DIARIO DE MINA HARKER
l de noviembre. Viajamos el día entero, a buen paso. Los caballos parecen comprender que están bien tratados y avanzan de buen grado lo más rápido que pueden. El hecho de haberlos cambiado varias veces, y de verles siempre animados de las mejores intenciones, nos anima a pensar que el viaje será fácil. El profesor Van Helsing no malgasta las palabras; dice a los aldeanos que tiene mucha prisa por llegar a Bistritz y les paga muy bien por el cambio de caballos. Tomamos una sopa caliente, o té, y volvemos a ponernos en marcha. La región es encantadora, con bellísimos paisajes, y la gente es animosa, robusta, simple, dotada de las mejores cualidades. Sin embargo, son muy, muy supersticiosos. En la primera casa donde paramos, cuando la mujer que nos sirvió observó la señal de mi frente, se persignó y alargó dos dedos hacia mí, para protegerse del mal de ojo. Creo que puso gran cantidad de ajos en nuestra comida, y yo no soporto el ajo. Desde entonces, procuro no quitarme el sombrero ni el velo, a fin de no despertar sospechas. Avanzamos con rapidez. Como no llevamos cochero para contar chismes en las etapas, dejamos el escándalo a nuestras espaldas; no obstante, me imagino que a lo largo de todo el camino nos acompañará el temor al mal de ojo. El profesor no parece cansarse nunca; no ha querido parar a descansar en todo el día, aunque a mí sí me ha obligado a dormir largo tiempo. Me hipnotizó al ponerse el sol, según costumbre, y yo contesté, también como siempre: «Oscuridad, oleaje, y crujido de tablas». Por tanto, nuestro enemigo sigue estando en el río. Me da mucho miedo pensar en Jonathan, aunque en este momento no temo nada ni a nadie. Escribo esto mientras espero en una granja a que cambien los caballos. El profesor está durmiendo por fin; el pobre hombre está agotado, envejecido, gris, si bien en su boca se adivina la resolución de los conquistadores, y hasta cuando duerme deja traslucir resolución. Cuando partamos, cogeré las riendas para que él descanse. Le diré que todavía queda más de una jornada de viaje y que no debe estar agotado en el instante en que más necesitará de todas sus energías. Todo está a punto. Reanudamos la marcha.
2 de noviembre, por la mañana. Lo he conseguido; nos hemos turnado toda la noche en el pescante. Ya es de día, un día brillante pero frío. El aire es sumamente pesado; digo «pesado» a falta de otro término más exacto; tanto el profesor como yo nos sentimos oprimidos. Hace mucho frío, y solamente tenemos nuestras mantas y pieles para calentarnos. Al amanecer, el profesor me ha hipnotizado, y yo le he respondido: «Oscuridad, crujidos de tablas, rumores del agua». Por tanto, el río cambia a medida que los portadores de Drácula remontan su curso. Espero que Jonathan no corra peligro… más de lo preciso. Sí, estamos más que nunca en manos de Dios.
2 de noviembre, por la tarde. Avanzamos sin descanso. El paisaje se ensancha. Los altos contrafuertes de los Cárpatos, que en Veresti nos parecían tan alejados y bajos sobre el horizonte, nos rodean por doquier, y nos impiden el paso. Entre nosotros reina el optimismo, aunque creo que más bien se trata de un esfuerzo por animarnos mutuamente. El profesor Van Helsing asegura que llegaremos al collado de Borgo cuando salga el sol.
En esta comarca hay muy pocos caballos, por lo que el profesor cree que los últimos que adquirimos tendrán que acompañarnos hasta el final, pues no podremos encontrar otros. Llevamos dos más; ahora podemos ir más deprisa. ¡Esos queridos caballos son tan pacientes y buenos…! No nos molestan otros viajeros, por lo que incluso yo puedo conducir. Llegaremos al collado de madrugada; no deseamos hacerlo antes. Por eso hemos podido descansar un poco. ¿Qué novedades nos traerá el nuevo día? Nos acercamos al sitio donde mi pobre marido sufrió tanto. ¡Que Dios nos permita encontrarlo! ¡Que se digne velar por mi marido y por todos los que amamos y corren un peligro tan espantoso! En cuanto a mí, no soy digna de sus miradas. ¡Ay, soy impura a sus ojos y lo seguiré siendo mientras permanezca la terrible señal en mi frente!
MEMORÁNDUM DE ABRAHAM VAN HELSING
4 de noviembre. Escribo esto para mi fiel amigo John Seward, en caso de que jamás volvamos a vernos. Le servirá de explicación. Escribo junto a una hoguera que he mantenido encendida toda la noche; con ayuda de Mina. El frío es horrible y parece haber afectado a Mina, pues todo el día ha tenido la cabeza muy pesada. ¡Duerme, duerme, duerme… no hace más que dormir! Ella, que antes escribía a cada momento libre, ha dejado de escribir en su diario. Sin embargo, esta noche está más animada. Creo que su largo sueño ha sido reparador.
Al ponerse el sol intenté hipnotizarla, pero no obtuve ningún resultado. El poder hipnótico ha disminuido día a día, y esta noche ha fallado por completo. ¡Que se cumpla la voluntad del Señor!
Llegamos al paso del Borgo ayer por la mañana, poco después de la salida del sol. Cuando observé señales del amanecer, me dispuse a hipnotizar a Mina nuevamente. Detuve nuestro carruaje y nos apeamos para que nada nos molestara. Tendí unas cuantas pieles, colocándolas como si se tratara de un camastro, y Mina se acostó, y cedió como de costumbre, aunque con mayor lentitud que nunca, al sueño hipnótico.
—Oscuridad y rumor de agua —repuso, como la última vez.
Se despertó radiante y reanudamos el viaje. La guía algún nuevo poder, ya que, señalando un camino, exclamó de pronto:
—Debemos ir por allí.
—¿Está segura de saberlo? —me admiré.
—Claro que lo sé —replicó, añadiendo tras una pausa—. ¿Acaso no lo recorrió Jonathan y yo pasé a máquina sus notas?
Tomamos aquel camino vecinal. Poco a poco, fuimos reconociendo los parajes que Jonathan había anotado en su diario. Al principio, le rogué a Mina que durmiese, cosa que hizo. Estuvo tanto tiempo dormida que me inquietó y quise despertarla, pero no lo conseguí. No quiero despertarla con demasiada brusquedad por temor a hacerle daño.
Al final, la desperté sin grandes esfuerzos e intenté hipnotizarla. Fue inútil, no lo conseguí, por mucho que me esforcé. Miró a su alrededor, viendo que el sol ya se había ocultado por completo. Mina se echó a reír. Ahora está completamente despierta y tiene tan buen semblante como no se lo había visto desde la noche que penetramos en la casa de Carfax por primera vez. Estoy asombrado e inquieto.
Encendí fuego, pues traje una gran provisión de leña. Mina preparó la comida, mientras yo procedía a desenganchar y dar de comer a los caballos. Fui a ayudar a Mina, pero sonrió y cuando la animé a comer repuso que ya lo había hecho. Esto no me gustó en absoluto; ah, sí, abrigo graves inquietudes, mas temo afligirla y he comido solo. Luego, nos hemos envuelto en nuestras pieles, y nos hemos tumbado junto a la fogata. Al poco rato me olvidé de vigilar y cuando, de repente, me acordé del inmenso peligro, la vi tendida, inmóvil, pero despierta y contemplándome con chispeantes pupilas. Esto sucedió en otras dos ocasiones. Luego, me quedé dormido hasta el amanecer. Al despertarme, intenté hipnotizarla, pero aunque cerró los ojos no entró en trance. Salió el sol y entonces se durmió, con un sueño tan pesado que no logré despertarla. Tuve que levantarla en vilo y meterla dormida dentro del carruaje; luego enganché los caballos y me dispuse a continuar nuestra aventura. Mina duerme todavía. Tengo miedo de todo, hasta de pensar, pero hemos de seguir adelante. Ahora más que nunca es cuestión de vida o muerte.
5 de noviembre, por la mañana. Quiero anotar con fidelidad todos los detalles porque, aunque juntos hayamos visto cosas espantosas e increíbles, tal vez pueda llegar a pensar que estoy loco, que los muchos horrores y la prolongada tensión han acabado por desquiciarme del todo.
Mina está aún dormida. No logré despertarla ni siquiera para comer. Empiezo a temer que el fatal sortilegio del lugar la mantenga encantada, contaminada como está con la sangre del vampiro. Mientras avanzábamos me dormí a mi vez. Al despertar, avergonzado de mi debilidad, hallé a Mina durmiendo todavía y el sol en el horizonte. Desperté a la pobre muchacha y traté de hipnotizarla. Inútil: era demasiado tarde. Desenganché los caballos y encendí un fuego. Preparé la comida, pero Mina se negó a comer, asegurando que no tenía apetito. No insistí, sabiendo que era inútil. Después, temiendo lo que puede suceder, tracé un círculo a nuestro alrededor y dispuse sobre el mismo varios trozos de hostia, distribuyéndola de forma que nos preservase por todas partes. Mina permaneció sentada, pálida como una muerta, casi lívida. No pronunció una sola palabra. Cuando me acerqué a ella, se asió del brazo. La pobre temblaba de pies a cabeza, de una forma que me dio pena.
Se mostraba muy inquieta.
—¿No quiere aproximarse al fuego? —le pregunté.
Se levantó obediente, pero al dar un paso se detuvo como herida por el rayo.
—¿Por qué se para? —la interrogué.
Sacudiendo la cabeza, volvió sobre sus pasos y se sentó en su sitio.
—¡No puedo! —repuso luego, como despertando de un sueño.
Me alegré, pues así comprobé que tampoco aquellos que tememos podrán acercarse a nosotros. ¡Aunque el cuerpo de Mina corra peligro, su alma aún está a salvo!
Al poco rato, los caballos comenzaron a dar muestras de inquietud. Durante la noche tuve que calmarlos varias veces, acariciándolos. La nieve empezó a caer en copos finísimos. Estaba algo asustado, pero de pronto me sentí seguro dentro del círculo. Imaginé que mis temores eran producto de la oscuridad de la noche, de la inquietud y la terrible ansiedad experimentada durante el día. Me turbaban los recuerdos de las espantosas experiencias que Jonathan había sufrido. Los copos de nieve y la neblina empezaron a arremolinarse y hasta creí divisar a las tres malditas jóvenes que le besaron. Cuando aquellas fantásticas figuras se aproximaron, temí por Mina. Al ir hacia el fuego para alimentarlo y reavivarlo, la joven me cogió del brazo, y me suplicó en voz baja:
—¡No, no salga del círculo! ¡Aquí está seguro!
Me volví hacia ella.
—¿Y usted? —repliqué, mirándola fijamente—. ¡Por quien temo es por usted, querida Mina!
Ella se echó a reír tristemente.
—¿Teme por mí? ¿Por qué? En el mundo, no hay nadie más a salvo de ellos que yo.
Estaba meditando sobre el oscuro sentido de sus palabras cuando una ráfaga de aire avivó las llamas y pude ver la roja señal de su frente. Entonces lo comprendí todo. Las vagas figuras empezaron a materializarse hasta que vi ante mí a las tres mujeres que Jonathan había visto también cuando pretendieron besar su garganta en el castillo de Drácula. Sonreían a la pobre Mina, y cuando sus risas profanas quebraron el silencio de la noche, entrelazaron los brazos y la señalaron. Entonces, con ese tono dulzón que Jonathan calificó de enloquecedor e impuro, exclamaron:
—¡Ven, ven, hermana nuestra! ¡Ven con nosotras!
Temeroso, me volví hacia Mina. Mi corazón dio un salto de alegría. El terror que leí en su mirada llenó de esperanza mi ánimo. ¡Gracias a Dios, aún no era una de ellas! Cogí un leño y, tendiendo un trozo de hostia, avancé hacia las tres mujeres. Retrocedieron, aunque sin dejar de reír. Oh, sí, mientras poseyéramos tales armas no podrían aproximarse a nosotros. Los caballos habían cesado de gemir y relinchar y estaban tumbados en el suelo, en tanto la nieve, cayéndoles encima, los convertía en un montículo blanco. Así permanecieron hasta el amanecer.
Al empezar a clarear, las horribles figuras se desvanecieron. No obstante, temía moverme. Por fin, fui a examinar los caballos. Están todos muertos.
Me aguarda una tarea abrumadora. Cuando el sol haya salido por completo me dedicaré a ella. Con el desayuno recobraré las energías; luego, iré a cumplir la terrible misión. Mina duerme tranquila.
DIARIO DE JONATHAN HARKER
4 de noviembre, por la tarde. El accidente de la lancha constituyó un tremendo percance. De no ser por ese contratiempo, habríamos alcanzado la barcaza del conde y Mina estaría ya fuera de peligro. Hemos adquirido caballos y seguimos el rastro de Drácula. Anoto esto mientras Arthur se prepara. ¡Ah, si Quincey y Seward estuviesen con nosotros! ¡No nos queda más remedio que conservar las esperanzas de nuestro triunfo! No escribo más. Arthur está dispuesto. ¡Adiós, Mina! ¡Que Dios te bendiga y te proteja!
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
5 de noviembre. Al despuntar el día divisamos el grupo de zíngaros, que se alejaban del río a toda prisa, conduciendo su carreta. La nieve cae suavemente. En el aire reina una extraña tensión. A lo lejos, oigo los aullidos de los lobos. Por lo visto, la nieve los ahuyenta de las montañas. Cabalgamos, lo sé, hacia la muerte de alguno de nosotros. Solo Dios sabe de quién.
MEMORÁNDUM DEL DOCTOR VAN HELSING
5 de noviembre, por la tarde. Por lo menos, aún conservo la razón. No estoy loco. Doy gracias a Dios por esa merced, aunque la prueba ha sido aterradora. Tras dejar a Mina durmiendo dentro del círculo sagrado, me dirigí al castillo. Recordando el diario de Jonathan, fui a la vieja capilla. Era allí donde tenía que realizar mi misión. El ambiente era opresivo y tuve la impresión de estar envuelto en humo o gases sulfurosos que me aturdían. A mis oídos llegaban los terribles y lúgubres aullidos de los lobos. Pensé entonces en Mina, porque los lobos constituían un peligro para ella, pues ellos sí podían cruzar el círculo que la protegía de los vampiros. Decidí concentrarme en mi trabajo y resignarme a la voluntad de Dios. ¡Era preferible que fuese devorada por los lobos a que descansara en la tumba del vampiro!
Sabía que hallaría al menos tres tumbas ocupadas. Registrando sin cesar, y después de arrancar los postigos de las ventanas a fin de asegurarme la salida, encontré una de ellas. En ella yacía una mujer, sumida en su sueño de vampiro, tan rebosante de vida y de voluptuosa belleza que me estremecí como si fuese a cometer un asesinato. ¡Ah, no dudo que en tiempos pretéritos, cuando existían tales horrores, a muchos hombres que partieron a ejecutar un trabajo como el mío les fallara el corazón y los nervios! ¡Y entonces quedaba allí otra víctima más en la guarida del vampiro, que engrosaba las pavorosas, crueles y fúnebres filas de los no-muertos!
Sin duda, debe de existir alguna fascinación poderosa, cuando me conmovió de tal modo la presencia de aquel vampiro femenino, que yacía en su tumba, corroída por el tiempo y cubierta del polvo de los siglos, aunque apestando con el nauseabundo olor característico de los refugios del conde. A pesar de mi entereza, del firme propósito que me animaba y del odio que experimentaba, me conmoví y vacilé.
Quizá la falta de sueño y la extraña opresión del aire empezaba a afectarme. Lo cierto es que me dormía, que me rendía al sueño, a pesar de tener los ojos abiertos. Pero, de pronto, a través del aire aquietado por la nieve, llegó hasta mis oídos un gemido, largo y débil, de angustia, que me despertó como el toque de un clarín. Era la voz de Mina implorando clemencia.
Realicé entonces un esfuerzo supremo y empecé mi horrible empresa, arrancando la losa de la tumba de otra de las hermanas, también morena. No me atreví a detenerme a contemplarla, sino que seguí buscando hasta que al poco rato hallé otra tumba más grande, la de otra rubia. Era tan hermosa, tenía una belleza tan radiante y voluptuosa, que el instinto me hizo vacilar, lleno de emoción. Pero, gracias a Dios, aquel sollozo de Mina todavía no se había extinguido en mis oídos; y, antes de que el encanto pudiese dominarme, hice otro esfuerzo sobrehumano para concluir mi labor. Había ya registrado todas las tumbas de la capilla, y como la noche anterior solo vimos tres fantasmas en torno a nuestra hoguera, supuse que no existían más. Luego descubrí una tumba grande y señorial, un verdadero mausoleo de vastas proporciones. Sobre la losa solo se leía una palabra:
DRÁCULA
Esa era, pues, la mansión del rey de los vampiros, a quien tantos se debían. El hecho de que estuviera vacía confirmó lo que yo ya sabía. En la tumba de Drácula coloqué un trozo de hostia bendita, y así le cerré para siempre la entrada en ella.
Temía dar comienzo a mi horrible labor. De tratarse solo de una mujer, habría sido relativamente fácil. ¡Pero tres…! Si fue terrible con la pobre Lucy, ¡qué no sería con aquellas tres mujeres, que habían sobrevivido siglos, fortaleciéndose con el transcurso de los años!
¡Ah, amigo John, fue un trabajo propio de un carnicero! Si no hubiera reunido coraje pensando en los otros no-muertos, y en los que vivían bajo un palio de espanto, no habría podido seguir. Temblé, y aún tiemblo, aunque, gracias a Dios, mis nervios resistieron. De no haber contemplado el dulce reposo en el primer rostro y la alegría que lo inundó poco antes de la disolución final, como prueba de que el alma había triunfado, no hubiese podido proseguir mi matanza. Habría huido aterrado, dejando mi tarea sin concluir.
¡Ya he terminado! Y sus pobres almas… Ahora las compadezco y lloro al pensar en el plácido sueño de la muerte que tenían, un instante antes de desvanecerse sus cuerpos. Antes de salir del castillo santifiqué sus entradas para que el conde, en su condición de no-muerto, no pueda entrar en él jamás.
Al penetrar en el círculo donde dormía Mina, esta despertó y, al verme, se echó a llorar y me dijo que yo ya había sufrido mucho.
—¡Vamos! —exclamó—. Alejémonos de este terrible lugar. Vamos a buscar a Jonathan: sé que se dirige a nuestro encuentro.
Estaba delgada, pálida y débil, pero sus pupilas resplandecían de pureza y brillaban de fervor. Me alegré al ver su palidez; pues yo aún tenía vivo el recuerdo de la rubicunda vampira dormida.
Ahora, llenos de confianza y de temor, a la par, partimos al encuentro de nuestros amigos —y de él—, pues Mina asegura saber que viene a nuestro encuentro.
DIARIO DE MINA HARKER
6 de noviembre. Oscurecía cuando el profesor y yo echamos a caminar hacia oriente, por donde yo estaba segura que Jonathan se acercaba. No nos apresuramos, a pesar de que el camino era cuesta abajo, pues íbamos cargados con las pesadas mantas y pieles. No nos atrevimos a afrontar el frío y la nieve sin abrigo. Tuvimos que cargar también una parte de nuestras provisiones; ya que nos encontrábamos en medio de una llanura desolada y, hasta donde la cortina de nieve nos permitía divisar, no se veía el menor refugio. No habíamos caminado siquiera dos kilómetros cuando la dificultad de la marcha me obligó a pararme a descansar. Detrás de nosotros se destacaba contra el horizonte la silueta del castillo de Drácula. Nos hallábamos ya tan abajo de la colina donde se yergue, que parecía dominar los Cárpatos. Entonces lo contemplamos en toda su grandeza, encaramado a más de quinientos metros sobre una cumbre y separado de las montañas vecinas por un abismo. Aquel paraje poseía algo salvaje, enloquecedor. A lo lejos, oíamos los aullidos de los lobos. Todavía se hallaban a bastante distancia, pero sus gruñidos y sus aullidos, aunque amortiguados por la nieve que caía, nos llenaron de terror. Cuando vi que el profesor Van Helsing se ponía a explorar el lugar, comprendí que buscaba un punto estratégico en el que estuviéramos menos expuestos en caso de ataque. La senda seguía descendiendo, y podíamos distinguirla por debajo de la nieve.
Al cabo de un instante, el profesor me hizo una señal y me puse de pie para aproximarme a él. Había hallado un sitio admirable, una especie de excavación en la roca, con una entrada que parecía flanqueada por dos pilares. Me cogió de la mano y me obligó a entrar allí.
—Aquí estará usted más segura —murmuró—, y si vienen los lobos, yo podré hacerles frente de uno en uno.
Llevó nuestras pieles y mantas al interior, me acomodó un asiento, sacó varias provisiones y me forzó a comer. Pero me resultaba imposible; la comida me daba tanto asco que, a pesar de que deseaba complacerle, no lo logré. Pareció entristecerse, pero no me hizo el menor reproche. Luego, extrajo los prismáticos del estuche y, tras subirse a una roca, escrutó el horizonte.
—¡Fíjese, Mina, fíjese! —gritó de repente.
Di un salto y me situé a su lado. Me entregó los prismáticos. La nieve caía más densa y se arremolinaba con violencia, pues soplaba mucho viento. Las ráfagas, sin embargo, eran seguidas de momentos de respiro, durante los cuales yo podía ver a bastante distancia. Desde donde estábamos, divisaba un vasto panorama. En lontananza, más allá de la pradera nevada, podía distinguir el río que discurría como una cinta entre las curvas y meandros de su curso. Frente a nosotros, no muy lejos (en realidad, tan cerca que me asombró no haberlo visto antes), venía un grupo de jinetes que cabalgaban a buen paso. En medio del grupo iba una carreta, un carromato que traqueteaba, como el perro que mueve su cola, con cada bache del terreno. Aquel grupo se destacaba tan claramente sobre la nieve que reconocí perfectamente, por sus vestimentas, a varios campesinos o gitanos.
Sobre el carromato, divisé un gran cofre rectangular. Al verlo, mi corazón dio un salto, puesto que presentí el principio del fin. No tardaría en caer el día, y yo sabía que, a partir de la puesta del sol, la «cosa» que en aquel momento estaba encerrada recobraría su libertad, y bajo una forma cualquiera lograría eludir cualquier persecución. Aferrada, me volví para contemplar al profesor, pero advertí, consternada, que había desaparecido. Un instante después, no obstante, le vi a mis pies. Estaba dibujando en torno a la roca un círculo análogo al que nos había protegido la noche anterior. Cuando hubo terminado, se sentó a mi lado.
—Al menos aquí estará a salvo de él.
Cogió los prismáticos, que yo tenía aún en la mano, y, aprovechando un momento de calma entre las ráfagas de nieve, escudriñó el panorama que se abría ante nosotros:
—Fíjese, se están apresurando, azotando a los caballos, a fin de ir lo más deprisa posible. Van contrarreloj para ganar al sol —añadió tras una pausa, y con voz sorda—. ¡Tal vez lleguemos demasiado tarde! ¡Que se cumpla la voluntad de Dios!
Una nueva racha de nieve borró todo el paisaje, pero duró poco, por lo que una vez más los prismáticos escrutaron la pradera.
—¡Fíjese! —exclamó de pronto el profesor—. ¡Mire! ¡Allá abajo! Dos jinetes vienen a toda marcha, desde el sur. Seguramente, se trata de Quincey y John. Coja los prismáticos. Mire ahora, antes de que la nieve vuelva a espesarse.
Miré. En efecto, los dos jinetes podían ser el doctor Seward y Morris. De todos modos, estaba segura de que ninguno de los dos era Jonathan. Pero, al mismo tiempo, supe que mi marido no estaba lejos. Algo más al norte del sitio donde galopaban ambos jinetes, distinguí a otros dos que corrían a rienda suelta. Al momento reconocí a Jonathan y supuse, naturalmente, que su acompañante era Arthur. También ellos perseguían el carromato y a su escolta. Cuando se lo comuniqué al profesor, lanzó un «¡Viva!», y tras mirar atentamente, por los prismáticos, hasta que una ráfaga de nieve le obstaculizó la visión, colocó su rifle Winchester, a punto para disparar, junto a la entrada de la cueva.
—Todos convergen hacia el mismo punto —exclamó—. Ha llegado el momento. Pronto tendremos a los gitanos a nuestro alrededor.
Preparé mi revólver, puesto que, mientras hablábamos, los aullidos de los lobos se habían ido acercando. Una nueva calma nos permitió volver a mirar. Era un extraño espectáculo el de aquellos densos copos de nieve cayendo junto a nosotros, mientras el sol resplandecía a lo lejos, a medida que descendía por detrás de las cimas lejanas. Al barrer el horizonte con los prismáticos, distinguí por doquier unos puntos negros que se desplazaban en grupos de dos, de tres o más… eran los lobos que se reunían para atacar a sus presas.
Cada minuto de espera parecía durar un siglo. El viento soplaba a ráfagas violentas, azotando furiosamente la nieve y arremolinándola a nuestro alrededor. A veces no distinguíamos más allá de nuestro brazo extendido, y otras, en cambio, cuando el vendaval barría los aledaños gruñendo sordamente, el paisaje se despejaba, lo que nos permitía ver hasta mucho más lejos.
Hacía mucho tiempo que vigilábamos el amanecer y la puesta del sol, por lo que sabíamos que ya no tardaría en ocultarse. Si no hubiéramos llevado reloj jamás habríamos creído que apenas había transcurrido una hora desde que estábamos al abrigo de nuestro improvisado refugio, avizorando los tres grupos separados que avanzaban en nuestra dirección. El viento, procedente ahora del norte, había redoblado su intensidad. Parecía haber alejado las nubes de nosotros, pues ahora la nieve solo caía ya a rachas. Podíamos distinguir perfectamente a los componentes de cada grupo, a los perseguidos y a los perseguidores. Los primeros no parecían darse cuenta de que les estaban dando caza, o al menos no les importaba; y no obstante, forzaban la marcha mientras el sol descendía por detrás de las cumbres.
Mientras todos se aproximaban, el profesor y yo estábamos escondidos detrás de nuestra roca, con las armas a punto. Van Helsing se hallaba visiblemente decidido a no dejarlos pasar. Aunque nadie parecía sospechar nuestra presencia allí.
—¡Alto! —gritaron bruscamente dos voces.
Una era la de Jonathan, agudizada por la ira. La otra era de Morris, que dio la orden con serena resolución. Aunque no entendían las palabras, los gitanos no pudieron confundir el tono, que siempre es el mismo en todas las lenguas de la tierra. Instintivamente, frenaron a sus cabalgaduras y, tan pronto como Arthur y Jonathan se colocaron a un lado del carromato, el doctor Seward y Morris se situaron al otro. El jefe de los gitanos, un joven espléndido que parecía un centauro sobre su caballo, les hizo señas para que retrocedieran y, coléricamente, les ordenó a sus compañeros que siguieran avanzando. Los gitanos espolearon sus monturas, que dieron un salto adelante. Pero nuestros cuatro amigos apuntaron sus fusiles contra el grupo, ordenando que se detuvieran, de tal forma que ninguno pudo fingir no entender la orden.
En aquel momento, el profesor Van Helsing y yo salimos de nuestro refugio, y les apuntamos con nuestras armas. Al verse rodeados, los gitanos tiraron de las riendas, refrenando nuevamente a sus caballos. El jefe se volvió hacia los suyos y les dijo algo, tras lo cual todos empuñaron sus armas, pistolas y cuchillos, dispuestos al ataque. Todo sucedió en unos segundos.
El jefe, con un rápido movimiento, avanzó su montura y la condujo al frente del grupo, y, señalando al sol, que estaba ya rozando las crestas de los montes, y después el castillo, dijo algo que no logré comprender. En respuesta, nuestros amigos saltaron a tierra y avanzaron hacia el carromato. Ver a Jonathan rodeado de tanto peligro me hizo temblar, pero, por encima de mis temores, experimenté el ardor de la batalla. No sentía el menor temor, y sí solo el deseo salvaje, apasionado, de pasar a la acción. Ante nuestros rápidos movimientos, el jefe de los gitanos dio una nueva orden. Al momento, todos los suyos se agruparon en torno a la carreta, empujándose entre sí en su ansiedad por ejecutar la maniobra.
En medio de aquella confusión, distinguí a Jonathan por un lado, y a Quincey por el otro, abrirse camino hacia el carro; era preciso que concluyesen su tarea antes de la puesta del sol. Nada parecía capaz de detenerles, ni siquiera de molestarles. Con sus armas a punto, ni el reflejo de los cuchillos ni los aullidos de los lobos, cada vez más cercanos, parecían afectarles. La impetuosidad de Jonathan y su voluntad, visiblemente irreductible, parecieron intimidar a los gitanos que estaban delante, los cuales capitularon instintivamente y le cedieron el paso. Un segundo le bastó a Jonathan para saltar al carro, coger con un vigor increíble la caja y arrojarlo al suelo. Al mismo tiempo, Morris ya se había abierto camino por el otro lado. Mientras que, conteniendo el aliento, yo seguía con la mirada a Jonathan, vi, por el rabillo del ojo, cómo Quincey se abría paso a la fuerza. Los cuchillos de los gitanos le rodeaban con sus reflejos, mientras él iba avanzando, parando los golpes de las brillantes hojas con su cuchillo de caza. Al principio, creí que también él estaba a salvo. Pero cuando llegó junto a Jonathan, que ahora había saltado del carro, observé cómo su mano izquierda se crispaba al agarrarse el costado, y la sangre manaba a través de sus dedos. Pese a todo, continuó avanzando, y cuando Jonathan, armado con la energía de la desesperación, atacó un lado de la caja para desclavar la tapa con su cuchillo kukri, Quincey atacó ardorosamente el otro lado. Gracias al esfuerzo combinado de ambos, la tapa cedió poco a poco; de pronto, los clavos quedaron desgajados con un brusco gruñido, y la tapa fue arrojada al suelo.
Viéndose amenazados por los rifles, y a merced de Arthur y el doctor Seward, los gitanos se rindieron. El sol estaba ya muy bajo, y las sombras se agrandaban sobre la nieve. Vi al conde tendido en la caja, sobre un montón de tierra; al abrirse, unas astillas de madera cayeron sobre su cuerpo. El conde estaba mortalmente pálido, parecía una imagen de cera. Sus enrojecidos ojos poseían la espantosa mirada de la venganza, que yo tan bien conocía.
Mientras le contemplaba, sus ojos advirtieron el sol declinante, y su odiosa mirada lanzó un destello de triunfo. Pero, en el mismo instante, refulgió el cuchillo de Jonathan. Lancé un chillido cuando vi cómo segaba la garganta del conde. En el mismo momento, el cuchillo de Quincey le atravesó de pleno el corazón.
Fue como un milagro; sí, ante nuestros ojos y en el tiempo de un suspiro, todo el cuerpo del conde Drácula quedó reducido a polvo, desapareciendo por completo.
No olvidaré mientras viva que, en el momento de la disolución final, una expresión de paz se apareció en aquel semblante, una expresión que jamás había pensado que llegaría a ver.
El castillo de Drácula se destacaba sobre un cielo muy rojo, y la luz del ocaso dibujaba cada una de sus piedras en sus desvencijadas almenas.
Al ver que nosotros éramos la causa de la desaparición del difunto, los gitanos dieron media vuelta y, sin decir ni una palabra, huyeron como si les fuera la vida en ello. Los que no iban montados, saltaron al carromato y gritaron a los jinetes que no les abandonasen. Los lobos, que se habían retirado a gran distancia, se dispersaron y nos dejaron solos.
Quincey había caído a tierra, apoyado sobre un codo, y con la mano se apretaba el costado, por el que la sangre seguía manando entre sus dedos. Corrí hacia él, pues el círculo sagrado había dejado de aprisionarme. Los médicos hicieron lo mismo. Jonathan se arrodilló detrás de él, y el herido apoyó la cabeza en su hombro. Con un débil esfuerzo, tomó mi mano entre la suya, que no estaba manchada de sangre.
Mi angustia debió de reflejarse en mi expresión, puesto que sonrió y murmuró:
—Me siento muy dichoso por haber servido de algo. ¡Oh, Dios mío! —exclamó de repente, incorporándose penosamente para señalarme con el dedo—. ¡Vale la pena que yo muera! ¡Miren todos!
El sol se escondía tras las montañas y sus fuegos rojos iluminaban mi semblante. Con un movimiento espontáneo, todos cayeron de rodillas, y un grave amén brotó de sus labios, mientras que con la mirada seguían la dirección del dedo del moribundo.
—¡Gracias sean dadas a Dios, ya que todo esto no ha sido en vano! Fíjense, ni la nieve es tan pura como su frente. La maldición ha quedado borrada.
Y, ante nuestro inmenso pesar, Quincey Morris expiró. Siempre sonriente, silenciosamente, como el perfecto caballero que era.