DIARIO DE MINA MURRAY
El mismo día, a las once de la noche. ¡Yo sí que estoy fatigada! De no haberme prometido a mí misma llevar puntualmente este diario, no escribiría esta noche. El paseo fue delicioso. Lucy, después de un rato, estaba de mejor humor debido, creo, a unas vacas adorables que se acercaron a husmear en un campo cerca del faro, y que nos dieron un buen susto. Creo que esto sirvió para que ambas olvidásemos nuestros tristes pensamientos, para que lo olvidásemos todo, aparte del temor que nos inspiraban las vacas. En la bahía de Robin Hood, en un pequeño albergue desde donde divisábamos las rocas cubiertas de algas, nos sirvieron un té verdaderamente extraordinario. Sin duda, la «nueva mujer» se habría sorprendido al vernos comer con tanta voracidad. Afortunadamente, los caballeros son más tolerantes. De regreso, nos hemos detenido a menudo para descansar, y con nuestros corazones sobrecogidos por un constante temor hacia los toros salvajes.
Ya en el hotel, Lucy confesó hallarse fatigada, por lo que proyectamos acostarnos más temprano. Pero el joven vicario estaba allí de visita, y la señora Westenra le rogó que nos acompañase a cenar. Lucy y yo tuvimos que efectuar grandes esfuerzos para no caer dormidas, debo decir que por mi parte el combate fue duro, y eso que soy bastante heroica. Creo que los obispos deberían congregarse para decidir la creación de una nueva raza de vicarios que no aceptasen jamás una invitación a cenar, por mucho que se les insistiera, y que siempre se diesen cuenta del cansancio de unas señoritas. Bien, Lucy está durmiendo y respira apaciblemente. Sus mejillas están más sonrosadas de lo habitual, y resulta, oh, realmente encantadora. Si el señor Holmwood se enamoró de ella con solo verla en la sala de estar, me pregunto qué diría si la viera ahora. Tal vez esas «nuevas mujeres» escritoras lanzarán un día la idea de que debería permitirse que los jóvenes de ambos sexos pudieran contemplarse dormidos antes de casarse. Aunque supongo que en el futuro la «nueva mujer» ya no consentirá en que su papel se ciña solamente a ser pedida en matrimonio, sino que será ella la que pida la mano del hombre. Y seguro que lo hará muy bien. Lo cual no deja de constituir cierto consuelo. Esta noche soy feliz al ver que Lucy se encuentra mejor. Opino que ya ha pasado lo peor y que sus problemas de sonambulismo están superados, y que pasará una noche tranquila. Sería muy feliz si solo supiera que Jonathan… Que Dios le bendiga y le proteja.
11 de agosto, 3 de la madrugada. Reanudo el diario. Como no tengo sueño, prefiero escribir. Estoy demasiado nerviosa para dormir. Hemos vivido una aventura, una experiencia tan angustiosa… Me dormí tan pronto como cerré el diario. De repente, desperté sobresaltada, llena de inquietud, sin saber por qué. Además, tenía la impresión de no estar sola en el dormitorio, que estaba tan oscuro que no distinguía la cama de Lucy. Me aproximé a la misma a tientas, y comprobé que estaba vacía. Encendí una cerilla, y no vi a Lucy por ningún sitio. La puerta estaba cerrada, pero no con llave, pese a haberla yo cerrado con una vuelta antes de acostarme. No quise despertar a la señora Westenra, que no se ha encontrado muy bien últimamente, y me vestí apresuradamente para ir en busca de su hija. Al ir a salir, pensé que tal vez la ropa que Lucy se hubiese puesto me indicaría sus intenciones de sonámbula. Si llevaba el peinador, no debía de haber salido de la casa; un vestido equivalía al exterior. Toda su ropa, incluido el peinador, estaba allí. «¡Dios mío! —pensé—. ¡No creo que haya ido muy lejos en camisón!» Bajé la escalera y entré en el salón. ¡Lucy no estaba en él! Entonces miré en todas las habitaciones abiertas de la casa. Cada vez más angustiada. Al final llegué a la puerta de entrada, que encontré abierta. No estaba abierta de par en par, pero no tenía echado el pestillo. Y como en esta casa tienen mucho cuidado en cerrar la puerta con llave todas las noches, temí que Lucy hubiera salido, a fin de cuentas, en camisón. No podía perder el tiempo pensando en lo que habría podido pasar; me sentía dominada por un vago temor que oscurecía todos los detalles. Tras coger un chal, salí corriendo. Cuando llegué a Crescent, el reloj daba la una, y no había nadie a la vista. Corrí a lo largo de North Terrace, pero no pude ver ni rastro de la blanca figura. Al llegar al borde del acantilado oeste, por encima del puente, miré el acantilado este con la esperanza o el temor —ni yo misma lo sé— de divisar a Lucy sentada en nuestro banco. Hacía un claro de luna magnífico, aunque de vez en cuando el cielo se cubría por gruesos nubarrones que lo dejaban todo envuelto en la oscuridad más impenetrable. Durante unos instantes nada distinguí, pues una nube inmensa oscurecía la iglesia de St. Mary y sus alrededores. Sin embargo, la luna no tardó en hacerse visible de nuevo, iluminando las ruinas de la abadía primero y después la iglesia y el cementerio. Fuesen cuales fuesen, mis esperanzas no quedaron defraudadas, ya que allí, en nuestro banco alumbrado por la luna argentífera, se hallaba una figura blanca como la nieve, medio acostada. La siguiente nube, impelida por el fuerte viento, cubrió demasiado pronto la luna para que yo pudiera divisar algo más, pero tuve la sensación de que algo sombrío se hallaba de pie detrás del banco, inclinándose sobre la blanca figura. No supe si se trataba de un hombre o una bestia. No esperé a ver más y descendí hasta el puerto, pasé junto a la lonja del pescado y así llegué al puente, único camino que conduce al acantilado este. La ciudad estaba desierta, y me alegré, puesto que no quería que la gente viese a la pobre Lucy en el estado en que se encontraba. El tiempo y la distancia me parecieron interminables; me temblaban las piernas y me sentía cada vez más agotada mientras subía trabajosamente la escalinata que lleva a la abadía. Debí de ir rápido, aunque, me parecía que mis piernas eran de plomo y que tenía oxidadas las articulaciones. Cuando por fin alcancé mi objetivo, divisé el banco y la blanca figura; estaba lo bastante cerca para distinguirla incluso en la oscuridad. No cabía la menor duda posible: inclinada sobre mi amiga se hallaba una silueta alta y negra.
—¡Lucy! ¡Lucy! —grité al momento.
Entonces vi cómo se erguía un semblante sumamente pálido, con unos ojos rojos y llameantes. Lucy no me contestó. Luego corrí hasta la entrada del cementerio. Allí, la iglesia me ocultaba la vista del banco, de modo que durante unos segundos dejé de ver a Lucy. Rodeé el edificio de la iglesia, y el claro de luna, libre por fin de nubes, me permitió distinguir con rara perfección a Lucy recostada en el banco, la cabeza apoyada en el respaldo. Estaba completamente sola, y a su alrededor no había el menor rastro de un ser viviente.
Al inclinarme sobre ella vi que aún estaba profundamente dormida. Con los labios entreabiertos, no respiraba normalmente, sino que, a cada inspiración, se esforzaba por hacer penetrar la mayor cantidad posible de aire en sus pulmones. De repente, aún dormida, se levantó el cuello del camisón, cerrándolo en torno a su garganta. Al mismo tiempo se estremeció de pies a cabeza, por lo que comprendí que tenía frío. Rodeé sus hombros con el chal de lana, pues, desvestida como estaba, temía que cogiera un mortal resfriado por culpa del aire nocturno. Dado que me daba miedo despertarla bruscamente, se lo anudé en torno a la garganta con un alfiler, a fin de poder tener yo las manos libres para ayudarla; pero, en medio de mi angustia, sin duda efectué un gesto brusco, pinchándola ligeramente, ya que, si bien su respiración se iba calmando, Lucy se llevó una mano a la garganta y empezó a gemir dolorosamente. Tan pronto estuvo envuelta en mi chal, le calcé mis zapatos y traté de despertarla suavemente. Al principio no reaccionó en absoluto. Poco a poco, no obstante, su sueño se tornó más ligero. Volvió a sollozar, exhaló varios suspiros y, al comprender que era ya hora de llevarla al hotel, la sacudí con más fuerza. Abrió los ojos y se despertó. Al verme, no pareció sorprendida, si bien, como es natural, en el primer instante no supo dónde estaba. Lucy siempre se despierta con gracia, e incluso en ese momento, pese a que debía de tener el cuerpo helado y tenía que estar asustada por encontrarse en camisón en un cementerio en plena noche, no perdió su encanto. Tembló un poco más y se aferró a mí.
Cuando la conminé a que me acompañara a casa enseguida, se levantó sin protestar, tan dócil como una niña. Nos pusimos en marcha; los guijarros del camino me lastimaban los pies, lo cual observó Lucy. Se detuvo e insistió en devolverme mis zapatos. Naturalmente, me negué. Pero, tan pronto estuvimos fuera del cementerio, procuré hundir mis pies en el barro para que si nos tropezábamos con alguien no viera que iba descalza.
La suerte nos fue propicia: llegamos el hotel sin haber visto a nadie. Cierto que en un momento dado divisamos a un tipo que estaba bebido, pero nosotras nos guarecimos bajo un porche hasta que hubo desaparecido. Es inútil insistir en que yo me hallaba sumamente angustiada por Lucy, no solo por su salud, que podía verse quebrantada por la salida nocturna, sino por el temor de ver comprometida su reputación si el caso llegaba a conocerse. Tan pronto entramos en la casa y después de lavarnos los pies, y rezar una oración de gracias, la metí en la cama. Antes de dormirse, Lucy me suplicó que no le contara a nadie su aventura, ni siquiera a su madre. Al principio vacilé, no quería hacer esa promesa; luego, por fin, me decidí a secundar sus deseos, al pensar en la poca salud de que goza la señora Westenra y en cómo se inquietaría al conocer semejante historia, y, además, cómo esta podría llegar a deformarse —y seguro que se deformaría— en caso de que acabara por filtrarse. Espero haber obrado cuerdamente. Acabo de cerrar la puerta con llave y he atado esta a mi muñeca; espero no tener más sustos. Lucy duerme profundamente y el reflejo del alba se eleva sobre el mar.
El mismo día, a mediodía. Todo va bien. Lucy ha dormido hasta que la desperté, y creo que ni se ha movido. Al parecer, la aventura de anoche no le ha sentado mal, sino todo lo contrario, pues tengo la impresión de que desde esta mañana está mucho mejor que en los días anteriores. Sin embargo, lamento haberme mostrado tan torpe al herirla, aunque levemente, con el alfiler. Creo que se trata de algo más que un simple arañazo, ya que tiene la garganta perforada. Debí de pincharle un trozo de piel suelta, y la traspasé, pues tiene dos pequeños puntos rojos, y hay una mancha de sangre en el camisón. Al decirle cuánto me entristecía mi torpeza, se ha reído y, dándome una palmadita en la mejilla, ha dicho que no tiene ninguna importancia. Afortunadamente creo que no quedará cicatriz.
11 de agosto, por la noche. El día ha sido excelente. Buen tiempo, sol, brisa ligera. Hemos almorzado en Mulgrave Woods, adonde la señora Westenra fue conduciendo por la carretera, en tanto que Lucy y yo caminamos por el sendero de los acantilados. A pesar de todo, yo tenía el corazón muy oprimido pensando en mi querido Jonathan. Necesito armarme de paciencia. Por la tarde hemos paseado por los jardines del casino Terrace, donde hemos escuchado buena música, y nos hemos acostado muy temprano. Lucy, mucho más calmada, se ha dormido casi al instante. Cerraré la puerta con llave, y haré con esta lo mismo que anoche, aunque no creo que hoy suceda nada.
12 de agosto. Estaba equivocada. En dos ocasiones me ha despertado Lucy, al intentar salir del dormitorio. Incluso dormida, he adivinado que estaba irritada al encontrar la puerta cerrada, y ha vuelto a acostarse con señales de protesta. Por fin, al despertarme esta mañana por el canto de los pájaros, me he alegrado al ver que Lucy, ya despierta también, mostraba mejor semblante aún que la víspera. Ha recobrado su alegría natural, y ha venido junto a mi cama para hablarme largamente de Arthur. Por mi parte, le he contado todas las angustias que experimento a causa de Jonathan; ha querido tranquilizarme y confieso que lo ha logrado hasta cierto punto, puesto que si la simpatía de los amigos no altera los hechos, por lo menos los hace más soportables.
13 de agosto. Otro día apacible, y por la noche me he acostado dejando la puerta cerrada y con la llave atada a la muñeca. Volví a despertarme durante la noche; vi a Lucy dormida, pero sentada en la cama y señalando la ventana. Me levanté con cautela y, descorriendo la persiana, me asomé. La luna brillaba, y el mar y el cielo se confundían en aquella luz plateada, en medio del misterioso silencio de la noche. Ante mi vista, pasó y volvió a pasar un murciélago enorme, describiendo amplios círculos. Un par de veces casi me rozó, pero supongo que se asustó, ya que echó a volar hacia el puerto y, luego, hacia la abadía. Al apartarme de la ventana, vi a Lucy tendida de nuevo en la cama, durmiendo profundamente. No se ha movido más en toda la mañana.
14 de agosto. Hemos pasado casi todo el día en lo alto del acantilado este, leyendo y escribiendo. A Lucy, como a mí, le gusta mucho este lugar y cuando regresamos a casa siempre abandona el cementerio con gran pesar. Esta tarde ha hecho una observación muy rara. Regresábamos para cenar y, al llegar a lo alto de la escalinata, sobre el muelle oeste, nos detuvimos a contemplar el panorama, como hacemos a menudo. El sol poniente, que descendía tras Kettleness, teñía con una luminosidad rojiza, muy bella, el acantilado y la antigua abadía. Permanecimos calladas unos instantes, y al cabo, Lucy murmuró, como para sí:
—¡Otra vez sus ojos rojos! ¡Iguales, siempre iguales!
Sumamente extrañada, sin comprender a qué se referían tales palabras, me incliné ligeramente hacia mi amiga, a fin de escrutar mejor su semblante sin que ella se diera cuenta; entonces, me pareció que estaba medio dormida, con una asombrosa expresión en su rostro que no supe interpretar. Así que no dije nada pero seguí su mirada. La tenía fija en nuestro banco, donde se hallaba sentada una sombría figura. Me asusté un poco, pues por un instante tuve la impresión de que aquel individuo poseía, en efecto, unos ojos centelleantes como llamas ardientes. Cuando volví a mirarlo, la visión se había disipado. El sol iluminaba las vidrieras de la iglesia de St. Mary de detrás de nuestro banco, que aparecía aún envuelto en el crepúsculo. Llamé la atención de Lucy sobre aquel juego de luces y sombras, y ella se recobró al momento, aunque no perdió su expresión de tristeza y abatimiento. Tal vez recordaba la noche que había pasado allá arriba. No hemos vuelto a hablar de aquella aventura; tampoco yo aludí a ella, y reemprendimos la marcha. Después de cenar, Lucy, aquejada de un fuerte dolor de cabeza, subió a acostarse enseguida. En cuanto se durmió, volví a salir, pues deseaba pasearme por los acantilados; yo también estaba triste, lo confieso, puesto que solo pienso en Jonathan. Al regreso, la luna brillaba tanto que, aunque la fachada que da a Crescent estaba sumida en la sombra, se distinguían los menores objetos; levanté la vista hacia nuestra ventana y percibí a Lucy asomada a ella. Pensé que me buscaba con la mirada y agité mi pañuelo. No me vio; al menos no dio señales de haberme visto. En aquel momento, la luna iluminó otra esquina del edificio y, por consiguiente, nuestra ventana. Entonces vi que Lucy, con los ojos cerrados, mantenía la cabeza apoyada en el alféizar. Estaba dormida, y a su lado, posado sobre el alféizar, creí divisar un enorme pájaro. Temiendo que cogiera frío, subí corriendo la escalera y al entrar en el dormitorio me la encontré volviendo hacia su cama, profundamente dormida y respirando con dificultad. Con una mano se cubría la garganta, para protegerla del frío. Sin despertarla, la tapé bien con las mantas. Después cerré la puerta con llave, y también cerré la ventana.
Oh, qué bonita es Lucy, con su cabeza apoyada en la almohada… Aunque está muy pálida y sus facciones tienen señales de fatiga. Temo que la inquiete o turbe algo que ignoro. ¡Si pudiese saber de qué se trata…!
15 de agosto. Nos hemos levantado más tarde que de costumbre. Lucy, muy cansada, ha vuelto a dormirse después de que nos llamaran. Hemos tenido una agradable sorpresa en el desayuno: el padre de Arthur se encuentra mejor y desea que la boda se celebre pronto. Lucy está loca de alegría, y su madre está triste y satisfecha al mismo tiempo. Más tarde, me ha explicado sus sentimientos. Está pesarosa por tener que separarse de Lucy, pero se alegra de que su hija tenga pronto un marido que vele por ella. ¡Pobre señora Westenra! Sabe que no le queda mucho tiempo de vida, y como no ha hablado con su hija de ello, me ha obligado a prometerle que yo tampoco diré nada. Para la señora Westenra la más pequeña emoción podría ser fatal. ¡Ah, qué bien hice en no contarle la aventura de Lucy, de la otra noche!
17 de agosto. Hace dos días que no escribo ni una sola línea en este diario. Me falta valor… Sí, todo se confabula para desanimarme. No hay noticias de Jonathan, y Lucy está más débil. No entiendo nada. Come bien, por la noche duerme profundamente, y pasa gran parte del día al aire libre. Sin embargo, cada vez está más pálida y, por la noche, respira con dificultad. No me acuesto jamás sin tener la llave de la puerta atada a la muñeca. Lucy se levanta a menudo, da unas vueltas por la habitación, o se sienta junto a la ventana abierta; anoche la encontré asomada, y no conseguí despertarla, por más esfuerzos que hice: estaba desvanecida. Cuando por fin logré reanimarla, mostraba una extremada debilidad y sollozó en silencio entre intensos y dolorosos esfuerzos para poder respirar. Al preguntarle por qué estaba asomada a la ventana, inclinó la cabeza y se apartó de mi lado. Ojalá su debilidad no se deba a aquel pinchazo del alfiler. Cuando duerme, examino a veces su garganta; las dos pequeñas incisiones todavía no han cicatrizado, sino que los bordes están separados y hasta creo que las heridas se han agrandado; los bordes, además, ostentan un color sonrosado, casi blanco. Si dentro de un par de días Lucy no ha mejorado, le pediré que visite al médico.
CARTA DE SAMUEL F. BILLINGTON E HIJOS, ABOGADOS DE WHITBY, A LOS SEÑORES CARTER, PATTERSON Y COMPAÑÍA, DE LONDRES
17 de agosto
Muy señores nuestros:
Nos complace anunciarles la llegada de las mercancías enviadas por los Grandes Ferrocarriles del Norte. Las mercancías serán entregadas en Carfax, Purfleet, tan pronto lleguen a la estación de King’s Cross. En este momento, la mansión está desocupada, y ustedes hallarán, junto con el envío, las llaves con sus correspondientes etiquetas.
Deberán dejar las cincuenta cajas en la parte del edificio que está en ruinas, señalada con una «A» en el plano adjunto. Su agente reconocerá el lugar, puesto que se trata precisamente de la antigua capilla de la residencia. El tren de mercancías saldrá de Whitby esta noche a las nueve y media, y llegará a King’s Cross exactamente a la hora fijada, o sea, mañana a las cuatro y media de la tarde. Como nuestro cliente desea que las cajas lleguen cuanto antes a su destino, les agradeceremos que las recojan en la estación a la hora mencionada, conduciéndolas inmediatamente a Carfax. Además, a fin de evitar cualquier demora en el pago, hallarán adjunto un cheque por valor de diez libras, del que deberán remitirnos el correspondiente acuse de recibo; si los gastos no alcanzan dicha suma, ustedes nos devolverán el saldo restante; en caso contrario, nosotros les enviaremos un segundo cheque por la diferencia. Dejen, por favor, las llaves en el vestíbulo de la casa, con el fin de que su dueño las encuentre tan pronto como abra la puerta de entrada con su propia llave.
Confiando en que no nos encuentren excesivamente exigentes en este asunto, les rogamos una vez más que actúen con la mayor diligencia posible. Les saluda atentamente
Samuel F. Billington e Hijos
CARTA DE LOS SEÑORES CARTER, PATTERSON Y COMPAÑÍA, DE LONDRES, A LOS SEÑORES BILLINGTON E HIJOS, EN WHITBY
21 de agosto
Muy señores nuestros:
Acusamos recibo de su cheque de diez libras, remitiéndoles otro por valor de una libra, diecisiete chelines y nueve peniques, resto sobrante de los gastos efectuados. Las cajas han sido ya entregadas de acuerdo con sus precisas instrucciones, y las llaves, unidas entre sí por un llavero, han sido dejadas en el vestíbulo de la casa. Les saludamos atentamente.
Carter, Patterson y Compañía
DIARIO DE MINA MURRAY
18 de agosto. Escribo estas líneas sentada en el banco del cementerio. Lucy se encuentra mucho mejor. Esta noche no se ha despertado ni una sola vez. Aunque está muy pálida y débil, sus mejillas van recobrando su antiguo color. Si estuviese anémica, su palidez podría comprenderse, pero no lo está. Está de muy buen humor y llena de vida y alegría. Ya ha abandonado su enfermiza reticencia, y me ha recordado (como si yo necesitase que me refrescase la memoria) aquella horrible noche, cuando la hallé dormida en este mismo banco. Mientras hablaba, Lucy golpeaba de modo juguetón la losa sepulcral con el tacón.
—Aquella noche, mis pobres pies no hacían tanto ruido… Supongo que el señor Swales habría dicho que era porque yo no quería despertar a Georgie.
Al verla de tan buen humor, le he preguntado si había soñado aquella noche. Antes de contestarme, ha fruncido el ceño de aquella manera tan deliciosa que entusiasma a Arthur —lo llamo Arthur según acostumbra a hacer Lucy—, cosa que no me extraña en absoluto. Luego, me ha contestado como saliendo de un ensueño, tratando de recordar lo acontecido.
—No, no soñé. Todo era real. Deseaba estar aquí, en este lugar, pero no sé por qué, pues algo me daba miedo… No sé qué. Lo recuerdo muy bien y, no obstante, tenía que estar dormida. Recuerdo haber cruzado las calles, haber atravesado el puente; oh, en aquel momento, un pez saltó y me asomé para verle; luego, al empezar a subir la escalinata, los perros se pusieron a ladrar; era como si el pueblo entero estuviese lleno de perros. También tengo la vaga sensación de algo muy largo y oscuro con ojos rojos como los que vimos el otro día al ponerse el sol; al mismo tiempo, gocé de la sensación de estar rodeada de una dulzura inefable y una tristeza sin límites, todo a la vez. Después… fue como si me hundiese en un mar verde y profundo; y oí una canción, como he oído decir que ocurre con los ahogados. Creí dejar de existir, como si mi alma abandonara mi cuerpo flotando en el aire. Recuerdo que el faro oeste se hallaba por debajo de mí, y tuve una sensación de dolor, como si estuviese en medio de un temblor de tierra; por fin volví en mí… gracias a tus sacudidas. Vi tus movimientos antes de sentirlos.
Se echó a reír de una forma extraña, inquietante; al escucharla contuve la respiración. Me apenó verla en tal estado, y pensé que era mejor olvidar todo el asunto, por lo que llevé la conversación hacia otro tema y Lucy volvió a ser la de siempre. Al regresar al hotel, la brisa la había reanimado, y sus pálidas mejillas estaban algo sonrosadas. Su madre se ha alegrado al verla en tan buen estado, y las tres hemos pasado una velada muy alegre juntas.
19 de agosto. ¡Alegría, alegría, alegría! Aunque no todo es alegría. Por fin he tenido noticias de Jonathan. El pobre ha estado enfermo. Por esto pasó tanto tiempo sin escribir. Ahora me siento más tranquila, sabiendo a qué atenerme. El señor Hawkins me ha remitido la carta que le ha dirigido la religiosa que atiende a Jonathan, y él mismo también me ha enviado una nota muy amable, como siempre. Mañana partiré al encuentro de Jonathan para ayudar a cuidarlo si es necesario, y regresaremos juntos a Inglaterra. El señor Hawkins me aconseja que nos casemos allí. He llorado tanto al leer la misiva de la buena hermana que la noto aún mojada contra mi pecho, donde la tengo guardada. Es de Jonathan, y yo he de conservarla junto a mi corazón, puesto que es ahí donde él está. Mi viaje ya está dispuesto y el equipaje a punto. Claro que, aparte del vestido que llevo, solo me llevaré otro. Lucy expedirá mi baúl a Londres y lo guardará en su casa hasta que envíe a buscarlo, ya que quizá… Bien, no debo decir nada más. Antes tendré que hablar con Jonathan, mi marido. Esta carta que él ha visto y tocado con sus manos será para mí un gran consuelo hasta que esté a su lado.
CARTA DE LA HERMANA AGATHA, DEL HOSPITAL DE SAN JOSÉ Y SANTA MARTA, DE BUDAPEST, A LA SEÑORITA MINA MURRAY
12 de agosto
Querida señorita:
Le escribo a ruego del señor Jonathan Harker, quien no se halla con fuerzas suficientes para hacerlo él mismo, aunque mejora mucho, gracias a Dios, a San José y a la Virgen María. Ha estado a nuestro cuidado cerca de seis semanas, aquejado de una violenta fiebre cerebral. Me ruega que le transmita su amor y le comunique que por el mismo correo escribo de su parte al señor Hawkins, de Exeter, para comunicarle que lamenta su tardanza, pero su misión ha concluido. El señor Harker necesita todavía algunas semanas de convalecencia en nuestro sanatorio de la montaña; después de ese período regresará a Londres. Me ruega que le manifieste que dispone de poco dinero y que desea pagar su estancia aquí para que otros más necesitados no se hallen sin ayuda.
La saluda con toda clase de bendiciones,
Sor Agatha
P. D.: Como mi paciente duerme, abro la carta para comunicarle algo más. Me ha hablado mucho de usted, y me ha confesado que en breve la hará su esposa. ¡Dios les bendiga a ambos! El señor Harker ha sufrido una gran impresión. En su delirio, sus desvaríos siempre eran los mismos: hablaba de lobos, de veneno, de sangre, de fantasmas, de demonios, y de otras cosas que no me atrevo a repetir. Procure que ningún asunto lo trastorne en el futuro. Los vestigios de la enfermedad que ha sufrido no se desvanecen fácilmente. Tendríamos que haberle escrito antes, pero lo ignorábamos todo de sus amistades, ya que no llevaba encima ningún documento comprensible. Llegó en tren desde Klausenburg y el jefe de estación le dijo al guarda que el señor Harker llegó corriendo a la estación, pidiendo a gritos un billete para volver a casa. Al comprender por su comportamiento violento que era inglés, le entregaron un billete para la estación más lejana a la que llegaba el tren.
Tenga la seguridad de que su novio está bien atendido. Con su bondad y su cariño se ha ganado el corazón de todos nosotros. Y está ya mucho mejor. No dudo de que dentro de unas semanas habrá vuelto a su estado normal. Pero cuídelo para mayor seguridad. Pido a Dios, a San José y a la Virgen María que les den a ambos muchos años de felicidad.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
19 de agosto. Cambio súbito y extraño en Renfield, ayer por la noche. A las ocho, se excitó muchísimo y empezó a gruñir como un perro enfurecido. El vigilante, sorprendido por este cambio y sabiendo cuánto me interesa este paciente, trató de obligarle a hablar; por lo común, Renfield le tiene mucho respeto, y hasta se comporta servilmente ante él. Pero el guardián me ha contado que esta noche se comportó con arrogancia y no se dignó hablar con él. Lo único que dijo fue:
—No quiero hablar más con usted. Usted ya no existe para mí. El Maestro está cerca.
El vigilante cree que ha caído en un estado de locura mística. En cuyo caso, nos aguardan penosas escenas, pues un hombre tan robusto como Renfield, aquejado de esta clase de locura, puede ser peligroso, muy peligroso. A las nueve fui a visitarle. Hacia mí mostró la misma actitud altiva y reservada que con el carcelero. Por lo visto, en su estado actual no distingue entre el vigilante y yo. Sin duda, esto es efecto de su locura mística, y no tardará en creerse Dios mismo. Naturalmente, en su mente, la mezquina distinción entre dos seres humanos no es digna de un Todopoderoso. ¡Cómo se delatan estos locos! El Dios verdadero vela hasta por un simple gorrión, y protege su existencia. Pero el Dios creado a partir de la vanidad humana no sabe distinguir entre un gorrión y un águila.
Durante media hora o más, Renfield mostró síntomas crecientes de excitación. Mientras fingía no observarle, no perdía de vista ni uno de sus movimientos. De pronto leí en sus pupilas aquella expresión maliciosa que los locos siempre muestran cuando se hallan consumidos por una idea fija; al mismo tiempo, sacudía la cabeza… cosa que los celadores de un manicomio conocen bien. Después se calmó y, con aspecto resignado, se sentó al borde del camastro, mirando al vacío.
Quise saber si su apatía era real o simulada, y le induje a hablar de sus animales… tema que hasta entonces siempre había despertado su atención. Al principio no me contestó.
—¡Al diablo los pájaros! —ha exclamado por fin—. Me importan un bledo…
—¿Cómo? —pregunté, fingiendo sorpresa—. ¿Ya no le importan sus arañas?
Desde hace unos días, su manía principal son las arañas y su cuadernito está lleno de números.
—Las damas de honor —ha respondido enigmáticamente— alegran la vista de los que aguardan la llegada de la novia; pero, cuando llega esta, las damas de honor pierden toda importancia a los ojos de los invitados.
No quiso explicar sus palabras y continuó obstinadamente sentado en su cama mientras yo estuve en la celda.
Esta noche estoy muerto de cansancio y abatido. No puedo quitarme de la cabeza a Lucy y que todo habría podido ser diferente. Si esta noche, una vez me haya acostado, no concilio pronto el sueño, tomaré un poco de cloroformo, este moderno Morfeo, cuya fórmula es C2HCL3.H2O. He de procurar no contraer el hábito. No, esta noche no lo tomaré. He pensado mucho en Lucy y no quiero faltar a esa joven buscando su olvido en una droga. Si es preciso, esta noche no dormiré.
Me alegro de haber tomado esta decisión… y sobre todo de haberla mantenido. Estaba dando vueltas en la cama, y eran ya las dos… ¡solo las dos!, cuando vinieron a informarme de que Renfield se había escapado. Me vestí apresuradamente y bajé. Mi paciente es demasiado peligroso para contentarse con dar vueltas por los alrededores. Sus ideas fijas podrían representar un grave peligro para la gente a la que encontrara. El vigilante me estaba esperando. Unos diez minutos antes, todavía había visto por la ventanilla de la puerta de la celda a Renfield tendido en el camastro, aparentemente dormido. Poco después, su atención se vio atraída por el ruido de una ventana al ser arrancada, y, al correr hacia la celda, vio cómo los pies de Renfield desaparecían por el antepecho de la ventana. Sin dudar un momento, me hizo llamar. Como llevaba solo su camisa de noche, Renfield no podía ir muy lejos; por tanto, era preferible vigilar hacia donde se dirigía que intentar seguirle inmediatamente, ya que mientras salía del edificio por la puerta podía perderle de vista. Pero como el vigilante es fuerte y robusto, no podía pasar por la ventana, que es estrecha. Como soy delgado, salté al patio con su ayuda y sin magullarme. El vigilante me indicó que el fugitivo había doblado hacia la izquierda y luego había continuado en línea recta, así que corrí en aquella dirección, a la mayor velocidad posible. Al llegar a la arboleda, divisé una figura blanca que escalaba la alta tapia que separa nuestro jardín del de la casa contigua, que está deshabitada.
Sin dejar de correr, volví para ordenarle al vigilante nocturno que llamara a tres o cuatro hombres, a fin de acompañarme a la residencia Carfax; por si Renfield se tornaba peligroso y teníamos que reducirle entre varios. Cogí una escalera y, subiendo a mi vez a la tapia, me dejé caer al otro lado. En el mismo instante, divisé a Renfield, que desaparecía detrás de una esquina de la casa, y corrí hacia allá. Cuando llegué al otro lado del edificio, le hallé apoyado contra la vieja puerta de encina de la capilla.
Parecía estar hablando con alguien, pero no me atreví a acercarme para oír sus palabras, pues temía que al verme se pusiera a correr. ¡Perseguir un enjambre de abejas no es nada en comparación con la tentativa de atrapar a un loco medio desnudo, que tiene la idea fija de escapar! Sin embargo, al cabo de unos instantes vi que no se daba cuenta de nada de cuanto ocurría a su alrededor; por tanto, avancé hacia él, sobre todo porque vi que mis ayudantes habían saltado la tapia y le estaban rodeando.
—Estoy a tus órdenes, Maestro —le oí exclamar—. Soy tu esclavo y sé que me recompensarás, ya que te seré fiel. Hace tiempo que te adoro desde lejos. Y ahora que estás tan cerca, aguardo tus órdenes. Sé que no me olvidarás, ¿verdad, Maestro?, en el reparto de tus bondades.
No es más que un mendigo viejo y egoísta. Piensa en el pan y los peces aun cuando cree hallarse ante la Divina Presencia. Sus manías se combinan de un modo alarmante. Cuando le rodeamos se debatió como un tigre. Posee una fuerza increíble, y parece más una fiera que un hombre. Nunca había visto un loco tan enfurecido, y ojalá sea la última vez. Por suerte, nos hemos dado cuenta a tiempo de su fuerza y del peligro que representaba. No quiero pensar en las barbaridades que hubiera podido cometer de no haberle atrapado. Por el momento, gracias a Dios, se halla en lugar seguro. El propio Jack Sheppard no conseguiría desprenderse de la camisa de fuerza que le hemos puesto, y además está atado al muro por unas gruesas cadenas. De vez en cuando, suelta unos chillidos espantosos, pero el silencio en que se sume después es aún más inquietante, toda vez que en cada uno de sus ademanes y movimientos expresa su instinto asesino.
Por primera vez ha pronunciado unas frases coherentes:
—Tendré paciencia, Maestro… Sabré esperar… esperar… esperar…
También yo sabré esperar. Ahora estoy demasiado excitado para dormir; sin embargo, escribir estas páginas me ha sosegado y tal vez logre conciliar el sueño esta noche.