CARTA DE MINA MURRAY A LUCY WESTENRA
9 de mayo
Queridísima Lucy:
Perdona, ante todo, mi largo silencio, aunque es la explicación bien sencilla: me he visto literalmente abrumada de trabajo. La vida de una maestra no siempre es cómoda. Anhelo estar a tu lado, al borde del mar, para charlar como siempre y construir nuestros castillos en el aire. Sí, he trabajado mucho, pues quiero poder colaborar con Jonathan. Estudio taquigrafía asiduamente; de esta forma, cuando nos hayamos casado, podré ayudarle tomando todas sus notas en taquigrafía, y pasarlas a máquina, ya que también he aprendido a escribir con este nuevo sistema… en el que paso horas enteras. En ocasiones, escribimos nuestra correspondencia en taquigrafía, y sé que, estando de viaje, él lleva un diario taquigráfico. Cuando esté en tu casa, haré lo mismo; empezaré un diario, y escribiré en el mismo siempre que sienta necesidad de hacerlo, confiando al papel todo lo que me pase por la imaginación. No creo que tenga interés para los demás, y solo lo escribiré para mí. Tal vez un día se lo enseñe a Jonathan, si hay algún párrafo que merezca la pena, pero para mí será ante todo como un cuaderno de ejercicios. Me gustaría hacer lo mismo que las mujeres que se dedican al periodismo: hacer entrevistas, redactar descripciones y tratar de recordar conversaciones. Dicen que con un poco de práctica es fácil recordar lo que se ha escuchado y visto a lo largo del día. En fin, ya veremos… Cuando nos veamos te contaré todos mis proyectos. Precisamente, acabo de recibir una carta de Jonathan, que sigue en Transilvania. Se encuentra muy bien y regresará aproximadamente dentro de una semana. Ardo ya en deseos de oír el relato de su viaje. ¡Debe de ser maravilloso ver tantos países! Me pregunto si llegará el día en que podamos —me refiero a Jonathan y a mí— viajar allí juntos.
Dan las diez. ¡Hasta la vista!
Afectuosamente tuya,
Mina
P. D.: Cuando me escribas, cuéntamelo todo. Hace mucho tiempo que no me cuentas nada. Hasta mí han llegado ciertos rumores… Se habla de un joven muy guapo, de cabellos rizados…
CARTA DE LUCY WESTENRA A MINA MURRAY
Miércoles, calle Chatam, 17
Queridísima Mina:
La verdad es que tus reproches no tienen fundamento; te he escrito dos veces desde que nos separamos, y tu última carta solo es la segunda que me envías. Además, no tengo ninguna novedad que contarte… de veras, nada que te pueda interesar. Salimos mucho, bien para visitar exposiciones de cuadros, bien para pasear a pie o a caballo por el parque.
Respecto al joven guapo de cabello rizado, supongo que aludes al que me acompañó al último concierto. Sí, creo que han corrido ciertos rumores… Se trata del señor Holmwood. Nos visita a menudo, y mamá y él congenian mucho, y parecen interesarse por las mismas cosas. Ah, últimamente hemos conocido a alguien que te vendría pintiparado si no fuera porque ya estás prometida a Jonathan. ¡Se trata de un partido excelente! Un joven guapo, elegante, rico y de buena familia. Imagínate que tiene veintinueve años y ya es director de un manicomio muy importante. Me lo presentó el señor Holmwood, y ese doctor también suele visitarnos a menudo. Creo que es el hombre más firme, más resuelto que conozco y, al mismo tiempo, el más sereno. Su carácter es imperturbable. Me imagino el extraño poder que debe de ejercer sobre sus enfermos. Siempre te mira fijamente a los ojos, como si quisiera leer los pensamientos de una. Conmigo suele obrar de esta forma, aunque me ufano de poderte asegurar que todavía no ha logrado su objetivo. Me basta con mirarme en el espejo. ¿Has intentado alguna vez leer en tu propio rostro? Yo lo he hecho y te aseguro que no se pierde el tiempo, aunque es mucho más difícil de lo que la gente cree. Este médico afirma que yo soy para él un caso psicológico bastante curioso y, humildemente, pienso que tiene razón. ¡Oh, la psicología…! Como sabes, no estoy lo bastante interesada por la ropa como para poder describir la moda actual. La ropa es una lata. Es una expresión del argot, pero no hagas caso, Arthur lo dice todo el tiempo.
Y estas son todas mis noticias. Mina, desde niñas, siempre nos hemos confiado todos nuestros secretos, hemos dormido juntas, comido juntas, reído y llorado juntas… y ahora que estoy hablando contigo, quisiera seguir haciéndolo más aún. Oh, Mina, ¿no lo has adivinado? ¡Le amo! Me ruborizo al confesarlo, si bien tengo motivos para creer que él también me quiere, aun cuando todavía no se haya atrevido a decírmelo. Mina… ¡le amo! ¡le amo! Oh, sí, escribirlo me desahoga. Qué pena no estar a tu lado, querida, junto a la chimenea, como solíamos hacer… De este modo, hablaríamos incesantemente de este amor y procuraría hacerte comprender lo que siento. Oh, no sé cómo me atrevo a escribir estas confidencias, ni siquiera a ti. Temo dejar de escribir, pues tal vez acabe por romper esta carta y, por otro lado, desearía seguir escribiendo para contarte todo lo que experimento dentro de mí. Contéstame inmediatamente, y dime con franqueza lo que piensas. Oh, Mina, es preciso que concluya. Buenas noches. Reza por mí, Mina, por mi felicidad.
Lucy
P. D.: No es necesario que te diga que se trata de un secreto, ¿verdad? Otra vez buenas noches. L.
CARTA DE LUCY WESTENRA A MINA MURRAY
24 de mayo
Mi querida Mina:
Gracias, gracias, gracias mil por tu amable carta. Soy tan feliz al confiarme a ti y saber que me comprendes… Querida, siempre llueve sobre mojado. ¡Ah, cuánta razón tienen los viejos refranes! En septiembre cumpliré veinte años, y hasta hoy nadie me había pedido en matrimonio, al menos seriamente; pues bien, he aquí que hoy he recibido nada menos que tres proposiciones en tal sentido. ¡Sí, tres proposiciones en un solo día! ¿No es terrible? Y me apeno, me apeno sinceramente por dos de los galanes. ¡Oh, Mina, soy tan feliz que no sé qué hacer ni qué decir! ¡Tres peticiones de matrimonio! Por favor, no se lo cuentes a nuestras amigas, ya que empezarían a imaginarse una multitud de cosas extravagantes, o se creerían ofendidas, desdeñadas, si durante el primer día de vacaciones no recibieran al menos seis. ¡Algunas jóvenes son tan vanidosas! Mientras que nosotras, querida Mina, que estamos ya prometidas y casi a punto de entrar a formar parte prudentemente de la legión de casadas, despreciamos semejante vanidad.
Oh, es preciso que te hable de los tres galanes. ¿Me prometes guardar el secreto? Evidentemente, puedes poner a Jonathan al corriente de todo… pero solo a él, puesto que si se tratase de ti, yo también se lo contaría a Arthur. Una mujer debe contárselo todo a su marido, ¿no crees? Y yo debo ser honesta. A los hombres les gusta que las mujeres, sobre todo la suya, sean honestas; pero temo que las mujeres no siempre somos tan honestas como deberíamos. Bien, querida, el número uno llegó a mediodía, en el momento en que íbamos a sentarnos a la mesa para almorzar. Ya te he hablado de él: se trata del doctor John Seward, el director del manicomio, un sujeto de mentón cuadrado y frente muy despejada. Aparentemente, estaba muy tranquilo, mas yo adiviné su nerviosismo. Por lo visto, se había ya trazado una línea de conducta, de la que no olvidó nada; sin embargo, estuvo casi a punto de sentarse encima de su sombrero… cosa que los hombres suelen hacer, en general, cuando pierden su sangre fría. Luego, a fin de aparentar tranquilidad, se puso a juguetear con un bisturí… ¡Oh, no sé cómo no chillé de espanto al verlo! En fin, Mina, me habló sin ambages. Me contó cuánto me apreciaba, aunque nos conociésemos desde poco tiempo atrás, y que su existencia sería maravillosa si yo estaba a su lado para ayudarle, animarle, para consolarle. Deseaba hacerme comprender que sería el ser más desdichado de la Tierra si le rechazaba, pero cuando vio mis lágrimas, proclamó que era un bruto y que no quería aumentar mis pesares. Solo me preguntó si, en un futuro, podría amarle. Sacudí la cabeza, sus manos empezaron a temblar y, tras algunas vacilaciones, me preguntó si amaba a otro. Naturalmente, se expresó con gran gentileza, asegurando que de ninguna manera quería arrancarme una confesión; solo me preguntaba si mi corazón estaba libre, porque, añadió, cuando el corazón de una mujer está libre, el que la ama puede albergar siempre un esperanza. Entonces, Mina, pensé que era mi deber confesarle que, efectivamente, amaba a otro. Se puso de pie al instante, con la expresión más grave y firme que haya visto en mi vida, y me cogió ambas manos, deseándome toda la felicidad de este mundo. Añadió que si necesitaba un amigo muy devoto y fiel, podía contar con él. ¡Oh, mi querida Mina, mientras trazo estas líneas estoy sollozando! Me perdonas, ¿verdad?, que manche el papel con mis lágrimas… Es encantador que te pidan en matrimonio; sin embargo te aseguro que no se siente una dichosa cuando ve a un pobre joven que te quiere marchar con el corazón destrozado, sabiendo perfectamente que, diga lo que diga él, una desaparecerá completamente de su existencia. Querida, detengo aquí mi pluma, porque no soy capaz de continuar… ¡Ah, me siento tan triste… y tan feliz, al mismo tiempo!
Por la noche. Arthur acaba de marcharse y estoy mejor, mucho mejor que cuando interrumpí esta carta. Por tanto, continuaré enumerándote los sucesos del día. El número dos llegó después del almuerzo. Es un joven muy seductor, americano, de Texas, y parece tan joven que una se pregunta cómo es posible que haya visitado ya tantos países y visto tantas cosas. Comprendo a la pobre Desdémona y lo que debió de experimentar al escuchar historias tan maravillosas, incluso de labios del negro.
Nosotras, las mujeres, tememos tanto todas las cosas que cuando pensamos que un hombre nos protegerá, nos casamos con él. De ser yo hombre, sé perfectamente qué haría para conseguir el corazón de una joven… No, en realidad no lo sé, ya que mientras el señor Morris, el norteamericano, relata todas sus aventuras, Arthur jamás cuenta nada, y no obstante… Querida, corro demasiado. El señor Quincey P. Morris me encontró sola. Parece que un hombre siempre encuentra a una mujer a solas. No, esto no es cierto, ya que Arthur, por dos veces, ha tratado de estar a solas conmigo… y yo le he ayudado a ello, o sea que la casualidad no contó para nada, lo cual declaro sin rubor. Para empezar, te diré que el señor Morris no se expresa siempre en argot; en realidad, jamás lo hace delante de los desconocidos, ya que está demasiado bien educado y sus modales son muy distinguidos. En cambio, se ha dado cuenta que a mí me gusta su jerga americana, y cuando estamos solos dice cosas deliciosas… Incluso me pregunto si no inventará algunas expresiones, pues siempre significan exactamente lo que quiere expresar. Pero hay que habituarse a hablar en argot. No sé si yo llegaré a conseguirlo alguna vez. Además, ignoro si esto le gustaría a Arthur, ya que jamás le he oído emplear una palabra que no fuese correcta. Bien, el señor Morris se sentó a mi lado, con expresión alegre y feliz, aunque muy nervioso, de lo que me di cuenta al instante. Me tomó una mano y, apretándola largamente, me dijo con gran dulzura: «Señorita Lucy, sé que no soy digno ni de atarle los lazos de sus preciosos zapatitos, pero pienso que si usted espera encontrar un hombre que lo sea, tendrá que aguardar largo tiempo. ¿No desea, pues, que juntos recorramos el camino? Sí, que ambos descendamos por la senda de la vida, lado a lado, unidos por el mismo yugo?».
Parecía de tan buen humor que tuve la impresión de que si rechazaba su ofrecimiento no quedaría tan afectado como el pobre doctor Seward; por tanto, le contesté con tono juguetón, que nada sabía en materia de yugos y que todavía no deseaba tirar de ningún carro. Se excusó por haberse expresado tan a la ligera, y me rogó que le perdonase tan grave error, en una ocasión particularmente grave e importante para él. Al pronunciar tales palabras, estaba tan alicaído y tan serio que me fue imposible no experimentar la misma gravedad. ¡Oh, Mina, sé que dirás que soy una coqueta incorregible… Aun cuando no pueda apartar de mi mente la idea de que el señor Morris era ya el segundo solicitante de mi mano en un solo día! Entonces, querida, antes de poder responderle, el señor Morris comenzó a murmurar un verdadero torrente de palabras tiernas y amorosas, depositando a mis pies su alma y su corazón. Me afirmó su amor con tal seriedad que jamás volveré a pensar que por el hecho de que un hombre se muestre alegre en ocasiones, tiene que estarlo de continuo, sin demostrar nunca su seriedad. Sin duda leyó en mi semblante algo que le inquietó, pues se interrumpió de pronto para manifestarme con un fervor viril que yo podría haberlo amado en caso de haber estado libre: «Lucy, es usted una muchacha sincera consigo misma. Yo no estaría hablándole aquí en estos términos de no conocer su sinceridad. Confiéseme, pues, como a un verdadero amigo, si ama a otro. En cuyo caso, jamás volveré a importunarla, aunque continúe siendo para usted, si me lo permite, su más fiel amigo».
Mi querida Mina, ¿por qué los hombres poseen tanta grandeza de alma, cuando nosotras, las mujeres, somos indignas de ellos? Hacía más de una hora que yo me estaba divirtiendo a costa de este hombre generoso y sincero. Me puse a llorar —me temo, querida, que pensarás que esta es una carta muy lacrimosa en más de un sentido— y me sentí fatal. ¿Por qué no puede una mujer casarse con tres hombres a la vez, o tantos como desee, y evitarse estos problemas? Pero esto es una herejía, y no debo decirlo. Bien, a pesar de mis lágrimas, tuve la entereza de mirarle a los ojos y contestarle con la franqueza que tanto había alabado en mí: «Sí, amigo mío, amo a otro, aunque él no me haya confesado su cariño».
Al momento comprendí cuánta razón había tenido para hablarle tan sinceramente, ya que su rostro se iluminó; me tendió ambas manos, asió las mías (creo, en verdad, que fui yo quien tomó las suyas entre las mías), y contestó con su tono más cordial: «¡Oh, es usted sincera y leal! Es mejor llegar tarde para conseguir su corazón, que llegar a tiempo de ganar el de cualquier otra chica. No llore, mi querida Lucy; por mí no tema; estoy acostumbrado a los golpes crueles y sabré soportar este. Mas si ese otro joven no conoce aún su felicidad, deberá actuar pronto a este respecto o se las tendrá que ver conmigo. Querida, su honestidad, su valor, su sinceridad, acaban de conquistar un verdadero amigo, lo cual es mucho más raro que un enamorado… y mucho más desinteresado. Mi querida Lucy, me veo obligado a recorrer un camino largo y solitario antes de abandonar este mundo para ir al reino eterno. ¿No quiere, por tanto, darme un beso… uno solo? Para que pueda llevar en mi corazón un recuerdo que ilumine mi eterna noche de vez en cuando. Sé que, si quiere, puede dármelo, puesto que ese otro joven, que debe de ser un individuo excelente (de lo contrario usted, Lucy, no le amaría), todavía no le ha declarado sus sentimientos».
Estas últimas palabras, Mina, me enternecieron realmente. ¿No era admirable hablar así de un rival, cuando él, por su parte, estaba tan dolido? Me incliné hacia él y le besé. Entonces, él se levantó, con mis manos aún entre las suyas, y en tanto escrutaba largamente mi semblante (sentí que me ruborizaba a pesar mío), afirmó: «Lucy, nuestras manos están unidas ahora y acaba usted de besarme; si esto no sella nuestra amistad, nada lo logrará. Gracias por haber sido tan buena y sincera conmigo… ¡y hasta la vista!».
Soltó mis manos, cogió el sombrero y se dirigió con paso enérgico a la puerta, sin mirar hacia atrás, sin derramar una lágrima, sin vacilar, sin detenerse… Y yo estoy ahora aquí, llorando como una niña… Oh, ¿por qué un hombre como él ha de ser tan desdichado, cuando en el mundo existen tantas muchachas que besarían el suelo que pisa? Yo misma lo haría si estuviese libre… ¡pero no deseo estarlo! Querida, todo esto me ha trastornado mucho y ahora me siento incapaz de describirte mi felicidad, de la que ya tanto te he hablado. Por consiguiente, nada te diré del número tres hasta que mi dicha sea completa.
Tu amiga de siempre,
Lucy
P. D.: ¡Oh, el número tres…! ¿Necesito hablarte del número tres? Además, todo es tan confuso para mí… Me parece que apenas han transcurrido unos instantes desde el momento que él entró en el salón y me estrechó entre sus brazos, cubriéndome de besos. ¡Soy tan… tan dichosa! No sé qué he hecho para merecer esta felicidad. Solo trataré a partir de ahora de demostrarle a Dios que le estoy sumamente reconocida por haberme concedido, con su infinita bondad, un enamorado, un marido y un amigo fiel.
Hasta siempre.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (REGISTRADO EN FONÓGRAFO)
25 de mayo. Estoy muy deprimido hoy. Sin apetito… imposible incluso descansar. Por tanto, retorno a mi diario… Desde que fue rechazada mi petición de matrimonio, en el día de ayer, tengo la sensación de vivir en el vacío, y nada me parece bastante importante para ocuparme de ello. Como sé que, en este estado, el único remedio es el trabajo, he reunido las escasas fuerzas restantes, y he ido a visitar a mis pacientes. He examinado uno cuyo caso resulta muy interesante. Su comportamiento es tan extraño que estoy decidido a realizar todos los esfuerzos necesarios para intentar comprender qué sucede en su ánimo. Aunque pienso que, al fin, empiezo a penetrar su misterio.
Le he formulado más preguntas que de costumbre para saber a qué clase de alucinaciones está sujeto. Me doy cuenta de que, al obrar de esta forma, me he conducido con cierta crueldad. Como si quisiera impulsarle a hablar de su locura, cosa que siempre evito con mis enfermos, exactamente como evitaría la boca del infierno. (¿En qué circunstancias podría no evitar la boca del infierno?) Omnia Romae venalia sunt! ¡El infierno también tiene su precio! Verb. sap. Si existe algo real detrás de este comportamiento instintivo, vale la pena indagar exactamente de qué se trata; por tanto, mejor es empezar la indagación ahora.
R. M. Renfield, cincuenta y nueve años. Temperamento sanguíneo; gran fuerza física; excitación; períodos de abatimiento, que conducen a ideas fijas que todavía no me explico. Tengo la impresión de que un temperamento sanguíneo, cuando se desequilibra, puede llegar a aniquilar completamente la razón; un hombre posiblemente peligroso, probablemente peligroso aunque nada egoísta. Entre los egoístas, el instinto de conservación es como un escudo que protege tanto a sus enemigos como a ellos mismos. Creo que cuando el yo es firme y sólido, la fuerza centrípeta está equilibrada con la fuerza centrífuga; cuando el deber, o cualquier causa, constituyen el punto fijo, la fuerza centrífuga domina, y solo una casualidad o una serie de casualidades pueden restablecer el equilibrio.
CARTA DE QUINCEY P. MORRIS AL HONORABLE ARTHUR HOLMWOOD
25 de mayo
Mi querido Art:
Nos hemos contado mutuamente un sinfín de cosas, sentados en la pradera, cerca de la fogata del campamento, y recíprocamente, hemos curado nuestras heridas después de tratar de abordar las islas Marquesas; también bebimos a la mutua salud junto al lago Titicaca. Tengo otras historias que contarte, otras heridas que curar, otra salud por la que brindar. ¿Podría ser mañana por la noche, junto a la fogata de mi campamento? No siento escrúpulos al pedírtelo, ya que sé que cierta gran dama está invitada a una cena, por lo cual eres libre. Solo seremos tres, siendo el tercero nuestro amigo Jack Seward. Él y yo derramaremos nuestras lágrimas en nuestro vaso de vino y, de todo corazón, beberemos a la salud del hombre más feliz del mundo, que ha sabido conquistar el corazón más noble de la creación, el más digno de ser conquistado. Te prometemos una recepción calurosa, una acogida más que fraternal y velar por ti como tu brazo derecho. Juramos que los dos te trasladaremos a tu domicilio si bebes excesivamente a la salud de cierta damita de ojos maravillosos. ¡Te aguardamos!
Tuyo sinceramente, ahora y siempre,
Quincey P. Morris
TELEGRAMA DE ARTHUR HOLMWOOD A QUINCEY P. MORRIS
Contad conmigo. Os llevaré un mensaje que durante largo tiempo resonará en vuestros oídos.
Art