DIARIO DE MINA HARKER
23 de septiembre. Después de una mala noche, Jonathan se encuentra hoy mejor. Prefiero que tenga mucho trabajo; eso le impide pensar incesantemente en cosas terribles. Oh, me alegro tanto al verle abordar sus nuevas responsabilidades, pues sé que se mostrará digno de asumirlas, sean cuales sean. Estará ausente todo el día, ya que anunció que no vendría a almorzar. He terminado ya todos mis quehaceres, de modo que me encerraré en mi gabinete para leer el diario que escribió durante su viaje por Transilvania.
24 de septiembre. Anoche no pude escribir una sola línea a causa del trastorno que experimenté ante un relato tan increíble. ¡Pobre amor mío! Tanto si todo es real como imaginario, debió de sufrir mucho. Y me pregunto: ¿habrá en todo esto algo de verdad? ¿Describió tantos horrores tras su fiebre cerebral, o fueron tales hechos los que le condujeron a aquel estado? Supongo que jamás lo sabré, puesto que nunca me atreveré a preguntárselo. Sin embargo, aquel individuo que vimos ayer… Jonathan creyó reconocerle… Claro que, sin duda, fue el entierro de nuestro protector el que le inspiró unas ideas tan extrañas y lúgubres. Bien, Jonathan cree a pie juntillas todo lo que contiene su diario. Recuerdo lo que me dijo el día de nuestra boda: «… a menos que algún deber sagrado me obligue a volver sobre esas horas amargas, de sueño o de vigilia, de cordura o locura.» Entre todo esto hay algún nexo de unión… Ese temible conde deseaba trasladarse a Londres… Si, en efecto, ha venido con todos sus millones… entonces, nos incumbe un triste deber, ante el que, por nada del mundo, debemos retroceder. Trataré de prepararme; transcribiré el diario de mi marido a máquina, para que, en caso necesario, puedan leerlo otras personas más autorizadas que nosotros. Solo si es absolutamente necesario, claro. Mas, en tal caso, le evitaré toda molestia a Jonathan, ya que seré yo, naturalmente, quien explicará todo el caso. Además, si cura por completo, quizá sea él mismo quien desee comentar el asunto, y entonces podré formularle numerosas preguntas, descubrir lo ocurrido y, ya al corriente de la verdad, reconfortarle del mejor modo posible.
CARTA DE A. VAN HELSING A LA SEÑORA DE J. HARKER (CONFIDENCIAL)
24 de septiembre
Mi apreciada señora:
Le ruego me perdone la libertad que me tomo al escribirle, pero soy ya un poco su amigo, puesto que fui yo quien se impuso el penoso deber de comunicarle la muerte de su amiga la señorita Lucy Westenra. Con el amable permiso de lord Godalming he leído todos los papeles, toda la correspondencia de Lucy, puesto que me ocupo de ciertos asuntos concernientes a ella, que son de enorme importancia. Entre otras, he hallado varias cartas enviadas por usted, cartas que testimonian la gran amistad que se profesaban ustedes mutuamente. ¡Oh, apreciada señora Mina Harker, en nombre de esa amistad, le ruego que me ayude! Se lo pido por el bienestar de otras personas… Para reparar el mal que se les ha hecho, para poner fin a unos males aún más terribles de los que usted podría imaginar. ¿Me sería permitido ir a verla? Puede tener confianza en mí. Soy amigo del doctor John Seward y de lord Godalming (es decir, de Arthur, el novio de la desdichada Lucy). Pero, al menos por el momento, no quiero ponerles al corriente de lo que le pido a usted. Iré a visitarla a Exeter tan pronto usted me lo indique, en el día y hora que convengamos. Espero que sabrá perdonarme, señora.
He leído sus cartas dirigidas a Lucy y sé cuánta es su bondad y cuánto ha sufrido su esposo. Por tanto, voy a tomarme también la libertad de pedirle que le deje en la ignorancia de todo esto, porque temo que este caso podría perjudicar su salud.
Le suplico de nuevo que me perdone y queda atentamente a sus órdenes,
Van Helsing
TELEGRAMA DE LA SEÑORA MINA HARKER AL DOCTOR VAN HELSING
25 de septiembre
Venga hoy mismo en el tren de las 10,51, si le es posible. Estaré en casa todo el día.
Wilhelmina Harker
DIARIO DE MINA HARKER
25 de septiembre. A medida que se acerca la hora de la visita del doctor Van Helsing, me pongo más nerviosa, pues, sin saber por qué, creo que arrojará alguna luz respecto a la triste prueba sufrida por Jonathan. Por otra parte, como ese médico cuidó a Lucy en sus últimos momentos, me contará todo lo relativo a su muerte. Pero estoy segura de que desea hablar conmigo de las crisis de sonambulismo de Lucy y no de lo que le ocurrió a mi esposo. ¡Así que nunca sabré la verdad!
¡Qué estúpida soy! El diario de Jonathan se apodera de mi imaginación, y lo tiñe todo de su color. El profesor solo viene a hablarme de Lucy. Sufrió otras crisis de sonambulismo y su escapada al acantilado… ¡terrible recuerdo!, debió de enfermarla. Inmersa en mis inquietudes, casi había olvidado las pesadumbres que me dio la pobre Lucy. Debió de contarle al doctor Van Helsing su aventura en el cementerio y que fui yo quien fue a buscarla allá. Y ahora, con toda seguridad, él desea conocer por mí misma todos los detalles con el fin de completar su estudio del caso. Espero haber obrado bien al ocultarle a la señora Westenra lo ocurrido aquella noche; nunca me perdonaría que, a causa de eso, Lucy hubiera empeorado. Asimismo, espero que el doctor Van Helsing no me culpe; he sufrido últimamente tantos dolores y angustias, que no podría soportarlo.
A veces, las lágrimas consuelan y, como la lluvia, refrescan la atmósfera. ¿Fue la lectura de aquel diario lo que tanto me emocionó ayer? Además, Jonathan se marchó muy pronto hoy y no regresará hasta mañana; desde que nos casamos, es la primera vez que estaremos tanto tiempo separados. Supongo que será prudente, que nada le trastornará… Son ya las dos y el doctor no tardará en llegar. No le hablaré del diario de Jonathan, a menos que desee verlo. En cuanto a mi diario, me alegro de haberlo pasado a máquina; de este modo podré dárselo a leer al doctor si desea conocer nuevos detalles referente a Lucy; esto nos evitará explicaciones penosas.
Más tarde. Ha venido y se ha ido. ¡Qué encuentro más extraño! La cabeza todavía me da vueltas. Tengo la impresión de haber soñado. ¿Es posible que todo esto haya sucedido… o al menos una parte? De no haber leído el diario de mi esposo, jamás habría creído una sola palabra de toda esta historia. ¡Pobre, pobre Jonathan! Debió de sufrir, bien lo veo ahora, más allá de toda explicación. Dios quiera que lo que acabo de saber no sea para él un nuevo calvario; intentaré ahorrárselo. Por otra parte, ¿no sería para él un consuelo, una ayuda, aunque las consecuencias sean difíciles de prever, tener por fin la certeza de que ni sus ojos, ni sus oídos, ni su imaginación le engañaron, que todo ocurrió tal como lo contó en su diario? Es posible que sea la duda lo que le atormenta, que, una vez disipada esa duda, y demostrada la verdad, no importa por qué medios, sea capaz de soportar mejor este golpe. El doctor Van Helsing debe de ser un hombre muy bondadoso y un médico excelente, puesto que es amigo de Arthur y del doctor Seward, y fue este quien le hizo venir desde Holanda para cuidar a Lucy. Además, solo verle, intuí su carácter generoso. Cuando vuelva mañana, seguramente le contaré la terrible experiencia de Jonathan, y quiera Dios que todas nuestras angustias y pesadumbres tengan un buen fin. Siempre pensé que la profesión de periodista era muy agradable. Un amigo de Jonathan, que trabaja en el Exeter News, dijo un día que, en ese trabajo lo esencial es tener memoria; ser capaz de reproducir exactamente cada palabra pronunciada por la persona entrevistada, aunque después fuese preciso mejorar algo el estilo. Bien, mi entrevista con el doctor Van Helsing fue muy extraña, y voy a tratar de transcribir la verbatim, por lo que intentaré reproducir exactamente todas sus frases.
Eran las dos y media cuando oí sonar la campanilla de la puerta. Tuve la presencia de ánimo de aguardar a que Mary me anunciase al doctor Van Helsing.
Me levanté e hice una reverencia mientras él avanzaba hacia mí. Es un individuo de mediana estatura, bastante robusto y, tanto en su cuerpo como en su semblante y en la expresión de sus rasgos, se distingue un aplomo perfecto. Su frente es elevada, casi recta, con dos protuberancias a ambos extremos; una frente jamás obstruida por los pelos rojizos de su dueño, que lleva exageradamente peinados hacia atrás y a los lados. Los ojos son grandes, de un azul oscuro, y muy separados entre sí; son vivos, penetrantes, y se tornan tiernos o severos según la expresión de los sentimientos que animen al profesor.
—¿La señora Harker?
Incliné la cabeza.
—¿Que antaño era la señorita Mina Murray?
Nuevo asentimiento de cabeza.
—Pues bien, yo vengo a visitar a Mina Murray, la amiga de aquella desdichada criatura, de nuestra querida Lucy Westenra. Sí, señora Harker, deseo hablarle de la muerte de su amiga.
—Caballero —contesté—, no podría usted presentarse ante mí con mejores credenciales que el de haber cuidado y asistido a Lucy en sus últimos momentos.
Le tendí la mano, que cogió entre las suyas, mientras decía dulcemente:
—Oh, amiga mía, y permítame que la llame así, sabía que la fiel compañera de aquella niña había de poseer un corazón muy generoso, pero aún es preciso… en fin, quiero saber…
Se interrumpió, inclinándose cortésmente. Le rogué que continuase y añadió:
—He leído las cartas que usted le escribió a Lucy. Perdóneme, pero pero tenía que empezar a investigar por alguna parte, y no había nadie a quien preguntar. Sé que usted estuvo con Lucy y su madre en Whitby. De vez en cuando, Lucy escribía un diario… no, no se sorprenda, señora Harker, puesto que lo empezó después de irse usted, queriendo, por lo visto, seguir su ejemplo. En el mismo hallé ciertas alusiones a un paseo que realizó ella en estado de sonambulismo y del cual recordaba que usted la había salvado. Comprenderá que acudo a usted lleno de perplejidad, con la esperanza de que tenga la bondad de darme a conocer todos los detalles que usted recuerde de ese asunto.
—Creo, doctor Van Helsing, que lo mejor sería darle a conocer toda la aventura.
—¿Toda? ¿Con todos los detalles? Oh, señora Harker, debe de poseer usted una memoria extraordinaria… Cosa rara entre las jóvenes…
—A decir verdad, doctor, fui anotando todos los hechos a medida que tenían lugar. Puedo enseñarle mis notas, mi diario, si quiere.
—¡Oh, le quedaré enormemente agradecido! Me hará usted un servicio inmenso.
No pude resistir a la tentación de desconcertarlo un poco. Supongo que las mujeres siempre tenemos en la boca el sabor de la primera manzana. Le entregué el diario original, escrito en taquigrafía. El profesor lo tomó con una cortés inclinación y preguntó:
—¿Puedo leerlo?
—Si así lo desea… —contesté con tranquilidad.
Abrió el cuaderno, lo recorrió con la vista, se levantó y volvió a hacer una reverencia.
—Oh, es usted una mujer admirable —exclamó—. Y hace tiempo que supe que el señor Harker era un hombre muy afortunado, pero ahora veo que su esposa tiene grandes virtudes. Pero, ¿quiere hacer el honor, señora, de traducirme esto puesto que yo, por desgracia, no sé leer en taquigrafía?
Juzgué que mi pequeña broma ya había durado bastante. Confieso que me sentí avergonzada. Entonces, le entregué la copia mecanografiada.
—Perdóneme… Sabía que usted venía a hablarme de nuestra querida Lucy y, como ignoraba el tiempo que podría permanecer aquí, me entretuve pasando mis notas a máquina.
Al coger mis cuartillas le brillaron los ojos.
—Es usted muy amable, señora Harker. ¿Puedo leerlo todo ahora mismo, sin demora? Tal vez, después, necesitaré hacerle algunas preguntas.
—Naturalmente, lea mientras yo me ocupo de que preparen el almuerzo. De este modo, podrá usted interrogarme durante el mismo.
Me dio las gracias y se instaló en un butacón, de espaldas a la luz. Al momento, vi que estaba absorto en la lectura y mientras yo fui a la cocina, sobre todo para que nada le distrajera. Cuando regresé al salón, el profesor se paseaba dando grandes zancadas, con el rostro encendido. Al verme, vino hacia mí y me cogió ambas manos.
—¡Oh, señora Harker! ¿Cómo expresarle cuánto le debo? Este diario es tan luminoso como el sol. Estoy deslumbrado, realmente deslumbrado por tanta claridad; sin embargo, se forman nubes a cada instante para cubrirla… Claro que usted no me entiende… no puede entenderme… Sepa solo que le debo mucho, y que es usted una mujer muy inteligente. Señora —continuó con tono grave—, si alguna vez Abraham van Helsing puede hacer algo en favor de usted o alguno de los suyos, espero que acuda a mí. Me gustaría ayudarla como amigo, y poner a su disposición y la de aquellos a los que ama todo lo que he aprendido y todo lo que haré. En la vida reina una gran oscuridad, pero también existen luces; usted es una de estas últimas. Usted será dichosa, verá colmados sus anhelos y su esposo hallará en usted la dicha.
—Doctor, me abruma usted de elogios… si apenas me conoce.
—Que no la conozco… Yo, que soy viejo y he pasado toda mi existencia observando, estudiando a los hombres y a las mujeres… y que he hecho del cerebro mi especialidad, así como de todo lo que es parte de él y se deriva de él y yo acabo de leer su diario, donde cada línea respira verdad… ¡Y dice que yo, que leí la carta que usted le envió a Lucy inmediatamente después de su boda, no la conozco! Oh, señora Harker, las mujeres generosas no necesitan palabras para narrar la historia de su vida, y esta, todos los días, a todas horas, a cada minuto, saben leerla los ángeles; nosotros, los hombres, cuyo deseo más vivo es observar para comprender, tenemos ojos semejantes a los de los ángeles. Su marido posee un carácter generoso; usted también, ya que confía en la vida, y para creer en ella hay que ser muy bueno. Por favor, ahora, hábleme de su marido… ¿Se encuentra mejor? ¿Está ya restablecido? ¿Se curó de su fiebre?
Comprendí que había llegado el momento de preguntarle por Jonathan así que dije:
—Está casi restablecido, pero la muerte del señor Hawkins ha sido para él un duro golpe…
—Oh, sí, lo sé —me interrumpió el doctor—. Lo sé, leí sus dos últimas cartas…
—Supongo —proseguí— que esta muerte le ha trastornado, pues el jueves pasado, en Londres, recibió otra nueva impresión.
—¿Otra nueva impresión? Poco después de una fiebre cerebral… Ah, esto es espantoso… ¿Qué clase de impresión?
—Creyó ver a alguien que le recordaba un hecho terrible, el mismo que provocó su fiebre cerebral.
Y al llegar a este punto toda la situación me superó: la compasión que siento por Jonathan, los horrores que vivió, la espantosa tristeza que se adivinaba en su diario, y el temor que crecía en mi interior desde que lo leí; todo ello me confundió. Supongo que me puse histérica porque me hinqué de rodillas y le supliqué al profesor que curase a mi esposo. El doctor me cogió ambas manos, me ayudó a levantarme y me obligó a sentarme en el sofá, a su lado.
—Mi vida es yerma y solitaria —me confió con voz suave—, y tan dedicada al trabajo que nunca he tenido demasiado tiempo para dedicar a mis amigos. Pero desde el día, no muy lejano, en que mi querido John Seward me llamó a Inglaterra, he conocido a tantas personas de buen corazón, afectuosas y generosas que, ahora más que nunca, lamento mi soledad… que no ha hecho más que crecer con el transcurso de los años. Créame, pues, cuando le digo que vengo aquí lleno de respeto hacia usted, toda vez que sus cartas a la pobre Lucy me daban la esperanza de que todavía existen mujeres capaces de otorgarle un sentido a la vida, mujeres cuya existencia servirá de ejemplo a los niños por nacer. Me siento muy honrado de encontrarme aquí y de poder ayudarla en algo; si su esposo sufre, espero poder remediar sus padecimientos. Le prometo dedicarme a ello con toda mi capacidad, a fin de que su vida se vea para siempre iluminada por el sol de la felicidad. Y ahora, hay que comer. La fatiga la ha agotado, mi querida señora, lo mismo que la inquietud. A su marido no le gustaría verla tan pálida, y lo que no le guste en aquella a la que ama no puede causarle ningún bien. Por tanto, pensando en él, en su completa curación, tiene usted que comer con buen apetito y sonreír con frecuencia. Ahora que ya sé todo lo referente a Lucy, no hablaremos más de esa pobre niña ni de sus sufrimientos; ello no serviría más que para sumirnos en una enorme tristeza. Pienso pasar la noche en Exeter, pues he de reflexionar aún sobre todo lo que acabo de saber, y después, con su permiso, le plantearé algunas preguntas. Por el momento, trate de explicarme de qué se queja Jonathan… No, ahora no, primero tiene que comer… Después me lo contará todo.
Terminado el almuerzo, volvimos al salón y al momento me instó:
—Hable ahora, la escucho.
En el momento en que me disponía a contarle a aquel eminente sabio todo lo que sabía, temí que me tomara por una pobre tonta y a Jonathan por loco, ya que su diario es muy extraño. Viendo mi vacilación, el profesor me animó con amabilidad y dulzura y me prometió ayudarme, así que confié en él, y dije:
—Doctor Van Helsing, lo que tengo que contarle es tan extraño, tan incomprensible que le pido que no se burle de mí ni de mi marido. Desde ayer no sé qué debo creer. Sea bueno y no me trate de loca cuando escuche cosas insólitas que han podido parecer reales.
No solo su respuesta, sino su tono de voz, me tranquilizaron por completo.
—Mi querida señora, si supiera hasta qué punto es insólito el asunto referente a mi presencia aquí, sería usted la que se burlaría de mí. He aprendido a no reírme jamás de las creencias de un hombre o una mujer, por inverosímiles que parezcan. Siempre, y ante todo, he tratado de mantener un espíritu abierto y comprensivo, y no son los pequeños sucesos de la vida cotidiana los que me ayudarán a mantenerlo así, sino los hechos extraños, asombrosos, extraordinarios, aquellos que nos obligan a dudar de nuestra cordura.
—¡Oh, gracias, gracias, mil veces gracias! Me acaba de quitar un gran peso de encima. Si me lo permite, le daré un cuaderno para que lo lea, es bastante extenso, y también lo pasé a máquina; esto le ayudará a comprender mis angustias y las de Jonathan. Es la copia de un diario que él escribió durante su estancia en Transilvania. Prefiero no comentarlo ahora con usted; juzgue por sí mismo. Y cuando volvamos a vernos, quizá tenga usted la bondad de darme a conocer su opinión al respecto.
—Se lo prometo —asintió, mientras yo le entregaba las cuartillas. Después, tras ponerse de pie, añadió—: Con su permiso, mañana por la mañana, lo antes posible, vendré a verles a usted y a su esposo.
—Jonathan estará aquí a las once y media. Venga a almorzar con nosotros. De este modo, podrá coger el expreso de las 3,34 y llegará a Londres antes de las ocho.
Se sorprendió de que yo conociese tan bien el horario del ferrocarril; naturalmente, ignoraba que yo lo había estudiado para ayudar a Jonathan, por si tenía que salir de viaje precipitadamente.
El doctor Van Helsing cogió las cuartillas y se las llevó consigo. Una vez sola, empecé a meditar… a meditar… y todavía medito… no sé sobre qué.
CARTA MANUSCRITA DE A. VAN HELSING A LA SEÑORA J. DE HARKER
25 de septiembre, a las seis de la tarde
Querida señora Harker:
He leído asombrado el diario de su esposo. Esté tranquila, no tenga ninguna duda. Por extraño y terrible que parezca, todo es cierto. Estoy absolutamente seguro. Para otros, esto podría significar lo peor… para él y usted, al contrario, nada hay que temer. Su Jonathan es un hombre valiente, decidido; permítame asegurarle, por mi experiencia con los hombres, que el hombre que se atrevió a descender por el muro y entrar en aquella estancia, como hizo su marido, dos veces, y no una, no sufrirá toda la vida por esa conmoción. Sus facultades mentales y afectivas están intactas; puedo jurárselo a ustedes dos. Por tanto, no sufra en absoluto a este respecto. Sin embargo, quisiera interrogarla a propósito de otras cosas. Me felicito de haber ido hoy a visitarla, puesto que de nuevo me siento deslumbrado; deslumbrado, lo confieso, como nunca. Bien, todavía necesito reflexionar.
Su afectuoso
Van Helsing
CARTA DE LA SEÑORA HARKER A. VAN HELSING
25 de septiembre, a las seis y media de la tarde
Mi querido doctor Van Helsing:
Le agradezco infinitamente su amable carta. Me siento tan tranquilizada… Y no obstante, si todo es cierto, como usted afirma, ¿cómo es posible que existan en el mundo cosas tan abominables, seres tan monstruosos como aquel individuo que vimos en Londres? ¡Esta sola idea me tiene aterrada! En este instante acabo de recibir un telegrama de Jonathan anunciándome que saldrá de Launceston esta tarde, a las 18.25, y que llegará aquí a las 22.18. ¿Quiere, en lugar del almuerzo, venir mañana a compartir nuestro desayuno a las ocho, si no es demasiado temprano para usted? Si tiene usted prisa, podrá coger el tren de las 10.30, que llega a Paddington a las 2.35. No conteste a esta nota. Si no tengo noticias suyas, le esperamos a desayunar.
Le ruego que me acepte como su reconocida y fiel amiga,
Mina Harker
DIARIO DE JONATHAN HARKER
26 de septiembre. Nunca pensé que reanudaría este diario, pero creo que ha llegado el momento de continuarlo.
Cuando ayer por la noche llegué a casa, Mina me esperaba para cenar, y una vez terminada la cena me contó la visita de Van Helsing, diciéndome que le había entregado una copia de su propio diario y del mío; por primera vez me confesó hasta qué punto había estado angustiada por mí.
Acto seguido, me mostró la carta del doctor en la que afirma que cuanto escribí en mi diario es la exacta verdad. Después de haber leído esta afirmación, tengo la impresión de ser otro hombre. La duda sobre la realidad de mi aventura me hundía en un abatimiento del que creí que no saldría jamás. Sentía en mí una especie de impotencia para actuar; todo era oscuridad, me hallaba sujeto a una eterna desconfianza. Pero actualmente sé, y no temo nada ni a nadie, ni siquiera al conde. Al fin y al cabo, este tenía la intención de venir a Londres, y ha venido. Es a él a quien vi el otro día. Ha rejuvenecido. Pero ¿cómo lo consiguió? Si Van Helsing es tal como lo ha descrito Mina, será el hombre que desenmascarará al conde y le dará caza. Mi mujer se está vistiendo y dentro de unos minutos iré a buscar al profesor a su hotel.
Pareció sorprendido al verme. Entré en su habitación y, después de presentarme, me cogió por los hombros, me hizo dar media vuelta sobre mí mismo a fin de poner mi semblante a plena luz y, después de examinarlo seriamente, se extrañó:
—Su esposa me dijo que estaba usted enfermo, que había recibido una gran impresión.
Sonreí al contestar:
—Sí, estaba enfermo. Recibí una fuerte y cruel impresión; pero usted me ha curado.
—¿Cómo?
—Gracias a la carta que usted le envió a Mina ayer por la tarde. Yo dudaba de todo, todo estaba teñido de irrealidad. No sabía qué creer, desconfiaba de todo lo que sentía. Creí que lograría sobreponerme con el trabajo. Pero este dejó de serme beneficioso y empecé a desconfiar de mí mismo. Doctor, usted no sabe lo que es dudar de todo y de uno mismo. No, no lo sabe. Es imposible, se adivina solo con mirar sus cejas.
Pareció divertido y se echó a reír.
—Ah, es usted fisonomista —exclamó—. Desde que he llegado, no dejo de descubrir algo nuevo cada hora que pasa. Será un placer desayunar con ustedes. ¿Me permite que le hable sinceramente? Después de todo, a mis años… Tiene usted suerte de haberse casado con esa mujer.
Habría pasado un día entero escuchando elogios dirigidos a Mina, así que me limité a inclinar la cabeza y callé.
—Verdaderamente, es una hija de Dios. Sí, Dios la hizo con sus propias manos para demostrar a todos los hombres, a todas las mujeres, que existe un paraíso en el que entraremos un día y que su luz se irradia también en la Tierra. Un ser tan fiel a sí mismo y a los demás, tan dulce, tan generoso, que se entrega a cuantos ama totalmente; es algo muy raro, particularmente en nuestro siglo de egoísmo y escepticismo. Y en cuanto a usted, caballero…, he leído todas las cartas que su esposa le envió a la pobre Lucy, y en muchas de ellas hablaba de usted. Por tanto, le conozco desde hace tiempo, a través del conocimiento de otros, pero su verdadero yo solo lo conozco desde ayer. ¿Quiere darme la mano? Seamos amigos para siempre.
Nos estrechamos las manos, y sentí que su cordialidad me emocionaba profundamente.
—Ahora —prosiguió—, deseo pedirle que me ayude. Tengo ante mí una tarea importante que cumplir, para lo cual, antes que nada, necesito saber. Y usted puede ayudarme. ¿Puede contarme qué pasó exactamente antes de que se marchara a Transilvania? Tal vez más adelante recurra a usted otra vez, para una cuestión diferente. Por el momento, me bastará con que conteste a esta pregunta.
—Profesor —repliqué—, no entiendo qué relación puede existir entre el conde y el caso que le mantiene tan ocupado.
—Y sin embargo, existe una relación muy estrecha.
—En tal caso, cuente conmigo.
Después de desayunar, le acompañé a la estación.
—¿Podría venir a Londres en caso de necesidad? —me preguntó al despedirme—. ¿Junto con su esposa?
—Iremos cuando a usted le convenga.
Le compré los periódicos de Londres y los locales para que se distrajese durante el viaje, y, mientras tanto, estuvimos charlando delante de la portezuela de su vagón. El profesor comenzó a hojear los diarios. De repente, su atención se vio atraída por un titular de la Westminster Gazette, y al momento palideció. Leyó unas líneas y le oí murmurar con espanto:
—Mein Gott! Mein Gott! ¡Tan pronto! ¡Tan pronto!
Creo que debido a la emoción llegó a olvidarse de mi presencia. Sonó el silbato y el tren se movió. Vuelto a la realidad, Van Helsing subió al vagón y se asomó a la ventanilla para despedirse con la mano y gritar:
—¡Mis afectos a su esposa! ¡Escribiré lo antes posible!
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
26 de septiembre. En realidad, nada concluye jamás. Apenas ha transcurrido una semana desde que estampé la palabra «FINIS», y hoy reanudo ya la grabación, para referirme incluso al mismo asunto. Por lo demás, hasta esta tarde tenía muchos motivos para pensar que todo eso pertenecía ya al pasado. Renfield está más calmado que nunca. Hace algunos días volvió a cazar moscas; ahora, son las arañas las que le mantienen sumamente ocupado; por el momento, por tanto, no me causa ninguna perturbación. Acabo de recibir una carta de Arthur, con fecha del domingo pasado, y, por lo que me dice, llego a la conclusión de que está bien. Quincey Morris está con él, lo cual ayudará a que Arthur recupere la normalidad, después de los terribles trances por los que acaba de pasar, puesto que ese Morris es un joven dinámico y lleno de energía. Quincey también me ha escrito para comunicarme que Arthur está un poco más alegre. Por lo tanto, tampoco ellos me preocupan. En cuanto a mí, todavía no he recobrado el equilibrio, si bien he reanudado mi labor en el manicomio con casi todo el entusiasmo de antes. La herida sufrida por la muerte de la desgraciada Lucy se iba cicatrizando poco a poco. ¡Sin embargo, ay, ha vuelto a abrirse! ¡Solo Dios sabe cómo terminará todo! Creo que el doctor Van Helsing lo sabe, pero no ha querido todavía satisfacer mi curiosidad. Ayer estuvo en Exeter, y hoy ya ha regresado. Hacia las cinco irrumpió en mi despacho y me arrojó el ejemplar de ayer de The Westminster Gazette.
—¿Qué opina de esto? —rugió, retrocediendo con los brazos cruzados.
Recorrí con la vista rápidamente el diario mientras me preguntaba a qué podía referirse. Aproximándose de nuevo, me señaló un artículo que trataba de unos niños desaparecidos en los alrededores de Hampstead Heath, a los que, no obstante, se había encontrado al cabo de unas horas. Nada de eso me extrañó hasta que leí que los niños presentaban pequeñas incisiones en la garganta, como si hubiesen sido mordidos. Entonces, me asaltó una terrible idea y miré fijamente al profesor.
—¿Y bien? —me preguntó este.
—Es lo mismo que le ocurrió a Lucy.
—¿Cómo lo explicas?
—Simplemente, la causa es la misma. Lo que la hirió a ella también ha herido a esos niños.
—Es verdad… indirectamente, pero no directamente.
—¿Qué quiere decir, profesor?
Me sentía inclinado a tomarme un poco a la ligera su seriedad ya que, al fin y al cabo, un descanso de cuatro días después de las espantosas experiencias vividas, me había hecho recuperar el buen humor. Pero cuando vi su expresión, cambié de tono; jamás, ni en los momentos álgidos de la enfermedad de Lucy, había visto al profesor tan desolado.
—¿Cuál es su idea? ¡Explíquese! Por mi parte, no sé qué pensar.
—No me harás creer, querido John, que no tienes la menor idea de lo que pudo provocar la muerte de Lucy. No solo los acontecimientos deberían ayudarte a imaginarlo, sino también los comentarios, las observaciones que hice en tu presencia.
—Postración nerviosa debida a grandes pérdidas… de sangre.
—Y las pérdidas de sangre… ¿a qué se debieron?
Sacudí la cabeza negativamente. El profesor se acomodó a mi lado.
—Eres inteligente, querido John. Razonas bien y tienes un espíritu abierto, pero también estás lleno de prejuicios. No permites que tus oídos oigan y tus ojos vean, ni crees en las cosas que no forman parte de tu existencia cotidiana. ¿No piensas que hay cosas que, aunque no las comprendas, existen? ¿Que algunas personas ven lo que los demás no vemos? Existen cosas que los hombres no perciben porque conocen (o creen conocer) otras que se les ha enseñado. ¡Ah! He aquí el defecto de la ciencia; esta quisiera poder explicarlo todo, y, cuando no consigue explicar algo, declara que no hay nada que explicar. Sin embargo, por doquier y a diario vemos aparecer teorías nuevas, mejor dicho, se califican como nuevas, si bien suelen ser más viejas, aunque pretendan ser lo contrario, como las mujeres que asisten a la ópera. Bien, supongo que tú no crees en la transmutación de los cuerpos, ¿verdad? ¿No? ¿Ni en la materialización? ¿No? ¿Ni en el cuerpo astral? ¿No? ¿Ni en la lectura del pensamiento? ¿No? Ni en el hipnotismo…
—Sí, Charcot nos ha dado bastantes pruebas…
—O sea que de eso sí estás convencido —prosiguió, sonriendo—. Naturalmente, entiendes su mecanismo y sigues perfectamente la demostración del gran Charcot… ¡Ay! Así, mi querido John, debo entender que sencillamente aceptas el hecho, el resultado, pero sin ahondar en lo demás. Entonces, dime, y no olvides que soy especialista en enfermedades mentales, dime cómo es posible aceptar el hipnotismo y rechazar la telepatía. Permíteme añadir, amigo mío, que en la actualidad se están llevando a cabo experimentos con la electricidad que los mismos que la descubrieron los habrían juzgado sacrílegos (y esos mismos hombres habrían sido quemados por brujos no mucho antes). La existencia siempre ha estado llena de misterios. ¿Por qué Matusalén vivió novecientos años, mientras que nuestra pobre Lucy, a pesar de que le fue inyectada la sangre de cuatro hombres, no pudo sobrevivir ni un solo día? ¡Si hubiera vivido un día más, la habríamos salvado! ¿Conoces todos los misterios de la vida y de la muerte? ¿Conoces todo lo relativo a la anatomía comparada y por qué algunos hombres tienen cualidades animales y otros no? ¿Puedes explicar por qué, si las arañas mueren todas jóvenes, aquella araña gigante que vivió durante siglos en el campanario de la antigua iglesia española, empezó a aumentar de tamaño, a crecer, hasta que un día pudo bajar a beber el aceite de todas las lámparas del templo? ¿Puedes explicar por qué en la Pampa, y en otros lugares del globo, los murciélagos abren de noche no solo las venas del ganado sino también de los caballos y beben hasta la última gota de su sangre? ¿Y cómo es posible que en ciertas islas de los mares occidentales, los murciélagos, suspendidos durante todo el día de los árboles, ataquen a los marinos que se amodorran a causa del calor sobre los puentes de los navíos de modo que al día siguiente hallan a los pobres marineros muertos, tan faltos de sangre como la pobre Lucy?
—¡Dios mío, profesor! —exclamé—. ¿Pretende darme a entender que Lucy fue víctima de un murciélago? ¿Y que un hecho tan inverosímil puede ocurrir aquí, en Londres, en pleno siglo diecinueve?
Me impuso silencio con un gesto.
—¿Puedes explicarme por qué las tortugas viven más tiempo que generaciones de hombres, por qué el elefante sobrevive a otras tantas generaciones de seres humanos, por qué el loro muere solamente cuando es mordido por un gato o un perro… o si sufre de alguna dolencia? ¿Por qué los hombres, en todo tiempo y lugar, han creído que algunos viven eternamente? Todos sabemos, ya que la ciencia lo ha demostrado, que algunos sapos han vivido durante miles de años en agujeros rocosos. ¿Puedes explicarme, insisto, por qué el faquir de la India puede causar su propia muerte y enterrarse, sellar su tumba y hacer plantar trigo sobre la misma? ¿Por qué siembran más trigo después de la primera cosecha, y por qué, cuando se siega el trigo nuevo, unos individuos rompen el sello de la tumba y hallan al faquir en su ataúd, no muerto, sino vivo, puesto que se levanta al punto y prosigue su existencia como antes?
Yo estaba a punto de perder la razón. Van Helsing me estaba atiborrando el espíritu con una serie de excentricidades de la naturaleza, con tantas imposibilidades que, de repente, parecían posibles, que mi imaginación estaba al rojo vivo. Vagamente, sabía que intentaba demostrarme algo, como antaño en Amsterdam, pero en la universidad él siempre aclaraba por anticipado el tema de sus elucubraciones. Esta vez, yo no me veía ayudado por este punto de partida y, sin embargo, estaba ansioso por seguir sus ideas y el resultado final de las mismas.
—Profesor —observé—, permítame que sea nuevamente su alumno preferido. Acláreme de qué tema se trata a fin de poder aplicar sus teorías a medida que las vaya explicando. Por el momento, trato, con grandes esfuerzos, de entender los ejemplos que me expone, enlazándolos unos a otros, y me estoy volviendo loco. Tengo la impresión de ser un niño chapoteando en una marisma en invierno, y saltando de un matorral a otro, sin saber adónde voy.
—Diantre, buena comparación. Pues bien, te diré al momento hacia dónde apunto: deseo que creas.
—¿Que crea?
—Sí, que creas en cosas en las que hasta ahora no creías. Deja que me explique. Un día, un americano definió así la fe: «Es una facultad que nos permite creer en cosas que sabemos que no son ciertas». Comprendí perfectamente la idea de tal individuo. Es preciso tener un espíritu abierto, no permitir que una pequeña verdad nos impida llegar a una verdad mayor. Al principio, aprendemos la verdad ínfima, la apreciamos en su justo valor, pero no debemos creer que esta es toda la verdad del universo.
—¿Quiere usted decir que las ideas preconcebidas no deben impedir que se acepten otras, más extraordinarias?
—Ah, sigues siendo mi alumno favorito. ¡No se pierde el tiempo explicándote las cosas! Ahora que deseas comprender, que has dado ya el primer paso, lo entenderás todo al instante. Entonces, ¿crees que las pequeñas incisiones de la garganta de aquellos niños tienen el mismo origen que las que vimos en la garganta de Lucy?
—Sí, supongo que…
Se puso de pie.
—¡Te equivocas! —declaró—. Oh, si así fuera… Pero ¡ay! no… La verdad es mucho más terrible, sí, mucho más terrible…
—Por amor de Dios, profesor, acabe de una vez.
Con un gesto desesperado se dejó caer en una butaca y, tras apoyar los codos en la mesa, se cubrió el rostro con las manos y exclamó:
—¡Esos niños han sido víctimas de la pobre Lucy!