DIARIO DE MINA MURRAY
Whitby, 24 de julio. Lucy, más bonita y encantadora que nunca, me ha venido a esperar a la estación, y juntas nos hemos trasladado rápidamente al hotel Crescent, donde se hospedan ella y su madre.
Es un paraje maravilloso. Un riachuelo, el Esk, discurre por un profundo valle, ensanchándose lentamente cerca del puerto. Por encima pasa un gran viaducto, sostenido por altos pilares; al mirar a través de ellos, el paisaje parece más amplio de lo que es en realidad. El valle es bellísimo, de un verde magnífico, y las montañas son tan escarpadas que desde la cumbre de una de ellas apenas se distingue el fondo del valle, por el que serpentea el río, a menos que una esté al borde del precipicio. Las casas del viejo pueblo tienen todas el tejado rojo, y parecen asentadas una sobre otra, tal como se ve en los grabados de Nüremberg. Al otro lado del pueblo, se hallan las ruinas de la antigua abadía de Whitby, saqueada por los daneses, y escenario de una parte de Marimon, el lugar donde la joven fue emparedada en vida. Esas inmensas ruinas producen una sensación de intensa grandeza, siendo muy pintorescas en más de un aspecto. La leyenda afirma que a veces aparece una dama ataviada de blanco en una de las ventanas.
Entre las ruinas y el pueblo se eleva el campanario de la iglesia parroquial, rodeada de un vasto cementerio. A mi entender, se trata del lugar más hermoso de Whitby; desde allí, la vista del puerto y la bahía, donde el cabo llamado Kettleness avanza hacia el mar, es estupenda. En el puerto, ese cabo desciende de un modo tan abrupto que parte de la orilla se ha desmoronado y, como el cementerio llega hasta la costa, algunas tumbas han sido destruidas.
En el cementerio hay caminos con bancos y los paseantes se sientan en ellos horas enteras, contemplando el paisaje y abandonándose a la caricia de la brisa marina. Yo me instalo allí muchas veces para trabajar. En efecto, en este momento estoy aquí sentada, y escribo con el cuaderno sobre mis rodillas, sin dejar de escuchar la conversación de tres viejecitos que, sin duda, no tienen otra cosa que hacer en todo el día que reunirse aquí para charlar.
A mis pies se halla el puerto y, más allá, una muralla de granito que se extiende mar adentro dibujando una curva en cuyo extremo se alza un faro. Un pesado espigón se abre camino desde allí. En este lado ese muro se dobla en un codo en cuyo extremo hay también un faro. Entre los dos muelles hay una abertura muy estrecha, que de pronto se ensancha.
El paisaje es admirable, pero, cuando el mar se retira, solo se ve el agua del Esk que discurre a través de los bancos de arena con rocas aquí y allí. Más allá del puerto, de este lado, se eleva, durante casi un kilómetro, un arrecife, que parte de detrás del faro; al final hay una boya con una campana que suena lúgubremente cuando la mar está gruesa. Una leyenda local asegura que, cuando se extravía un barco, los marineros oyen esta campana desde alta mar. He de preguntarle si es cierto al anciano; ahora viene hacia mí.
Es un hombre extraordinario y debe de tener muchísimos años, pues tiene la cara tan arrugada y rugosa como una corteza de árbol. Me ha contado que tiene casi cien años, y que se hallaba en Groenlandia, a bordo de un pesquero, cuando tuvo lugar la batalla de Waterloo. Temo que sea un escéptico, ya que cuando le he hablado de la campana que oyen los marineros en alta mar, y de la dama de blanco de la abadía, me ha contestado bruscamente:
—Oh, señorita, yo no hago caso de tales cuentos. Antaño, bien estaba… Fíjese bien que no digo que nunca hayan existido tales cosas, pero sí afirmo que ya no existían en mis tiempos. Esto está bien para los extranjeros, los turistas y demás, pero no para una bella damita como usted. La gente que viene aquí a pie desde York y Leeds, para hartarse de arenques amargos, beber té y adquirir artículos baratos, tal vez crean esas historias. Pero yo me pregunto de qué puede servir contarles tales patrañas. Y que incluso los periódicos relaten esas historias increíbles…
He aquí un hombre, me he dicho, que podría contar cosas muy interesantes. Entonces, le he pedido que me hablara de la pesca de la ballena, tal como se practicaba en el pasado. Cuando iba a empezar su relato dieron las seis y se interrumpió para decirme, al tiempo que se levantaba trabajosamente:
—He de volver a casa, señorita; a mi nieta no le gusta que la haga esperar cuando el té está a punto, y pierdo mucho tiempo cojeando entre las tumbas, pues hay muchísimas, y, créame, a esta hora estoy hambriento…
Se fue arrastrando la pierna y le seguí con la vista, en tanto se apresuraba a bajar la escalinata del cementerio, con sus escasas fuerzas. Esta escalinata constituye una de las características más acusadas de la localidad. Conduce desde el pueblo a la iglesia, y tiene centenares de peldaños (en realidad, ignoro cuántos), que ascienden ligeramente en caracol. No es muy empinada, al contrario, y hasta un caballo podría subirla o bajarla fácilmente. Sin duda, en otros tiempos debía de conducir hasta la abadía. También yo me marcho a casa. Esta tarde Lucy ha salido con su madre de visita, y como era una visita de cumplido, he preferido no acompañarlas. Probablemente, ya habrán regresado.
1 de agosto. Desde hace una hora aproximadamente estoy aquí, con Lucy, y hemos sostenido una conversación muy interesante con mi viejo amigo, y sus dos compañeros, que todas las tardes se reúnen con él. De los tres, él es el Oráculo, y pienso que en sus tiempos debía de ser una autoridad. Siempre quiere tener razón y contradice a todo el mundo. Cuando no puede, injuria a los demás, y si estos callan, cree haberles convencido. Lucy lleva un vestido blanco que le sienta de maravilla, y desde que está en Whitby tiene un color de tez admirable. He observado que los tres ancianos no dejan jamás pasar la ocasión de sentarse a su lado cuando venimos aquí. Cierto que ella se muestra muy amable con los ancianos, quienes no pueden resistir su encanto. Mi viejo amigo ha quedado prendado de ella, hasta el punto de no contradecirla jamás. He vuelto a llevar la conversación hacia el tema de las leyendas, y me ha dado todo un sermón. Voy a tratar de recordarlo y escribirlo aquí.
—Ya le dije, señorita, que todo eso son tonterías, fábulas. Nada, nada mas que eso. Todas esas historias de encantamientos, de hechicería, solo se las creen los niños y las viejas quejicas. No son más que burbujas de aire. Estas historias, así como todo lo referente a los fantasmas, los presagios y los avisos son inventos de curas, pedantes malintencionados y gentes a la caza de clientes para asustar a los niños y para hacer que la gente haga cosas que de otro modo no haría. Cuando pienso en ello me pongo furioso. Y no les basta con imprimirlo en papeles o propagar tales cuentos como si fuesen verdad, sino que llegan a grabarlos en piedra. Mire a su alrededor, por todas partes; todas esas losas que yerguen su cabeza con orgullo, en el fondo, se ven aplastadas bajo el peso de las mentiras grabadas en ella. «Aquí yace fulana…», o bien «A la venerada memoria…». Y bajo la mayoría de estas losas, no hay nadie. A nadie le importa un ardite la memoria de tal o cual persona. Oh, todo son mentiras, de una especie o de otra, pero solo mentiras. ¡Dios del cielo! Será estupendo cuando, el día del Juicio Final, lleguen todos, tropezando entre sí y arrastrando penosamente sus losas sepulcrales para demostrar que ellos estaban debajo. Algunos no lo lograrán, ya que sus manos habrán estado demasiado tiempo en el agua del mar para poder agarrar su losa.
Por su aspecto satisfecho y por la forma en que buscaba la aprobación de sus compañeros, comprendí que deseaba ser halagado, por lo que me atreví a dispararle otra pregunta.
—Oh, señor Swales, no habla usted en serio. Casi ninguna de estas tumbas está vacía, ¿verdad?
—¡Necedades, digo y repito! —exclamó—. Hay muy pocas que no lo estén. Pero… la gente es demasiado buena y cree todo aquello que se le cuenta. ¡Todo mentiras! ¡Bah…! Óigame bien: usted ha llegado aquí como una forastera, sin saber nada, y ve esta…
Asentí con la cabeza, pues pensé que era mejor mostrar conformidad, aunque en realidad no entendía del todo su dialecto. Creí que estaba hablando de la iglesia.
—¿Cree usted —continuó— que todas estas piedras descansan sobre gente enterrada cómoda y ordenadamente?
Volví a asentir con la cabeza.
—¡Pues aquí reside la mentira! Hay docenas, docenas y docenas de… ataúdes tan vacíos como la caja de tabaco del viejo Dun un viernes por la noche. —Buscó de nuevo la aprobación general, y todos se echaron a reír—. ¡Gran Dios! ¿Podría acaso ser de otro modo? Mire allí… donde señalo… y lea. Vamos, vaya.
Me acerqué a la tumba que indicaba con el dedo y leí: «Edward Spencelagh, capitán de marina, asesinado por unos piratas frente a la cordillera de los Andes, a la edad de treinta años. Abril de 1854».
Cuando regresé al banco, el señor Swales continuó:
—¿Quién pudo traerlo aquí para enterrarlo? ¡Asesinado en alta mar, frente a la cordillera de los Andes! ¿Y su cadáver está allí? ¡Bah…! Podría citarle una docena que se hallan descansando en el fondo del mar, en Groenlandia o por allí —señaló el norte—, a menos que las corrientes los hayan arrastrado. Y sus tumbas, en cambio, están aquí, a nuestro alrededor. Desde donde está puede leer claramente todas esas mentiras grabadas en las losas. Por ejemplo, ese Braithwaite Lowrey, yo conocí a su padre. Pereció en el naufragio del Belle Vie, frente a Groenlandia, en el año veinte… O este Andrew Woodhouse, que se ahogó casi en el mismo sitio en mil setecientos setenta y siete. Y John Paxton, ahogado al año siguiente en el cabo Farewell. Y el viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo. Se ahogó en el golfo de Finlandia en el cincuenta. ¿Cree que todos esos personajes correrán hacia Whitby cuando suenen las trompetas anunciando el Juicio Final? Yo tengo mis dudas a este respecto. Y le aseguro que se empujarán tanto que creeremos asistir a un combate sobre hielo de los viejos tiempos, y que durará desde el amanecer hasta la noche, cuando los combatientes tratarán de curarse las heridas a la claridad de la aurora boreal.
Sin duda, era una chanza corriente en el país, ya que mi interlocutor estalló en otra risotada, lo mismo que los otros dos ancianos.
—Creo que se equivoca —repliqué—, si piensa que toda esa pobre gente, mejor dicho, sus almas, tendrán que presentarse con su losa sepulcral en el Juicio Final. ¿De verdad cree que ello será necesario?
—Bueno, si no, ¿de qué servirían estas losas?
—Son para complacer a los familiares.
—¿Para complacer a los familiares? —repitió en tono burlón—. ¿Cree también que a los familiares ha de gustarles que en estas losas solo se graben mentiras, mentiras que todo el mundo conoce? —Con el índice señaló una piedra situada a nuestros pies, colocada como una losa, sobre la que descansaba el banco, junto al borde del precipicio—. Lea esta mentira —me indicó.
Desde donde estaba podía ver las palabras al revés, pero Lucy, situada más cerca, se inclinó a leer: «Consagrado a la venerada memoria de George Canon, que murió, con la esperanza de la gloriosa resurrección de la carne, el 29 de julio de 1873, al caer desde lo alto del promontorio. Esta tumba fue erigida por su madre, inconsolable ante la pérdida de su hijo bienamado. Era hijo único, y ella era viuda».
—Realmente, señor Sales —comentó Lucy—, no veo en esto nada gracioso.
Efectuó la observación con tono grave.
—¿No ve que haya nada gracioso? ¡Ja, ja! Porque no conoce a la madre inconsolable… Una arpía, que odiaba a su hijo porque estaba tullido, mientras él, por su parte, la odiaba tanto que se suicidó para que ella no pudiera cobrar su seguro de vida. Se levantó la tapa de los sesos con el viejo fusil que le servía para espantar a los cuervos. Aquel día el fusil no sirvió para alejar a los cuervos, sino todo lo contrario. Y a esto le llaman caerse desde el acantilado… En cuanto a la esperanza de la resurrección, le oí decir a menudo que deseaba ir al infierno ya que su madre, tan piadosa, seguramente iría al cielo, y no quería volver a verla. Bien, dígame, pues, si esta piedra —y le daba pataditas—, no está llena de mentiras, y si Gabriel no se sentirá francamente enojado cuando nuestro George llegue allá arriba, jadeante después de haber arrastrado su losa sepulcral, y al ofrecérsela, quiera hacerle creer todo cuanto aquí está escrito.
No supe qué contestar, y Lucy, poniéndose de pie, desvió la conversación.
—Oh, ¿por qué nos cuenta todo eso? Se trata del banco donde me siento siempre, y a partir de ahora, ya no dejaré de pensar que estoy sentada encima de la losa de un suicida.
—No tema nada, hijita; el pobre George se sentirá muy orgulloso de tener sobre sus rodillas una joven tan encantadora. No, no tema nada… Hace veinte años que vengo a sentarme aquí, y nada me ha ocurrido. No hay que pensar demasiado en los que ya duermen el sueño eterno. Tiempo habrá de asustarse cuando sean arrastradas todas las piedras, y el cementerio se quede tan pelado como un campo de rastrojos. Ah, ya suena la campana. Tengo que irme. Siempre a su servicio, señoritas.
Y el viejo se alejó arrastrando la pierna.
Permanecimos algún tiempo sentadas en el banco, y nos cogimos de la mano, absortas en la contemplación del hermosísimo paisaje. Después, Lucy empezó a hablarme de Arthur y de su próxima boda. Yo tengo el corazón en un puño, ya que hace más de un mes que estoy sin noticias de Jonathan.
El mismo día. He vuelto aquí, muy triste. Ninguna carta en el correo de la tarde. Espero que no le haya sucedido ninguna desgracia a Jonathan. Acaban de dar las nueve. Las luces brillan en el pueblo, a veces aisladas, a veces alumbrando las calles de trazado regular; remontan el Esk y desaparecen en la curva del valle. A mi izquierda, el paisaje queda cortado por la línea que forman los tejados de las viejas mansiones cercanas a la abadía. En los prados balan las ovejas y los corderos, y abajo oigo los cascos de un asno que sube por la cuesta. La orquestina del puerto toca un vals y, en el muelle, en un callejón algo retirado, el Ejército de Salvación celebra una reunión. Naturalmente, en la reunión toca otra orquestina, y aunque interpretan las piezas al aire libre, no se molestan entre sí. Desde aquí, oigo y veo a los dos. ¿Dónde estará Jonathan? ¿Pensará en mí? Me gustaría que estuviera aquí conmigo.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
5 de junio. El caso de Renfield se hace más interesante a medida que voy comprendiendo mejor al individuo. Tiene ciertos rasgos, muy desarrollados: el egoísmo, la obstinación y el disimulo. Espero llegar a saber por qué se muestra tan obstinado. Creo que tiene un objetivo, pero ¿cuál? No obstante, ama a los animales, aunque en dicho amor haya también una gran crueldad. Por el momento, tiene la manía de cazar moscas. Tiene tantas que me ha parecido indispensable hacerle una observación a este respecto. Ante mi enorme extrañeza, no montó en cólera como temía, sino que, tras meditar unos instantes, me preguntó simplemente en tono muy grave:
—¿Me concede tres días? En ese tiempo, las haré desaparecer.
—Sí —le contesté, como es natural.
Me dispongo a vigilarle como nunca.
18 de junio. Por el momento, solo piensa en las arañas; ha atrapado varias de gran tamaño, que ha encerrado en una caja. Para alimentarlas les da sus moscas, que han disminuido mucho, aunque continúa cazando otras al dejar en el alféizar de la ventana, como cebo, la mitad de las comidas que le sirven.
1 de julio. Sus arañas resultan tan molestas como sus moscas, y hoy le he ordenado que se desprenda de ellas. Ante su expresión desolada, le he precisado que, al menos, debía hacer desaparecer parte de las mismas. Con el rostro radiante, me ha prometido obedecer. Igual que en la ocasión anterior, le he dado un plazo de tres días. Mientras estuve en su celda, he observado con asco que una mosca muy gruesa, hinchada por no sé qué podredumbre, se ha echado a volar por la estancia; Renfield la ha atrapado y, con expresión extasiada, la ha sostenido un instante entre el índice y el pulgar y, antes de darme cuenta de lo que hacía, se la ha metido en la boca y se la ha tragado. Le he dado a entender, sin tardanza, mi forma de pensar, pero me ha contestado tranquilamente que se trataba de un alimento bueno y sano, que la mosca estaba llena de vida y que así ella se la transmitía. Entonces, me ha asaltado una idea… mejor dicho, un esbozo de idea. Tengo que enterarme de qué forma piensa desembarazarse de sus arañas. Evidentemente, le preocupa un problema muy grave, ya que sin cesar hace anotaciones en un cuaderno. Tiene páginas enteras llenas de números, de cálculos muy complicados.
8 de julio. En su locura existe cierto método, y la idea que me asaltó va tomando cuerpo día a día. Pronto estará perfectamente clara y la actividad mental inconsciente tendrá que ceder el paso a otra consciente. Hace varios días que no he visitado a mi paciente; por tanto, estaba seguro de observar algún cambio en su estado, de haberse producido. Pero no parece haberse efectuado ninguno, a no ser que consista en la otra manía que le posee. Ha logrado atrapar un gorrión y lo tiene ya amaestrado; las arañas son menos numerosas. Sin embargo, las que quedan están bien alimentadas, ya que sigue cazando moscas, dejando cerca de la ventana gran parte de su comida.
19 de julio. Estamos progresando. Renfield posee ya una colección de gorriones, y las moscas y las arañas han desaparecido casi por completo. Cuando entré en su celda, vino precipitadamente hacia mí, diciendo que quería pedirme un gran favor, un grandísimo favor, y al hablarme, trataba de halagarme como un perro a su amo. Le rogué que me dijese de qué se trataba y replicó, en voz baja, y modosamente, en una especie de éxtasis:
—Quisiera un gatito, un gato pequeño, con el que poder jugar; lo amaestraré, y le daré de comer… ¡oh, sí!, le daré de comer.
La verdad es que jamás hubiese esperado semejante petición, puesto que, a pesar de que he observado que sus preferencias se inclinan cada vez más hacia animales más grandes, no podía admitir que su colección de gorriones desapareciese de la misma forma que han desaparecido sus moscas y sus arañas; por tanto, contesté que reflexionaría y estudiaría su solicitud. No obstante, antes de abandonar su celda, le pregunté con tono indiferente si no le gustaría más un gato que un gatito.
—¡Oh, sí, claro! —exclamó con un entusiasmo que le traicionó—. ¡Me gustaría tener un gato! Si le he pedido un gatito ha sido por miedo a que me negase un gran gato. Porque nadie se atrevería a negarme un gatito, ¿verdad?
Incliné la cabeza y contesté que, por el momento, no era posible y que ya vería… Su semblante se ensombreció y leí en sus ojos la advertencia de un peligro, pues de repente me dirigió una feroz mirada, como la de un asesino. Estoy seguro de que este paciente es un asesino en potencia. Quiero ver hacia dónde le lleva su actual obsesión; entonces sabré más.
10 de la noche. He vuelto a su celda y le he hallado sentado en un rincón, muy entristecido. Al verme, se ha arrojado de rodillas a mis pies y me ha suplicado que le conceda el gato, añadiendo que de ello dependía su salvación. Me he mantenido firme, negándoselo, tras lo cual, sin decir nada, ha vuelto a su rincón, mordiéndose las uñas. Le visitaré nuevamente mañana temprano.
20 de julio. Visité a Renfield muy pronto, antes de que el celador pasara por las celdas. Le hallé levantado y tarareando; estaba distribuyendo azúcar sobre el alféizar de la ventana, para volver a cazar moscas, lo cual hacía con evidente alegría. Busqué con la vista los gorriones y, al no divisarlos, le pregunté dónde estaban. Me contestó, sin volver la cabeza, que habían volado. En el suelo vi varias plumas y, sobre su almohada, una mancha de sangre. No contestó nada más; al salir le ordené al celador que me avisara al instante si ocurría algo anormal durante el día.
11 de la mañana. Me acaban de comunicar que Renfield está muy enfermo y que ha vomitado un montón de plumas.
—¡Creo, doctor —ha añadido el vigilante—, que se ha comido vivos a todos sus gorriones!
11 de la noche. Le he administrado a Renfield un narcótico y, durante su sueño, he cogido su cuaderno, ansiando enterarme de su contenido. No me había engañado en mis suposiciones: se trata de un loco homicida muy especial. He de clasificarle en una categoría que aún no está catalogada, llamándole tal vez maníaco zoófago, que solo se alimenta de seres vivos; su obsesión consiste en engullir tantas vidas como le sea posible. Le dio a comer moscas a una araña, arañas a un pájaro, y habría querido un gato para alimentarlo con todos los gorriones. ¿Y después? Casi estoy tentado de ir hasta el final del experimento. Mas para esto necesitaría una razón poderosa. La gente sonríe con desdén al oír hablar de la vivisección… ¡y sin embargo, ahí estamos! ¿Por qué no dejar que progrese la ciencia en lo que tiene de más espinoso y más vital, el conocimiento del cerebro, del mecanismo del razonamiento humano? Si yo penetrase el misterio de ese cerebro, si tuviese la clave de la imaginación de un solo enfermo mental, adelantaría en mi especialidad hasta un punto en el que la fisiología de Burdon-Sanderson o el estudio del cerebro humano llevado a cabo por Ferrier no serían nada. ¡Si al menos existiese una razón poderosa! Mas no he de pensar en esto, ya que la tentación es grande. Una razón poderosa podría hacer caer el platillo de la balanza de mi lado, pues, ¿no soy yo también, congénitamente, un cerebro excepcional?
¡Qué bien razona ese individuo! Los locos, cierto, siempre razonan bien, de acuerdo con sus posibilidades. ¿En cuántas vidas evaluará a un hombre, si acaso le concede una? Ha concluido correctamente sus cálculos, y hoy ha iniciado otros. ¿Quién es, de entre nosotros los cuerdos, aquel que a diario no inicia nuevos cálculos? En lo que a mí atañe, me parece que fue ayer cuando mi vida entera y mis esperanzas zozobraron, y tuve que volver a empezar desde cero. Y esto será así hasta que el Juez supremo me llame a su presencia y salde las cuentas de mi vida con el equilibrio de mis pérdidas y mis ganancias. ¡Oh, Lucy, Lucy! No puedo acusarte de nada, ni tampoco a mi amigo, que comparte tu felicidad. Solo me resta dedicar toda mi vida al trabajo, sin esperanzas. ¡Sí, trabajar, trabajar, trabajar!
Si al menos lograra encontrar una causa tan poderosa como la de mi pobre enfermo, que me impulsara al trabajo, hallaría en él, ciertamente, alguna felicidad.
DIARIO DE MINA MURRAY
20 de julio. Estoy sumamente inquieta y la escritura me alivia un poco; es como si conversara conmigo misma, y me escucharía a la vez. Además, el hecho de llevar este diario en taquigrafía me produce una impresión distinta a si escribiese en él de forma normal. Estoy tan inquieta con respecto a Lucy como en relación con Jonathan. Llevo ya algún tiempo sin noticias suyas; pero ayer, ese querido señor Hawkins, siempre tan amable, me envió una carta que había recibido de mi prometido. Solo unas líneas, escritas en el castillo de Drácula, anunciando su retorno. Esto no encaja con el carácter de Jonathan. No comprendo qué ocurre… y eso me preocupa. Lucy, por otra parte, aunque parece gozar de buena salud, vuelve a sufrir crisis de sonambulismo. Su madre me habló de ello y hemos decidido que, a partir de ahora, por la noche cerraré con llave la puerta de nuestra alcoba. La señora Westenra afirma que las personas sonámbulas, inevitablemente, trepan a los tejados, se pasean por el borde de los precipicios más escarpados y se despiertan de pronto y caen al vacío, al tiempo que exhalan un grito horrible, capaz de oírse en toda la región. La pobre se pasa la vida temblando por Lucy, y me contó que su marido, el padre de mi amiga, también sufría estas crisis. Se levantaba en plena noche, se vestía y, si nadie se lo impedía, salía. Lucy va a casarse el próximo otoño, y ya está ocupada en su traje de novia, en su ajuar, en el arreglo de su casa. La comprendo muy bien, ya que hago lo mismo, con la diferencia de que Jonathan y yo iniciaremos nuestra vida conyugal de manera más sencilla, y ante todo tendremos que conseguir juntar los dos extremos. El señor Holmwood, el honorable Arthur Holmwood, hijo único de lord Godalming, llegará pronto, tan pronto como pueda abandonar la ciudad, pues su padre está enfermo, y Lucy cuenta los días y las horas. Me ha dicho que desea sentarse con él en el banco del cementerio, y enseñarle desde lo alto del acantilado el bello paisaje de Whitby. Para mí que esta espera está minando su salud, y creo se repondrá cuando llegue su prometido.
27 de julio. Sin noticias de Jonathan… ¿Por qué no me escribe, aunque solo sea una palabra? Lucy se levanta más a menudo por la noche y, siempre que la oigo andar por la habitación, me desvelo. Por suerte, hace tanto calor que es imposible que coja un resfriado; pero, en cuanto a mí respecta, la constante inquietud y el hecho de pasar las noches casi en blanco me están destrozando los nervios. Aparte de esto, ¡y gracias a Dios!, Lucy está bien. El señor Holmwood se ha marchado súbitamente a Ring, pues el estado de su padre se ha agravado. Naturalmente, Lucy está inconsolable por no poder verle tan pronto como pensaba, y a veces sufre accesos de mal humor, pero su salud no se resiente por ello; ahora está más fuerte y hay color en sus mejillas. ¡Con tal que esto dure…!
3 de agosto. Ha transcurrido otra semana y no hay carta de Jonathan… Ni siquiera ha escrito al señor Hawkins, según me dice este último. ¡Oh, espero que no esté enfermo! En este caso, me habría escrito con toda seguridad. Acabo de repasar su última carta y me ha asaltado una duda. No le reconozco en lo que dice, ni tampoco en su escritura. No me cabe la menor duda de que Lucy ha padecido menos crisis de sonambulismo esta semana, pero hay en ella algo que me intranquiliza; incluso cuando duerme tengo la impresión de que me vigila. Trata de abrir la puerta y cuando ve que está cerrada con llave, busca esta por todo el dormitorio.
6 de agosto. Otros tres días, y sin noticias. Esta espera resulta verdaderamente angustiosa, terrible. Si al menos supiese a quién escribir, o a quién visitar, me tranquilizaría. Ninguno de los amigos de Jonathan ha recibido últimamente carta suya. Solo puedo rogar a Dios que me dé paciencia. Lucy se muestra más irritable que nunca, a pesar de hallarse bien. Hubo tormenta por la noche, y los pescadores afirman que se acerca una tremenda tempestad. He de observar y aprender a reconocer las señales del tiempo.
Hoy, el día está gris y, en este momento en que escribo, el sol está escondido detrás de gruesos nubarrones que se han ido acumulando encima del cabo Kettleness. Todo está gris, absolutamente todo, salvo la hierba, de un verde esmeralda. Grises son las rocas y las nubes, cuyos bordes ilumina débilmente el sol, y que se extienden lúgubremente sobre el mar gris, donde los bancos de arena, que sobresalen por doquier, semejan largos dedos grises. Las olas se estrellan contra la playa produciendo un estruendo ensordecedor, medio ahogado por las capas de niebla que son empujadas hacia tierra. Esta niebla, gris como todo lo demás, oculta el horizonte. Todo da la impresión de inmensidad; las nubes se amontonan unas sobre otras como enormes rocas, y un sordo rumor surge sordamente de esta sabana infinita que es el mar, como un presagio sombrío. En la playa se distinguen figuras envueltas por la niebla, y se diría que hay «hombres que andan como árboles». Las barcas de pesca se apresuran a volver al puerto, empujadas por el embate de las olas. Veo al viejo señor Swales y, por la forma de levantar su gorra, comprendo que desea hablarme.
El pobre hombre ha cambiado tanto en pocos días que estoy asombrada.
—Quisiera pedirle una cosa, señorita —ha balbuceado, tan pronto se ha sentado a mi lado.
Al verle turbado, he cogido su vieja mano, tan arrugada, en la mía y le he rogado que hablara francamente.
—Supongo, jovencita —me ha manifestado, sin retirar la mano—, que no la habré molestado con todo lo que dije de los muertos. En realidad, hablé más de lo que quería, y quisiera que usted lo recordase cuando yo ya no exista. Ah, sí, los viejos tememos a la muerte. Estamos ya con un pie en la tumba… No nos gusta pensar en la muerte, y queremos aparentar que no la tememos. Por mi parte, prefiero hablar de la muerte con ligereza, a fin de tranquilizarme. Y no obstante, señorita, Dios sabe bien que quisiera vivir, aunque no temo morirme… No lo temo en absoluto. Solamente desearía vivir todavía un poco más. Bien, mi momento está cerca, ya que cumplir cien años es más de lo que un hombre puede esperar, y yo estoy ya tan cerca de esa edad, que la muerte debe de estar ya afilando su guadaña. Oh, sí, ya sé que estoy blasfemando. Sí, sí, el ángel de la Muerte no tardará en llamarme con su trompeta. Oh, no se apene, jovencita —añadió, al observar mis lágrimas—. Aunque me llame esta noche, contestaré gustosamente a su llamada. Ya que, al fin y al cabo, vivir es esperar siempre algo más de lo que ya poseemos, algo más de lo que hacemos, y la muerte es lo único en que podemos confiar. Sí, pequeña, que venga y cuanto antes mejor. Tal vez el viento que sopla en el mar es quien la está trayendo ya hacia aquí, con todos sus náufragos y todas sus calamidades, con sus aflicciones y tristezas. ¡Fíjese! ¡Fíjese! —gritó de repente—. ¡En el viento y en la bruma hay algo que huele a muerte! ¡Está en el aire! Llega ya, llega, lo sé… ¡Dios mío, haz que responda sin pensar a su llamada!
Con suma devoción, elevó los brazos al cielo y se quitó el sombrero. Sus labios se movieron como si estuviera rezando. Tras unos instantes de silencio, se levantó, me estrechó las manos y, tras haberme bendecido, se marchó con su penoso paso. Durante unos momentos me sentí trastornada. Por tanto, me alegré de ver llegar al guardacostas con su anteojo bajo el brazo. Según su costumbre, se detuvo a charlar conmigo, sin dejar de contemplar un buque que, por lo visto, pasaba por unos momentos difíciles.
—Seguramente es un buque extranjero —me comunicó—. Ruso, tal vez. Aunque maniobra de un modo raro, ¿verdad? Como si fuese a la deriva… como si presintiese la tormenta, y no supiera decidirse a poner rumbo hacia el norte o entrar en el puerto. ¡Fíjese! Cualquiera diría que no hay nadie en el timón. Cambia de dirección a cada ráfaga de viento… ¡Créame, mañana tendremos más de una noticia respecto a ese barco!