DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
18 de septiembre. Llegué temprano a Hillingham. Tras dejar el coche junto a la verja, fui a pie hasta la casa. Llamé suavemente, para no despertar a Lucy ni a la señora Westenra si dormían. Esperaba que alguna doncella me oiría. Transcurrieron unos instantes y, al ver que nadie venía a abrirme, volví a llamar, y al final golpeé la puerta. Tampoco hubo respuesta. En mi fuero interno, maldije a la servidumbre por quedarse en cama hasta tan tarde, ya que eran casi las diez, y llamé de nuevo lleno de impaciencia; fue en vano. Hasta entonces había culpado solo al servicio, pero, de pronto, me sentí invadido por el temor. Aquel silencio era una nueva manifestación de la maldición que se cernía constantemente sobre nosotros. ¿Había llegado demasiado tarde y la muerte había entrado antes que yo? Sabía que cada minuto, cada segundo transcurrido, podía suponer horas de peligro para Lucy si su estado se había agravado; por tanto, rodeé la mansión en busca de una entrada lateral.
Todas las puertas estaban cerradas con llave, todas las ventanas bien ajustadas, por lo que tuve que volver sobre mis pasos. Al llegar a la puerta principal, oí el trote rápido de un caballo; el coche que este conducía se detuvo frente a la verja y muy poco después vi a Van Helsing, que corría por la avenida. Al divisarme, exclamó jadeando:
—Ah, ¿eres tú? ¿Acabas de llegar? ¿Cómo está Lucy? ¿Llegamos a tiempo? ¿Recibiste mi telegrama?
Le contesté, con la mayor coherencia posible, que había recibido su telegrama esa madrugada y que había venido lo antes posible. Que había llamado repetidas veces, pero que nadie contestaba.
Guardó silencio un momento y, tras descubrirse, afirmó con tono grave:
—Creo que hemos llegado demasiado tarde. ¡Que sea lo que Dios quiera! —Luego, recobrando todo su valor como siempre, añadió—: Ven, si no hay ninguna puerta ni ventana abiertas, ya hallaremos la forma de entrar.
Volví con él a la parte trasera de la mansión. El profesor sacó del maletín su pequeña sierra de cirujano y, entregándomela, me enseñó los barrotes que protegían la ventana de la cocina. Rápidamente, empecé a aserrarlos, y enseguida tres de los barrotes cedieron a mis esfuerzos. Luego, con un pequeño cuchillo, conseguimos hacer saltar la falleba y abrimos la ventana. Ayudé al profesor a saltar dentro de la cocina, y le seguí. No había nadie allí, ni tampoco en la despensa. En la planta baja y en el comedor, alumbrado por el sol que se filtraba a través de los cortinajes, hallamos a las cuatro doncellas tendidas en el suelo. Al instante temimos que hubieran muerto, pero las oímos roncar, y el fuerte olor a láudano que reinaba en la pieza nos iluminó respecto a su estado.
—Ya nos ocuparemos de ellas más tarde —me indicó Van Helsing cogiéndome del brazo.
Subimos velozmente al dormitorio de Lucy. Antes de entrar nos paramos a escuchar delante de la puerta. No oímos ni el menor rumor. Ambos muy pálidos, con manos temblorosas, empujamos suavemente la puerta.
¿Cómo describir el espectáculo que se ofreció a nuestros ojos? Sobre la cama se hallaban tendidas Lucy y su madre; esta, en el lado más alejado de la puerta, estaba cubierta con una sábana; el borde de la misma, levantado por la corriente de aire que penetraba por un cristal roto, permitía ver su semblante lívido y cansado, desencajado por el espanto. A su lado, Lucy descansaba, con el rostro más desencajado todavía. La guirnalda de flores que debía llevar ella estaba sobre el pecho de la señora Westenra y, al tener la garganta al descubierto, podían observarse las dos pequeñas incisiones ya vistas anteriormente, aunque mucho más blancas y magulladas.
Sin hablar, el profesor se inclinó sobre la cama, tocando casi con la cara el pecho de la pobre Lucy, y tras escuchar atentamente por espacio de un solo segundo, se incorporó y gritó:
—¡Aún no es demasiado tarde! ¡Vive! ¡Rápido, coñac!
Descendí apresuradamente en busca de la botella del comedor y, tras probar el licor por precaución, a fin de asegurarme de que nadie había añadido láudano como en el oporto, advertí que las sirvientas respiraban con cierta agitación, por lo que pensé que el efecto de la droga se iba disipando lentamente. Regresé arriba corriendo, y el profesor, igual que en otras ocasiones anteriores, frotó con el licor los labios y las encías de Lucy, sus muñecas y las palmas de las manos.
—Bien, por el momento, esto es todo. Baja y trata de despertar y atender a las criadas. Golpéales el rostro con un trapo mojado y no temas hacerlo con fuerza. Luego, que enciendan fuego y preparen un baño caliente. Lucy está casi tan helada como el cadáver de su madre. Hay que darle calor antes de continuar.
Logré despertar a tres doncellas con gran dificultad; pero la cuarta era casi una niña, y la droga había actuado en ella con mayor eficacia. La tendí sobre el sofá y la dejé dormir. Las demás permanecieron unos instantes aturdidas pero, a medida que volvían en sí, recordaban lo pasado y empezaron a sollozar, deseosas de contarme el drama que habían vivido. Sin embargo, me mostré firme y severo, y no las dejé hablar; les comuniqué que con una muerte ya era suficiente y que si perdían unos instantes parloteando era probable que la señorita Lucy fuese a hacerle compañía a su madre. Sollozando y a medio vestir, se marcharon a la cocina. Por suerte, el fuego no estaba completamente apagado, y había muchas brasas, por lo que pronto dispondríamos de agua caliente.
En cuanto estuvo el baño preparado, metimos a Lucy en la bañera. Estábamos friccionándole los brazos y las piernas cuando llamaron a la puerta principal. Una doncella fue rápidamente a terminar de vestirse y bajó a abrir. Después, nos avisó de la presencia de un caballero que venía de parte del señor Holmwood. Como en aquellos momentos no estábamos para recibir a nadie, le ordené que hiciera aguardar al visitante; confieso que, al cabo de un momento, ocupado con Lucy, me había ya olvidado de su presencia.
Jamás había visto al profesor luchar tan ferozmente contra la muerte. Ambos sabíamos, por desgracia, que se trataba precisamente de esto: de combatir a la muerte. Y eso fue lo que le dije cuando se incorporó un instante. No capté bien su respuesta, pero la gravedad de su expresión me sorprendió desagradablemente.
—Si solo se tratase de esto, abandonaría todo esfuerzo y dejaría que Lucy descansara en paz, puesto que la existencia no puede darle ya más que pesares.
Sin embargo, redoblando su ardor continuó tratando de reanimar a la muchacha.
No tardamos en darnos cuenta de que el agua caliente empezaba a surtir efecto. Por medio de un estetoscopio, oímos latir de nuevo el corazón, y el jadeo de los pulmones se tornó también más audible. Al sacar a la joven del baño, envuelta en una toalla caliente, Van Helsing murmuró, casi radiante:
—¡Hemos ganado la primera partida! ¡Jaque al rey!
Instalamos a Lucy en otra habitación, y tan pronto estuvo en la cama, echamos entre sus labios unas gotas de coñac. Después, Van Helsing anudó en torno a su cuello un pañuelo de seda. Lucy aún no había aún recobrado el conocimiento y estaba peor que nunca.
Tras llamar a una doncella, el profesor le ordenó que no se moviera del lado de su joven ama, y que no le quitara la vista de encima hasta nuestro regreso; luego me indicó que la acompañase.
—Ahora deberíamos hablar sobre lo que vamos a hacer —observó, mientras bajábamos por la escalinata.
Entramos en el comedor, cuya puerta cerró cuidadosamente a sus espaldas. Ya habían abierto los postigos de las ventanas, pero las persianas permanecían bajadas, con esa obediencia al protocolo de la muerte que observan escrupulosamente las mujeres de las clases inferiores. La habitación, por tanto, estaba sumida en la penumbra, pero no nos hacía falta más luz para nuestro propósito. La gravedad de la expresión del profesor había dejado paso a la perplejidad. Con toda seguridad, estaba tratando de resolver una nueva dificultad.
—Sí, ¿qué hemos de hacer? —repitió—. ¿Quién nos ayudará? Es absolutamente necesaria otra transfusión de sangre… y lo antes posible, de lo contrario esa joven no vivirá ni una hora. Tú, amigo mío, estás agotado, lo mismo que yo. Y temo pedírselo a una de las doncellas, suponiendo que alguna se prestara a la operación. ¿Dónde hallar a alguien que pueda darle sangre?
—¿No estoy yo aquí, acaso?
La voz procedía del sofá, situado al otro extremo de la estancia, y al momento me sentí aliviado, puesto que no podía engañarme: aquella voz pertenecía a Quincey Morris. El profesor esbozó un movimiento de cólera, pero sus facciones no tardaron en suavizarse y una lucecita de alegría brilló en sus ojos, en tanto que yo, yendo hacia él con las manos extendidas, grité:
—¡Quincey Morris! ¿Qué te trae por aquí?
Por toda respuesta me entregó un telegrama: «Sin noticias de Seward hace tres días. Terriblemente inquieto. No puedo irme. Padre sigue enfermo. Escríbeme sin tardanza como está Lucy. Holmwood».
—Creo que llego a tiempo —manifestó Morris—. Por supuesto, saben que solo han de decirme lo que debo hacer.
Van Helsing se aproximó a Morris, le estrechó la mano y le miró fijamente a los ojos.
—Cuando una mujer agotada necesita sangre, solo puede salvarla la sangre de un hombre valeroso. El diablo emplea contra nosotros todo su poder, pero Dios, y esto es una nueva prueba, siempre envía al hombre que necesitamos.
Una vez más llevamos a cabo una transfusión de sangre. Resultó una operación tan penosa que no me atrevo a describir los detalles. Lucy debía de haber recibido un golpe terrible, pues se hallaba peor que las veces anteriores, y no reaccionó de la misma forma. Su lucha para volver a la vida fue un espectáculo insoportable. Poco a poco, no obstante, el corazón latió con más regularidad, la respiración se normalizó, y Van Helsing le administró otra inyección de morfina, que transformó el desvanecimiento en un sueño reparador. El profesor se quedó velando a la joven en tanto yo descendía con Morris y enviaba a una doncella a pagarle al cochero que esperaba junto a la verja.
Tras darle un vaso de vino, hice tender al joven sobre el sofá, y le ordené a la cocinera que preparase una comida sustanciosa. Luego, asaltado por una idea, regresé a la habitación de la enferma. Hallé a Van Helsing con dos o tres hojas de papel en la mano. Comprendí que ya las había leído y que reflexionaba respecto a su contenido. A pesar de su aspecto sombrío, en su semblante había cierta satisfacción, como si acabase de esclarecer una duda. Me tendió las hojas de papel.
—Cayeron del corpiño de Lucy —me explicó— cuando la levantamos para llevarla al baño.
Después de leer lo escrito por la muchacha, contemplé al profesor con estupefacción.
—Por amor de Dios —exclamé—, ¿qué significa esto? ¿Estaba, o está loca? Y si no lo está, ¿a qué clase de peligro nos enfrentamos?
Van Helsing se apoderó de las cuartillas.
—Por ahora, no pienses más en esto —replicó—. Olvídalo. Ya llegará el instante en que lo sepas o lo comprendas todo, pero será más tarde. Bien, ¿por qué has subido? ¿Tienes algo que decirme?
Estas palabras me devolvieron a la realidad.
—Sí, se trata del certificado de defunción. Si no cumplimos con todas las formalidades, habrá sin duda una investigación y tendremos que entregar ese papel. Espero que no haga falta una investigación, puesto que sería tanto como matar a Lucy, si no muere antes por otras causas. Nosotros y el médico de cabecera de la señora Westenra sabemos muy bien cuál era su dolencia, por lo cual podemos certificar que esta ha sido la causa de su defunción al momento y yo mismo lo llevaré al funcionario del registro civil, y después iré a ver al empresario de las pompas fúnebres.
—Perfecto, amigo John. Piensas en todo. Realmente, si a Lucy le persiguen unos enemigos implacables, al menos tiene la dicha de contar con unos amigos muy devotos. Unos se dejan abrir las venas por ella, entre los cuales me cuento yo, pese a mis años. Ah, sí, en todo esto te reconozco, mi buen amigo. Y te lo agradezco en nombre de esta niña. Y ahora, bajemos.
En el vestíbulo hallamos a Quincey Morris, que se disponía a enviar un telegrama a Arthur, anunciándole la muerte de la señora Westenra y comunicándole que Lucy, después de una grave recaída, se recuperaba lentamente; y que Van Helsing y yo no nos apartábamos de su lado.
Cuando le dije adónde iba yo, no me retuvo, pero me preguntó:
—¿Cuándo volverás, John? ¿Podré entonces sostener contigo una pequeña charla?
Le contesté afirmativamente.
El funcionario del registro civil no opuso ninguna dificultad y el empresario de pompas fúnebres dijo que por la tarde se presentaría en la mansión, a fin de tomar las medidas del ataúd y quedar de acuerdo en todos los detalles respecto al sepelio.
Cuando regresé, Quincey me estaba aguardando. Le prometí una conversación tan pronto hubiese visto a Lucy, y subí a su dormitorio. Aún dormía, y al parecer el profesor no se había movido de su lado en todo el día. Al verme, se llevó un dedo a los labios y comprendí que Lucy no tardaría en despertarse, y él quería que este despertar fuese natural y no provocado por un ruido. Fui, pues, a reunirme con Quincey, a quien conduje al salón, donde las ventanas se hallaban aún bien iluminadas, cosa que ponía una nota de alegría en la estancia.
—John Seward —me espetó cuando estuvimos a solas—, no quisiera mezclarme en lo que no es de mi incumbencia, pero esta situación es grave, excepcional… Tú sabes que amo a esta joven y que le pedí la mano. Aunque esto sea ya agua pasada, todavía me inspira un gran sentimiento y experimento, por tanto, una gran inquietud respecto a ella. ¿Qué es lo que tiene? ¿Cuál es su dolencia? El holandés… (al instante me di cuenta de que es un individuo notable), te dijo, cuando ambos entrasteis en el comedor, donde yo me hallaba a la sazón, que era necesaria «otra transfusión» de sangre, y añadió que tanto tú como él ya estabais agotados. ¿Debo comprender que Van Helsing y tú ya os habéis sometido a esa prueba, por la que acabo de pasar yo?
—Exactamente.
—Y supongo que Arthur habrá hecho lo mismo. Cuando le vi hace cuatro días, me pareció algo débil. Nunca había visto cambiar a una persona con tanta rapidez desde que en la pampa mi yegua murió una noche, esa en que uno de esos enormes murciélagos del tipo vampiro le abrió una vena de la garganta y le chupó toda la sangre. Ni siquiera tuvo fuerzas para incorporarse, pobre animal, y no tuve más remedio que alojarle una bala en el cráneo. Dime, John, si no se trata de un secreto profesional: Arthur fue el primero que dio su sangre a Lucy, ¿verdad?
Mientras hablaba, el pobre muchacho apenas podía disimular la angustia que le inspiraba el estado de salud de la joven que aún amaba, angustia agravada por su completa ignorancia de ese mal misterioso y terrible que no dejaba el menor respiro a la desventurada. Su dolor era inmenso y tenía que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad, cosa que no le faltaba, para no echarse a llorar. Reflexioné un momento antes de contestarle, ya que vacilaba en contarle toda la verdad sin estar autorizado por Van Helsing. Pero sabía ya tantas cosas, y había adivinado tanto, que no podía dejar sin respuesta su pregunta.
—Sí —asentí—, el primero.
—¿Cuándo fue esto?
—Hace diez días.
—¡Diez días! Entonces, esa pequeña, a la que tanto amamos todos, ha recibido en sus venas, en diez días, la sangre de cuatro hombres… ¡Es excesivo para un cuerpo tan frágil!
Luego, aproximándoseme, inquirió con un tono bajo aunque brusco:
—¿Por qué, entonces, aún está exangüe?
—Este es el misterio —repuse, inclinando la cabeza—. No sabemos a qué se debe, ni Van Helsing ni yo. Cierto que hubo algunos incidentes que contrariaron el tratamiento aplicado por el profesor… pero esto ya no volverá a producirse. Actualmente, estamos decididos a quedarnos aquí hasta que todo vaya bien… o hasta que todo haya terminado.
Quincey me tendió una mano.
—Yo os ayudaré —se ofreció—. Tú y ese holandés me diréis qué debo hacer y yo lo haré.
Cuando Lucy despertó, ya por la tarde, se llevó una mano al pecho y, ante mi gran sorpresa, retiró las cuartillas que Van Helsing y yo ya habíamos leído. El profesor había vuelto a colocarlas en aquel lugar, por temor a que, al despertarse la joven y no hallarlas, se alarmara. Entonces, nos contempló a Van Helsing y a mí un instante, y sonrió dulcemente. Recorrió la estancia con la mirada, pero al darse cuenta de que no era la suya lanzó un grito y se tapó el rostro con sus delgadas manitas. Estaba casi tan blanca como las sábanas. Acababa de comprender la realidad que, por el momento, se resumía así: había perdido a su madre. Intentamos consolarla, y si bien conseguimos aliviar en parte su pesar, continuó muy abatida y sollozó largo rato. Cuando le notificamos que uno de nosotros, o quizá los dos, permaneceríamos a su lado constantemente, se tranquilizó en parte. Por la noche se adormeció. Cosa extraña, mientras dormía, cogió las cuartillas de papel y las rompió en dos pedazos. Van Helsing se le acercó y le quitó los fragmentos de las manos. Mas, como si todavía las estuviera sujetando, prosiguió desgarrándolas imaginariamente; por fin, levantando las manos, las abrió como si arrojase lejos de sí los papeles. Van Helsing, con expresión asombrada, reflexionaba, pero no hizo el menor comentario.
19 de septiembre. Durante toda la noche su sueño fue agitado; en varias ocasiones, manifestó su temor a dormirse, y cada vez que se despertaba se sentía más débil. Van Helsing y yo la velamos por turnos y no la dejamos sola ni un momento. Quincey Morris no nos puso al corriente de sus intenciones, pero sé que estuvo paseando en torno a la casa toda la noche.
Por la mañana, Lucy carecía de fuerzas por completo. Apenas lograba mover la cabeza, y los escasos alimentos que tomaba no le hacían el menor provecho. A veces, mientras dormitaba unos segundos, Van Helsing y yo percibíamos el enorme cambio operado en ella. Dormida, parecía más fuerte a pesar de su rostro descarnado, y su respiración era más lenta y regular; su boca, entreabierta, permitía ver sus encías pálidas y retiradas de los dientes, que de este modo se veían mucho más largos y afilados. Cuando se despertaba, la dulzura de sus ojos le daban la expresión que tanto conocíamos, aunque sus facciones fuesen ya los de una moribunda. Por la tarde, pidió ver a Arthur, a quien pusimos un telegrama. Quincey fue a la estación a esperarle.
Ambos llegaron hacia las seis. El sol de poniente todavía prestaba calor y luz, bañando las mejillas de la enferma a través de la ventana. Cuando la vio, Arthur apenas supo ocultar su emoción, y ninguno de nosotros tuvo valor para hablar. Durante las últimas horas, Lucy dormitaba con más frecuencia, y caía en estados comatosos, de forma que nuestras conversaciones, o mejor nuestros esbozos de conversación con ella, eran más breves. Sin embargo, la presencia de Arthur fue un estimulante. La joven recobró algunas energías y habló con su prometido más animada que anteriormente. El joven también se sobrepuso a su impresión y contestaba con todo el ímpetu de que era capaz.
Ahora, es casi la una; Van Helsing y Arthur están a su lado; dentro de un cuarto de hora iré a remplazarles y, mientras tanto, registro todo esto en el fonógrafo de Lucy. Mis dos amigos, entonces, descansarán hasta las seis de la madrugada. Temo mucho que mañana no tengamos ya necesidad de velarla. Esta vez, la pobre muchacha no se recobrará de su extremada debilidad. ¡Que Dios nos ayude!
CARTA DE MINA HARKER A LUCY WESTENRA (NO ABIERTA POR LA DESTINATARIA)
17 de septiembre
Mi querida Lucy:
Hace un siglo que no tengo noticias tuyas, o mejor, un siglo que yo no te escribo. Estoy segura de que querrás perdonarme, cuando sepas todo lo que he de contarte. Ante todo, hemos regresado ya con mi marido. Al bajar del tren en Exeter, nos esperaba un coche en el que, a pesar de padecer un nuevo ataque de gota, se hallaba el señor Hawkins. Nos condujo a su casa, donde nos habían preparado unos aposentos muy confortables, y donde cenamos los tres. Después de la cena, el señor Hawkins nos dijo:
—Amigos míos, bebo a vuestra salud y vuestra felicidad. ¡Ojalá conozcáis grandes dichas! A los dos os he conocido de niños, y os he visto crecer con orgullo y ternura. Ahora deseo que os quedéis conmigo. No tengo hijos, estoy solo en el mundo y, en mi testamento, os dejo todos mis bienes.
No pude reprimir las lágrimas, mi querida Lucy, como comprenderás, mientras Jonathan y el señor Hawkins se estrechaban las manos con emoción. ¡Oh, qué velada tan deliciosa!
Nos hemos instalado en esta antigua mansión y tanto desde el dormitorio como desde el salón diviso los grandes olmos que rodean la catedral, con sus ramas enormes y negras destacándose sobre la piedra amarillenta del monumento y, desde la noche hasta la mañana, oigo los grajos que no cesan de graznar, y parlotear, y chismorrear todo el día, a la manera de los grajos… y los humanos. Me hallo muy ocupada organizado la casa, disponiéndola a nuestro gusto. El señor Hawkins y Jonathan trabajan todo el día, puesto que ahora ambos se han asociado. El señor Hawkins está poniendo a Jonathan al corriente de los asuntos de todos sus clientes.
¿Cómo se encuentra tu querida mamá? Quisiera pasar un par de días en tu casa, pero ahora me resulta muy difícil dejar esta, con el trabajo que tengo; por otra parte, aunque Jonathan ya está bien, aún no se halla completamente restablecido. Todavía está débil, suele sufrir sobresaltos mientras duerme, y se despierta temblando; en tales momentos, necesito echar mano de toda mi paciencia para calmarlo. Gracias a Dios, esas crisis son menos frecuentes día a día, y espero que desaparezcan del todo. Y ahora que ya te he contado todas mis novedades, ha llegado el momento de preguntar por ti. ¿Cuándo te casas y dónde? ¿Quién celebrará la ceremonia? ¿Qué vestido llevarás? ¿Invitarás a mucha gente o se hará todo en la intimidad? Responde a todas estas preguntas, pues sabes cuánto pienso y me intereso por ti y en todo lo que te rodea. Jonathan me pide que te envíe un «respetuoso saludo», pero yo pienso que esto es muy poco por parte del joven asociado a la importante firma de Hawkins y Harker; por tanto, como tú me quieres, yo te quiero de todo corazón y él me quiere, prefiero enviarte todo su «cariño». Adiós, querida Lucy, y que Dios te bendiga.
Mina
INFORME DE PATRICK HENNESEY, DOCTOR EN MEDICINA, A JOHN SEWARD, DOCTOR EN MEDICINA
20 de septiembre
Mi querido colega:
Tal como me pidió, paso a informarle respecto al estado de los pacientes que he visitado. Respecto a Renfield, hay mucho de que hablar. Sufrió una nueva crisis que, aunque temí lo peor, terminó sin consecuencias penosas. Esta tarde, un carro conducido por dos individuos se dirigió a la mansión abandonada, cuyo jardín linda con el nuestro; se trata de la casa hacia la cual nuestro enfermo huyó dos veces. Los dos individuos se detuvieron junto a la verja del manicomio para preguntarle al portero el camino, pues, según dijeron, son extranjeros. En aquel instante, yo me hallaba apoyado en la ventana del despacho, fumando un cigarrillo después del almuerzo, y vi cómo, al pasar uno de los dos hombres frente a la ventana de Renfield, éste empezó a insultarle desde el interior, con los peores epítetos imaginables. El hombre le ordenó callarse. Pero Renfield le acusó de robarle y querer asesinarle, y gritó que lo impediría aunque le ahorcasen por ello. Abrí la ventana y le dije al hombre que no hiciese caso y él, después de echar un vistazo a su alrededor, repuso:
—Diantre, no sabía que esto era un manicomio. Les compadezco a ustedes por tener que convivir junto a una bestia tan feroz como esta.
Entonces me pidió que le indicara cómo podía llegar a la verja de la casa abandonada; yo le señalé el camino y se alejó, seguido de las amenazas y maldiciones de Renfield. Fui a saber la causa de su furia, pues usualmente es hombre de buenos modales, salvo durante sus violentos ataques. Ante mi asombro, estaba tranquilo y cordial. Traté de hacerle hablar del incidente, pero se hizo el tonto, asegurando que lo había olvidado por completo. Lamento afirmar que fue otra demostración de su astucia, pues media hora más tarde le oí gritar de nuevo. Acto seguido, salió por la ventana de su cuarto y echó a correr calle abajo. Ordené a los enfermeros y celadores que me siguiesen y corrí tras él, pues temía que se propusiese alguna diablura. Mi temor quedó justificado al ver la misma carreta de antes que bajaba cargada con varias cajas de madera. Los transportistas estaban sudorosos y se secaban la frente.
Antes de que pudiera impedirlo, Renfield se abalanzó hacia ellos y, arrastrando a uno fuera del carro, empezó a golpearle la cabeza contra el suelo. De no sujetarle a tiempo, creo que le habría matado allí mismo. Su compañero saltó del pescante y le pegó al loco con el mango del látigo. El golpe fue terrible, pero no surtió efecto alguno, ya que Renfield también lo agarró a él y luchó con nosotros tres, zarandeándonos como si fuéramos gatitos. Al principio luchó en silencio, pero cuando logramos reducirlo y los enfermeros le ponían la camisa de fuerza, empezó a chillar:
—¡Lo impediré! ¡Los burlaré! ¡No me robarán! ¡No me asesinarán! ¡No me matarán poco a poco! ¡Lucharé por mi Amo y Maestro! —Y añadió otras exclamaciones incoherentes.
Con grandes dificultades fue trasladado al manicomio, y lo metimos en una celda acolchada. Hardy, un enfermero, sufrió fractura de un dedo. Lo curé y ya está mejor.
Los dos transportistas amenazaron con exigirnos una reparación por daños y perjuicios. No obstante, sus amenazas se mezclaban con cierta disculpa por haber sido derrotados por aquel loco. Dijeron que, de no hallarse cansados por el traslado de las cajas a la carreta, le hubieran vencido de inmediato. Otra razón que alegaron para su derrota fue que estaban sedientos por el polvo y la enorme distancia que mediaba entre el manicomio y una taberna donde calmar su sed. Comprendí lo que deseaban y, después de dos grandes jarras de cerveza y una propina a cada uno, tomaron a broma el ataque y juraron estar dispuestos a encontrarse con un loco más peligroso todos los días de la semana por el placer de charlar con un caballero tan simpático como yo.
Le informaré de cualquier asunto importante que ocurra y le telegrafiaré inmediatamente si sucede algo de gravedad.
Respetuosamente a sus órdenes,
Patrick Hennesey
CARTA DE MINA HARKER A LUCY WESTENRA (CARTA NO ABIERTA POR LA DESTINATARIA)
18 de septiembre
Mi querida Lucy:
Ha sucedido una terrible desgracia. El señor Hawkins ha fallecido repentinamente. Algunos tal vez no comprendan nuestro profundo dolor, pero los dos lo queríamos tanto que nos parece haber perdido un padre.
Yo no conocí a los míos y Jonathan se halla tan cruelmente afectado por la desaparición de ese anciano bueno y generoso que le consideraba como su propio hijo que este fallecimiento le ha dejado más débil aún. Está nervioso, además, por las responsabilidades que ahora recaerán sobre él, hasta el punto de dudar de sí mismo. Yo le animo en lo que puedo, y mi confianza en él afirma un poco la suya. Pero la grave conmoción que sufrió le afecta sobre todo en este sentido. Oh, es muy duro pensar que una personalidad dulce, sencilla, noble y fuerte como la suya —una personalidad que le permitió, con la ayuda de nuestro querido y buen amigo, pasar de pasante a propietario en pocos años—, haya sido tan dañada que la verdadera esencia de su fortaleza ha desaparecido. Perdona, querida, si turbo tu felicidad hablándote de mis preocupaciones. Pero necesito confiárselas a alguien, puesto que delante de Jonathan trato de estar contenta, lo que resulta agotador, y aquí no tengo a nadie en quien pueda confiar. Me da miedo que llegue pasado mañana, día en que tendremos que trasladarnos a Londres, pues una de las últimas voluntades del difunto fue la de ser enterrado junto a su padre. Y como no hay parientes, ni siquiera lejanos, será Jonathan quien presida el duelo. Intentaré ir a verte, mi querida Lucy, aunque solo sean unos minutos.
¡Perdona estos detalles! Te deseo mil felicidades, tu amiga,
Mina Harker
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
20 de septiembre. Esta noche solo la fuerza de voluntad y la costumbre me fuerzan a proseguir este diario. Me siento desdichado, abatido, descorazonado… Estoy ya cansado del mundo y de todo; sí, de la misma vida… hasta el punto de que si en este momento oyera batir las alas del ángel de la muerte no me importaría. Cierto que en los últimos días ha aleteado muy cerca de nosotros. Primero, la madre de Lucy, después el padre de Arthur, y ahora… Pero no debo precipitar los acontecimientos.
Regresé junto a Lucy para que Van Helsing fuese a descansar. Los dos le aconsejamos a Arthur que hiciese otro tanto, pero se negó a ello. Sin embargo, cuando le hube explicado que quizá tendríamos necesidad de su ayuda durante el día y que era preciso que estuviese descansado, consintió en echarse a dormir. Van Helsing se mostró muy amable con él.
—Está usted agotado por la angustia y el dolor, lo cual se comprende perfectamente —le manifestó—. No debe quedarse solo, ya que la soledad alimenta la ansiedad. Venga conmigo al salón, donde hay un buen fuego y dos divanes. Tiéndase usted en uno, yo lo haré en el otro, y nuestra mutua compañía nos aliviará, aunque no hablemos y no durmamos.
Arthur salió de la habitación con él, no sin antes echar una mirada anhelante al rostro de Lucy, que descansaba sobre la almohada, casi más blanca que la batista. Al mirar a mi alrededor, vi que el profesor no había renunciado todavía a las flores de ajo, y que había frotado con ellas puertas y ventanas, en los dos dormitorios; por doquier se olía aquel fuerte aroma; y en torno al cuello de la joven, bajo el pañuelo de seda con que se envolvía la garganta, descansaba asimismo una nueva guirnalda. Lucy estaba peor que nunca. Su respiración era algo estentórea, su boca entreabierta dejaba ver constantemente sus blancas encías. Sus dientes parecían más largos, más puntiagudos aún que por la mañana y, tal vez a causa de cierto efecto de la luz, sus caninos eran más largos y afilados que los demás dientes.
Acababa de sentarme junto a la cama, cuando ella se movió con inquietud. En el mismo instante, algo chocó contra la ventana. Fui lentamente hacia allí, levanté una esquina de la cortina y miré afuera. Lucía la luna y pude divisar un enorme murciélago que pasó repetidas veces, sin duda atraído por la débil luz del dormitorio; constantemente, sus alas rozaban los cristales. Cuando volví a sentarme, Lucy había cambiado ligeramente de posición, y se había arrancado las flores de ajo que rodeaban su garganta. Las puse en su lugar.
No tardó en despertar; traté de hacerle tomar algún alimento, como Van Helsing había recomendado, pero apenas probó lo que le di. Era como si la fuerza inconsciente que hasta entonces la había obligado a luchar contra la enfermedad, impulsándola a vivir a toda costa, la hubiese abandonado. Me extrañó mucho que, tan pronto como se despertó, estrechó contra sí la guirnalda de flores. Ciertamente era muy raro que cada vez que se sumía en aquel estado letárgico, cuando su respiración se tornaba dificultosa, rechazara las flores; por el contrario, siempre que estaba despierta, las apretaba contra sí. No pude engañarme a este respecto, pues en las horas siguientes se despertó y durmió varias veces, y siempre repitió ambas acciones.
A las seis, Van Helsing ocupó mi lugar. Arthur dormía por fin y el profesor no quiso despertarle.
Cuando vio a Lucy, silbó por lo bajo.
—¡Levanta la persiana! —me ordenó con voz contenida—. ¡Quiero luz!
Se inclinó y, con el rostro casi pegado al de Lucy, la examinó a conciencia. Para ello apartó las flores y desanudó el pañuelo de seda de la garganta. Al momento, profirió un grito, que ahogó de inmediato.
—¡Dios mío!
Me incliné a mi vez, y lo que vi me hizo estremecer. Las incisiones de la garganta habían desaparecido.
Durante cinco minutos, Van Helsing contempló a la desdichada criatura, más consternado, más grave que nunca. Luego, lentamente, se volvió hacia mí.
—Se está muriendo, ya no tardará en llegar el desenlace. Pero, escúchame bien, será muy distinto que muera mientras duerme o lo haga consciente. Ve a llamar a ese pobre joven para que la vea por última vez; él espera que le llamemos y se lo prometí.
Bajé al comedor y desperté a Arthur. Necesitó algunos instantes para recobrar la conciencia de dónde se hallaba pero, cuando divisó los rayos de sol que penetraban por los intersticios de los postigos, pensó que era más tarde, y expresó su temor. Le comuniqué que Lucy dormía, y le confesé que Van Helsing y yo temíamos que el final estaba muy cercano. Cubriéndose el rostro con las manos, cayó de rodillas junto al sofá. Estuvo unos instantes como rezando, con la cabeza entre las manos y la espalda sacudida por los sollozos. Le cogí una mano, para ayudarle a incorporarse.
—Vamos, amigo mío, ten valor… aunque solo sea por ella.
Al entrar en el dormitorio, vi que Van Helsing, siempre tan atento y delicado, había conseguido que todo pareciera natural, casi alegre. Incluso había peinado los cabellos de Lucy, esparciéndolos sobre la almohada con sus hermosos reflejos sedosos.
Tan pronto entramos, ella abrió los ojos y al ver a su prometido, murmuró dulcemente:
—¡Arthur! ¡Amor mío! ¡Cómo me alegra verte!
Él se inclinó para besarla, pero Van Helsing se lo impidió.
—No —murmuró—, todavía no. Cójale una mano; esto la aliviará más.
Arthur obedeció y se arrodilló al lado de la cama. A pesar de todo, Lucy aún estaba bella, y la dulzura de sus rasgos armonizaba con la hermosura angelical de sus ojos. Poco a poco, se cerraron sus párpados y se durmió. Durante algunos momentos, su pecho se levantó y bajó lentamente, con regularidad; viéndola respirar, parecía una niña agotada.
Después, poco a poco, se produjo otra vez aquel cambio extraño que había observado en el curso de las últimas horas. Su respiración se tornó dificultosa, entrecortada; su boca se entreabrió, y las blancas encías, muy retiradas, dejaron ver los dientes más largos y puntiagudos que nunca. En un estado próximo a la inconsciencia, la joven abrió los ojos, con mirada triste y dura a la par, y con tono dulzón y voluptuoso repitió varias veces:
—¡Arthur, amor mío! Qué feliz soy… ¡Cómo me alegra verte! ¡Bésame!
Inmediatamente, él se inclinó otra vez para besarla, y Van Helsing que, como yo, debió de hallar insólito el tono de voz de la enferma, asió a Arthur con ambas manos y lo rechazó de modo tan violento que comprendí la enorme fuerza que poseía y que hasta entonces había ignorado, ya que lo envió al otro extremo de la estancia.
—¡Desgraciado, no la bese! —gritó—. ¡No la bese nunca, por la piedad de su alma y de la de ella!
Arthur permaneció aturdido un momento, sin saber qué decir ni qué hacer y antes de que un impulso violento se apoderara de él, se hizo cargo del lugar y la ocasión y se quedó silencioso y pensativo.
Van Helsing y yo no apartamos la vista de Lucy. Vimos la convulsión de furor que agitó sus facciones, y el rechinamiento de sus puntiagudos dientes, como si deseasen morder algo. Luego, sus ojos volvieron a cerrarse y su respiración se agitó nuevamente.
Sin embargo, no tardó en volver a levantar los párpados, mostrando sus pupilas dulces otra vez, y su pequeña mano, blanca y descarnada, buscó la del profesor; y atrayéndola hacia sí, la besó.
—Mi gran amigo —murmuró con voz débil y temblando con indecible emoción—, mi gran amigo, que también lo es de él… ¡Oh, vele por él, y a mí concédame el descanso!
—¡Se lo juro! —repuso el profesor con gravedad, arrodillándose junto a la cama para prestar juramento. —Luego, Van Helsing se volvió hacia Arthur—. Venga, amigo mío, cójale una mano y deposite un beso en su frente. ¡Pero uno solo!
Las miradas de ambos enamorados se encontraron, en lugar de sus labios. Y así se separaron.
Los ojos de Lucy se cerraron y Van Helsing, que había permanecido observando atentamente en los últimos minutos, cogió a Arthur por el brazo y lo apartó suavemente de la cama.
Entonces la respiración de Lucy se volvió estentórea y de pronto cesó.
—Se terminó —susurró el profesor—, todo ha terminado.
Me llevé a Arthur al salón, donde se dejó caer en una butaca, y con el rostro entre las manos se echó a llorar; ante su vista, también yo perdí gran parte de mi entereza.
Fui a reunirme con Van Helsing, al que hallé junto a Lucy, mirándola con una expresión más dura que nunca. Al momento, me fijé en que la muerte había devuelto a la bella niña toda su hermosura; su frente y sus mejillas ya no estaban tensas, y hasta sus labios habían perdido su palidez cadavérica. Era como si la sangre, que ya no necesitaba del impulso del corazón, hubiese coloreado sus labios para atenuar la severidad de la muerte.
—Cuando dormía, parecía moribunda; ahora que ha muerto, parece dormir.
—Por fin Lucy ha conseguido la paz —murmuré, al lado de Van Helsing—. Para ella se han acabado los sufrimientos.
—¡Por desgracia, no! —replicó el profesor, volviendo hacia mí la cabeza—. ¡Por desgracia, no! No han hecho más que empezar.
Le pregunté cuál era el significado de sus palabras, pero, sacudiendo la cabeza, me respondió:
—Aún es demasiado pronto para actuar. Esperemos y veremos qué pasa.