DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (CONTINUACIÓN)
Mi cólera no habría sido mayor si, estando aún viva, el profesor Van Helsing hubiera abofeteado a Lucy. Solté un puñetazo sobre la mesa y me levanté, mientras decía:
—¿Se ha vuelto loco, profesor?
Irguió la cabeza, me contempló tristemente, y la ternura que leí en sus pupilas me calmó al instante.
—Ojalá lo estuviera —dijo—. Sería mucho más fácil soportar la locura que tan terrible verdad. Amigo mío, ¿por qué, según tú, he aguardado tanto tiempo antes de confesarte algo tan sencillo? ¿Porque te odio? ¿Para hacerte sufrir? ¿Por afán de vengarme, al cabo de tantos años, de tu bella acción al salvarme la vida? No, ¿verdad?
—Perdóneme, profesor.
—Al contrario, amigo mío —continuó—, ha sido porque deseaba confesarte esta verdad causándote el menor daño posible, pues sabía que aún amabas a esa joven. Y, no obstante, no espero que me creas al momento. Ya es difícil aceptar inmediatamente una verdad abstracta que, a menudo, nos hace dudar al principio, sobre todo cuando siempre hemos creído lo contrario. Más difícil todavía es aceptar una verdad concreta, especialmente cuando es tan espantosa como esta. Esta noche te lo demostraré. ¿Te atreverás a acompañarme?
Observó mi vacilación.
—El razonamiento es sencillo —continuó—, y no tiene nada que ver con el niño que chapotea en una marisma. Si cuanto afirmo no es cierto, la prueba que obtendremos será un alivio o, por lo menos, no agravará el final de la historia de Lucy, tan penosa ya. Pero ¿y si tengo razón? Ah, esto es lo que temo; y sin embargo, este mismo temor ayudará a mi causa, puesto que, ante todo, necesito que se crea en mis palabras. Bien, he aquí mi proposición. Antes de nada, iremos a visitar a ese niño que, según la prensa, llevaron al North Hospital. El doctor Vincent, de dicho hospital, es amigo mío, y también tuyo, puesto que estudiasteis juntos en Amsterdam. No podrá negarse a que unos médicos estudien su caso. No le contaremos nada, aparte de que deseamos aprender. Luego…
—¿Luego…?
Sacó una llave del bolsillo con la que jugueteó pensativamente.
—Luego, tú y yo iremos a pasar la noche al cementerio donde reposa Lucy. He aquí la llave de su sepulcro. El sepulturero me la entregó para que se la remitiera a Arthur.
Ante la idea de la nueva y terrible prueba que nos aguardaba, sentí que me abandonaban las fuerzas. Sin embargo, necesitaba mostrarme valeroso y declaré que debíamos apresurarnos, pues se hacía tarde.
Encontramos al niño despierto. Había dormido y comido algo, y su estado general era satisfactorio. El doctor Vincent le quitó el vendaje del cuello para enseñarnos las dos incisiones. Eran exactamente iguales a las de la pobre Lucy. Algo más pequeñas, más frescas, pero aquí terminaba la diferencia. Le preguntamos a Vincent de dónde procedían, a su entender, y contestó que algún animal habría mordido al niño, seguramente una rata; aunque, en realidad, él se inclinaba por la teoría de que se trataba de un murciélago, mamífero muy numeroso en las colinas del norte de Londres.
—Entre muchos inofensivos —añadió—, tal vez haya uno de una especie más salvaje, procedente del sur. Quizá un marino lo trajo de algún viaje y se escapó, o se trata de un espécimen huido del Parque Zoológico. Es muy posible, en tal caso, que sea un murciélago perteneciente a la raza de los vampiros. En el zoo los crían. Hace apenas diez días se escapó un lobo y, según tengo entendido, fue visto por aquellos alrededores. Y los niños estuvieron una semana entera jugando a la Caperucita Roja, hasta que hizo su aparición la «dama de sangre». Desde entonces, solo piensan en ella… Este pequeño, al despertarse, le preguntó a la enfermera si podía marcharse y cuando quiso saber el motivo, el niño repuso simplemente: «Para ir a jugar con la “dama de sangre”».
—Espero —observó Van Helsing— que cuando ese niño pueda volver a casa de sus padres usted les aconsejará que le vigilen estrechamente. Esas escapadas con las que sueña son muy peligrosas, y la siguiente podría serle fatal. Aunque seguramente aún estará varios días en el hospital.
—Al menos, una semana; más tiempo si las heridas no cicatrizan al cabo de ocho días.
Como nuestra visita al hospital fue más prolongada de lo previsto, era ya de noche cuando salimos a la calle.
—Es inútil que nos apresuremos —comentó Van Helsing—. Aunque ignoraba que fuese tan tarde. Vamos, cenaremos antes y después continuaremos.
Cenamos en Jack Straw Castle, donde gozamos de la compañía de unos ciclistas y otras personas muy divertidas, y a las diez salimos del restaurante. La noche era muy oscura y pronto dejaron de alumbrarnos incluso los faroles callejeros. Era evidente que el profesor había memorizado el camino, puesto que caminaba sin ninguna vacilación. Por mi parte, no hubiera sabido decir dónde me hallaba. Cada vez nos encontrábamos con menos gente, y finalmente nos extrañó ver policías montados a caballo, patrullando. Al llegar al cementerio, nos pusimos a escalar el muro. Con algunas dificultades, puesto que desconocíamos aquel lugar y estaba muy oscuro, encontramos al fin la tumba de la familia Westenra. El profesor sacó la llave del bolsillo, abrió la rechinante puerta y, cortésmente, aunque sin duda de modo inconsciente, retrocedió un paso para dejarme entrar el primero. Tal amabilidad, en circunstancias tan fúnebres, resultaba irónica. Mi compañero me siguió, cerró el portón con cautela y, tras asegurarse de que la cerradura no era de pestillo, puesto que en tal caso nuestra situación habría resultado muy poco agradable, sacó una caja de cerillas y un pedazo de vela para alumbrarnos.
Adornada de flores frescas y a la luz del día, la tumba ya me había parecido lo bastante lúgubre y espantosa. Pero entonces, transcurridos ya varios días desde los funerales, con todas las flores marchitas, los blancos pétalos caídos en el suelo y las hojas amarillentas, con las arañas y otros insectos en su habitual dominio, las losas cubiertas de polvo y los hierros enmohecidos, así como los adornos de plata empañados que reflejaban la débil luz de la vela, constituía un espectáculo sombrío, cuyo horror superaba a toda imaginación. No podía evitarse la idea de que la vida animal no es lo único que desaparece para siempre.
Van Helsing procedió con método. Levantando la vela para poder leer las inscripciones de cada féretro, de manera que la cera al fundirse y caer encima de las placas de plata formaba manchones blancos, buscó y halló el ataúd de Lucy. Acto seguido, de su cartera extrajo un destornillador.
—¿Qué piensa hacer? —indagué horrorizado.
—Abrir el ataúd. Entonces, tal vez me creerás.
Empezó a desatornillar la tapa, hasta que logró levantarla. Debajo apareció la cubierta de plomo. Aquello era más de lo que yo podía soportar; era como una afrenta a la difunta, semejante a la que hubiesen podido infligirle en vida, desnudándola mientras estaba dormida. Cogí la mano del profesor para detenerle, pero él se limitó a murmurar:
—¡Ahora verás!
De su cartera sacó una sierra. Hundiendo el destornillador en el plomo, con un golpe tan fuerte que retrocedí sorprendido, hizo un agujero bastante grande para poder introducir la punta de la sierra. Pensé que del ataúd saldría el hedor y los gases procedentes de la descomposición de un cadáver de ocho días y retrocedí hacia la puerta. Pero el profesor continuó con su tarea como si estuviera ansioso de acabar cuanto antes. Aserró el plomo por un lado, después de través, y al fin por el otro lado. Tras separar la parte desprendida, acercó la vela a la abertura y me indicó con el gesto que me aproximara.
Avancé unos pasos y miré. El ataúd estaba vacío.
Mi asombro fue enorme, mas Van Helsing permaneció impasible. En aquel momento, estaba seguro de tener toda la razón.
—¿Me crees ya, John? ¿Estás convencido?
Sentí despertarse en mí la inclinación natural a la discusión.
—Estoy convencido de que el cuerpo de Lucy no está en su ataúd. Pero no demuestra más que…
—¿Qué, John?
—Que el cuerpo no está en el ataúd.
—¡Bien razonado! ¿Mas cómo explicas… cómo puedes explicar que no esté aquí?
—Tal vez haya por los alrededores un ladrón de cadáveres… Quizá los empleados de las pompas fúnebres robaron el cadáver…
Sabía que únicamente decía necedades, pero no hallaba ninguna otra explicación plausible. El profesor suspiró.
—Bien, necesitas otra prueba. Ven conmigo.
Volvió a dejar en su sitio la tapa del ataúd, guardó sus herramientas, apagó la vela y la metió también en la cartera.
Abrimos el portón y salimos. Volvió a cerrar con la llave y me la entregó.
—Guárdala. De esta —observó—, no dudarás.
Me eché a reír, con risa muy poco alegre, dándole a entender que era mejor que él guardara la llave.
—¿Qué significa una llave? Pueden existir varias copias y, además, esa cerradura debe ser fácil de forzar.
Sin contestar, se metió la llave en el bolsillo. Después, quiso que yo me ocultase no lejos de allí, detrás de un ciprés, a fin de asistir a lo que ocurriría, mientras él vigilaría la otra parte del cementerio. Desde detrás del ciprés le vi alejarse como una silueta sombría, hasta que los árboles y los monumentos funerarios lo pusieron fuera del alcance de mi vista.
La soledad me impresionó. Oí dar la medianoche en un reloj cercano, después la una, y luego las dos. Tenía frío, y estaba furioso contra Van Helsing por haberme arrastrado a tal lugar, y también conmigo mismo por haber aceptado. Aunque, a pesar del frío y el sueño que me invadían, ni por un momento pensé descuidar la vigilancia que me había encargado el profesor. Indudablemente, aquellas horas fueron las más penosas de mi vida.
De repente, tuve la impresión de distinguir una mancha blanca deslizándose entre los cipreses, al otro lado de la tumba; al mismo tiempo, precipitándose hacia ella, divisé una masa o mole sombría. Quise acercarme a mi vez, pero tuve que rodear varias tumbas y tropecé con algunas losas. El cielo estaba encapotado, y a lo lejos cantó un gallo. A cierta distancia, tras una fila de enebros que bordeaban la avenida que conducía a la iglesia, apareció una figura blanca, bastante borrosa, que avanzaba en dirección a la tumba de la familia Westenra; aunque, debido a la arboleda del lugar, no logré ver por dónde desaparecía la silueta. No tardé, no obstante, en oír el crujido de unos pasos reales en el mismo sitio por donde había pasado la blanca figura y percibí al profesor que sostenía entre sus brazos un niño muy pequeño. Cuando llegó a mi lado me lo mostró, al tiempo que exclamaba:
—Bien, ¿me crees ahora?
—¡No!
—¿No ves a este niño?
—Sí, veo a este niño… pero ¿quién lo ha traído aquí? ¿Está herido?
—Pronto lo sabremos —replicó el profesor.
Rápidamente, de mutuo acuerdo, nos dirigimos hacia la salida del cementerio. Van Helsing sostenía al pequeño dormido.
Nos detuvimos bajo un grupo de árboles donde, a la luz de una cerilla, examinamos la garganta del niño. No había ninguna incisión ni herida.
—Yo tenía razón, profesor —exclamé, con tono de triunfo.
—¡Hemos llegado a tiempo! —me corrigió Van Helsing, sumamente aliviado.
¿Qué debíamos hacer con el niño? Si lo entregábamos a la policía, tendríamos que explicar cómo lo habíamos hallado. Decidimos llevarlo al Heath y, cuando oyésemos acercarse a algún agente, lo dejaríamos donde aquel tuviese que encontrarlo a la fuerza, tras lo cual nos marcharíamos de allí a la carrera. Todo ocurrió según lo planeado. Apenas llegamos a Hampstead Heath, oímos las pisadas de un agente y, después de dejar al niño en el sendero, aguardamos escondidos hasta que una linterna alumbró al niño y el policía lanzó una exclamación de asombro. Tranquilizados ya sobre la suerte del pequeño que acabábamos de salvar, nos alejamos en silencio. Tuvimos la fortuna de hallar casi al momento un coche de alquiler y regresamos al centro de la ciudad.
Puesto que me resultaba imposible conciliar el sueño, he grabado esta entrada; pese a todo, intentaré dormir ahora, ya que Van Helsing vendrá a buscarme a mediodía. Quiere que le acompañe a otra expedición.
27 de septiembre. Eran más de las dos de la tarde cuando, al fin, nos arriesgamos a la segunda tentativa. El entierro, previsto para mediodía, ya había terminado y los rezagados habían franqueado lentamente la verja del cementerio cuando, desde detrás del arbusto que nos servía de refugio, vimos al sepulturero que cerraba la cancela con llave, antes de marcharse. Sabíamos que a partir de aquel momento estaríamos seguros hasta la mañana siguiente, si así lo deseábamos; pero el profesor me advirtió que, a lo sumo, necesitaríamos solo una hora. Como la víspera, experimenté la sensación de la horrible realidad de las cosas en que todo esfuerzo de la imaginación parecía vano; y me daba cuenta de que al llevar a cabo esta sacrílega tarea, me exponía a las iras de la ley. Además, estaba convencido de la inutilidad de todo aquello. Si había sido ya abominable abrir un féretro de plomo para ver si un cadáver estaba realmente muerto, era una verdadera locura querer entrar de nuevo en la tumba, cuando sabíamos que el ataúd estaba vacío. Sin embargo, me guardé de expresar mis pensamientos, porque cuando Van Helsing se obstinaba en una idea era imposible hacerle desistir de la misma. Sacó la llave, abrió la puerta y, como la víspera, se apartó cortésmente para cederme el paso. El triste recinto no resultaba tan lúgubre como la noche anterior; de todas formas, ¡qué aspecto tan desolador le confería el rayo de sol que penetraba por la puerta entreabierta! Van Helsing se acercó al féretro de Lucy, y yo le imité. Inclinándose, retiró de nuevo la parte aserrada de la tapa. Una fuerte impresión de asombro y de horror se apoderó de mí.
Lucy se hallaba dentro del ataúd, exactamente igual a como la habíamos visto el día de su entierro y, cosa extraña, con una belleza mucho más radiante que entonces; apenas pude creer que estuviese muerta. Los labios eran tan rojos… mejor dicho, más rojos que en vida, y sus mejillas estaban delicadamente coloreadas.
—¿Se trata de magia? —pregunté.
—¿Estás ya convencido? —replicó Van Helsing.
Con la mano, me señaló a la difunta. Después, con un gesto que me estremeció, le entreabrió los labios y me enseñó sus encías y sus blancos dientes.
—Fíjate, son más afilados. Con estos dientes —tocó los caninos—, mordió a los niños. Ya no es posible que dudes, querido John.
Quise rechazar lo que parecía imposible. Así que, en un intento por contradecirle del que enseguida me avergoncé, dije:
—Tal vez han devuelto el cadáver la noche pasada.
—¿Sí? ¿Quién, por favor?
—¿Quién o quiénes? Lo ignoro. Pero alguien la ha colocado de nuevo en el ataúd.
—Y, sin embargo, lleva muerta una semana. En ese tiempo, casi todos los cadáveres presentan otro aspecto.
A estas palabras no supe qué responder; sin embargo, Van Helsing no pareció reparar en mi silencio, o al menos no manifestó ni disgusto ni satisfacción. Estudió atentamente el semblante de la muerta, levantó sus párpados, examinó sus pupilas y volvió a entreabrir sus labios para contemplar los dientes.
Después, se volvió hacia mí.
—Sin embargo, existe una diferencia con otros casos. Nos hallamos ante un desdoblamiento de la vida, cosa que se ve muy pocas veces. Esta joven fue mordida por el vampiro en estado de hipnotismo, de sonambulismo… ¿Te sorprendes? Oh, sí, tú lo ignorabas, mi querido John. Te lo contaré más tarde. Y, estando siempre en estado de hipnotismo, el vampiro seguía chupándole la sangre. Murió en estado de trance, y en estado de trance se convirtió en no-muerta. Por esto no se parece a las demás. Ordinariamente, cuando los no-muertos duermen en su casa —con el ademán me indicó que el «hogar» de los vampiros siempre, o casi siempre, es un cementerio o una tumba—, su semblante revela lo que son, pero este, tan dulce antes de que Lucy se convirtiese en no-muerta, solo vuelve a la nada del muerto común. En ella no hay nada maligno, y por esto me resulta tan espantoso matarla mientras duerme.
La sangre se heló en mis venas y comprendí que empezaba a aceptar las teorías de Van Helsing; si Lucy ya estaba realmente muerta, ¿por qué me estremecía ante la idea de matarla?
El profesor levantó la mirada hacia mí, observando mi cambio de ideas.
—¿Me crees ya?
—No del todo —repliqué—. Sí, deseo aceptar su teoría, pero también necesito reflexionar. ¿Qué hará usted?
—Cortarle la cabeza y llenar su boca de ajos. Después, le hundiré una estaca en el pecho.
Me estremecí otra vez ante la idea de mutilar de esta forma el cadáver de la mujer que yo tanto había amado. De todas maneras, mi emoción no era tan terrible como había esperado. Empezaba a sentir escalofríos ante la presencia de aquel ser, de aquella no-muerta, como la llamaba Van Helsing, que ya era para mí algo execrable. ¿Es posible que el amor sea totalmente objetivo, o totalmente subjetivo?
Transcurrieron unos minutos interminables antes de que Van Helsing pusiera manos a la obra; de repente, saliendo de su ensimismamiento, cerró su cartera con un golpe seco.
—He estado reflexionando y he decidido qué será lo mejor. De seguir mis impulsos, ejecutaría inmediatamente, sí, ahora mismo, tan triste tarea, pero hemos de pensar en las consecuencias, que pueden acarrearnos mil dificultades. Es evidente que Lucy todavía no ha matado a nadie, aunque sin duda esto no sea más que cuestión de tiempo. Si actuase ahora, la pondría instantáneamente fuera de todo peligro. Pero, por otra parte, quizá más adelante necesitemos a Arthur, ¿y cómo podríamos contarle esto? Si tú, que viste las incisiones de Lucy y las del pequeño que visitamos en el hospital; si tú, que anoche viste este ataúd vacío, y hoy lo has visto lleno, y ves que, al cabo de una semana de su defunción, Lucy está más bella, más fresca que nunca; si tú, que has comprobado todo esto por ti mismo y que anoche divisaste la figura blanca que llevó al niño hasta el cementerio y, a pesar de todo, apenas das crédito a tus ojos, ¿cómo cabe esperar que Arthur, que nada ha visto, crea todo esto? Ya receló cuando le impedí besar a esta joven en el momento de su muerte. Me perdonó porque cree que le impedí despedirse de su amada a causa de una idea equivocada; ahora tal vez creyese que hemos enterrado a Lucy en vida, y que, por una equivocación nuestra, ha muerto ahora. Afirmará que estamos equivocados de cabo a rabo y que la hemos asesinado, a fuerza de querer tener razón. De forma que cada vez se sentirá más desgraciado, puesto que jamás llegará a tener una certeza absoluta, lo cual será el peor sufrimiento. Quizá pensará que su amada fue enterrada viva, y sus pesadillas serán atroces puesto que verá en ellas lo que la joven debió de padecer; otras veces pensará que, tal vez, tenemos razón, que su amada era, al fin y al cabo, una no-muerta… Ah, ya se lo advertí una vez y ahora estoy seguro: antes de lograr la felicidad, le aguardan momentos muy desdichados. El pobre muchacho vivirá la peor hora de su existencia, pero después nosotros podremos obrar de forma que, hasta la hora de su muerte, conozca la tranquilidad de espíritu. Bien, vámonos. Tú vuelve a cuidar a tus enfermos. Yo pasaré la noche en este cementerio. Y mañana por la noche, a las diez, ve a buscarme al hotel Berkeley. Le escribiré una nota a Arthur para que venga, lo mismo que al joven americano que dio su sangre por Lucy. A todos nos incumbe esta espantosa tarea. Te acompañaré hasta Piccadilly, donde cenaremos, puesto que deseo estar aquí de regreso antes de que caiga la noche.
Cerramos la tumba con llave, nos dirigimos hacia la tapia del cementerio, la escalamos y emprendimos el camino de Piccadilly.
NOTA DEJADA POR VAN HELSING EN SU MALETA EN EL HOTEL BERKELEY, DIRIGIDA AL DOCTOR JOHN SEWARD (NO ENTREGADA)
27 de septiembre
Mi querido John:
Escribo para ti estas líneas, por si acaso me ocurriese algún percance antes de volver a vernos. Regreso al cementerio, para vigilar. Mi intención es que la no-muerta no pueda abandonar su ataúd esta noche para que mañana sea mayor su afán por salir. Por tanto, ataré a la puerta del sepulcro todo lo que la no-muerta detesta, los ajos y un crucifijo, lo cual bastará para mantenerla quieta. Lucy es una no-muerta reciente y no se resistirá. Además, los ajos y el crucifijo le impedirán salir, pero no sentir el afán de ir en busca de su alimento. Estaré allí la noche entera, desde la puesta de sol hasta el amanecer, de modo que observaré todo lo que ocurra. En lo que concierne a Lucy, no tengo ningún temor, ni por ella, ni procedente de ella; pero, en cuanto al que la ha convertido en no-muerta, tiene ahora el poder de encontrar su tumba y refugiarse en ella. Es extremadamente astuto, pues tengo la prueba de ello, no solo por la narración de Jonathan Harker, sino por las diversas tretas que nos gastó cuando estaba en juego la vida de Lucy. Recuerda que nosotros perdimos la partida. En realidad, el no-muerto siempre es muy poderoso. En su mano tiene la fuerza de veinte hombres, por lo que fue en vano que nosotros cuatro diésemos la sangre por salvar a esa joven. Además, tiene el poder de convocar a los lobos y a otras criaturas infernales. En resumen, si esta noche aparece por el cementerio, allí me hallará; es posible que no lo intente; sus terrenos de caza son más provechosos que el cementerio donde duerme esa joven no-muerta y el viejo profesor que la vigila.
No importa; redacto estas líneas por si acaso… Coge todos los papeles que halles junto con esta carta, el diario de Harker y todo lo demás, y léelo. Después, intenta encontrar a ese famoso no-muerto, córtale la cabeza y quémale el corazón, o atraviésalo con una estaca para que el mundo se vea libre de él.
Por tanto… ¡adiós tal vez!
Van Helsing
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
28 de septiembre. Una noche de sueño resulta un bienestar increíble. Ayer, casi acepté las monstruosas teorías de Van Helsing; hoy me parecen un ultraje al sentido común. No dudo de que él cree ciegamente en tales teorías, pero me pregunto si no tendrá el cerebro un poco trastornado. Y, sin embargo, tiene que existir una explicación racional a estos hechos tan misteriosos en apariencia. ¿Es posible que todo sea obra del propio profesor? Posee una inteligencia tan extraordinaria que, si alguna vez perdiera la cabeza, cumpliría sus designios con una obstinación que nada ni nadie podría torcer. Esta idea me disgusta… pero, ¡qué asombroso sería descubrir que Van Helsing está loco! De todos modos, le observaré atentamente; es preciso que obtenga alguna luz en este misterio.
29 de septiembre, por la mañana. Ayer por la noche, poco antes de las diez, Arthur y Quincey entraron en la habitación de Van Helsing. El profesor nos dijo todo lo que esperaba de nosotros, aunque se dirigió especialmente a Arthur, como si nuestras voluntades, hasta cierto punto, dependiesen de la suya. Empezó expresando el deseo de que todos le acompañásemos.
—Puesto que —precisó—, tenemos que cumplir con un deber tan sagrado como penoso.
Después le preguntó a lord Godalming:
—Sin duda, le habrá sorprendido recibir mi carta.
—Confieso que sí —asintió Arthur—. He estado tan ocupado en mis angustias, en mi dolor, que desearía no recordar por el momento nada de lo pasado. Quincey y yo discutimos mucho respecto a su carta, sin saber exactamente cuál era su significado; y cuanto más discutíamos, menos la comprendíamos. Por mi parte, a pesar de haber meditado profundamente, no veo…
—Tampoco yo —le interrumpió Quincey.
—Oh —exclamó el profesor—, ustedes dos lo comprenderán con mayor rapidez que mi amigo John, el cual tuvo que retroceder bastante en los sucesos para llegar a entenderlo todo.
Evidentemente, sin que yo hubiera dicho la menor palabra, el profesor sabía que yo volvía a dudar de sus teorías. Acto seguido, se volvió hacia los dos jóvenes.
—Quisiera obtener de ustedes el permiso de cometer una acción… que es absolutamente necesaria —explicó—. Sé que pido mucho. Cuando conozcan mis intenciones se darán cuenta de mi exigencia. ¿Puedo pedir dicha autorización a ciegas, de modo que después, aunque por el momento se enojen conmigo, no se lo reprochen a sí mismos?
—Esto es sinceridad —interrumpió Quincey—. Yo confío en el profesor, y aunque todavía no capto el alcance de sus palabras, sé que sus intenciones son honradas y eso me basta.
—Gracias, amigo mío —repuso Van Helsing—. Yo también le considero como un joven con quien se puede contar en toda ocasión, y jamás lo olvidaré.
Le tendió la mano al americano.
—Doctor Van Helsing —dijo Arthur a su vez—, no quisiera obrar a la ligera, y si se trata de algo que comprometa mi honor o mi fe de cristiano, no podría hacer la promesa que me exige. Pero si, por el contrario, me asegura que sus intenciones no atacarán ninguna de ambas cosas, le concedo al instante entera libertad de acción, aun cuando, juro por mi vida, no entender nada en absoluto.
—Acepto sus condiciones —respondió el profesor—, y solo le pido que, antes de censurar mis actos, reflexione largamente y estudie si se atienen a sus condiciones.
—Comprendido —asintió Arthur—. Ahora, ¿puedo saber qué hemos de hacer?
—Quisiera que, dentro del mayor secreto, me acompañaran al cementerio de Kingstead.
El semblante de Arthur se puso tenso.
—¿Donde está enterrada la pobre Lucy? —inquirió.
El profesor asintió con el gesto.
—¿Y bien? —pidió Arthur.
—Y bien… Entraremos en el panteón.
Arthur se puso de pie.
—Doctor Van Helsing, ¿habla usted en serio o se trata de una pésima broma…? Perdone, veo que habla en serio.
Volvió a sentarse, pero se mantuvo expectante. Hubo un silencio hasta que Arthur preguntó:
—¿Y una vez dentro del panteón?
—Abriremos el féretro.
—¡Esto es demasiado! —gritó Arthur, volviendo a ponerse de pie, colérico—. Estoy dispuesto a ser paciente cuando se trate de algo razonable; pero esta profanación de la tumba de un ser que… —La indignación ahogó sus palabras.
El profesor le contemplaba compasivamente.
—Si pudiese ahorrarle una sola emoción, mi pobre amigo, Dios sabe bien que lo haría —replicó—. Pero esta noche tenemos que caminar por un sendero de espinos; de lo contrario, más tarde y durante toda la eternidad, la que usted ama tendrá que recorrer caminos de fuego.
Con el semblante lívido, Arthur levantó la vista y la clavó en Van Helsing.
—¡Cuidado, caballero, cuidado!
—Quizá sería mejor que lo supieran todo —murmuró el viejo profesor—. Al fin y al cabo, conocerían de este modo mis intenciones. ¿Quieren saberlo?
—Lo creo justo —intervino Quincey.
Van Helsing estuvo silencioso un momento, y continuó con voz velada por la emoción:
—Lucy falleció. Todos lo sabemos, ¿verdad? En cuyo caso, nada puede inquietarla. Pero si no estuviese muerta…
Arthur dio un salto y se levantó.
—¡Dios mío! ¿Qué significan estas palabras? ¿Fue enterrada viva?
—No he dicho que viviese, amigo mío, ni lo pienso. He dicho simplemente que podría ser una no-muerta.
—¡No-muerta! ¡No-viva! ¿Qué significa todo esto?
—Existen misterios que el espíritu solo entrevé, y que con el paso de los siglos solo han podido resolverse en parte. Créame, nos hallamos en presencia de uno de esos misterios. Pero aún no he terminado. ¿Puedo cortarle la cabeza a Lucy?
—¡No, por todos los santos! —gritó Arthur, furioso en sumo grado—. ¡Jamás consentiré que se mutile su cadáver! Doctor Van Helsing, me somete usted a una prueba incalificable, que supera todos los límites de la tolerancia. ¿Qué he hecho yo para ser torturado de este modo? ¿Qué hizo aquella dulce y bella criatura para que usted desee profanar su tumba? ¿Está loco, para proferir semejantes palabras, o estoy yo loco al escucharlas? Bien, no consiento tamaño ultraje contra Lucy. Mi deber es protegerla, y Dios es testigo de que cumpliré con esta obligación.
Van Helsing abandonó el sillón donde había estado sentado y repuso gravemente:
—También yo, lord Godalming, he de cumplir un deber… un deber hacia otros, un deber hacia usted, un deber hacia la difunta. Por el momento, solo le pido que me acompañe allá, con el fin de ver y oír. Si más tarde le dirijo la misma petición… y usted accede a ella, entonces cumpliré con mi deber, sea cual sea. Luego, me pondré a su disposición para darle cuenta de todo.
Su voz se quebró un instante, pero continuó en un tono compasivo:
—Pero le suplico, por favor, que no se enfade conmigo. A lo largo de mi existencia, he tenido que realizar a veces cosas desagradables, ingratas que, incluso, me desgarraban el corazón; pues bien, jamás tuve que cumplir un deber tan doloroso como este. Si llega un día en que sus sentimientos hacia mí cambian, una sola mirada de usted bastará para disipar hasta el recuerdo de esta hora triste, porque, ¡créame!, haré todo cuanto esté en mi mano para ahorrarle sufrimientos. Piénselo: ¿por qué me afanaría yo tanto? ¿Por qué sufrir tantos quebraderos de cabeza, tantas inquietudes? Vine de Holanda para cuidar a una enferma; primero, solamente por amistad hacia John; después, puse toda mi ciencia y mi buena voluntad al servicio de una joven que, poco a poco, llegó a inspirarme un verdadero afecto. Le di, y casi me avergüenza recordarlo, a pesar de la emoción que experimento, diría casi la ternura, mi propia sangre, como ustedes le dieron también la suya. Sí, yo, que no era su prometido como usted, lord Godalming, le di mi propia sangre, a pesar de ser solamente su médico y su amigo. Le consagré días enteros, noches enteras, no solo antes de su muerte, sino también después, y si mi propia muerte pudiese endulzar su triste destino, siendo como es una muerta no-muerta, moriría gustoso por ella.
Había en su acento tanta comprensión, tanto orgullo, que Arthur quedó hondamente emocionado; tomó la mano de Van Helsing y murmuró con voz quebrada:
—¡Oh, qué difícil resulta entender todo esto! Sin embargo, le acompañaré al cementerio. Y ya veremos…