DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (CONTINUACIÓN)
Eran las doce menos cuarto de la noche cuando escalamos la baja tapia del cementerio. La noche era oscura; solo de vez en cuando asomaba la luz a través de los gruesos nubarrones que avanzaban velozmente por el cielo. Formábamos un grupo apretado, si bien Van Helsing andaba con ligereza, delante, para mostrarnos el camino. Cuando llegamos cerca de la tumba, observé atentamente a Arthur, pues temía que aquel lugar tan lleno de dolorosos recuerdos para él le trastornase profundamente, pero conservaba toda su sangre fría. Supuse que el mismo misterio de nuestra empresa atenuaba en cierto modo su dolor. El profesor insertó la llave en la cerradura, la hizo girar, abrió la puerta, que rechinó sobre sus goznes, y al ver que todos vacilábamos, resolvió la situación pasando adelante el primero. Le seguimos y cerramos la, puerta. A continuación, encendió una linterna y con ella iluminó el féretro. Siempre indeciso, Arthur avanzó, en tanto que Van Helsing se aproximaba a mí.
—Tú estuviste ayer conmigo. ¿Se hallaba el cadáver de Lucy Westenra en el ataúd?
—Sí —contesté.
El profesor se volvió hacia los otros dos.
—Ya lo han oído. Sin embargo, ¡todavía hay alguien que no cree en mis palabras!
Sacó el destornillador y levantó la tapa del ataúd. Arthur contemplaba la escena sumamente pálido, pero no habló. Cuando la tapa quedó retirada, se acercó más al féretro. Evidentemente, ignoraba la existencia de la cubierta de plomo; al observar la marca de la sierra sobre el plomo, la sangre le encendió el semblante, pero al instante recobró su lividez. Van Helsing apartó la plancha de plomo. Miramos todos… y nos estremecimos de horror.
¡El ataúd estaba vacío!
Durante varios segundos, nadie dijo una sola palabra. Fue Quincey Morris quien finalmente rompió el turbador silencio.
—Profesor, tengo confianza en usted, como ya dije. Su palabra me basta. Por tanto, en otra ocasión más corriente, no le formularía ninguna pregunta, ni quisiera parecer que dudo de sus palabras o sus actos; pero ahora nos hallamos en presencia de un misterio tan espantoso que creo que se me permitirá la pregunta. ¿Es usted quien ha hecho esto?
—Le juro por lo más sagrado que yo no he sacado a Lucy de aquí, que nada tengo que ver con ello. He aquí lo ocurrido: anteayer vinimos aquí mi amigo John Seward y yo, con un buen propósito, pueden creerlo. Abrí el ataúd, que estaba sellado, y vimos que estaba vacío, lo mismo que ahora. Decidimos aguardar y, en efecto, no tardamos en divisar una figura blanca que se movía entre los árboles. Al día siguiente, ayer, volvimos en pleno día, y Lucy estaba tendida aquí, dentro de su ataúd. ¿No es cierto, John?
—Sí.
—La primera noche llegamos a tiempo. Había desaparecido otro niño. Afortunadamente, lo hallamos entre las tumbas, y observamos que no tenía ninguna incisión. Ayer, como he dicho, vinimos de día, pero yo regresé aquí antes del anochecer, ya que solamente cuando se pone el sol pueden los no-muertos abandonar sus sepulcros. Aguardé la noche entera, hasta el amanecer, pero no vi nada, debido probablemente a que yo había colgado del portón unas ristras de ajo, cuyo olor los no-muertos no pueden soportar. Anoche, pues, Lucy no salió antes de ponerse el sol, vine aquí para retirar los ajos y el crucifijo. Y por eso ahora hemos hallado el ataúd vacío. Tengan un poco más de paciencia. Hasta ahora, todo resulta muy extraño. Pues bien, escóndanse conmigo cerca de aquí y verán algo mucho más extraño todavía. Bien —añadió, apagando la linterna—, salgamos.
Abrió la puerta y, uno tras otro, salimos. El profesor salió en último lugar, y cerró la puerta con llave.
¡Oh, qué fresca y pura me pareció la brisa nocturna después del horror de la tumba! ¡Qué agradable ver cómo las nubes huían a toda velocidad en el cielo, y la claridad de la luna se filtraba entre ellas, como los instantes de felicidad y de tristeza en la vida del hombre! ¡Qué grato era respirar el aire fresco, libre del hedor a muerte! ¡Qué confortante contemplar las luces del cielo más allá de la colina y escuchar a lo lejos el rumor confuso de una gran ciudad! Todos mostrábamos un aspecto grave; abrumado por la revelación que acababa de oír, Arthur callaba; adiviné que intentaba captar el motivo de todo aquello, penetrar el significado profundo del misterio que nos rodeaba. Por mi parte, yo esperaba pacientemente, dispuesto a rechazar de nuevo mis dudas y aceptar las conclusiones de Van Helsing. Quincey Morris estaba impasible, como el hombre que admite cuanto se le cuenta, aunque no sin espíritu crítico. Como no podía fumar, empezó a mascar tabaco. Van Helsing, por su parte, estaba ocupado en una tarea muy concreta. Al principio, sacó de su cartera un objeto que se asemejaba a una delgada galleta, como una hostia, cuidadosamente envuelta en un pañuelo blanco; después, dos puñados de una sustancia blancuzca… como pasta de harina. Hizo pedazos la hostia y, trabajando con la pasta, lo convirtió todo en una sola masa. Luego, hizo con ella pequeñas tiras que colocó en los intersticios de la puerta del panteón. Naturalmente, esto me extrañó y, como estaba a su lado, le pregunté qué hacía. Arthur y Quincey, curiosos también, se nos aproximaron.
—Cierro la tumba —nos explicó el viejo profesor—, para que la no-muerta no pueda entrar.
—¿Y esta pasta se lo impedirá? —inquirió Quincey—. ¡Si esto parece una chiquillada!
—¿Se lo parece?
—¿A usted no?
Era Arthur quien había formulado la última pregunta. Van Helsing se descubrió respetuosamente antes de contestar.
—Es una hostia. La he traído de Amsterdam. Obtuve una indulgencia.
Esta respuesta nos impresionó profundamente y todos pensamos que ante un designio tan grave como el del profesor (designio que le inducía a emplear lo más sagrado del mundo), era imposible seguir dudando. Sumidos en un respetuoso silencio, nos colocamos cada cual en el sitio previamente designado por el profesor en torno al panteón, donde era imposible ser vistos. Compadecí a mis compañeros, especialmente a Arthur. Respecto a mí, mis anteriores visitas al cementerio me habían acostumbrado a aquel triste y fúnebre lugar; y, no obstante, si una hora antes rechazaba las pruebas de Van Helsing, ahora mi corazón empezaba a flaquear. Nunca las tumbas me habían parecido tan blancas; jamás los cipreses, los tejos, los enebros, habían simbolizado tan bien la melancolía; nunca los árboles, la hierba, se habían doblegado bajo el viento de manera tan siniestra; ni las ramas habían crujido con tanto misterio, ni los aullidos lejanos de los perros habían trasmitido a través de la noche tal presagio de pesadumbre.
Transcurrió un largo rato de silencio, un silencio profundo, doloroso. Por fin, el profesor llamó nuestra atención.
—¡Chist! —y señaló a lo lejos.
Por la avenida de los tejos avanzaba una figura blanca que sostenía contra el pecho algo oscuro. De repente, la figura se detuvo y, en el mismo instante, un rayo de luna asomó entre dos nubes e iluminó la aparición: era una mujer envuelta en un blanco sudario. No le vimos el rostro, ya que tenía la cabeza inclinada hacia lo que llevaba en brazos, que pronto identificamos como un niño rubio. Se detuvo y oímos un chillido agudo, como el que emitiría un niño dormido, o un perro que sueña ante el fuego del hogar. Nos disponíamos a correr hacia ella cuando Van Helsing, al que todos podíamos divisar situado detrás de un tejo, nos detuvo con un movimiento de la mano. La figura blanca siguió avanzando. No tardó en llegar tan cerca de nosotros que la distinguimos con suma claridad, tanto más cuanto que la luna brillaba todavía entre las nubes. Se me heló el corazón y, en el mismo instante, oí el grito de horror ahogado que lanzó Arthur: todos acabábamos de reconocer las facciones de Lucy Westenra. Lucy Westenra… ¡pero tan cambiada…! La dulzura de su rostro había desaparecido y en su lugar había una expresión dura y cruel y, en lugar de pureza, su semblante reflejaba deseos voluptuosos. Van Helsing abandonó su escondite y, junto con él, los demás nos dirigimos a la puerta del panteón, ante la cual nos apostamos los cuatro. Van Helsing levantó la linterna para iluminar el semblante de Lucy; los labios de la joven estaban húmedos de sangre, y unas gotas corrían por su barbilla, manchando su inmaculada mortaja. Nuevamente, nos estremecimos de pavor. A la luz vacilante de la linterna, comprendí que hasta los nervios de acero de Van Helsing estaban cediendo al histerismo. Arthur se hallaba a mi lado y, de no haberle cogido del brazo, habría caído al suelo.
Cuando Lucy (llamo Lucy a aquella forma que se hallaba ante nosotros, puesto que tenía su apariencia) nos vio, retrocedió, profiriendo un furioso gruñido, como un gato pillado por sorpresa. Después clavó sus pupilas en nosotros. Eran los ojos de Lucy por su forma y color; pero los ojos de una Lucy impura, que brillaban con fulgor infernal y no con las cándidas y dulces pupilas que tanto habíamos amado. En aquel instante, lo que quedaba aún de mi amor se transformó en odio y desprecio; de haber tenido que matarla en aquel momento, no habría vacilado ni un segundo… ¡y con qué placer cruel! Mientras ella nos contemplaba con sus pupilas relucientes y perversas, su semblante se iluminó con una sonrisa voluptuosa. ¡Dios mío, qué terrible verla así! ¡Qué visión tan odiosa! Implacable como un demonio, con un brusco movimiento, arrojó al suelo al niño que llevaba en brazos, gruñendo como el perro a quien acaban de quitarle un hueso. El niño gimió, y luego se quedó inmóvil. La dureza y crueldad de ese gesto arrancó un grito de cólera de la garganta de Arthur; cuando ella avanzó hacia él, con los brazos extendidos al frente y con aquella sonrisa lasciva, Arthur retrocedió y ocultó el rostro entre las manos. Ella continuó avanzando, murmurando con tono lánguido y ademanes llenos de gracia y voluptuosidad:
—¡Ven conmigo, Arthur! ¡Abandona a tus compañeros y ven conmigo! ¡Necesito tenerte entre mis brazos! ¡Ven! ¡Reposaremos juntos! ¡Ven, maridito mío! ¡Ven conmigo!
En su voz había una dulzura demoníaca, algo semejante al tintineo de dos vasos al chocar… que resonaba en nuestros cerebros aunque sus palabras fueran dirigidas a otro. En cuanto a Arthur, parecía hechizado y, tras descubrir su rostro, abrió los brazos. Iba ya Lucy a refugiarse en ellos cuando Van Helsing, de un salto, se colocó entre ambos, con un crucifijo de oro en la mano. Lucy retrocedió y, con sus facciones descompuestas por el furor, pasó por el lado del profesor hacia el panteón, con la intención de refugiarse en él. Mas, al llegar cerca de la puerta, se detuvo como si una fuerza irresistible le impidiese proseguir su camino. Se volvió hacia nosotros, con el rostro completamente iluminado por la luz de la linterna que Van Helsing sostenía con mano firme. Jamás había observado en persona alguna tal expresión de rencor y despecho, y espero no volver a ver jamás algo parecido. Las mejillas de Lucy, hasta entonces coloreadas, se tornaron lívidas, sus pupilas desprendieron auténticas chispas infernales, las arrugas que aparecieron en su frente semejaban las serpientes de Medusa, y la encantadora boca de labios escarlata se abrió hasta formar un cuadrado, como en aquellas máscaras griegas o japonesas que representan la cólera. Si alguna vez un rostro ha podido expresar la muerte, si una mirada es capaz de matar, aquel rostro, aquella mirada, se hallaban ante nosotros.
Durante medio minuto, que a todos nos pareció una eternidad, Lucy estuvo allí, entre la cruz que Van Helsing seguía empuñando en alto y la tumba, cuya hostia le prohibía la entrada. El profesor puso fin al silencio al preguntar a Arthur:
—Amigo mío… ¿debo continuar mi obra?
El joven se arrodilló y, de nuevo con la cara entre las manos, contestó en un murmullo:
—Profesor, obre como mejor le plazca… Nada puede haber peor que esto.
Gimió, mientras Quincey y yo, de común acuerdo, nos aproximamos a él para sostenerle. Van Helsing dejó la linterna en tierra; después, yendo a la puerta de la tumba, arrancó la pasta de los intersticios. Entonces, una vez terminada esta labor, contemplamos, petrificados por el terror, cómo el cuerpo de la figura, que parecía tan material como los nuestros, pasaba a través de una grieta por la que apenas habría podido pasar la hoja de un cuchillo. Todos experimentamos una sensación de alivio inefable cuando el profesor, con calma inexorable, volvió a colocar en torno a la puerta la sagrada pasta. A continuación fue a levantar al pequeño.
—Ahora, vengan, amigos míos; ya no podemos hacer nada más hasta mañana. A mediodía hay previsto un entierro, de modo que volveremos después. A las dos, todos los parientes y amigos del difunto se habrán marchado, pero, una vez el sepulturero haya cerrado la cancela de entrada, nosotros nos quedaremos. Entonces, seguiremos con nuestra labor, que, sin embargo, no será tan espantosa como lo que acabamos de presenciar. En cuanto a este niño, no ha sufrido mucho y mañana se hallará restablecido. Igual que el otro, lo dejaremos en un lugar donde la policía logre encontrarlo fácilmente.
Calló y se aproximó a Arthur.
—Mi querido amigo, esta prueba ha sido excesiva para sus nervios; pero más adelante, cuando la rememore, comprenderá hasta qué punto era necesaria. Las horas de amargura de que le hablé, las está viviendo ahora; mañana, ¡gracias a Dios!, habrán pasado y usted conocerá la tranquilidad de ánimo, si no la felicidad; por tanto, no permita que el dolor haga presa en su corazón. Hasta mañana, y le ruego que me perdone.
Llevé a Arthur y a Quincey a mi casa y, durante el camino de retorno, intentamos animarnos mutuamente. Habíamos dejado ya al niño en lugar seguro y todos estábamos agotados.
Los tres logramos dormir, mal que bien.
29 de septiembre, por la noche. Poco antes de las dos, Arthur, Quincey y yo fuimos a buscar al profesor a su hotel. Cosa extraña; sin habernos puesto de acuerdo, íbamos todos vestidos de negro. Naturalmente, Arthur llevaba luto riguroso.
Poco después estábamos en el cementerio; nos paseamos por sus avenidas evitando ser observados, y así, cuando los sepultureros terminaron sus tareas y cerraron la cancela con llave pensando que todo el mundo se había marchado, quedamos completamente dueños del lugar.
En lugar de su cartera negra, Van Helsing llevaba otra de forma alargada, como la de un jugador de críquet, que al parecer era muy pesada.
Cuando, tras haber oído los últimos pasos alejarse por la carretera, estuvimos seguros de nuestra soledad, seguimos al profesor hasta el panteón. Abrió la puerta y entramos todos, y a continuación cerró a nuestras espaldas. El profesor encendió la linterna y dos velas que fijó sobre ataúdes mediante la cera fundida, de forma que tuviéramos la luz necesaria para trabajar. Cuando levantó de nuevo la tapa del ataúd de Lucy, todos temblábamos, especialmente Arthur. Entonces pudimos ver a la joven tendida allí dentro, con toda su hermosura muerta. Pero en mi corazón no quedaba ya sitio para el amor; solo el odio lo llenaba, el horror que me inspiraba aquella figura odiosa que conservaba la forma de Lucy sin su alma. Vi cómo el rostro de Arthur se ponía tenso.
—¿Se trata verdaderamente del cuerpo de Lucy —le preguntó al profesor—, o es un demonio que ha adoptado su forma?
—Es su cuerpo y no lo es. Aguarde un momento y volverá a verla tal como era, tal como es aún en realidad.
Lo que teníamos allí delante parecía la pesadilla de Lucy. Los dientes puntiagudos, los labios voluptuosos, manchados de sangre… todo ello era suficiente para producir escalofríos de terror, y su cuerpo sensual, visiblemente carente de alma, era como una burla diabólica de lo que el cuerpo de Lucy había sido en vida.
Metódicamente, según su costumbre, Van Helsing retiró de su cartera diversos instrumentos y los dejó a mano. Primero, sacó un soldador y un poco de soldadura; después, una lámpara de aceite que, una vez encendida, desprendió un gas azulado que daba mucho calor; luego, los instrumentos que debían servir para la operación y finalmente una estaca de madera, cilíndrica, de unos diez centímetros de diámetro y un metro de longitud. Puso al fuego la punta de la estaca, y después la afiló. Por fin, sacó de la cartera un martillo de grandes dimensiones. La visión de un médico que prepara todos los detalles para proceder a una operación siempre me ha resultado satisfactoria, pero aquellos preparativos inspiraron a Arthur y a Quincey una verdadera consternación. No obstante, ambos trataban de conservar su valor y se mantuvieron en silencio.
—Antes de dar comienzo a mi labor —murmuró Van Helsing—, permítanme explicarles en qué consiste; de hecho, este conocimiento nos lo ha transmitido la ciencia y las experiencias de los antiguos y de cuantos han estudiado los poderes de los no-muertos. Este estado de vida en muerte se halla estrechamente ligado a la maldición de inmortalidad. Se niega la muerte a esos seres que deben, de siglo en siglo, causar nuevas víctimas y multiplicar los males en la Tierra; ya que todo aquel que muere después de haber sido la presa de un no-muerto, se convierte en otro a su vez, que también buscará sus víctimas correspondientes. De manera que el círculo se agranda incesantemente, como los círculos provocados por un guijarro arrojado a un estanque. Arthur, amigo mío, de haber besado a Lucy un momento antes de su muerte, como era su deseo, o si anoche la hubiese recibido en sus brazos, a la hora de la muerte, usted se habría convertido en un nosferatu, como dicen en la Europa oriental, y se habría dedicado a causar otros no-muertos, como los que ya nos causan pavor. En su calidad de no-muerta, la carrera de esta desdichada joven acaba de empezar. Los niños cuya sangre ha chupado no están aún en trance desesperado; pero si continuase viviendo como no-muerta, dichos niños perderían cada vez más sangre, obedeciendo al poder que ella ejerce sobre ellos, e irían en su busca; con su boca odiosa, esa no-muerta les dejaría finalmente exangües. Por el contrario, si ella muere realmente, cesará todo el mal; las leves incisiones desaparecerán de la garganta de los niños, que volverán a sus juegos, olvidando toda esta aventura; más importante aún: cuando la verdadera muerte se apodere de esta no-muerta, el alma de nuestra querida Lucy volverá a ser libre. En lugar de realizar su obra malvada durante la noche, y envilecerse cada vez más al asimilarla durante el día, ocupará su lugar reservado entre los ángeles. Así, amigo mío, la que le dé el golpe de gracia será una mano que ella bendecirá. Yo estoy dispuesto a ello. Pero ¿no hay entre nosotros alguien con más méritos para este privilegio? Qué dicha poder pensar en el silencio de la noche: «Fue mi mano la que la envió a las estrellas, la mano de quien ella más amaba en este mundo, la mano que ella misma habría elegido para este trance, de poder hacerlo». ¿No hay aquí, entre nosotros, esa persona afortunada?
Todos miramos a Arthur, el cual, como todos, comprendió la generosa intención de Van Helsing al proponer que fuese su mano la que liberase a Lucy. Sí, era Arthur quien debía conservar para nosotros la memoria de Lucy inmaculada, y no impura.
—Desde lo más profundo de mi corazón, amigo mío, mi verdadero amigo —murmuró Arthur, avanzando hacia el profesor—, le agradezco su deferencia. Dígame qué he de hacer y obedeceré sin vacilar.
—¡Bravo muchacho! Solo es preciso un instante de valor ¡y todo habrá concluido! Se trata de clavarle esta estaca en el pecho. Sí, repito que es una prueba terrible, pero será breve y acto seguido su felicidad será mayor que el dolor actual, y cuando usted salga de aquí, creerá tener alas. Pero una vez haya empezado, no podrá vacilar. Piense que todos estamos a su lado, amigo mío, que todos rogaremos por usted durante esos instantes espantosos.
—Adelante —dijo Arthur con la voz ahogada por la emoción—, ¿qué he de hacer?
—Coja la estaca con la mano izquierda, coloque su punta sobre el corazón de Lucy, y empuñe el martillo con la otra mano. Cuando empecemos a recitar la oración de difuntos (yo la leeré, ya que he tenido le precaución de traer el devocionario), golpee en nombre de Dios, a fin de que nuestra querida muerta descanse en paz y que la no-muerta desaparezca para siempre jamás.
Arthur cogió la estaca y el martillo y, ya decidido firmemente a obedecer, sus manos no temblaron en absoluto. Van Helsing abrió el libro de rezos y empezó a leer; Quincey y yo le seguimos como pudimos. Arthur colocó la punta de la estaca sobre el corazón de Lucy y observé que empezaba a hundirla ligeramente en la blanca carne. Después, golpeó con el martillo con toda su fuerza.
La Cosa, dentro del ataúd, tembló, se retorció en pavorosas convulsiones, y un chillido de rabia, que heló nuestros corazones, se escapó de su boca; los afilados dientes se clavaron en los labios, y se cubrieron de una espuma escarlata. Arthur no perdió el coraje. Semejante al dios Thor, su brazo se alzaba y se abatía con firmeza, hundiendo cada vez más la misericordiosa estaca, mientras la sangre manaba y se esparcía por doquier. En su rostro se veía reflejada la resolución, como si estuviese seguro de ejecutar un deber sagrado, y al verlo, nuestras voces también se elevaron con mayor firmeza. Poco a poco, el cuerpo cesó de temblar, las contorsiones disminuyeron, pero los dientes continuaron clavados en los labios, y los rasgos del rostro siguieron estremeciéndose. Finalmente, el cadáver quedó completamente inmóvil. La terrible tarea había terminado.
Arthur soltó el martillo. Se tambaleó y habría caído al suelo si no le hubiéramos sujetado a tiempo. Por su frente resbalaban gruesas gotas de sudor y estaba jadeante. El esfuerzo había sido horrible, y, de no haberse visto obligado por consideraciones de humanidad, jamás lo habría llevado a cabo. Durante unos minutos solo nos ocupamos de él y no prestamos atención al ataúd. Sin embargo, cuando nuestras miradas se posaron en su interior, no logramos reprimir una exclamación de asombro. Contemplábamos el féretro con tanta atención que Arthur, tras incorporarse, se unió a nosotros. En su semblante, la expresión de horror se trocó en otra de alegría.
En el ataúd ya no yacía la horrible no-muerta que habíamos acabado por temer y odiar hasta el punto de considerar su destrucción como un privilegio concedido a quien de entre nosotros poseía más derechos; dentro del ataúd se hallaba ahora Lucy, exactamente igual que en vida, con su dulce rostro, de una pureza sin igual. Cierto, el dolor, los sufrimientos, habían marcado su semblante, pero para nosotros era aún más querido. Todos nosotros intuimos en aquel momento que la santa paz que se retrataba en aquel semblante, en aquel pobre cuerpo, era ya el símbolo del eterno descanso.
Van Helsing puso una mano sobre el hombro de Arthur.
—Amigo mío, ¿me perdona ahora? —inquirió.
Cuando el viejo profesor cogió entre las suyas la mano del joven lord, la tensión de este se disipó y llevó a los labios aquella arrugada mano y la besó con fervor.
—¡Si le perdono…! Que Dios le bendiga, mi querido profesor, puesto que usted le ha devuelto su alma a mi amada, y a mí la paz.
Abrazó a Van Helsing y apoyando la cabeza en su pecho, lloró largamente, en tanto los demás permanecíamos mudos e inmóviles.
—Ahora, amigo mío —replicó el profesor cuando Arthur irguió la cabeza—, ya puede besarla. Puede depositar un beso sobre los labios de la difunta, tal como ella hubiera querido. Puesto que actualmente no es ya un demonio de terrible sonrisa, ya no es una no-muerta, ni lo será nunca más. Es una verdadera muerta en Dios, su alma está ya en el cielo.
Arthur se inclinó y besó aquel apacible rostro y después le enviamos junto con Quincey fuera del recinto. Yo ayudé al profesor a serrar la parte sobresaliente de la estaca, le cortamos la cabeza al cadáver y llenamos su boca de ajos. Después, atornillamos nuevamente la tapa y recogimos las herramientas. Cuando el profesor cerró la puerta con llave, le entregó esta a Arthur.
Fuera, la brisa era suave, brillaba el sol, cantaban los pájaros y parecía que toda la naturaleza estuviera afinada en otro tono. Por todas partes había felicidad, alegría y paz, y también nosotros habíamos hallado la paz, y estábamos contentos, aunque era una alegría algo empañada.
Antes de separarnos, Van Helsing nos dijo:
—Amigos míos, se ha realizado la primera parte de nuestra misión, la más cruel para nosotros. Pero queda aún otra tarea, más importante todavía: descubrir al autor de tantos males y hacer que desaparezca de la faz de la Tierra. Yo poseo ciertas claves que, hasta cierto punto, facilitarán nuestra búsqueda. Esta tarea será larga, llena de peligros y de sufrimientos. ¿Me ayudarán? Actualmente, todos creemos ya. Y siendo así, sabemos cuál es nuestro deber. Prometimos llegar hasta el fin, según creo.
Uno tras otro estrechamos su mano y prometimos ayudarle.
—Mañana por la tarde, a las siete —prosiguió el viejo profesor—, cenaremos juntos en casa de John. Invitaré también a otras dos personas. Por entonces, tendré listos mis planes, que serán claramente explicados. Mi querido John, ven conmigo, he de consultarte algo. Esta noche partiré para Amsterdam, pero volveré mañana por la tarde. Entonces dará comienzo nuestra gran investigación; no obstante, he de contarles muchas cosas antes y ponerles al corriente de lo que haremos y lo que hemos de temer. Pero, una vez emprendida nuestra santa misión, ya no podremos retroceder.