un par de horas después de la comida oí un alboroto. Yo estaba preparando un lecho en el sitio de los monos para un pequeño puma que está enfermo, pero cuando oí los gruñidos y los aullidos fui allí a toda prisa. Me acerqué allá y, al ver que Bersiker se lanzaba enloquecido contra los barrotes como queriendo salir, me alarmé. No había nadie por allí, excepto un hombre alto y flaco, de nariz ganchuda y barba en punta y entrecana. Tenía una mirada dura y fría y unos ojos de color rojo. Como se lo cuento. Al momento, me resultó antipático, pues me pareció que él era el culpable de la agitación del lobo. Llevaba unos guantes de cabritilla y, señalando a los animales, comentó:
»“Guarda, estos lobos están inquietos por algo”.
»“Tal vez por usted”, repuse, pues no me gustaron sus altivos modales.
»No se enfadó, como suponía, sino que sonrió insolentemente, mostrando una dentadura muy blanca y afilada.
»“Oh, no”, replicó, “yo no les gustaría”.
»“Oh, sí”, le imité, “siempre les gustan un par de huesos para limpiarse los dientes a la hora del té, y usted es un saco de huesos”.
»Bueno, fue muy extraño, pues cuando los animales nos vieron conversar, se tendieron en el suelo, y cuando me aproximé a Bersiker, como era mi costumbre, permitió que lo acariciase en las orejas. Y aquel individuo se acercó… ¡y que me ahorquen si no metió la mano y acarició también las orejas de la fiera!
»“Ándese con ojo”, le advertí. “Bersiker es muy fiero”.
»“No tema”, contestó. “Estoy acostumbrado a los lobos”.
»“¿Se dedica a este negocio?», indagué, quitándome la gorra, ya que un comerciante en lobos es buen amigo de los guardas.
»“No, pero he domesticado a varios.”
»Tras estas palabras se quitó el sombrero y, más empingorotado que un duque, se alejó. Bersiker le siguió con la mirada hasta que se perdió de vista y luego se echó en un rincón, del que no se apartó en toda la tarde. Cuando salió la luna, los lobos se pusieron a aullar a coro. Fui a echar una ojeada para ver si todo estaba en orden, y al fin cesaron los aullidos. Poco antes de las doce eché otra ojeada, y al llegar a la jaula de Bersiker observé que los barrotes estaban retorcidos y la jaula vacía. Y eso es todo cuanto sé.
—¿Vio algo o a alguien?
—Uno de los guardas que regresaba de un concierto afirma que distinguió a un perrazo gris que salía del parque.
—Amigo Bilder, ¿puede explicar de alguna forma la huida del lobo?
—Tal vez, pero ignoro si mi teoría le satisfará.
—Seguramente. Si un guarda tan competente como usted, que tan bien conoce a los animales, no puede aventurarse a dar una explicación, ¿quién podría hacerlo?
—Bien, oiga usted: el lobo se escapó porque quería salir.
A esta aseveración, Thomas y su mujer se echaron a reír, y comprendí que no era la primera vez que daba esa respuesta.
—Estupendo, Bilder. En este momento, ya se ha ganado la propina que le di; ahora, puede ganarse otra si me cuenta su opinión particular sobre el caso.
—De acuerdo, otra propineja no me vendrá mal —sonrió Bilder—. Mi opinión es esta: el lobo está escondido en alguna parte. El otro guarda afirma que le vio a todo correr, más veloz que un caballo, hacia el norte. Yo no lo creo, porque los lobos no galopan de ese modo. Se han escrito muchas tonterías respecto a esos animales, pero en la vida real un lobo es un bicho vil, ni tan listo ni tan valiente como un buen perro. Bersiker no está acostumbrado a pelear, ni siquiera a buscarse la comida. Lo más probable es que esté en algún rincón del parque, escondido, temblando y suspirando por su desayuno. Tal vez se halle en una carbonera. ¡Vaya susto se llevarán cuando vayan a buscar carbón y vean los ojos verdes y chispeantes en la oscuridad! Si no logra obtener comida, la buscará y quizá irá a una carnicería. Si no, mientras una nodriza charla con su soldadito… tal vez más tarde eche en falta al niño del cochecito. Así es como veo la historia.
Estaba dándole la segunda propina cuando algo se aproximó a la ventana, y se reflejó a través del vidrio.
—¡Cielo santo! —exclamó Bilder, muy asombrado—. ¡Ya ha vuelto Bersiker!
Fue a abrir la puerta.
El maligno lobo, que durante medio día había paralizado de espanto todo Londres, haciendo temblar a los niños de la ciudad, estaba allí arrepentido, y fue recibido y acariciado como un hijo pródigo.
El guarda lo examinó con tierna solicitud y al terminar exclamó:
—¿Ve? Ya sabía que este animalito no se metería en ningún jaleo. Fíjese, tiene la cabeza llena de cortes y cristales rotos. Seguramente ha escalado una tapia. Es vergonzoso que permitan colocar botellas rotas en lo alto de los muros. ¿Ve el resultado? Bien, vámonos, Bersiker.
Se llevó al lobo, lo metió en su jaula y le dio un pedazo de carne, tras lo cual fue a dar parte de su regreso.
Por mi parte, me marché para redactar esta información exclusiva sobre la extraña huida del lobo del parque zoológico.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
17 de septiembre. Después de cenar me hallaba en mi despacho, ocupado en poner al día mis apuntes, ya que no había podido hacerlo antes a causa de mis pacientes y de mis frecuentes visitas a Lucy, cuando de repente se abrió la puerta y Renfield, convulso por la cólera, se precipitó hacia mí. Me quedé literalmente petrificado, pues no es corriente que un paciente, sin pedir permiso, vaya al despacho del médico en jefe. Empuñaba un cuchillo y comprendí que, en su furor, podía ser peligroso; retrocedí y me coloqué detrás de la mesa, y de esta forma quedé separado del loco. Pero, al observar mi maniobra, dio un salto y me asestó una cuchillada bastante grave en la muñeca. Sin embargo, no le di tiempo a repetir la acción y le asesté un puñetazo que le hizo caer de espaldas al suelo. Mi muñeca sangraba abundantemente y la sangre formó pronto un pequeño charco en el suelo. Como me pareció que Renfield no planeaba un segundo ataque, al menos de inmediato, procedí a vendarme la herida, mientras vigilaba al loco tendido en tierra. Cuando llegaron los vigilantes nos inclinamos sobre él para levantarle y devolverle a su celda, y vimos que estaba ocupado en algo que me removió el estómago. Boca abajo, lamía la sangre caída de mi muñeca como si fuera un perro. Sin embargo, me quedé estupefacto al ver que se dejaba conducir sin protestar, repitiendo una y otra vez:
—¡La sangre es la vida! ¡La sangre es la vida!
No puedo perder sangre, ni aun una ínfima cantidad, pues en los últimos días ya he perdido bastante para mi salud; además, la prolongada tensión de la enfermedad de Lucy y sus terribles fases está empezando a afectarme. Estoy sobreexcitado y agotado, y necesito descansar, descansar, descansar. Afortunadamente, el profesor no me ha llamado; por tanto, gozaré de las horas de sueño necesarias.
TELEGRAMA DE VAN HELSING, EN AMBERES, A SEWARD, EN CARFAX
(Enviado a Carfax, Sussex, sin indicación del condado; entregado con veintidós horas de retraso.)
17 de septiembre. No dejes de ir esta noche a Hillingham. Si no vigilas toda la noche, entra a menudo en el dormitorio procurando que nadie toque las flores. Muy importante. Me reuniré contigo lo antes posible, cuando regrese a Londres.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
18 de septiembre. Voy a tomar el tren para Londres. El telegrama de Van Helsing me ha dejado consternado. Una noche entera perdida, y sé muy bien lo que puede suceder en una noche. Es posible que todo haya ido bien, pero han podido ocurrir tantas cosas… Seguramente, nos persigue alguna maldición, puesto que todos nuestros esfuerzos se ven siempre contrariados. Me llevo este cilindro a Hillingham y completaré el registro en el fonógrafo de Lucy.
MEMORÁNDUM DEJADO POR LUCY WESTENRA
17 de septiembre, de noche. Escribo estas líneas en unas hojas sueltas, para que las encuentren y sean leídas, pues quiero que sepan exactamente qué ha pasado esta noche. Sé que me estoy muriendo de debilidad. Apenas tengo fuerzas para escribir, pero es preciso que lo haga, aunque la muerte me sorprenda con la pluma en la mano.
Como de costumbre, me metí en la cama tras haberme puesto la guirnalda, tal como ordenó el profesor Van Helsing, y me dormí casi al instante.
Me despertó un aleteo en la ventana, aleteo que oí por primera vez la noche en que, sonámbula, subí al acantilado de Whitby, donde me encontró Mina y cuya narración de la aventura he oído tantas veces desde entonces. No tenía miedo, pero me habría gustado que el doctor Seward se hallara en la estancia contigua, como me dio a entender el profesor, para poder llamarle. Traté de dormirme de nuevo, pero no lo conseguí. Entonces volví a verme asaltada por mi antiguo temor al sueño, y decidí permanecer despierta. Extrañamente, mientras intentaba combatirlo, ahora que no lo deseaba, el sueño iba apoderándose lentamente de mí. Por tanto, como me daba miedo estar sola, abrí la puerta y grité:
—¿Hay alguien?
Nadie contestó. Como no quería despertar a mamá, cerré la puerta. Entonces, fuera, procedente del bosquecillo, oí algo parecido a un aullido de perro, aunque mucho más espantoso. Fui a la ventana, me asomé tratando de distinguir algo en la oscuridad, pero no vi nada, aparte de un enorme murciélago, probablemente el mismo que había aleteado contra la ventana. Regresé a la cama, decidida a no dormir. Poco después, se abrió la puerta y mamá asomó la cabeza; al ver que no dormía, entró y se sentó en la cama.
—Temí que necesitaras algo, querida —me dijo con su tono suave—, y he querido asegurarme.
Para que no se enfriase, le propuse que se acostase conmigo; cosa que hizo, sin quitarse el peinador ya que, según me indicó, solo estaría unos minutos, y luego volvería a su cama. Mientras me estrechaba entre sus brazos, se produjo otro ruido en la ventana.
—¿Qué pasa? —gritó mamá sobresaltada.
La tranquilicé y volvió a tenderse, más calmada a pesar de que oí los fuertes latidos de su corazón. En una ocasión, oí aullidos entre los árboles, y algo chocó contra la ventana. Se rompió un vidrio, y los fragmentos se desparramaron por el suelo. El viento empujó la cortina hacia el interior y entre los cristales rotos asomó la cabeza de un gran lobo, excesivamente delgado. Mamá lanzó un chillido de espanto, se incorporó en la cama, muy agitada, y trató de asir un objeto cualquiera para defendernos. De este modo, arrancó de mi cuello la guirnalda de flores, que arrojó en medio de la estancia. Durante unos instantes, estuvo sentada en la cama, señalando al lobo con el dedo, y después cayó sobre la almohada, como alcanzada por un rayo, y su cabeza chocó contra mi frente; estuve aturdida un par de segundos; la habitación daba vueltas a mi alrededor, y, no obstante, mis ojos estaban fijos en la ventana. El lobo desapareció, y una serie de manchas, a millares, penetraron tumultuosamente por la abertura de la ventana, en unos remolinos que me recordaron las columnas de arena que el viajero ve elevarse en el desierto cuando sopla el simún. Traté de sentarme en la cama, pero fue en vano; no sé qué fuerza misteriosa me lo impedía; además, el cuerpo de mi pobre mamá, que había empezado a enfriarse, me impedía todo movimiento. Luego, perdí el conocimiento. No recuerdo nada más.
Mi desvanecimiento no duró mucho, si bien los minutos transcurridos me resultaron terribles. Al volver en mí, sonaba una campana, unos perros aullaban alrededor de la casa, y entre los árboles del parque, no lejos de mi ventana, me parecía que cantaba un ruiseñor. El dolor, el miedo, mi enorme debilidad, me produjeron un pesado sopor; sin embargo, escuchando al ruiseñor, tuve la impresión de oír la voz de mamá, su voz que se elevaba en medio de la noche para consolarme. Sin duda, esos diferentes ruidos despertaron a las doncellas, porque las oí andar descalzas por el pasillo. Las llamé, entraron y lanzaron gritos de espanto al divisar el cuerpo de mamá yerto encima de mí. El viento, que penetraba por el cristal roto, hacía batir la puerta a cada instante. Las muchachas cogieron a mamá, a fin de que yo pudiese levantarme y con mil precauciones la tendieron sobre la cama, tapándola con una sábana. Cuando vi lo impresionadas que estaban, las invité a bajar al comedor y beberse un vaso de oporto. Abrieron la puerta, que al momento se cerró tras ellas por el viento, y las oí gritar nuevamente y descender corriendo. Entonces, dispuse todas las flores que tenía sobre el pecho de mamá y, aunque recordé las recomendaciones del profesor Van Helsing, por nada del mundo las hubiera quitado de allí. Esperaba que las doncellas volviesen y me acompañasen a velar el cadáver… pero no subieron. Las llamé y no contestaron. Entonces, decidí bajar al comedor. El espectáculo que se ofreció ante mis ojos fue espantoso: las cuatro yacían sobre la alfombra, respirando con dificultad. La botella de oporto, semivacía, se hallaba sobre la mesa, pero en la estancia había un olor extraño… acre. Examiné la botella: olía a láudano. Abrí el aparador y vi que el frasco de láudano, que a mamá le sirve de medicina, estaba vacío. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué he de hacer? He vuelto a subir a la habitación, al lado de mamá; no puedo dejarla, y estoy sola en la casa, aparte de esas pobres chicas dormidas por alguien que les ha dado láudano a beber. ¡Sola con la muerte! No me atrevo a salir ya que, por la ventana rota, oigo aullar al lobo. Esas manchitas siguen danzando por la habitación, arremolinándose a causa del viento, y la lámpara, ya mortecina, no tardará en apagarse.
¿Qué hago, Dios mío? ¡Que Dios me proteja esta noche! Meteré estas hojas en mi corpiño, donde las encontrarán cuando vengan a sacarme de aquí. ¡Mi pobre madre ya me ha abandonado! ¡Es hora de que yo parta a mi vez! Os digo adiós a todos. Adiós, mi querido Arthur, si no sobrevivo a esta noche. ¡Que Dios te proteja, amigo mío, y venga en mi ayuda!