A POMPONNE

[París], lunes, 1 de diciembre [de 1664]

[…] Tengo que contaros una historieta, que es muy cierta y que os divertirá. Desde hace poco el rey se ha puesto a hacer versos; Saint-Aignan y Dangeau le enseñan cómo hay que hacerlo. El otro día compuso un pequeño madrigal, que él mismo no encontraba demasiado logrado. Una mañana le dijo al mariscal De Gramont: «Leed, os lo ruego, este pequeño madrigal y decidme si alguna vez habéis visto algo tan impertinente. Como la gente sabe que me he aficionado a los versos, me los traen de todos los colores». El mariscal, tras haber leído, le dijo al rey: «Señor, Vuestra Majestad juzga divinamente bien en todas las cosas; es cierto que éste es el madrigal más bobo y más ridículo que he leído en mi vida». El rey se echó a reír y le dijo: «¿No es verdad que quien lo ha escrito es un necio?». «Señor, no hay manera de darle otro nombre.» «¡Qué bien! –dijo el rey–, me complace que hayáis opinado con tanta sinceridad: lo he hecho yo.» «¡Ah!, señor, ¡qué traición! Devuélvamelo, Su Majestad: lo he leído muy deprisa.» «No, señor mariscal; los primeros sentimientos son siempre los más naturales.» El rey se rio con ganas de la anécdota, y todo el mundo encuentra que es la más cruel mezquindad que puede hacérsele a un viejo cortesano. Por mi parte, pues me gusta hacer reflexiones, querría que el rey consagrara alguna a este incidente, y que le sirviera para juzgar lo lejos que está de conocer la verdad […].

El destinatario de las dos cartas que siguen, Roger de Bussy-Rabutin (1618-1693), era primo de madame de Sévigné, buen amigo suyo y uno de sus principales corresponsales. De hecho, sería él el primero en mandar imprimir textos de la marquesa, pues incluyó cinco cartas de ésta, junto con otras muchas recibidas de otras personas, en sus Memorias.

De Bussy-Rabutin era un militar brillante y también un hombre de mundo, libertino, burlón, famoso por su ingenio y por su impertinencia. Para divertir a su amante, la marquesa de Montglas, se le ocurrió componer, inspirándose en el Satiricón de Petronio, una novela, Histoire amoureuse des Gaules (Historia amorosa de las Galias), en la que relata con ironía varias intrigas amorosas de la corte. Madame de Sévigné figura –bajo nombre supuesto, como los demás– entre los personajes.

De Bussy-Rabutin había escrito la novela únicamente para sus amigos; pero, por una indiscreción, el texto circuló. Y, a pesar del nombre ficticio, y de las protestas de De Bussy-Rabutin asegurando que el retrato de madame de Sévigné ha sido intercalado por terceros, la marquesa se reconoce y se enfada, pues el retrato no es precisamente halagador. De Bussy-Rabutin resalta, en lo físico, la falta de armonía de los rasgos de su prima (incluyendo ojos abigarrados, es decir, de distinto color); en cuanto al carácter, se burla de que se deje deslumbrar por las nimias atenciones del rey y de la reina, y la acusa también de vanidad, falta de lealtad con sus amigos y tacañería («esa beldad –dice– es amiga si no le tocan el bolsillo»).

Para comprender ese reproche hay que retroceder diez años. De Bussy-Rabutin era oficial de caballería, cargo que había comprado en 1653 pero de cuyo sueldo no había cobrado prácticamente nada en los años siguientes, y necesitaba dinero para sus campañas militares. En 1658 murió un tío suyo, Jacques de Neuchèse, obispo de Chalon, dejándole en herencia cierta cantidad, lo mismo que a madame de Sévigné, que era igualmente sobrina del obispo. De Bussy-Rabutin tuvo entonces la idea de pedir prestados a su prima diez mil francos, que le reembolsaría cuando se liquidara la herencia. La marquesa aceptó en un principio; pero su tío y administrador, el abad de Coulanges, pidió ciertas garantías, las cuales demoraban la entrega del dinero. Y De Bussy-Rabutin no podía esperar. Finalmente, fue la marquesa de Montglas quien resolvió la papeleta entregándole unos diamantes que De Bussy-Rabutin pudo usar como prenda para pedir un préstamo.

La Histoire amoureuse des Gaules, por su indiscreción y su insolencia, atrajo la ira del rey sobre De Bussy-Rabutin, que fue privado de su cargo, encarcelado (pasó un año en la Bastilla) y desterrado a su castillo de Borgoña. Vivió su exilio como una terrible desgracia: escribía constantemente y en todos los tonos a Luis XIV suplicándole que le permitiera regresar al Ejército, súplicas que nunca fueron atendidas. (Por eso madame de Sévigné, en la carta del 26 de julio, se entristece viendo a los nuevos mariscales, una promoción de la que De Bussy-Rabutin, si no hubiera caído en desgracia, habría formado parte.)

La relación de madame de Sévigné con Fouquet (a quien alude en esa misma carta) puso en entredicho su reputación. Fouquet era superintendente (ministro) de finanzas y, al parecer, había cortejado a la marquesa. Su aparatosa caída en desgracia fue seguida de la confiscación de sus papeles, entre ellos, cartas de madame de Sévigné y otras damas de la corte. Las cartas, cuya existencia se conocía, pero no así su contenido, dieron mucho que hablar. Como le ocurriría en varias ocasiones –lo que explica que no llegara nunca a brillar en la corte–, la marquesa resultaba perjudicada por su amistad con un importante personaje al caer éste en desgracia. Por lo que ella misma dice en las cartas que siguen, vemos que De Bussy-Rabutin defendió en esa ocasión a su prima.

«La muchacha más bonita de Francia» no es otra que Françoise-Marguerite, la hija de madame de Sévigné (la futura madame de Grignan), a la que el mismo De Bussy-Rabutin había dado ese apodo; la marquesa se queja de que su belleza no haya servido aún para encontrarle marido.

Como decíamos, De Bussy-Rabutin sería el primero en poner a disposición del público algunas cartas de madame de Sévigné, incluyéndolas en sus Memorias: esas cartas llamaron inmediatamente la atención y suscitaron el interés de los lectores por conocer el resto de la correspondencia de la marquesa (muerta poco antes de que las Memorias salieran a la luz). Sin embargo, madame de Sévigné había manifestado explícitamente a De Bussy-Rabutin su desagrado por la fama: de la carta del 26 de junio de 1688, que a continuación reproducimos, la frase que más se ha citado es aquella en que la marquesa se muestra horrorizada ante la idea de «encontrarse impresa».

AL CONDE DE BUSSY-RABUTIN

París, 6 de junio de 1668

Os escribí yo la última; ¿por qué no me habéis contestado? Esperaba que lo hicierais, y finalmente comprendí que el proverbio italiano dice la verdad: Chi offende, non perdona [Quien ofende, no perdona].

Sin embargo, vuelvo a escribiros porque tengo buen carácter y por eso mismo os quiero, y porque siempre he sentido inclinación y debilidad por vos, tanta que he estado a punto de hacer el ridículo con aquellos que conocían mejor que yo vuestras relaciones conmigo.

Madame d’Époisses me dijo que os había caído una cornisa en la cabeza que os había herido seriamente. Si os hubierais restablecido y si me permitierais hacer un mal chiste, os diría que no son los diminutivos lo que hiere la cabeza de la mayor parte de los maridos: se darían con un canto a los pechos si las cornisas fueran el único motivo de ofensa [juego de palabras entre corniche, «cornisa», y cornes, «cuernos»]. Pero no quiero decir tonterías; quiero saber antes que nada cómo os encontráis y aseguraros que, por la misma razón por la que me sentí débil cuando os sangraron [alusión a una supuesta telepatía entre parientes], me dolió vuestro dolor de cabeza. No creo que se pueda llevar más lejos la fuerza de la sangre.

Mi hija ha estado a punto de casarse. La cosa no llegó a buen puerto, no sé por qué. Ella os besa la mano, y yo, a toda vuestra familia.

AL CONDE DE BUSSY-RABUTIN

París, 26 de julio de 1668

Quiero empezar contestando en dos palabras a vuestra carta del día 9 de este mes, tras lo cual nuestro pleito habrá terminado.

Me atacáis, querido conde, como quien no quiere la cosa, asegurando que no me preocupan demasiado las desgracias ajenas, pero que, en cambio, aplaudiré vuestro regreso a la corte; en una palabra, insinuáis que me arrimo al sol que más calienta, y que, de puro bien educada, no llevo la contraria a quienes critican a los ausentes.

Bien veo que estáis mal informado de las noticias de por aquí. Sabed, pues, por mí, querido primo, que no está de moda acusarme de infidelidad a mis amigos. Tengo muchos otros defectos, como dice madame de Bouillon, pero no ése. Tal pensamiento está sólo en vuestra cabeza, y yo aquí he dado muestras suficientes de generosidad por los caídos en desgracia, lo cual ha hecho que se me honre en muchos sitios importantes que os podría enumerar si quisiera. No creo, pues, merecer ese reproche, y tendréis que tachar ese renglón de la lista de mis imperfecciones.

Somos amigos y somos de la misma sangre; nos gustamos, nos queremos, nos interesamos por nuestras respectivas suertes. Me habláis del dinero que queríais que yo os adelantara sobre los diez mil escudos que ibais a cobrar por la herencia de monsieur de Chalon. Decís que yo os lo negué, y yo por mi parte digo que os lo presté; pues sabéis perfectamente, y nuestro amigo Corbinelli es testigo de ello, que mi corazón lo quiso desde el primer momento, y que cuando buscábamos algunas formalidades para obtener el consentimiento de Neuchèse, a fin de entrar en vuestro lugar para el pago, la impaciencia se adueñó de vos; y, como resulta que, por desgracia, soy lo bastante imperfecta de cuerpo y alma para daros la ocasión de hacer un bonito retrato mío, lo hicisteis y preferisteis el placer de ser alabado por vuestra obra a nuestra antigua amistad, a vuestro buen nombre, y hasta a la justicia. Bien sabéis que una dama de entre vuestras amigas os obligó generosamente a quemarlo; creyó que lo habíais hecho, yo también lo creí; y algún tiempo después, habiendo sabido que habíais hecho maravillas sobre lo mío con monsieur Fouquet, semejante conducta terminó de reconciliarme con vos, lo que hice, ¡vos sabéis con cuánta sinceridad!, a mi regreso de Bretaña. También conocéis nuestro viaje a Borgoña, y con qué franqueza volví a prodigaros el cariño que siempre os había profesado.

He aquí que vuelvo encantada de vuestra compañía. Hubo gente que por entonces me dijo: «He visto vuestro retrato en manos de madame de La Baume, lo he visto». Yo no contesto más que con una sonrisa desdeñosa, apiadándome de los ingenuos que creen en lo que han visto con sus propios ojos. «Lo he visto», vuelve a decirme alguien al cabo de ocho días; y yo vuelvo a sonreír. Se lo conté riéndome a Corbinelli [hombre de letras, íntimo amigo tanto de madame de Sévigné como de De Bussy-Rabutin]; repetí la misma sonrisa burlona que me había servido ya en dos ocasiones, y así seguí durante cinco o seis meses, inspirando piedad a aquellos de quienes me burlaba. Al fin llegó el desgraciado día en que yo misma vi, con mis propios ojos abigarrados, lo que no había querido creer. Si me hubieran salido un par de cuernos en la cabeza, me habría sentido mucho menos asombrada. Leí y releí ese cruel retrato; lo habría encontrado muy bonito si hubiera sido de otra que no fuera yo, y de otro que no fuerais vos. Se me antojó incluso tan bien engastado, ocupa tan perfectamente su lugar en el libro, que no tuve el consuelo de poder convencerme de que lo había puesto allí otra persona. Lo identifiqué por varias cosas que había oído decir de él, más que por la descripción de mis sentimientos, en la que no me reconocí en absoluto.

Finalmente os vi en el Palais-Royal, por donde os dije que ese libro circulaba. Quisisteis contarme que sin duda alguien había hecho ese retrato de memoria y lo habría colocado ahí. No me creí una palabra. Volví a acordarme entonces de los consejos que me habían dado, y que yo desdeñaba. Encontré que el lugar que ocupaba ese retrato era tan idóneo que el amor paterno os había impedido desfigurar la obra sacándola del sitio donde tan bien encajaba. Vi que os habíais burlado tanto de madame de Montglas como de mí; que me habíais tomado el pelo; que habíais abusado de mi buena fe, y que os di motivo para que me creyerais inocente cuando visteis que mi corazón os perdonaba, mientras sabíais que el vuestro me estaba traicionando: lo que vino después ya lo sabéis.

Estar en manos de todo el mundo; encontrarse impresa; ser el hazmerreír de todas las provincias, donde esas cosas hacen un daño irreparable; tropezarse una consigo en las bibliotecas y recibir este dolor ¿por quién? No quiero seguir exponiéndoos todas mis razones: tenéis suficiente inteligencia como para que os baste, estoy segura, un cuarto de hora de reflexión para verlas y sentirlas como yo. Y, aun así, ¿qué hago, cuando sois arrestado? Con el corazón dolido, os envío recado de que pienso en vos, compadezco vuestra desgracia, hablo incluso de ello en público y expreso mi parecer sobre el comportamiento de madame de La Baume con tanta libertad que me enemisto con ella. Salís de la cárcel, voy a veros varias veces; voy a despedirme de vos antes de irme a Bretaña; os escribo, desde que estáis en vuestras tierras, con un estilo bastante libre y sin rencor, y, por último, os escribo de nuevo cuando madame d’Époisses me dice que os habéis roto la cabeza.

Esto es lo que quería deciros una vez en la vida, suplicándoos que extirpéis de vuestro espíritu la idea de que soy yo quien tiene que hacerse perdonar. Conservad mi carta y releedla si alguna vez se os pasa por la cabeza creerlo así, y sed justo en este asunto, como si juzgarais algo ocurrido entre otras dos personas. Que vuestro interés no os haga ver lo que no es; confesad que habéis ofendido cruelmente la amistad que reinaba entre nosotros, y me habréis desarmado. Pero si pensáis que en el caso de que me repliquéis me callaré alguna vez, estáis muy equivocado; pues tal cosa me resulta imposible. Hablaré por los codos: en vez de escribir en dos palabras, como os había prometido, escribiré en dos mil; y, en resumidas cuentas, tanto os escribiré, cartas de longitud cruel y aburrimiento mortal, que os obligaré a vuestro pesar a pedirme perdón, es decir, a pedirme la vida. Hacedlo, pues, de buen grado.

Por lo demás, he sentido vuestra sangría. ¿No era el día 17 de este mes? Justamente: me hizo muchísimo bien y os lo agradezco. Es tan difícil sangrarme que es caridad por vuestra parte ofrecer vuestro brazo en vez del mío.

En cuanto a la solicitación, enviadme a vuestro hombre de negocios con un plácet, y haré que lo dé una amiga de ese tal monsieur Didé (pues por mi parte, no lo conozco de nada), e iré incluso con esa amiga. Podéis estar seguro de que, si pudiera haceros un favor, lo haría con mucho gusto y de buen grado. No os digo qué sumo interés me he tomado siempre en vuestros asuntos: creeríais que el motivo es nuestro parentesco; pero no: el motivo erais vos. Y sois también vos quien me habéis causado aflicciones, tristeza y amargura viendo a esos tres nuevos mariscales de Francia. Madame de Villars, a quien tanta gente iba a ver, me mostraba las visitas que se me habrían hecho a mí en semejante ocasión si vos hubierais querido.

La muchacha más bonita de Francia os envía recuerdos. El apodo me parece sumamente agradable; sin embargo, estoy cansada de hacerle los honores.

La noticia que en esta carta –una de las más célebres de toda su correspondencia– madame de Sévigné anuncia a su primo, Emmanuel de Coulanges, fue sensacional en su día, en el pequeño mundo de la corte. Su protagonista es Mademoiselle: hija del difunto Monsieur, hermano de Luis XIII, y, por lo tanto, prima hermana del rey, poseedora de innumerables títulos nobiliarios («mademoiselle d’Eu, mademoiselle de Dombes», etcétera, son algunos de ellos), inmensamente rica, se la considera el mejor partido de Europa. Mademoiselle había tomado una parte muy activa en la Fronda, la rebelión de los aristócratas contra la monarquía: fue ella quien hizo disparar un cañón, desde lo alto de la Bastilla, contra el ejército real. Cuando el rey consiguió imponerse y volvió a París en 1652, la desterró. Tras volver a la corte, fue desterrada por segunda vez por haberse negado a obedecer a Luis XIV cuando éste le ordenó casarse con el rey de Portugal, loco y paralítico, del que el monarca francés quería hacer un aliado. Terminó por ser perdonada y regresó definitivamente a la corte en 1664.

Mademoiselle siempre se había vanagloriado de desdeñar el amor, lo cual, unido a su ambición y a la conciencia de su rango (en su adolescencia soñaba con casarse con el mismo Luis XIV, once años más joven que ella), le había hecho rechazar todas las proposiciones de matrimonio que había recibido, hasta las de mayor relumbrón, entre ellas la de Monsieur, el hermano de Luis XIV. Por eso fue una sorpresa mayúscula que se enamorase de un arribista, un noble sin fortuna que se había hecho amigo del rey: el conde de Lauzun, «un hombrecillo rubio, poco agraciado de cara y descocado con las damas hasta extremos increíbles», según nos lo describe Saint-Simon en sus Memorias.

A COULANGES

París, lunes, 15 de diciembre de 1670

Voy a anunciaros la cosa más sorprendente, la más asombrosa, la más maravillosa, la más milagrosa, la más triunfante, la más despampanante, la más inaudita, la más singular, la más extraordinaria, la más increíble, la más imprevista, la más grande, la más pequeña, la más rara, la más común, la más clamorosa, la más secreta hasta hoy, la más brillante, la más digna de envidia: en fin, una cosa de la que no se encuentra más que un ejemplo en los siglos pasados y, aun así, ese ejemplo no es adecuado; una cosa que nadie se puede creer en París (¿cómo podría creerla alguien en Lyon?); una cosa que hace gritar misericordia a todo el mundo; una cosa que colma de júbilo a madame de Rohan y a madame de Hauterive; una cosa, en definitiva, que se hará el domingo, y los que la vean creerán sufrir una alucinación, una cosa que se hará el domingo, y quizá no estará hecha el lunes. No puedo decidirme a decirla; adivinadla; a la de una… a la de dos… a la de tres… ¿Os dais por vencido? ¡Bueno!, pues habrá que decírosla: monsieur de Lauzun se casa el domingo en el palacio del Louvre, adivinad con quién. A la de cuatro… a la de diez… a la de cien… madame de Coulanges dice: «Pues vaya adivinanza; se casará con madame de La Vallière». «Pues no, madame.» «Entonces, será mademoiselle de Retz.» «En absoluto; sois una provinciana.» «Qué ignorantes somos, desde luego; decidnos pues ¿es mademoiselle Colbert?» «Todavía menos.» «Entonces seguramente será mademoiselle de Créquy.» «No acertáis ni una. No me va a quedar más remedio que decíroslo: se casa, el domingo, en el Louvre, con permiso del rey, con mademoiselle, mademoiselle de… mademoiselle… adivinad el nombre: ¡se casa con Mademoiselle, a fe mía! ¡Dios nos asista! ¡Por todos los santos! Con Mademoiselle, con la Gran Mademoiselle; Mademoiselle, hija del difunto Monsieur; Mademoiselle, nieta de Enrique IV; mademoiselle d’Eu, mademoiselle de Dombes, mademoiselle de Montpensier, mademoiselle d’Orléans; Mademoiselle, prima hermana del rey; Mademoiselle, destinada al trono; Mademoiselle, el único partido de Francia digno de Monsieur. He aquí un hermoso asunto para discurrir.»

Si gritáis, si estáis fuera de vuestras casillas, si decís que hemos mentido, que es falso, que os estamos tomando el pelo, que a otro perro con ese hueso; si nos cubrís de injurias, os daremos la razón: nosotros hemos hecho exactamente lo mismo.

Adiós. Las cartas que os llevará este correo os harán ver si decimos o no la verdad.

A COULANGES

París, viernes, 19 de diciembre de 1670

Lo que se llama caerse de las nubes fue lo que ocurrió ayer en el palacio de las Tullerías; pero empecemos por el principio. Vos os habíais quedado en la alegría, los arrebatos, los éxtasis de la princesa y de su afortunado pretendiente. Fue, pues, el lunes cuando se anunció la noticia, como os decía. El martes transcurrió entre comentarios, asombro y cumplidos. El miércoles, Mademoiselle hizo una donación a monsieur de Lauzun, a fin de darle los títulos, los nombres y los adornos necesarios para mencionarlos en el contrato de matrimonio, que se preparó el mismo día. Así, le regaló, entre otras menudencias, cuatro ducados: el primero, el condado de Eu, que comporta la dignidad de par más alta de Francia y da derecho al primer rango; el ducado de Montpensier, del que ayer Lauzun llevó el nombre todo el día; el ducado de Saint-Fargeau y el ducado de Châtellerault: se calcula que todo eso suma veintidós millones. Después se hizo el contrato, en el que Lauzun tomó el nombre de Montpensier. El jueves por la mañana, que era ayer, Mademoiselle esperaba que el rey firmaría, como lo había prometido; pero hacia las siete de la tarde, Su Majestad, habiendo sido persuadido por la reina, por Monsieur [hermano del rey] y varios vejestorios de que este asunto perjudicaba su reputación, decidió impedirlo y, habiendo llamado a Mademoiselle y a monsieur de Lauzun, declaró, en presencia del príncipe [de Condé], que les prohibía pensar en casarse. Monsieur de Lauzun recibió esa orden con todo el respeto, toda la sumisión, toda la firmeza y toda la desesperación que merece tan gran caída. En cuanto a Mademoiselle, de acuerdo con su carácter, estalló en sollozos, en gritos, en dolores violentos, en lamentos excesivos; y en todo el día no salió de la cama ni quiso comer nada, sólo tomó caldo.

He aquí un bonito ensueño, he aquí un bonito asunto de novela o de tragedia, pero sobre todo un bonito asunto para razonar y hablar eternamente: es lo que hacemos día y noche, por la mañana y por la tarde, sin fin, sin pausa. Esperamos que vos haréis lo propio, e fra tanto vi bacio le mani [entretanto, os beso la mano].

Luis XIV había dado su consentimiento a regañadientes, rogando a los novios que fueran discretos, para impedir que pudiera manifestarse alguna oposición a la boda. Pero Lauzun y Mademoiselle, convencidos de que la voluntad del rey era soberana, anunciaron su propósito, y la princesa ordenó preparar un contrato por el que, además de conceder varios títulos de nobleza a su futuro esposo, lo hacía heredero de todos sus bienes. Eso les pareció excesivo a algunos personajes de la corte, donde Lauzun tenía poderosos enemigos. De ahí el imprevisto desenlace.

«Era algo tan extraordinario que yo, que no soy en absoluto adulador, nunca me cansaba de admirarla, y ya no le daba otro nombre cuando hablaba de ella que el de la muchacha más bonita de Francia, creyendo que sólo con eso todo el mundo la reconocería…». Así describe De Bussy-Rabutin, en su Histoire généalogique de la maison de Rabutin [Historia genealógica de la casa de Rabutin], a la hija de madame de Sévigné. Sin embargo, a pesar de su belleza, su nobleza y su elevada dote, no iba a ser fácil casarla. Tras cierto protagonismo durante tres años, en los que participó en los ballets reales, bailando en compañía del mismo rey, Françoise-Marguerite desapareció de la corte.

El parentesco de la marquesa con De Bussy-Rabutin y su amistad con Fouquet y con Vardes, es decir, sus lazos con tres personajes caídos en desgracia, a buen seguro no son ajenos a esa retirada. Pero también se ha aventurado otra hipótesis que explicaría la dificultad de encontrar marido a la muchacha: se ha supuesto que el rey se interesaba por ella. La Fontaine publicó por esas fechas (1668) un volumen de fábulas, una de las cuales llevaba por título y dedicatoria: «El león enamorado, a mademoiselle de Sévigné». Si lo que insinuaba La Fontaine era cierto («el león» sería el rey), quizá la misma marquesa apartó a su hija de la corte por miedo a ver su reputación comprometida. Y quizá los rumores de lo que había estado a punto de ocurrir alejaron a posibles pretendientes, temerosos de atraerse la antipatía de Su Majestad.

Sea como fuere, lo cierto es que hubo tres veces en que se iniciaron negociaciones con vistas a casar a Françoise-Marguerite y todas ellas fracasaron. Finalmente, se le encontró marido en la persona de François Adhémar de Monteil, conde de Grignan, de treinta y seis años, dos veces viudo y uno de los lugartenientes generales del rey en Languedoc.

Se casaron el 27 de enero de 1669 y se instalaron, con madame de Sévigné, en una espaciosa casa parisina, alquilada, en el barrio del Marais. La condesa se quedó enseguida embarazada, pero tuvo un parto prematuro –en noviembre de ese año– del que nació un niño que murió a las pocas horas. La desilusión fue tanto mayor cuanto que el conde de Grignan no tenía de sus anteriores matrimonios hijos varones a los que transmitir su título y apellido, de tan gran importancia para los nobles de la época. Poco después (29 de noviembre de 1669), De Grignan fue nombrado único lugarteniente del rey en Provenza. Era una promoción gloriosa, pero conllevaba la necesidad de residir, a menudo y por largas temporadas, en la provincia de la que era ahora el único representante del poder real. El conde fue el primero en partir. La condesa no le siguió: estaba nuevamente encinta y el viaje, de más de seiscientos kilómetros, era fatigoso y arriesgado.

Cuando nació su hija, Marie-Blanche, madame de Grignan la dejó al cuidado de madame de Sévigné y de una nodriza, y partió hacia Provenza para tomar posesión de sus nuevos dominios –el imponente castillo de los Grignan, que aún se alza en la aldea del mismo nombre, cerca de Montélimar– y de sus funciones como esposa de un alto dignatario. Éste es el principio de una separación que la marquesa vive como un drama. La carta del 6 de febrero de 1671 será la primera de la larguísima correspondencia que dirigirá a su hija durante el resto de su vida. La víspera había cumplido cuarenta y cinco años.

Las cartas que a continuación reproducimos revelan, como se verá, aunque sea con medias palabras, que las relaciones entre madre e hija no siempre habían sido fáciles. Podemos suponer que para madame de Sévigné la separación es una prueba de fuego: posiblemente incluso teme que su hija no le escriba. De ahí el alivio y la emoción con que acoge sus cartas, frecuentes y afectuosas (aunque en alguna de ellas se percibe la duda, por remota que sea, en cuanto a la sinceridad de las expresiones de afecto). Pero ese consuelo abre una paradoja de la que la marquesa será pronto consciente, y es que el «cariño» –como ella lo llama siempre [amitié, en francés]– entre su hija y ella es mucho más vivo y apacible por escrito, es decir, en la ausencia, que cara a cara.

Madame de La Fayette, a quien madame de Sévigné menciona en la siguiente carta, era una dama de la corte, autora –anónimamente– de La princesa de Clèves, una de las grandes novelas del siglo, y la mejor amiga de madame de Sévigné. El duque de La Rochefoucauld, íntimo amigo a su vez de madame de La Fayette, escribió por su parte las famosas Máximas. Merlusine (el apodo designa a un personaje legendario, un hada cuyos lamentos, que se oyen a veces en las ruinas de un castillo de la región de Poitou, anuncian próximas desgracias) es la condesa de Marans, una amiga de la que madame de Sévigné se está distanciando: al parecer, había hablado mal de madame de Grignan.

Madame Scarron, a quien la marquesa también alude al final de esta carta, merece mención aparte, pues se trata de la futura madame de Maintenon, que sería la segunda esposa (morganática y secreta) de Luis XIV. Nacida en la cárcel, hija de un asesino y de la hija del carcelero, Françoise de Aubigné (1635-1719) pasó su infancia en la isla de Guadalupe; abandonados los tres niños y la madre por el padre, volvieron a Francia, donde la madre los abandonó a su vez; Françoise se crio con una tía de religión protestante. En París, se casó a los dieciséis años con el escritor cómico Paul Scarron, que contaba cuarenta y dos. En la fecha en que madame de Sévigné escribe esta carta, Madame Scarron, ya viuda, se ha convertido en institutriz de los hijos ilegítimos de Luis XIV con su favorita, madame de Montespan, y vive con ellos en un lugar apartado.

A MADAME DE GRIGNAN

París, viernes, 6 de febrero de 1671

Muy mediocre tendría que ser mi dolor para que pudiera describíroslo, de modo que no lo intentaré. En vano busco a mi querida hija: ya no la encuentro, y cada paso que da la aleja más de mí. Así pues, me fui a Sainte-Marie, sin dejar de llorar, sin dejar de morir: me parecía que me arrancaban el corazón y el alma; y, en efecto, ¡qué amarga separación! Solicité la libertad de estar sola; me llevaron a la habitación de madame Du Housset, me encendieron la chimenea; Agnès me miraba sin hablarme: ése era nuestro trato; allí estuve hasta las cinco sin dejar de sollozar: todos mis pensamientos me mataban. Escribí a monsieur de Grignan, os podéis imaginar en qué tono. Fui seguidamente a ver a madame de La Fayette, que redobló mis sufrimientos al tomar parte en ellos. Estaba sola, y enferma, y triste por la muerte de una hermana monja: estaba como yo la podía desear. Vino monsieur de La Rochefoucauld; no hablamos sino de vos, de mis razones para estar triste y del propósito de ponerle los puntos sobre las íes a Merlusine. Os aseguro que la regañaremos como se merece. De Hacqueville [consejero del rey, gran amigo de madame de Sévigné, así como del cardenal de Retz] os hará un buen relato de todo este asunto. Por fin, a las ocho, volví de casa de madame de La Fayette; pero al entrar allí, ¡Dios mío!, ¿comprendéis bien lo que sentí al subir estos escalones? Aquella habitación en la que entraba siempre, ¡ay!, la encontré con la puerta abierta; pero lo vi todo desamueblado, todo desordenado, y a vuestra pobre hijita, que me recordaba a la mía. ¿De veras comprendéis todo lo que sufrí? Las veces en que me desperté por la noche fueron terribles y, al llegar la mañana, no había avanzado un solo paso hacia el reposo de mi espíritu. La tarde la pasé con madame de La Troche en el Arsenal. Por la noche recibí vuestra carta, que me devolvió a los primeros arrebatos, y esta noche terminaré ésta en casa de monsieur de Coulanges, donde tendré más noticias, pues, por mi parte, esto es lo único que sé: esto y el dolor de todos aquellos a quienes habéis dejado aquí. Toda mi carta estaría llena de cumplidos si quisiera.

Viernes por la noche

En casa de madame de Lavardin llegaron a mis oídos las noticias que os envío; y he sabido por madame de La Fayette que tuvieron ayer una conversación con Merlusine cuyos detalles no es fácil escribir; pero, en resumen, la reprendieron y hostigaron hasta sacarla de sus casillas por el horror de sus procedimientos, que le fueron reprochados sin miramiento alguno. Se da por satisfecha con la salida que se le ofrece, sobre la que se ha mostrado de acuerdo: consiste en que se calle muy religiosamente y, con esa condición, se la dejará en paz. Tenéis amigos que han tomado partido por vos muy calurosamente; no veo a mi alrededor sino a personas que os aman y os aprecian, y que comparten espontáneamente mi dolor. Sólo he querido ir, nuevamente, a casa de madame de La Fayette. Todo el mundo me busca y me quiere invitar, y eso es algo que temo como la muerte.

Os suplico, querida hija, que cuidéis vuestra salud: conservadla por amor a mí y no caigáis en esas crueles negligencias, de las que no creo que se regrese jamás. Os abrazo con una ternura sin igual, con perdón de todas las demás.

El matrimonio de mademoiselle d’Houdancourt con monsieur de Ventadour se ha firmado esta mañana. También esta mañana han nombrado obispo de Lodève al abad de Chambonas. La Princesa partirá el miércoles de Cendres en dirección a Châteauroux, donde el Príncipe desea que pase una temporada. Monsieur de La Marguerie ha obtenido la plaza en el Consejo de monsieur d’Estampes, que ha muerto. Madame de Mazarin llega esta noche a París; el rey se ha declarado su protector y ha mandado a buscarla a Lys con un exento y ocho guardias, y una buena carroza.

He aquí un rasgo de ingratitud que no os desagradará y al que pienso sacar provecho cuando escriba mi libro sobre las grandes ingratitudes. El mariscal De Albret ha acusado a madame d’Heudicourt no sólo de haber tenido una aventura galante con monsieur de Béthune, sino también de haber dicho de él y de madame Scarron todas las maldades que se puedan imaginar. No hay mala jugada que madame d’Heudicourt no haya intentado hacer a uno y a otra, lo cual está tan demostrado que Madame Scarron ha dejado de verla, así como toda la casa de los Richelieu. He aquí, pues, a una mujer en desgracia; ¡pero tiene el consuelo de no haber contribuido a ello!

A MADAME DE GRIGNAN

París, lunes, 9 de febrero de 1671

Recibo vuestras cartas, querida hija, igual que vos recibisteis mi anillo: me deshago en lágrimas leyéndolas; diríase que mi corazón quiere partirse por la mitad; diríase que me escribís injurias o que estáis enferma o que os ha sucedido algún accidente, cuando es todo lo contrario: me amáis, mi niña querida, y me lo decís de una manera que no puedo sino anegarme en llanto. Continuáis vuestro viaje sin ningún percance y, cuando me hacéis saber todo eso, que es justamente lo que más me puede contentar, ya veis cómo me pongo. Así pues, pensáis en mí, habláis de mí y os agrada escribirme vuestros sentimientos más de lo que os gusta decírmelos. Sea cual fuere la manera en que me llegan, los recibo con una ternura y una sensibilidad que no comprenden sino aquellos que saben amar como yo. Me hacéis sentir por vos toda la ternura que es posible sentir, pero si me tenéis presente, pobrecita hija mía, tened también la certeza de que yo pienso continuamente en vos: es lo que los devotos llaman un pensamiento recurrente; es lo que se debería tener para con Dios si cumpliera uno su deber. En nada encuentro distracción; estoy siempre con vos; veo esa carroza que avanza siempre y que nunca se acercará a mí: voy yo también por esos caminos de Dios; me parece incluso que tengo miedo de volcar; las lluvias que caen desde hace tres días me desesperan; el Ródano me inspira un miedo extraño. Tengo ante los ojos un mapa; sé todos los lugares donde pasáis la noche: estáis hoy en Nevers y estaréis el domingo en Lyon, donde recibiréis esta carta. Sólo he podido escribiros a Moulins, gracias a madame de Guénégaud. No he recibido más que dos cartas vuestras; quizá llegará una tercera: es el único consuelo que deseo, no busco ningún otro. Soy enteramente incapaz de ver a muchas personas juntas; el momento de hacerlo ya llegará, quizá, pero no ha llegado. Las duquesas de Verneuil y de Arpajon quieren distraerme; les ruego que me disculpen: nunca he visto tan buenos corazones como los que hay por aquí. El sábado pasé todo el día en casa de madame de Villars hablando de vos y llorando; ella comprende mis sentimientos. Ayer estuve en el sermón de monsieur d’Agen y en el salut [una parte de la misa dedicada al santo sacramento y a la Virgen]; en casa de madame de Puisieux, en casa de monsieur d’Uzès, y en casa de madame de Puy-du-Fou, que os envía muchos saludos. Si tuvierais un abriguito forrado, ella tendría el espíritu en reposo. Hoy me voy a cenar al Faubourg [a casa de madame de La Fayette], a solas las dos. Ya veis cuáles son las fiestas de mi carnaval. Todos los días hago una misa en vuestro nombre: es una devoción que no es quimérica. No he visto a Adhémar sino un momento; voy a escribirle para darle las gracias por la cama que os prestó; le estoy más agradecida que vos. Si queréis hacerme un verdadero favor, cuidad vuestra salud, dormid en esa camita tan preciosa, comed potaje y tened todo el valor que a mí me falta. Daré a todos vuestros amigos noticias de vuestra salud. Seguid escribiéndome. Toda la amistad que habéis dejado aquí ha aumentado; si me pusiera a transmitiros los besamanos y os dijera con qué inquietud se me pregunta por vuestro viaje, no terminaría nunca.

Mademoiselle d’Harcourt se casó anteayer, hubo una gran cena bastante parca para toda la familia; ayer, un gran baile y una gran cena para el rey, la reina y todas las damas engalanadas: fue una de las más hermosas fiestas que pueden imaginarse.

Madame d’Heudicourt partió con una desesperación inconcebible, habiendo perdido a todas sus amigas, ahora que se ha demostrado que es cierto lo que Madame Scarron sostuvo siempre, y que es culpable de todas las traiciones del mundo.

Avisadme cuando hayáis recibido mis cartas. Cerraré ésta enseguida, antes de ir al Faubourg.

Lunes por la noche

Voy a cerrar el paquete y lo enviaré al señor intendente en Lyon. La distinción de vuestras cartas me ha encantado: bien me la merezco, ¡ay!, por la distinción de mi cariño por vos.

Madame de Fontevrault fue bendecida ayer; los prelados se disgustaron un poco al no tener sino taburetes [es decir, duquesas, las únicas que podían sentarse –en un taburete– en presencia del rey].

Esto es lo que he sabido de la fiesta de ayer [celebración de la boda de mademoiselle d’Harcourt y el duque de Cadeval]: todos los patios del palacete de los Guise estaban iluminados con dos mil linternas. La reina entró la primera en el aposento de mademoiselle de Guise, completamente iluminado y engalanado de pies a cabeza; todas las damas engalanadas se arrodillaron a su alrededor, sin distinción de taburetes: se cenó en ese apartamento. Había cuarenta damas en la mesa; la cena fue magnífica. Llegó el rey y, con profunda gravedad, lo miró todo sin sentarse a la mesa; luego los invitados subieron al piso de arriba, donde todo estaba preparado para el baile. El rey llevaba de la mano a la reina y honró a la asamblea con tres o cuatro courantes [danzas]; después se fue a cenar al Louvre con los de siempre. Mademoiselle no quiso ir a casa de los Guise [estaba peleada con su hermana, la duquesa de Guise]. Esto es lo único que sé.

Quiero ver al aldeano de Sully que me trajo ayer vuestra carta; le daré de beber: lo encuentro muy afortunado por haberos visto. ¡Qué no daría yo, ay, por veros un momento, y cuánto lamento todos los que he perdido! D’Irval ha oído hablar de Merlusine: dice que le está bien empleado y que él os había advertido de todas las bromas que ésta hizo con ocasión de vuestro malparto [motivado por un susto de la condesa al ver a su cuñado a caballo, lo que provocó bromas y murmuraciones], que vos no os dignasteis escucharle, que desde entonces no ha vuelto a veros. Hacía tiempo que esa criatura hablaba muy mal de vos, pero era necesario que os persuadierais por vos misma. Y a nuestro coadjutor [el hermano del conde de Grignan; coadjutor del obispo de Arles], ¿no queréis darle un beso si os lo pido yo? ¿Todavía no es señor Cuervo para vos [se le daba cariñosamente ese apodo por ser muy moreno]? Ardo en deseos de que volváis a estar como antes. ¡Eh!, pobre hija mía, por el amor de Dios, ¿os cuidan como es debido? Nunca debéis confiaros en cuanto a vuestra salud: ved esa cama que rechazabais; es como lo de madame de Robinet.

Adiós a mi hija querida, la única pasión de mi corazón, el placer y el dolor de mi vida. Amadme siempre, es lo único que puede consolarme.

A MADAME DE GRIGNAN

París, miércoles, 11 de febrero de 1671

No he recibido más que tres de esas amables cartas que me conmueven el corazón; hay una que me falta. Si no fuera porque las adoro todas y porque no me gusta nada perder lo que me viene de vos, creería no haber perdido ninguna: encuentro que no se puede desear nada que no esté en las que he recibido. En primer lugar, están muy bien escritas y, además, son tan tiernas y naturales que es imposible no creérselas; la misma Desconfianza quedaría convencida: tienen ese carácter veraz que yo siempre preservo, que se hace ver con autoridad, mientras que la mentira queda abrumada bajo el peso de palabras que no consiguen persuadir; cuanto más se esfuerzan por aparentar, más las envuelven sus propios velos. Vuestras palabras son verdaderas y lo parecen. No sirven más que para explicaros y, en esa noble simplicidad, tienen una fuerza a la que no me puedo resistir. He aquí, querida hija, lo que me han parecido vuestras cartas. Pero ¡qué efecto me provocan, y cuántas lágrimas derramo al convencerme de la verdad de todas las verdades que más deseo, sin excepción! Podréis, por esto que os digo, juzgar lo que me han hecho las cosas que en el pasado me suscitaron sentimientos contrarios. Si mis palabras tienen el mismo poder que las vuestras, no hará falta que os diga nada más: estoy segura de que mis verdades han surtido en vos su efecto ordinario; pero no quiero que digáis que yo era una cortina que os tapaba; y, si es verdad que os tapaba, sabed que sois todavía más amable cuando se abre la cortina: es necesario que estéis al descubierto para mostraros en toda vuestra perfección; lo hemos dicho mil veces. Por mi parte, tengo la sensación de estar desnuda, de haber sido despojada de todo lo que me hacía amable. Ya no me atrevo a presentarme en sociedad y, por más que han intentado arrastrarme nuevamente a ella, todos estos días he llevado la vida más huraña que imaginarse pueda: no podía hacer otra cosa. Pocas personas son dignas de comprender lo que siento; he buscado a esos pocos y he evitado a los demás. He visto a Guitaut y a su mujer, os quieren mucho: enviadme unas líneas para ellos. Dos o tres Grignan vinieron a verme ayer por la mañana. He dado mil veces las gracias a Adhémar por haberos prestado su cama. No quisimos indagar si no hubiera sido mejor para él turbar vuestro reposo que ser la causa de éste; no tuvimos fuerzas para llevar más lejos esa locura y estuvimos encantados de que la cama fuera buena.

Nos parece que hoy estáis en Moulins; allí recibiréis una de mis cartas. No os he escrito a Briare: habría tenido que escribir en ese miércoles cruel, el mismo día de vuestra partida: estaba tan afligida y abrumada que era incluso incapaz de buscar consuelo escribiéndoos. Esta es, pues, mi tercera carta, y la segunda que envío a Lyon; no olvidéis decirme si las habéis recibido: cuando se está tan lejos, ya no desdeña una esas cartas que empiezan por «He recibido la vuestra…». Viendo cómo avanza esa carroza, el pensamiento de que os alejáis cada vez más es uno de los que más me atormentan. Seguís avanzando y, como vos misma decís, os encontraréis a doscientas leguas de mí. Por lo tanto, puesto que no puedo sufrir más injusticias sin cometerlas a mi vez, yo también empezaré a alejarme y no pararé hasta haber puesto trescientas entre nosotras: será una bonita distancia, y atravesar toda Francia para ir a veros será una empresa digna de mi cariño por vos [madame de Sévigné proyecta trasladarse desde París a su castillo de Bretaña, y desde allí, una vez resueltos los asuntos relativos a sus tierras, ir directamente a ver a su hija a Provenza].

Me conmueve vuestra reconciliación con el coadjutor: sabéis hasta qué punto siempre creí que eso era necesario para la felicidad de vuestra vida. Conservad bien ese tesoro, pobre hija mía; vos misma estáis encantada de su bondad: demostradle que no sois ingrata.

Dentro de un rato terminaré esta carta. Quizá en Lyon estaréis tan aturdida por todos los honores que se os harán [en calidad de nueva esposa del lugarteniente del rey] que no tendréis tiempo de leer todo esto, pero os ruego que lo encontréis para ponerme al corriente de cuanto os sucede, de cómo va vuestra salud y vuestra adorable carita, que tanto me gusta, y si os aventuráis por ese endiablado Ródano. En Lyon veréis al obispo de Marsella.

Miércoles por la noche

Acabo de recibir en este cabal instante la carta que me enviáis desde Nogent. Me la ha dado un caballero al que he interrogado cuanto he podido; pero vuestra carta vale más que todo lo que puede decirse. Era pura justicia, querida hija, que fueseis la primera en hacerme reír después de haberme hecho llorar tanto. Lo que me decís de monsieur Busche es original: es lo que en el arte retórica se llama agudeza. Así pues, me he reído, os lo confieso, algo que me avergonzaría si en los últimos ocho días no hubiera hecho otra cosa que llorar. Me encontré por la calle, ¡ay!, a ese monsieur Busche, que traía vuestros caballos; lo detuve y, llorando, le pregunté su nombre; me lo dijo. Yo le dije entre sollozos: «Monsieur Busche, os encomiendo a mi hija: tened cuidado de que vuestra carroza no vuelque y, cuando la hayáis conducido felizmente hasta Lyon, venid a verme y a darme noticias suyas; yo os daré de beber». Lo haré, podéis estar segura, y lo que me decís de él aumenta en mucho el respeto que le tengo. Pero no estáis bien, no habéis dormido. El chocolate os iría de perlas [en esa época, se usaba a guisa de medicamento, al igual que el café]; mas no tenéis chocolatera, lo he pensado mil veces: ¿cómo haréis, entonces?

Ay, hija mía, no os equivocáis al suponer que pienso en vos aún más de lo que vos pensáis en mí, y eso que me parece que pensáis mucho. Si me vierais, me veríais buscar a aquellos que me quieren hablar de vos; si me escucharais, oiríais cómo hablo de vos. Baste deciros que he hecho una visita de una hora sólo para hablar de los caminos de Lyon. No he visto todavía a ninguno de los que quieren, según dicen, distraerme, porque, con palabras encubiertas, eso es querer impedirme que piense en vos, lo cual me ofende. Adiós, mi adorable hija; seguid escribiéndome y queriéndome; por mi parte, ángel mío, soy toda vuestra. Mi pequeña Deville, mi pobrecita Golier [criadas], adiós. Cuido a vuestra hija con cariño. No recibo cartas de monsieur de Grignan a pesar de que no dejo de escribirle.

París, martes, 3 de marzo de 1671

Si estuvierais aquí, querida hija, os burlaríais de mí; aunque no tengo ninguna carta que contestar, escribo, pero lo hago por una razón muy distinta a la que en otra ocasión os daba para disculparme: era porque no me importaban demasiado esas personas y porque al cabo de dos días no tendría otra cosa que decirles. Ahora es todo lo contrario: es porque me importáis mucho, porque me gusta charlar con vos a todas horas y porque es el único consuelo que me queda. Hoy estoy sola en mi habitación por culpa de mi excesivo mal humor. Estoy harta de todo; me he permitido el lujo de cenar aquí en soledad y ahora el de escribiros sin necesidad; pero, ay, hija, vos no tenéis ratos libres como éstos. Yo escribo tranquilamente y no concibo que vos podáis leer del mismo modo: no veo un solo momento en que estéis a solas. Veo un marido que os adora, que nunca se cansa de estar junto a vos y que apenas puede comprender su dicha. Veo las arengas, la infinidad de cumplidos, cortesías, visitas; se os hacen honores a lo grande, y hay que responder a todo eso: estáis agobiada; yo misma, con mi cabeza de chorlito, no estaría a la altura. ¿Qué hace vuestra pereza con todo ese ajetreo? Sufre, se retira a algún gabinetito, se muere de miedo de no volver a encontrar su lugar, os espera en algún momento perdido para hacer que al menos os acordéis de ella y deciros una palabra cuando pasáis. «¡Ay!, me estáis olvidando: recordad que soy vuestra amiga más antigua, la que nunca os ha abandonado, la fiel compañera de vuestros mejores días, la que os consolaba con todos los placeres y a veces incluso os los hacía odiar, la que impidió que os murierais de aburrimiento cuando estabais en Bretaña o durante el embarazo. A veces vuestra madre interrumpía nuestros placeres; pero yo sabía bien dónde encontraros para retomarlos, mientras que ahora ya no sé dónde estoy; la dignidad y el esplendor de vuestro marido me harán perecer si no me cuidáis un poco». Me parece que le decís al pasar algunas ternezas, le dais algunas esperanzas de poseeros en Grignan [en el castillo del mismo nombre, destino final del viaje de los condes]; pero pasáis deprisa y no tenéis ocasión de decirle nada más. El deber y la razón se adueñan de vos y no os dejan ni un momento de reposo. Yo misma, que tanto los he honrado siempre, soy ahora su adversaria, y ellos lo son para mí, pues ¿cómo puedo desear que os dejen tiempo libre para leer semejantes bagatelas? Os aseguro, mi querida hija, que pienso en vos continuamente y a diario siento lo que una vez dijisteis: que no hay que concentrarse en esos pensamientos. Si nos detuviéramos en ellos, continuamente nos anegaríamos –es decir, yo me ahogaría– en llanto. No hay lugar en esta casa que no me hiera el corazón. Toda vuestra habitación me mata; he mandado poner un biombo en medio para obstruir un poco la vista de la ventana que da a esa escalera por la que os vi subir en la carroza de De Hacqueville y por la que os llamé. Me doy miedo cuando pienso lo capaz que era entonces de tirarme por la ventana, pues a veces estoy loca; ese gabinete, en el que os besé sin saber lo que hacía; esa iglesia de los Capuchinos, adonde fui a oír misa; esas lágrimas que caían de mis ojos al suelo como si fuera agua que alguien hubiera derramado; el templo de Sainte-Marie, madame de La Fayette, mi regreso a esta casa, vuestros aposentos, la noche y el día siguiente; y vuestra primera carta y todas las demás, y el resto de los días que siguieron, y todas las conversaciones con quienes conocen mis sentimientos: ese pobre De Hacqueville es el primero; no olvidaré nunca la piedad que tuvo de mí. Vuelvo, pues, a lo que decía: hay que pasar por alto todo eso e ir con cuidado de no abandonarse a los propios pensamientos y a los movimientos del corazón. Prefiero ocuparme de la vida que hacéis actualmente; eso me distrae sin por ello alejarme de mi tema y de mi objeto, que es lo que se llama poéticamente el objeto amado. Pienso, pues, en vos y sigo anhelando vuestras cartas: cuando acabo de recibir una querría todavía muchas más. Ahora las estoy esperando y reanudaré esta misiva cuando las haya recibido. Abuso de vos, pobre hija mía: he querido hoy permitirme esta carta por adelantado; mi corazón lo necesitaba: no lo convertiré en costumbre.

Miércoles, 4 de marzo de 1671

¡Ay!, hija, ¡qué carta!, ¡qué cuadro del percance que os ha sucedido!, ¡y qué mal habría cumplido mi palabra si os hubiera prometido no asustarme de un peligro tan grande! Ya ha pasado, lo sé. Pero es imposible imaginar vuestra vida tan próxima a su fin sin temblar de horror. Y monsieur de Grignan os deja montaros en una barca en mitad de una tormenta; y, cuando sois temeraria, le divierte serlo todavía más; en vez de haceros esperar a que haya amainado la tempestad, os pone en peligro alegremente, y ¡viva la Virgen!, ¡ay, Dios mío!, ¡cuánto más le habría valido ser un timorato y deciros que, si vos no teníais miedo, él sí lo tenía y no toleraría que cruzarais el Ródano con semejante temporal! ¡Cuánto me cuesta entender su ternura en esa ocasión! ¡Ese Ródano que da miedo a todo el mundo! ¡Ese puente de Aviñón que sería descabellado atravesar por muchas precauciones que tomáramos! ¡Un torbellino de viento os arroja con violencia bajo un arco! ¡Y qué milagro que no os rompierais la crisma y os ahogarais en un momento! Hija, no aguanto esa idea, me da escalofríos, me he despertado esta noche con sobresaltos de los que no soy dueña. ¿Todavía pensáis que el Ródano no es más que agua? Decidme, con el corazón en la mano: ¿no os ha asustado una muerte tan próxima e inevitable?, ¿habéis encontrado que ese peligro era de buen gusto? ¿La próxima vez no seréis un poco menos temeraria?, ¿una aventura como esa no os hará ver los peligros tan terribles como lo son? Os ruego que me contéis qué conclusión habéis sacado; creo que al menos habréis dado gracias a Dios por haberos salvado. Por mi parte, estoy convencida de que la misa diaria que he hecho en vuestro nombre habrá obrado ese milagro.

A quien le echo la culpa es a monsieur de Grignan. El coadjutor tiene suerte: no lo reñí más que por lo de la montaña de Tarare, que ahora me parece tan inofensiva como las colinas de Nemours. Monsieur Busche acaba de venir a verme para traerme unos platos; he estado a punto de abrazarlo pensando en lo bien que os llevó; le he hablado mucho de vuestra vida y milagros, y luego le he dado algo para que se lo beba a mi salud. Esta carta os parecerá ridícula: la recibiréis cuando ya hayáis dejado de pensar en el puente de Aviñón. ¡Pero yo estoy pensando en él ahora! Ésta es la desgracia de escribirse estando tan lejos: las respuestas llegan a destiempo, hay que aceptarlo y no rebelarse siquiera contra ese inconveniente, pero esto es lo natural, y sería demasiado artificioso silenciar todo lo que uno piensa. Hay que expresar el estado natural en el que uno se encuentra, contestando a lo que nos importa: tendréis, pues, que disculparme a menudo. Espero el relato de vuestra estancia en Arlés; sé que habréis visto allí a mucha gente, a menos que los honores, si es cierta vuestra amenaza, cambien las costumbres, aspiro a tener más detalles. ¿No me amáis por haberos enseñado el italiano? Ya veis lo útil que os ha sido ese legado: lo que decís de esa escena es excelente, pero ¡qué poco he disfrutado el resto de vuestra carta! Os ahorro mis eternas cantinelas sobre el puente de Aviñón: no lo olvidaré mientras viva y estoy más agradecida a Dios por haberos conservado en esa ocasión que por haberme hecho nacer, sin comparación.

Livry es una aldea próxima a París cuyo abad era el tío de madame de Sévigné, Christophe de Coulanges. La marquesa solía pasar allí algunas temporadas, con fines de descanso y de retiro espiritual. En esta carta, aparece por primera vez extensamente una preocupación que atormentará durante muchos años a madame de Sévigné: descubre que ama más a su hija que a Dios.

A MADAME DE GRIGNAN

En Livry, este Martes Santo, 24 de marzo de 1671

Hace tres horas que estoy aquí, pobre hija mía. Dejé París acompañada del abad y las criadas con el propósito de retirarme del mundanal ruido hasta el jueves por la noche. Intento estar en soledad; convierto esto en una pequeña Trapa: quiero rezar y hacer mil reflexiones. Tengo la intención de ayunar mucho por numerosas razones; caminar, por todo el tiempo que he pasado en mi habitación, y aburrirme, en fin, por amor de Dios. Pero, ay, pobre hija mía, lo que haré mucho mejor que todo eso será pensar en vos. No he dejado aún de hacerlo desde que llegué y, no pudiendo contener todos mis sentimientos, me he puesto a escribiros al final de ese senderito sombrío que tanto os gusta, sentada en ese asiento recubierto de musgo en el que a veces os he visto echada. Pero, Dios mío, ¿dónde no os he visto aquí?, ¿y de qué manera todos esos pensamientos me traspasan el corazón? No hay ningún sitio, ningún lugar, ni en la casa, ni en la iglesia, ni en la comarca ni en el jardín, donde no os haya visto; no hay ninguno que, de un modo u otro, no me recuerde algo ni me hiera el corazón. Os veo, estáis presente; pienso y vuelvo a pensar en todo; me exprimo la cabeza y el espíritu, pero en vano me vuelvo y me revuelvo, en vano busco por todas partes; esa niña querida a la que amo con tanta pasión está a doscientas leguas de mí: ya no la tengo. Al llegar a ese punto me echo a llorar sin poder evitarlo; no puedo más, hija querida; ya sé que es una debilidad, pero no sé ser fuerte contra una ternura tan justificada y natural. No sé en qué estado de ánimo estaréis al leer esta carta. El azar puede hacer que os llegue en mal momento, y quizá no la leáis de la manera en que la he escrito. Contra eso no conozco remedio alguno; en cualquier caso, ahora mismo sirve para aliviarme: eso es todo cuanto pido. El estado en que me ha puesto este lugar es una cosa increíble. Os ruego que no me habléis de mis debilidades, sino que debéis amarlas y respetar mis lágrimas, que brotan de un corazón que os pertenece por entero.

En Livry, Jueves Santo, 26 de marzo de 1671

Si hubiera llorado tanto por mis pecados como he llorado por vos desde que estoy aquí, estaría en perfectas condiciones para cumplir con la Pascua y el jubileo. He pasado aquí el tiempo que había decidido pasar de la manera en que había imaginado, salvo por cuanto atañe a vuestro recuerdo, que me ha atormentado más de lo que lo había previsto. Qué cosa extraña es una imaginación viva, que representa todas las cosas como si todavía estuvieran ante nuestros ojos: entonces uno piensa en el presente y, cuando tiene el corazón como yo lo tengo, se muere. No sé adónde huir de vos: nuestra casa de París sigue consternándome día tras día, y Livry me da el golpe de gracia. Si vos pensáis en mí es a fuerza de hacer memoria: Provenza no tiene la obligación de traeros mi recuerdo del mismo modo en que estos lugares me traen a mí el vuestro. He encontrado dulzura en la tristeza que aquí he sentido: una gran soledad, un gran silencio, una misa triste, un oficio de tinieblas cantado con devoción (nunca había estado en Livry en la Semana Santa), un ayuno canónico y una belleza en estos jardines que os embelesaría: todo eso me ha gustado. ¡Ay, cuánto os he echado de menos! Por más exigente que seáis en materia de soledad, habríais estado contenta de estar aquí; pero vuelvo a París por necesidad. Allí encontraré cartas vuestras y mañana quiero asistir a la Pasión del padre Bourdaloue o del padre Mascaron; siempre me han gustado las Pasiones hermosas. Adiós, mi querida condesa, esto es lo que hay en cuanto a Livry; terminaré esta carta en París. Si hubiera tenido la fuerza de no escribiros desde aquí y de sacrificar a Dios todo lo que he sentido en este lugar, habría valido más que todas las penitencias del mundo; pero, en vez de hacer un buen uso de ello, he buscado consuelo contándooslo por carta; ¡ay, hija!, ¡qué débil soy y qué miserable!

París, Viernes Santo, 27 de marzo de 1671

He encontrado aquí un grueso paquete de cartas vuestras; a los hombres les contestaré cuando haya dejado de ser tan beata; entretanto, abrazad a vuestro querido marido de mi parte; me conmueve su cariño y su carta.

Me alegra saber que el puente de Aviñón sigue pesando sobre la conciencia del coadjutor; así que fue él quien os hizo pasar por ahí debido a que el pobre Grignan se ahogaba por despecho contra vos: éste prefería morir antes que estar con personas tan poco razonables. El coadjutor está perdido si a todos sus crímenes tiene que añadir éste. Estoy muy agradecida a Bandol por haberme hecho un relato tan ameno. Pero ¿de dónde os viene, hija, ese temor de que otra carta ensombrezca la vuestra? Eso es que no la habéis releído, pues a mí, que las leo con atención, me ha producido un placer vivísimo, un placer que nada puede enturbiar, un placer demasiado grato para un día como hoy. Contentáis mi curiosidad sobre mil cosas que quería saber. Ya me parecía que las profecías sobre Vardes [aristócrata y militar caído en desgracia y desterrado cuyo retorno a la corte se narra en la carta del 26 de mayo de 1683] iban a ser completamente falsas; también estaba segura de que no habríais cometido ninguna descortesía. Aunque siempre he notado en vos cierta aversión a las narraciones, creo que tenéis demasiado talento para no ver que a veces son agradables y necesarias. También creo que no hay nada que haya que expulsar enteramente de la conversación, sino que hay que dejar que el buen juicio y las ocasiones hagan entrar en ella en cada momento lo que viene más al caso […].

Escuché la Pasión de Mascaron, que en verdad fue muy hermosa y conmovedora. Me habría gustado mucho ir a la de Bourdaloue, pero la imposibilidad me ha quitado las ganas: los lacayos llevaban guardando sitio desde el miércoles y el gentío era insoportable. Sabía que iba a volver a pronunciar la que monsieur de Grignan y yo escuchamos el año pasado en los Jesuitas y era por eso por lo que tenía tantas ganas: era bellísima, y la recuerdo como un sueño. ¡Cuánto os compadezco por haber tenido un mal predicador! Pero ¿por qué os hace reír? Tengo ganas de volveros a decir lo que una vez os dije: «Eso es muy lamentable, aburríos».

Nunca he pensado que no estuvierais en buenas relaciones con monsieur de Grignan; no creo haber dado nunca a entender que lo dudase. Todo lo más, deseaba oír alguna palabra sobre ello, por su parte o por la vuestra, no a modo de noticia, sino para confirmarme una cosa que anhelo con tanta pasión. Provenza no sería soportable sin eso, y comprendo fácilmente sus temores de veros languidecer y morir de aburrimiento. Él y yo tenemos los mismos síntomas. Me escribe que me amáis; creo que no dudaréis que eso sea lo más agradable que puedo desear oír en este mundo; y en cuanto a vos, juzgad vos misma el interés que me tomo por vuestro asunto [se refiere a su matrimonio]. Ya está hecho, y tiemblo preguntándome cómo ha salido.

El mariscal De Albret ha ganado un pleito de cuarenta mil libras de renta. Recobra todos los bienes de sus abuelos y arruina a todo el Bearn. Veinte familias habían comprado y vuelto a vender; ahora tienen que devolverlo todo, con los frutos de estos cien años: es un asunto espantoso por sus consecuencias. Adiós, hija querida; de veras me gustaría saber cuándo dejaré de pensar tanto en vos y en vuestros asuntos. Hay que contestar:

¿Cómo os lo podría decir? Nada es más incierto que la hora de la muerte. [Verso de un madrigal de Montreuil.]

Estoy enfadada con vuestra hija: me recibió mal ayer, se negó en redondo a reír. A veces me dan ganas de llevármela a Bretaña para entretenerme. Hoy envío mis cartas temprano, pero eso no cambia nada. ¿No las enviabais muy tarde cuando escribíais a monsieur de Grignan? ¿Cómo las recibía él? Debe de ser lo mismo. Adiós, diablillo que me apartáis del buen camino, hace más de una hora que tendría que estar en el oficio de tinieblas.


Querido Grignan, os abrazo. Contestaré a vuestra bonita carta.


Os doy las gracias, hija, por todos los cumplidos que me hacéis; los reparto como corresponde; a vos os hacen siempre cien mil. Seguís estando viva en el recuerdo de todos. Estoy encantada de saber lo hermosa que estáis; mucho me gustaría besaros; pero ¡qué locura, ponerse siempre ese vestido azul!

La siguiente carta es una divertida muestra del extraordinario ceremonial que Luis XIV había impuesto en la corte, donde la vida del rey y su familia, incluso la más privada y cotidiana, se había convertido en ritual y en espectáculo. Ello obedecía a consideraciones políticas: repartiendo no sólo cargos y rentas, sino también pequeños privilegios en el trato con la nobleza, el rey intentaba asegurarse la fidelidad de los nobles y vigilarlos de cerca.

Se ha dicho con frecuencia que, en esa época, «el rey nunca estaba solo», aunque el historiador Philippe Ariès (La famille sous l’Ancien Régime) explica que ello no es sólo aplicable al rey: de hecho, nadie estaba nunca solo. Era habitual, por ejemplo, que las grandes damas recibieran visitas sin levantarse de la cama. Así ocurre en la escena relatada por madame de Sévigné en esta carta y protagonizada por Mademoiselle, cuya frustrada boda narraba unos meses antes.

A MADAME DE GRIGNAN

París, 30 de marzo de 1671

Os escribo pocas novedades, mi querida condesa; me descargo en monsieur d’Hacqueville, que os las envía todas. Por lo demás, yo no tengo ninguna; a lo sumo, os podría anunciar que el canciller se ha puesto una lavativa [era fama que el canciller Séguier no asistía nunca a las sesiones del Consejo sin haber tomado esa precaución].

Ayer en los aposentos de Mademoiselle vi una escena en la que me regodeé mucho. Llega la Gêvres, guapa, seductora y llena de buena voluntad; madame d’Arpajon estaba más arriba de donde estaba yo. Creo que esperaba que yo le ofreciera mi sitio, pero yo no había olvidado lo que me había hecho el otro día y se lo pagué contante y sonante: no me di por aludida. Mademoiselle estaba en cama; a la Gêvres no le quedó más remedio que quedarse en la parte inferior de la tarima, algo de lo más enojoso. Traen de beber a Mademoiselle; hay que darle la servilleta. Veo a madame de Gêvres quitarse el guante que recubre su mano huesuda; le doy un codazo a madame d’Arpajon, que se da por aludida y se quita a su vez un guante y, de muy buena gana, da un paso adelante, coge la servilleta y, dándosela a Mademoiselle, deja con un palmo de narices a la Gêvres, que, muerta de vergüenza, no sabe dónde meterse. Había subido a la tarima, se había quitado los guantes, y todo eso ¿para qué? ¡Para ver cómo madame d’Arpajon daba la servilleta desde más cerca! Ay, hija, qué mala soy: me alegré; le está bien empleado. ¿Dónde se ha visto eso de abalanzarse para arrebatar a madame d’Arpajon un honor menor que le corresponde [por ser de nobleza más antigua que madame de Gêvres]? La Puisieux se desternillaba de risa. Mademoiselle no se atrevía a alzar los ojos, y yo disimulaba lo mejor que podía. Después se dijeron cien mil maravillas de vos, y Mademoiselle me pidió que os dijera que estaba muy contenta de saber que no os habíais ahogado y que gozáis de buena salud. De ahí fuimos a ver a Madame Colbert, quien me preguntó por vos. Vaya bagatelas os estoy contando, pero es que no tengo más nuevas. Ya veis que he dejado de ser una beata. Cuánto me convendrían, ¡ay!, los maitines y la soledad de Livry.

Os daré esos dos libros de La Fontaine por más que os enfadéis. Hay pasajes bonitos, algunos preciosos y otros aburridos: eso pasa por no conformarse con haber hecho algo bien; creyendo hacerlo todavía mejor, lo estropea uno.

Puesto que madame de Sévigné, contrariamente a su amiga madame de La Fayette (que tenía un cargo como dama de honor), no vivió nunca en la corte, se limitó a visitarla de vez en cuando en compañía de amigos o parientes: es una de esas visitas lo que narra en esta carta.

De Bussy-Rabutin, en la Histoire amoureuse des Gaules, describe maliciosamente la ingenuidad de la marquesa, poco habituada a la corte, en la que se comporta –según De Bussy-Rabutin– más como una burguesa que como una aristócrata: «Para una mujer de un talento y una alcurnia como los suyos, se deja deslumbrar sobremanera por la pompa de la corte: si un día la reina le dirige la palabra, preguntándole por ejemplo con quién ha ido a la corte ese día, estará loca de contento y mucho tiempo después se las arreglará para hacer saber a todos aquellos cuyo respeto quiere ganarse con cuánta cortesía le ha hablado la reina».

La reina en cuestión es entonces María Teresa. Por obra de Mazarino, que quería firmar la paz con España, Luis XIV se había casado en 1660 con la piadosa María Teresa de Austria (1638-1683), prima hermana suya, hija de Felipe IV. La boda sellaba la Paz de los Pirineos, firmada el 7 de noviembre de 1659.

La corte fue durante mucho tiempo itinerante, alternando las estancias en distintos palacios: los de París, Fontainebleau, Versalles y Saint-Germain-en-Laye, a unos pocos kilómetros al oeste de París, donde se encuentra en esta ocasión. (Sólo en 1682 se instalaría definitivamente en Versalles.)

En una carta anterior (13 de marzo de 1671), madame de Sévigné anunciaba a su hija: «Vuestro hermano entra bajo las leyes de Ninon; dudo que le hagan bien. Hay espíritus para los cuales no valen nada; ya estropeó a su padre». Ninon (Anne de Lenclos, 1620-1705) es uno de los personajes más originales de la época. Mujer de gran inteligencia y cultura (leía a Montaigne, tocaba el laúd, se le atribuye una comedia…), de carácter rebelde, prefirió no casarse a fin de conservar su independencia. Un contemporáneo, Tallemant des Réaux, divide a sus amantes en tres categorías: «los pagadores, de los que no se preocupaba mucho y a los que soportó hasta que pudo prescindir de ellos; los mártires y los favoritos». Era odiada por los beatos, quienes acabaron logrando que la internaran a la fuerza en un convento, aunque su confinamiento duró apenas un año. Veinte años antes de ser amante de Charles, el hijo de madame de Sévigné, lo había sido del marido de ésta.

En cuanto a madame de Ludres, se había ido a bañar al mar por miedo a tener la rabia: en efecto, tal como madame de Sévigné lo relata a su hija en una carta anterior (13 de marzo), la había mordido un perro rabioso; en esa época, se creía que el agua del mar era el único remedio.

A MADAME DE GRIGNAN

París, miércoles, 1 de abril de 1671

Ayer volví de Saint-Germain. Había ido con madame d’Arpajon. El número de quienes me preguntaron por vos es tan grande como el de todos los que componen la corte. Creo que merece mención aparte la reina, que vino hacia mí y se interesó por las nuevas de mi hija diciéndome que había oído contar que habíais estado a punto de ahogaros. Le agradecí el honor que os hacía acordándose de vos. Ella tomó la palabra y me dijo: «Contadme cómo fue que creyó perecer». Empecé a relatarle esa audacia vuestra de querer cruzar el Ródano a pesar del gran viento que soplaba, y cómo ese viento os arrojó en un santiamén bajo un ojo del puente, a dos dedos de uno de los pilares, en el que habríais fenecido mil veces si lo hubierais tocado. Ella me preguntó: «Y su marido, ¿estaba con ella?». «Sí, Madame, y también el coadjutor.» «Verdaderamente fue una imprudencia», y suspiró varias veces y se deshizo en halagos al hablar de vos.

Llegaron después montones de duquesas, entre otras la joven Ventadour, guapísima. Tardaron un rato en llevarle el divino taburete. Yo me volví hacia el gran maestre [de la artillería de Francia, Henry de Daillon] y le dije: «La pobre, ¡que le den el taburete, bastante caro le cuesta!». Él estuvo de acuerdo conmigo. [La bella mademoiselle de La Mothe-Houndancourt había obtenido el título de duquesa casándose con el contrahecho Ventadour.] En medio del silencio del corro, la reina se vuelve hacia mí y me dice: «¿A quién se parece vuestra nieta?». «Madame –le digo yo–, se parece a monsieur de Grignan.» Ella soltó un grito: «¡Qué lástima!», y añadió con dulzura: «Habría hecho mejor en parecerse a su madre o a su abuela». He aquí lo valiosa que me sois al hacer la corte, pobre hija mía.

El mariscal De Bellefonds me ha hecho prometer que le sacaría de apuros. Monsieur y madame Duras, a quien transmití vuestros cumplidos, Messieurs de Charost y de Montausier, y tutti quanti os los devuelven multiplicados por cien. Di vuestra carta a monsieur de Condom [el famoso predicador Bossuet, obispo de Condom]. Me olvidaba del Delfín [príncipe heredero] y de Mademoiselle. Le hablé de Segrais [escritor, secretario de Mademoiselle], a la romana, posicionándome de su parte; pero Mademoiselle se pone intratable cuando se aborda, aunque sea por encima, cierto cabo desde el cual se descubren las tierras de Micomicon [alusión a un episodio del Quijote; probablemente madame de Sévigné se refiere a Lauzun, tema intocable para Mademoiselle desde su boda frustrada].

Vi a madame de Ludres; me abordó con una sobreabundancia de cordialidad que me sorprendió; me habló de vos en el mismo tono y luego, de golpe, cuando iba yo a responderle, me encontré con que había dejado de escucharme y sus hermosos ojos vagaban por la habitación [porque había entrado alguien que le interesaba más]: lo vi enseguida, y quienes vieron que yo lo veía se alegraron de que lo hubiera visto y se echaron a reír. Se ha sumergido en el mar, el mar la ha visto desnuda y su orgullo se ha multiplicado –el del mar, quiero decir–, pues la dama en cuestión ha salido bastante humillada de ese episodio.

Los extravagantes peinados me han divertido mucho; las hay que dan ganas de abofetearlas. La Choiseul se parecía, como dice Ninon, a una primavera de mesón [se refiere a los malos cuadros que adornaban los mesones] lo mismo que dos gotas de agua: la comparación es excelente. ¡Pero qué peligro tiene esa Ninon! Si supierais cómo dogmatiza sobre religión, os daría horror. Su celo para pervertir a los jóvenes recuerda el de un tal monsieur de Saint-Germain, a quien vimos una vez en Livry. Ella considera que vuestro hermano tiene el candor de una jovencita: será que se parece a su madre. Es madame de Grignan quien tiene toda la sal de la casa y no es tan tonta como para mostrar semejante docilidad.

Alguien pensó en ponerse de vuestra parte y quiso quitarle [a Ninon] el aprecio que os tiene: ella lo mandó callar y le dijo que sabía más que él. ¡Qué depravación! ¿Cómo? ¿Así que porque le parecéis bella y espiritual quiere añadir a eso esa otra buena calidad [un espíritu libertino], sin la cual, según sus máximas, una no puede ser perfecta? Yo estoy muy afectada por el mal que ha hecho a mi hijo en ese capítulo; no le escribáis nada al respecto; madame de La Fayette y yo hacemos lo que podemos para librarlo de esa amistad tan peligrosa. Tiene también a esa actricilla [la Champmeslé], Despréaux [el poeta, más conocido como Boileau] y Racine [el autor de tragedias]: se reúnen en cenas deliciosas, es decir, hacen diabluras. Él se aturde con los sermones del padre Mascaron; necesitaría a vuestro mínimo [predicador de la orden religiosa de los mínimos]. Jamás he visto nada tan divertido como lo que me escribís al respecto: se lo he leído a monsieur de La Rochefoucauld, que se ha reído a carcajada limpia. Me pide que os diga que hay cierto apóstol que anda detrás de su costilla y con mucho gusto se la apropiaría, pero que no tiene el arte de perseverar en las empresas ambiciosas. Creo que a Merlusine se la ha tragado la tierra: no oímos ni una palabra sobre ella. Quiere que también os diga que sólo con que tuviera treinta años menos, con mucho gusto le echaría el guante a la tercera costilla de monsieur de Grignan [la hija de madame de Sévigné, tercera esposa de De Grignan]. El pasaje en el que decís que tiene dos costillas rotas le hizo estallar de risa. Nosotros siempre os deseamos cualquier locura que os divierta, pero mucho nos tememos que ésta ha sido más divertida para nosotros que para vos. Al fin y al cabo, os compadecemos de no oír hablar de Dios más que de ese modo. ¡Ah, ese Bourdaloue! Por lo que me han dicho, hizo una Pasión más perfecta que todo cuanto pueda imaginarse: fue la del año pasado, que había corregido, siguiendo los consejos de sus amigos, a fin de que fuera inimitable. ¿Cómo se puede amar a Dios cuando nunca se oye hablar bien de Él? Necesitaréis unas gracias más especiales que las de los demás. El otro día escuchamos al abad de Montmor: nunca había escuchado un sermón tan hermoso de un joven; desearía para vos algo igual, en lugar de vuestro mínimo. Hizo la señal de la cruz, leyó en alto su texto; no nos riñó, no nos injurió; nos pidió que no temiéramos la muerte, puesto que es el único camino que tenemos para resucitar con Jesucristo. Nos convenció; estuvimos muy contentos. No dice nada que desagrade; imita a monsieur d’Agen sin copiarlo; es audaz, es modesto, es sabio, es devoto; en una palabra: yo no cabía en mí de contento.

Madame de Vauvineux os da mil gracias; su hija ha estado muy mal. Madame d’Arpajon os besa mil veces y, lo más importante: monsieur Le Camus os adora; y yo, pobre hija mía, ¿qué creéis que hago? Amaros, pensar en vos, enternecerme en todo momento más de lo que querría, ocuparme de vuestros asuntos, preocuparme de lo que pensáis; sentir vuestros problemas y vuestras penas, querer sufrirlos en vuestro lugar si ello fuera posible; despejar las sombras de vuestro corazón como despejaba vuestros aposentos de los importunos que veía que los llenaban; en suma, hijita, comprender con profundidad lo que es amar a alguien más que a uno mismo, pues eso es lo que yo siento y es algo que la gente suele decir sin pensar; se abusa de esa expresión. Yo la repito y, sin profanarla nunca, la siento plenamente dentro de mí y es cierta.

Recibo, querida, vuestra larga y muy cariñosa carta del 24. Qué ocurrencia la de monsieur de Grignan, cuando supone que las leemos con esfuerzo; cuánta modestia la suya. ¿Quiere hacernos creer que no ha leído siempre las vuestras con arrebato? Si así fuera, sería indigno de ellas. Por mi parte, las amo hasta la locura; las leo y las releo; me alegran el corazón; me hacen llorar; están escritas según mis deseos. Una sola objeción: no hay motivo para todos los elogios que me prodigáis como tampoco lo hay para la desmesurada longitud de esta carta: he de terminarla y poner límites a lo que, de no contenerme, no los tendría. Adiós, queridísima hija, confiad en mi ternura, que no se agotará nunca.

A MADAME DE GRIGNAN

París, miércoles, 8 de abril de 1671

Empiezo a recibir vuestras cartas el domingo, lo que quiere decir que hace buen tiempo. Dios mío, hija, ¡qué adorables son vuestras misivas! Hay pasajes dignos de publicarse: uno de estos días os encontraréis con que alguno de vuestros amigos os ha traicionado.

Estáis haciendo un retiro espiritual, estáis con nuestras pobres hermanas [del convento de Sainte-Marie, de la orden de la Visitación, en Aix-en-Provence], tenéis una celda. Pero no os atormentéis demasiado. La meditación es a veces tan oscura que nos hace morir, mas ya sabéis que no hay que concentrarse en los pensamientos. Encontraréis dulzura en esa casa, de la que sois señora [pues su bisabuela, santa Jeanne de Chantal, la abuela materna de madame de Sévigné, era la fundadora de la orden]. […]

Hablemos un poco de vuestro hermano: Ninon lo ha dejado. Se ha cansado de amar sin ser amada. Ha pedido que se le devolvieran sus cartas, y así se ha hecho. Esa separación es para mí un alivio. Yo siempre le decía algunas palabras sobre Dios, le hacía recordar sus buenos sentimientos pasados y le rogaba que no desoyera al Espíritu Santo que habitaba en su corazón. Sin esa libertad de hacerle, como de pasada, alguna que otra reflexión, yo no habría tenido que soportar esas confidencias, que no me correspondía escuchar. Pero eso no es todo: cuando, por un lado, rompemos con alguien, por el otro, queremos desquitarnos, lo cual es un error. La niña prodigio [la actriz Champmeslé] no ha roto con él, pero creo que lo hará. He aquí el porqué: mi hijo vino ayer a buscarme desde la otra punta de París para contarme el percance que le había sucedido. Él encontró un momento oportuno y, sin embargo…, ¿me atreveré a decirlo? «A las puertas de Lérida, le falló el caballito» [alusión al frustrado sitio de Lérida en 1646, motivo de muchas burlas]. Fue una cosa extraña. La señorita nunca se había encontrado en semejante tesitura: el jinete derrotado huyó cabizbajo, convencido de haber sido embrujado. Y lo que os parecerá divertido es que se moría de ganas de contarme su chasco. Nos partimos de risa. Yo le dije que estaba encantada de que le viniera el castigo por donde había pecado. Me culpó a mí diciendo que de mí había heredado la frialdad, que con mucho gusto prescindiría de ese parecido entre él y yo, y que mucho mejor habría hecho dejándole esa herencia a mi hija. Quería que Pecquet [famoso médico] lo curase. Decía verdaderas locuras, y yo también: fue una escena digna de Molière. Lo que es cierto es que tiene una imaginación tan limitada que creo que no se librará pronto de esa obsesión. Por más que le aseguré que todo el imperio del amor está lleno de historias trágicas, no halló consuelo. La pequeña Jimena [mujer enamorada; alusión al Cid de Corneille] dice que ve claramente que él ya no la ama, y se consuela en otra parte. En fin, ese trastorno suyo me da risa y lo que deseo de todo corazón es que sirva para sacarlo de un estado tan desdichado a los ojos de Dios.

Me contaba el otro día que un actor quería casarse, a pesar de sufrir cierta enfermedad bastante peligrosa, y un compañero suyo le dijo: «¡Hombre, espera a estar curado antes de casarte, pardiez, o nos desgraciarás a todos!». Me pareció un buen epigrama.

Ninon acusaba el otro día a mi hijo de ser una calabaza rellena de nieve. Ya veis que útil es frecuentar a la gente fina: aprende uno mil galanterías.

Todavía no he alquilado vuestros aposentos, aunque todos los días viene gente a verlos y aunque los he dejado por menos de quinientos escudos.

A continuación, las nuevas de vuestra hija. Estos días pasados se me antojaba pálida. Reparé en que a la nodriza nunca le había visto mojada la blusa a la altura de los pezones, y me dio por pensar que no tenía suficiente leche. Mandé llamar a Pecquet, a quien le parecí muy observadora, y me dijo que había que esperar unos días más a ver. Volvió al cabo de dos o tres y encontró que la pequeña había enflaquecido. Me voy a ver a madame de Puy-du-Fou. Cuando viene a casa, es de la misma opinión. Pero, como siempre es incapaz de sacar cualquier conclusión, me dijo que había que ver. «¿Y qué es lo que hay que ver, madame?», le dije yo. Me encuentro por casualidad a una mujer de Sucy que me dice que conoce a una nodriza excelente, así que la hago venir. Eso fue el sábado. El domingo fui a casa de madame de Bournonville para decirle lo mucho que sentía tener que devolverle a su maravillosa nodriza. Monsieur Pecquet estaba conmigo y describió el estado de la niña. Después de comer, una criada de madame de Bournonville vino a casa y, sin decir nada del motivo de su visita, le dice a la nodriza que vaya a casa de madame de Bournonville. Ésta así lo hace. Por la noche, le dicen que ya no regrese aquí. Ella se desespera. Al día siguiente le envío diez luises de oro, por cuatro meses y medio. Asunto terminado. Fui a ver a madame de Puy-du-Fou, que me dio la razón. Y, en cuanto a la pequeña, la puse desde el domingo en manos de la otra nodriza. Fue un placer verla mamar: nunca lo había hecho de esa manera. Su anterior nodriza tenía poca leche; ésta tiene tanta como una vaca. Es una magnífica campesina, rústica, con buenos dientes, el pelo negro, la tez morena, de veinticuatro años; su leche tiene cuatro meses; su niño es hermoso como un ángel. Pecquet está encantado de ver que la pequeña ya no pasa hambre, pues claramente la pasaba y cada dos por tres pedía más. Todo esto me ha granjeado una gran reputación. Cuando menos, soy como el boticario de Pourceaugnac [alusión a la obra de Molière Monsieur de Pourceaugnac]: expeditiva. No pegaba ojo pensando que la pequeña languidecía, y también por la pena de despedir a esa chica tan agradable, la mejor que se pueda imaginar si no fuera por lo de la leche. A la nueva le daré doscientas cincuenta libras al año y la vestiré, pero modestamente. Ya veis cómo nos encargamos de vuestros asuntos.

Me voy [al castillo de Les Rochers, en Bretaña] dentro de un mes, más o menos, o cinco semanas. Mi tía se queda aquí, y estará encantada de ocuparse de la niña: este año no irá a La Trousse. Si la nodriza estuviera dispuesta a alejarse de los suyos, creo que me la llevaría a Bretaña; pero ¡con deciros que ni siquiera quería venirse a París! Vuestra pequeña está cada día más adorable y se hace querer. En quince días estará hecha una una muñequita regordeta y blanca como la nieve que no hará más que reírse. Ya veis, querida hija, qué emocionantes detalles. No me reconoceríais: estoy hecha una verdadera comadre, la chismosa del barrio. Lo cierto es que soy una persona totalmente distinta según si me encargo de algo yo sola o lo comparto con otros. No me deis las gracias por nada: tales ceremonias dejadlas para vuestras damas de honor. Amo tiernamente a vuestra reducida familia, de modo que es para mí un placer, y en absoluto una carga, como tampoco lo es para vos. Ni siquiera me doy cuenta. Mi tía también se ha portado bien. Me ha acompañado a muchos sitios. Dadle las gracias y contadle todo esto a la pequeña Deville; me encantaría escribirle. Escribid unas palabras para Segrais en vuestra primera carta.

Una tal madame de La Guette, que me consiguió la nodriza, os pide que averigüéis si el cardenal de Grimaldi aceptaría en Aix la fundación de las Hijas de la Cruz, que educan a jovencitas y que ya se han instalado en varias ciudades, donde son de gran utilidad. No olvidéis responder a esto.

La Marans decía el otro día en casa de madame de La Fayette: «¡Ay, Dios mío!, tengo que cortarme el pelo». Madame de La Fayette le respondió con sinceridad: «Por Dios, madame, no se os ocurra: eso no le sienta bien más que a las jóvenes». ¿Quién da más?

Monsieur d’Ambres le da su regimiento al rey por ochenta mil francos y ciento veinte mil libras: he aquí los doscientos mil francos. Está muy contento de estar fuera de la infantería, es decir, del hospital. Por lo que más queráis, hija, intentad evitarlo, no deis banquetes como ésos: por aquí se comenta que son excesivos; monsieur de Mónaco no hace más que repetirlo. Pero, sobre todo, intentad vender alguna tierra: no hay otro recurso para vos. No pienso más que en vos: si, por un milagro que no espero ni deseo, estuvierais fuera de mi pensamiento, creo que me sentiría completamente vacía, como una figura de Benoît [fabricante de maniquís de cera].

Os envío una carta que he recibido del obispo de Marsella [adversario político del conde de Grignan]. Os copio mi respuesta: creo que os complacerá, puesto que la queréis tan franca y sincera, y conforme a esa amistad que os habéis jurado, «de la que el disimulo es el vínculo, y vuestro interés, el fundamento». La frase es de Tácito; nunca había oído nada tan hermoso. Me sumo, pues, a tales sentimientos y los suscribo, ya que es necesario.

A las nueve de la noche

Heme aquí de nuevo para concluir esta carta tras haberme paseado por las Tullerías con un calor de muerte, algo que me entristece porque creo que por allí tenéis un bochorno aún más sofocante. He vuelto a visitar a monsieur Le Camus, que va a escribir a monsieur de Grignan con la respuesta de monsieur de Vendôme. El asunto del secretario no ha estado falto de dificultades. La urbanidad de la que ha dado muestras monsieur de Grignan era totalmente necesaria para este año; lo hecho, hecho está; aun así, para el año que viene será mejor que de buena fe monsieur de Grignan sea el solicitador del secretario del gobernador; pues, de otro modo, parecería que lo que ha ofrecido vuestro marido son sólo palabras; hay que evitar, por encima de todo, que las acciones no se ajusten a ellas. También hay que engatusar al obispo de Marsella y hacerle creer que, a pesar de todo, sois amigos y que él será vuestro hombre de negocios el año que viene. Apruebo la conducta que queréis tener con él; bien veo que es necesaria; ahora me doy cuenta más que antes.

Recibo en este momento vuestra carta del 31 de marzo y todavía no he encontrado la manera de leerla sin emocionarme. Veo toda vuestra vida y tengo la impresión de que monsieur de Grignan es la única persona que os conoce. ¿Cómo que no sois bella, que no tenéis talento, que no danzáis nada bien? ¡Ay!, ¿es ésta mi hija querida? Mucho me cuesta reconoceros en semejante retrato.

Le contaré a monsieur de La Rochefoucauld todos los disparates que decís a propósito de los canónigos y eso de que creéis que de ahí viene que se haya nombrado al devoto sexo femenino. Es un placer contaros bagatelas; respondéis muy bien, y os beso mil veces por haberme agradecido los abanicos y ser así partícipe del placer que sentí al regalároslos: eso es por lo único por lo que deberían gustaros. ¡Ay, hija mía!, dadme tesoros y ya veréis si me conformo o no con zapatillas de pleita para calzar a vuestra nodriza.

Mi querido Grignan, ya que encontráis tan bella a vuestra esposa, conservadla. Con el calor que hará este verano en Provenza ya es suficiente como para que, por añadidura, enferme. Pensáis vos que yo allí haría maravillas, pero os aseguro que no he llegado al punto que creéis en este asunto. La coacción me resulta tan fastidiosa como a vos, y creo que mi hija lo hace mejor de lo que yo jamás podría.

Madame de Villars y todas aquellas a las que nombráis en vuestras cartas os envían tantos recuerdos que no terminaría nunca si os los diera todos. Como veis, no os olvidan. Adiós, hija querida. ¡Con cuánta ternura me abrazáis y me besáis! ¿Creéis que no recibo vuestras caricias con los brazos abiertos? ¿Creéis que no beso yo también de todo corazón vuestras hermosas mejillas y vuestro hermoso pecho? ¿Creéis que puedo abrazaros sin una ternura infinita? ¿Creéis que el cariño podría ir más allá del que os profeso?

Decidme qué hay el día 6 de este mes [alusión a un posible embarazo]. Vuestros vestidos tan bien cortados, vuestra cintura tan agraciada en su estado natural, conservadla, por Dios, para mi viaje a Provenza. Bien sabéis que no faltaré. Lo deseo más que vos, mi querido conde. Abrazadme y creed que os quiero, y que toda la felicidad de mi hija está en vos.

París, este miércoles, 15 de abril [de 1671]

Terminaré esta carta cuando Dios quiera: la empiezo tres días antes de que salga el correo, porque acabo de recibir la vuestra que me ha traído Gacé junto con los guantes, que os agradezco una y mil veces. Hija, me gustan, me parecen preciosos. Vuestro recuerdo me cautiva. Lo que me alegra es que no os hayan costado nada y hasta creo que serán lo bastante grandes. En fin, hija, sois demasiado amable; pero, si me amáis, jamás compréis nada para regalármelo.

Os duele la lengua: ¿no será que vais a estar enferma como yo os deseo? [Es decir, embarazada; en efecto, lo estaba.] Si es el caso, me alegro, ¿o acaso nos habéis mentido?, pero, si se tratara de una fluxión que afectase incluso a vuestros dientes, lo lamentaría mucho. Me habláis de Provenza como si aquello fuera Noruega: ¡y yo que pensaba que hacía calor! Lo pensaba tanto que el otro, día, que sopló aquí un viento canicular, me moría de calor y estaba triste. La gente adivinó que era porque creía que vos estaríais pasando un calor aún más sofocante, y yo no podía imaginaros sin que el dolor me atenazara.

Me decís, hija, que he sido injusta con vuestro cariño. ¡Ay!, hija, lo he sido todavía más de lo que creéis. No me atrevo a deciros hasta qué punto ha llegado mi locura. Creí que sentíais aversión hacia mí, y lo he creído porque me parecía que vos os comportábais conmigo como yo lo hago con las personas a las que odio. Fijaos: tenía esa espantosa convicción al tiempo que se apoderaba de mí el irreprimible deseo de descubrir lo contrario, y como a pesar mío. En estos momentos, hija, he de confesaros mi debilidad: si alguien me hubiera hincado un puñal en el corazón, no me habría herido más mortalmente de lo que me laceraba esa idea. Tengo testigos del estado en que me hallaba. Os digo esto sin querer otra respuesta que la que me dais todos los días, convenciéndome de que me he equivocado. Así pues, esto que os cuento no es sino lo que suele llamarse palabras vanas, que no tienen otro fin que el de haceros ver, hija, que el estado en que me encuentro por vos sería perfectamente feliz si Dios no permitiese que lo atravesara el disgusto de no teneros conmigo, así como el de convenceros de que cuanto me viene de vos o por vos me va derecho al corazón.

El chocolate ya no es lo que era para mí: la moda me ha arrastrado, como me ocurre siempre. Los que antes me hablaban bien de ese remedio, ahora me hablan mal: lo maldicen, lo acusan de todos los males; es el origen de los vapores y de las palpitaciones; parece que os vaya bien un tiempo y, de golpe, os provoca una fiebre continua que os conduce a la muerte. En fin, hijita, que el gran maestre [el duque de Lude, gran maestre de la artillería], que vivía del chocolate, es su enemigo declarado: ya me diréis si yo he de pensar otra cosa [pues era muy amiga de Lude]. No se os ocurra defenderlo, por Dios; fijaos en que ya no es la moda en los círculos elegantes. Todo el mundo, la gente importante o menos importante, habla tan mal de él como habla bien de vos: los cumplidos que se os hacen son infinitos. Todavía no he visto a Gacé; creo que lo besaré: ¡Dios mío!, ¡un hombre que os ha visto, que acaba de dejaros, que os ha hablado!, ¡qué impaciente estoy de verlo! Acabo de estar en casa de Ytier; necesitaba música. No he podido evitar llorar cuando han tocado esa zarabanda que os gusta.

Me alegra que hayáis comprendido lo del peinado, es precisamente lo que siempre tuvisteis ganas de hacer. Esos tirabuzones los tenéis de nacimiento, los tenéis de manera natural; cien veces habéis creído inventar esta moda y tenéis razón en no seguirla al pie de la letra. Os aconsejé que conservaseis los dientes, y así lo hacéis. Es extraño lo que os ocurre con el sereno y esa imposición de encerraros en casa a las cuatro en vez de tomar el aire, ¡qué tristeza! Pero más vale volver aquí con vuestros hermosos dientes que perderlos en Provenza por culpa del sereno o de una moda que habrá pasado dentro de seis meses. Decidle a la Montgobert [doncella] que ya no se carda el pelo ni se retuercen los bucles como se hace al poner un lazo; es éste un error que ha ido extendiéndose poco a poco. Se marcan ciertos bucles: lo elegante es que quede como recién cortado y despeinado; conseguireis esos rizos de maravilla; se hacen en un santiamén. Vuestras damas están muy lejos de eso, con esos peinados de raya al medio y pringosos de tanta pomada que son de lo más anticuado.

La semblanza que me pintáis del cardenal Grimaldi es excelente, como vos decís: es mordaz; es muy amena y me ha hecho reír; os deseo muchas naderías como esa para entreteneros. Al menos Montgobert sabe reírse, os entiende. ¡Qué suerte tiene de ser espabilada y de estar con vos! Los espíritus que no tienen remedio le encienden a uno la sangre.

¡Qué amable sois de haberme enviado una carta para madame de Vaudemont! Ahora mismo voy a mandársela después de añadirle unas líneas. Me escribíais el otro día que el juego era algo a lo que estabais muy agradecida: ¿es que no os ha hecho perder nada? Os doy las gracias por acordaros de mí jugando al revesino y por jugar al mallo; éste es un juego para las personas bien formadas y hábiles como vos. Yo también jugaré al mallo en mi desierto. A propósito de desiertos, creo que Adhémar os habrá contado que el lacayo del coadjutor, que se había metido en la Trapa, se salió, medio loco, porque no pudo soportar las austeridades: ahora le están buscando un convento donde pueda estar entre algodones para que se recobre. Temo que esa Trapa, que quiere superar a la humanidad, se convierta en las Petites-Maisons [nombre de un manicomio de París].

Lloré amargamente escribiéndoos desde Livry y vuelvo a llorar viendo la ternura con que habéis recibido mi carta y el efecto que ha obrado en vuestro corazón. Los pequeños espíritus [alusión burlona a cierta teoría cartesiana] se han comunicado bien y han pasado fielmente de Livry a Provenza. Si vos tenéis los mismos sentimientos, pobre hija mía, todas las veces que vuestro recuerdo me conmueve, os compadezco y os aconsejo que renunciéis a la conmiseración. Nunca he visto nada tan fácil de encontrar como mi ternura por vos: mil cosas, mil pensamientos y mil recuerdos me traspasan el corazón; pero es siempre de la manera más grata: todo cuanto me viene a la memoria es dulce y amable. Espero que la vuestra también.

Me alegro de que tengáis actores: eso entretiene. Me parece que vos podréis perfeccionarlos. ¿Por qué habéis dejado morir a la Canette Beauté [madame du Canet] y, por si fuera poco, de la púrpura [sarampión o escarlatina]? Hija querida, os tenéis que cuidar; si alguien enferma en vuestra casa, enviadlo a la ciudad.

De mis pequeños achaques no os preocupéis: los sobrellevo perfectamente; pero, vos, hija, que habláis de ellos, ¿no tenéis ninguno? Vos misma sentís que uno piensa en todo y se inquieta por todo cuando quiere a alguien. Escribidme algo cariñoso para Pecquet: se ha ocupado muy bien de mi nieta. Espero recibir aquí la respuesta a esta carta. Qué graciosa es esa criaturita: viene por la mañana a mi habitación, se ríe, mira, sigue besando con cierta torpeza, pero quizá el tiempo la corregirá. La quiero: me divierte; sentiré dejarla; tiene una nodriza magnífica.

La carta que escribís a vuestro hermano también es magnífica, así como la dirigida a monsieur de Coulanges: adoro vuestras cartas con fervor. Habéis adivinado muy bien: vuestro hermano es un joven a la moda; nada de Pascuas, nada de jubileo, tragarse los pecados como quien bebe agua. Todo eso es admirable. No le encuentro ninguna virtud, salvo el temor a cometer un sacrilegio, acto que yo también me afanaba en impedirle que hiciera. Pero la enfermedad de su alma ha contagiado a su cuerpo y, en vista de cómo son sus queridas, no soportarán esa contrariedad con paciencia: Dios escribe derecho con renglones torcidos. Espero que un viaje a Lorena rompa todas esas cadenas tan feas. Es divertido, se compara con Esón [personaje de las Metamorfosis, de Ovidio]; quiere que lo hiervan en una caldera con hierbas finas para ponerse como nuevo. Me cuenta todos los disparates que hace, y yo le riño y me da escrúpulo escucharlos, y sin embargo los escucho. Me hace gracia; se esfuerza por complacerme; conozco el tipo de cariño que siente por mí. Está encantado, según dice, del que vos me demostráis. Me ataca una y mil veces riéndose del apego que tengo por vos, el cual, hija, os confieso que es grande, por mucho que lo esconda. Os confieso otra cosa más, y es que creo que vos me amáis. Me parecéis firme: creo que puede una fiarse de vuestra palabra. En resumen, os aprecio mucho. Madame de Villars está loca por vos: el otro día se puso a hablar de vos, y daba gusto escucharla.

Vuestros caballeros empiezan a acostumbrarse a vos: ¡los pobres! Y las damas todavía no os han saboreado de veras. ¿Aún no habéis tenido ningún roce con la primera presidenta? ¿Esta comedia no dará alguna ocasión para ello? La imposición de ver todos los años a toda esa gente [en la asamblea anual de las comunidades de Provenza, en Lambesc, que el conde de Grignan presidía] debe de ser muy pesada.

Os ruego, si entráis en el convento de las benedictinas, que preguntéis por la hija de madame de La Guette. Su madre es una antigua amiga mía. Haced cuanto esté de vuestra mano para que su hija le escriba contándoselo.

Adiós, hijita adorable, no pienso más que en vos; os veo sin cesar y mi única alegría es pensar en ir a veros y traeros de vuelta conmigo. Abrazo a ese conde, tan hábil, que juega tan bien a la pelota y al mallo: eso me gusta.

Chantilly, que madame de Sévigné menciona en esta carta, es la localidad cercana a París en la que tenía su palacio Luis II de Borbón, príncipe de Condé (1621-1686), uno de los principales personajes del reino, gran aristócrata y héroe militar, conocido sobre todo por ser el vencedor de la batalla de Rocroi (1643) contra los españoles. Era, además, un hombre de vastísima cultura y mecenas de las artes. El escritor Jean de La Bruyère (el autor de Los Caracteres) vivía en su corte, como preceptor de su nieto.

A MADAME DE GRIGNAN

París, viernes, 17 de abril [de 1671]

Esta carta del viernes versa sobre naderías, pues no tengo ninguna vuestra por responder y, por mi parte, no tengo ninguna nueva. De Hacqueville me contaba el otro día las cosas que os escribe y que él llama novedades; me burlé de él y le prometí no emborronar nunca mi papel con esa verborrea. Por ejemplo, os anuncia que se dice que monsieur de Verneuil cede su gobierno [de la provincia de Languedoc] a monsieur de Lauzun y toma el de Berry, con la promesa de que lo heredará monsieur de Sully. Todo eso es falso y ridículo, y no se habla de ello en la buena sociedad. Os dice que el rey partirá el día 25: vaya una gran noticia. Yo os declaro, hija, que no os escribiré nada más que la verdad y, cuando todo lo que llega a mi conocimiento son tales habladurías, las dejo pasar y os cuento otras cosas. Estoy muy contenta con De Hacqueville, como lo estáis vos: se ocupa mucho de vuestra madre en vuestra ausencia; y en cuanto hay un atisbo de disputa entre el abad y yo, siempre le tomo a él por juez. Reconforta el corazón pensar que tenemos un amigo como él, poseedor de todas las virtudes y toda la seriedad, y que nunca nos faltará. Si nos hubierais prohibido hablar de vos cuando estamos juntos, si esa costumbre nuestra os fuera muy desagradable, nos pondríais en un buen aprieto, pues es una conversación que nos resulta tan natural, que nos enfrascamos en ella sin darnos cuenta:

es una pendiente tan suave que resbala uno por ella sin querer; [cita del Héraclius, de Corneille.]

y cuando, por casualidad, tras haber hablado de vos largo y tendido, pasamos durante un momento a otra cosa, yo tomo la palabra con buen tono y le digo: «¡Pero digamos algo de mi pobre hija! ¿Cómo? ¿Es que no vamos a decir ni una palabra de la pobrecita? Hay que ver qué ingratos somos»; y vuelta a empezar con la misma cantinela. Podría jurarle veinte veces que no os amo, y no creería una palabra. Yo lo quiero como a un confidente que comprende mis sentimientos; no sabría definirlo mejor.

El otro día madame de Puy-du-Fou se tomó la molestia de venir a ver a mi nodriza; le pareció que rayaba en la perfección: una mujerona decidida, que sabe guardar la compostura y con un par de brazos fuertes; en cuanto a la leche, cada día pierde medio sextario porque a la niña no le basta. Este capítulo es uno de los más hermosos de mi vida. Mi nieta es preciosa; estoy segura de que la querréis; en estas cosas vos y yo nos parecemos.

Todos los días tengo la esperanza de alquilar nuestra casa.

Marphise [perrita] y Hélène [doncella] os están muy agradecidas; pero, en cuanto a Hébert [mayordomo], ¡ay!, ya no lo tengo. El otro día, de broma se me ocurrió ofrecérselo a Gourville [factótum de la familia Condé] diciéndole que tenía que colocarlo en casa de los Condé, que todo iría bien, que me lo agradecería y que respondía de él. Monsieur de La Rochefoucauld y madame de La Fayette alabaron las perfecciones de Hébert: la cosa quedó así, hace de esto tres semanas. Me asombró mucho ayer encontrarme con que Gourville lo hacía llamar. Él se vistió como un gentilhombre y allá fue. Gourville le dijo que le ofrecerían un empleo en el palacete de los Condé, que le darían doscientas cincuenta libras, aparte del alojamiento y la comida, y todo eso a la espera de algo mejor; pero que por el momento lo enviaba a Chantilly para ocuparse de la ropa blanca durante la estancia del rey. Tomó, pues, diez baúles de ropa y partió para Chantilly. El rey irá el día 25 de este mes; pasará un día entero. Nunca se ha hecho tamaño dispendio por el triunfo de los Emperadores como se hará allá; no se repara en gastos: se colman todos los caprichos sin preguntarse cuánto valen. Dicen que al príncipe no le saldrá por menos de cuarenta mil escudos. Hacen falta cuatro comidas; habrá veinticinco mesas, con cinco servicios, sin contar una infinidad de otros. Da de comer a todos, es decir a Francia entera, y los aloja. Todo está amueblado, hasta los recovecos que no servían más que para guardar las regaderas se han convertido en habitaciones para los cortesanos. Sólo en junquillos se han gastado mil escudos; con eso os podéis imaginar el resto. Ya veis hasta dónde me ha llevado el hablaros de Hébert: así es como, medio en broma, lo he ayudado a labrarse su fortuna, pues creo que medrará si sale bien parado de estos comienzos, y estoy segura de que lo hará.

Hoy no almorzamos en casa de los Lavardin; están muy ocupados enviando el equipaje del marqués. Me quedaré en casa comiendo unos huevitos con acedera. Después de comer, iré un rato al Faubourg y añadiré a esta carta las novedades de las que me entere para entreteneros.

Ya veis que tengo cuerda para rato, y falta mucho para que tenga que llenar mis cartas con habladurías, dudas y suposiciones.

¡Ay!, si supierais cuánto pienso en vos, y cuán grato es observar los movimientos naturales de una ternura natural y fortalecida por lo que la inclinación sabe hacer.

He recibido una bonita carta del coadjutor. Sólo una cosa le enoja: que lo llame monseñor; quiere que lo llame Pierrot o señor Cuervo [Pierrot: alusión a una anécdota famosa: «Estando un día el canciller encerrado con una cortesana, que le llamaba siempre monseñor, transportado por el placer exclamó: ¡Llámame Pierrot!», según relata Maurepas]. Vuelvo a recomendaros, hija, que conservéis la amistad que hay entre vosotros. Veo que él admira vuestros méritos y se toma un gran interés en todos vuestros asuntos; en resumidas cuentas: veo en él un celo y una firmeza que harán de él un gran apoyo.

Mi hijo todavía no está curado de ese mal que hace dudar a sus preciosas amantes de su pasión. Me decía anoche que, durante la Semana Santa, ha sido tan espantoso su desenfreno que terminó asqueado de todo eso, que le daba náuseas; no se atrevía ni a pensar en ello por miedo a vomitar. Le parecía ver a su alrededor a todas horas cestos enteros de tetas, ¿y qué más?, tetas, muslos, cestos llenos de besos, cestos de toda clase de cosas con tal profusión que se le embotó el entendimiento, y todavía está así, y no podía ni mirar a una mujer: estaba como los caballos cuando se han hartado de avena. Ese mal no ha sido cosa de un momento. Me he tomado el tiempo necesario para echarle un pequeño sermón sobre el particular: hemos hecho juntos unas reflexiones cristianas; comparte mis sentimientos, especialmente mientras le dura el asco. Me enseñó unas cartas que le había enviado a esa actriz y que ella, a petición de él, le ha devuelto; nunca vi cartas tan ardientes ni tan apasionadas: él lloraba y se moría. Está convencido de lo que escribe cuando lo escribe y, al instante, se burla de lo que ha escrito: os digo que este muchacho vale su peso en oro.

Adiós, querida niña. ¿Cómo os encontrasteis el día 6 de este mes? Ojalá me queráis siempre: sois mi vida, el aire que respiro. No os digo si soy toda vuestra: eso estaría por debajo del mérito de mi afecto por vos. ¿Me dejáis que abrace a ese pobre conde? Pero ¿no os queremos demasiado, tanto él como yo?

A DE HACQUEVILLE

Les Rochers, miércoles, 17 de junio de 1671

Os escribo con el corazón en un puño; soy incapaz de escribir a otro que a vos, pues sois el único que tiene la bondad de penetrar mis ternuras más extremas. En una palabra: ya van dos correos que llegan sin traerme noticias de mi hija; tiemblo de pies a cabeza, no tengo uso de razón, no duermo y, si duermo, me despierto con sobresaltos que son peores que no dormir. No alcanzo a comprender qué es lo que impide que reciba mi correspondencia como de costumbre. Dubois me habla de las cartas que yo escribo y que él envía muy fielmente; pero no me manda ninguna y no me explica qué diablos pasa con las de Provenza. Pero vamos a ver, mi querido monsieur, ¿qué está pasando?, ¿acaso mi hija ya no me escribe?, ¿está enferma?, ¿alguien me quita las cartas?, pues los retrasos del correo no bastan para provocar tal desorden. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué desgracia, no tener a nadie a quien llorarle! Con vos tendría ese consuelo, y toda vuestra sabiduría no me impediría dejar al descubierto toda mi locura. Pero ¿acaso no tengo razón para estar triste? Aliviad pues mi inquietud y corred a los lugares en los que mi hija escribe para que por lo menos sepa qué tal está. Preferiría saber que escribe a otros antes que sufrir esta ansiedad por su salud. En fin: no he recibido carta suya desde el día 5 de este mes; eran de los días 23 y 26 de mayo; en total, doce días y dos correos. Mi querido monsieur, respondedme pronto; el estado en el que me encuentro os inspiraría piedad. Escribid un poco mejor: me cuesta leer vuestras cartas y me muero de ganas de leerlas. No contesto a todas las nuevas que me dais, soy incapaz de nada. Mi hijo ha vuelto de Rennes, donde ha gastado cuatrocientos francos en tres días. Continúa lloviendo. Aun así, todas estas penas serían leves si tuviera cartas de Provenza. Apiadaos de mí, corred a la estafeta, enteraos de qué es lo que me impide recibir cartas como de costumbre. No escribo a nadie y, si no conociera vuestra extrema bondad, me avergonzaría mostraros tantas debilidades.

Nuestro ilustre abad se queja de mí: dice que sólo ha recibido una de mis cartas. Le he escrito dos veces; decídselo, y que le quiero como siempre.

Esta carta y la siguiente han sido muy estudiadas por ser la muestra de lo que una mujer culta leía en esa época. Se entrecruzan en ellas, como veremos, distintos hilos conductores: los antiguos y los modernos; las lecturas instructivas y edificantes (historia, moral) y las de fantasía.

Como las demás mujeres de su clase social en esa época, madame de Sévigné no había recibido una educación formal, reservada a los varones. Por lo tanto, no sabía latín, lo que le vedaba el acceso directo a lo que se consideraba entonces alta cultura: los autores de la Antigüedad. Sólo puede leer los clásicos latinos ya sea en traducción, ya con la ayuda de algún amigo. En cambio, y también lo mismo que muchas mujeres de su mismo nivel cultural, ha aprendido una lengua moderna, el italiano, lo que le permite leer, por ejemplo, al poeta épico Torcuato Tasso (1544-1595), autor de Jerusalén Liberada.

En cuanto a lecturas religiosas, hay que señalar que en la Francia de la segunda mitad del XVII el gran debate era el que enfrentaba a jesuitas y jansenistas: los primeros, muy activos en la enseñanza y bien situados en la corte, eran más mundanos, de moral más acomodaticia; los segundos, próximos en algunos aspectos al protestantismo (sin dejar de ser católicos fervientes), buscaban un cristianismo más austero, exigente e individual. Luis XIV siempre desconfió de los jansenistas e hizo lo que pudo por aniquilarlos. Pierre Nicole (1625-1695) y Blaise Pascal (1623-1662, autor de Las cartas provinciales y los Pensamientos) figuran entre los principales representantes de esta corriente, que tenía su sede en el monasterio de Port-Royal.

Madame de Sévigné no suele tomar partido en las disputas de su tiempo, quizá porque como mujer no se considera cualificada para opinar y las contempla sólo como espectadora (véase la carta del 15 de enero de 1690). Su predicador preferido era un jesuita, el padre Bourdaloue; sin embargo, sus autores favoritos en temas religiosos eran precisamente Nicole y Pascal.

Gautier de Costes de La Calprenède (1610-1663) fue uno de los escritores más famosos de su época, aunque luego cayó en un total olvido. Tuvo un inmenso éxito con novelas de fantasía desatada y desmesurada extensión, como Cassandre (10 volúmenes) y Cléopâtre (12 volúmenes).

En esta carta, como en muchas otras, queda patente el hecho de que la lectura se hacía entonces en voz alta e implicaba una relación social. Su transformación en actividad solitaria es uno de los muchos síntomas de la evolución histórica hacia el individualismo y la intimidad.

Por último, y para comprender el entusiasmo de madame de Sévigné por el correo, hay que señalar que su existencia, en cuanto servicio regular, fijo, de extensión nacional y precio asequible, era muy reciente: su organización, a cargo del ministro Louvois y con fines principalmente militares, databa de 1668.

A MADAME DE GRIGNAN

Para mi muy querida y hermosa hija, en su castillo de Apolidón [el castillo mágico construido por el mago Apolidón, en el libro II del Amadís de Gaula].

Les Rochers, domingo, 21 de junio [de 1671]
Respuesta a las cartas del 30 de mayo y del 2 de junio.

Por fin, hija, respiro aliviada: exhalo un suspiro como el de monsieur de la Souche [alusión a una obra de Molière, L’École des Femmes]; se me ha quitado del corazón un peso y un sobrecogimiento que en verdad no me dejaban ningún reposo. ¡Dios santo!, ¡lo que he sufrido durante los dos correos en que no he recibido cartas vuestras! Las necesito para vivir, y no es una manera de hablar: es una gran verdad. En fin, querida niña, os confieso que no podía más, y que estaba tan preocupada por vuestra salud que había llegado al extremo de desear que hubierais escrito a todo el mundo menos a mí. Aceptaba mejor la idea de que me hubierais relegado un poco al olvido que la espantosa preocupación que tenía por vuestra salud. No encontraba otro consuelo sino quejarme a nuestro querido De Hacqueville, el cual, con toda su bondad, entiende mejor que nadie la ternura infinita que siento por vos. No sé si es por la que él mismo os tiene, por la que me tiene a mí o por las dos, pero lo cierto es que comprende muy bien todos mis sentimientos, y eso me inspira un gran cariño hacia él. Me arrepiento de haberos escrito acerca de mis sufrimientos: os apenarán cuando ya hayan desaparecido para mí. Ésa es la desdicha de estar lejos y, por desgracia, no es la única.

Pero ¿sabéis qué fue de esas benditas cartas que espero y que recibo con tanta alegría? Alguien se tomó la molestia de enviarlas a Rennes porque mi hijo había estado allí. Las falsedades que aquí se dicen siempre sobre todas las cosas se habían difundido hasta allá; os podéis imaginar la zapatiesta que he armado en la estafeta de correos. […]

Estoy aún más contenta por el resto de vuestras cartas. […] Ay, hija, qué felicidad. En nombre de Dios, divertíos y ocupaos de cuidaros bien; pensad que no podéis hacer nada por lo que os esté tan agradecida. Monsieur de Grignan debería deciros lo mismo y ayudaros en esa ocupación. Es un varón lo que estáis esperando, os lo aseguro; razón de más para que él os cuide […].

Tenía muchas ganas de saber qué tiempo teníais en vuestra Provenza y cómo os acostumbráis a las chinches. Me contáis lo que tenía el propósito de preguntaros. Por nuestra parte, desde hace tres semanas hemos tenido lluvias continuas; en vez de decir «después de la lluvia siempre sale el sol», decimos: «después de la lluvia, siempre vuelve a llover». Todos nuestros trabajadores se han dispersado; hasta Pilois [capataz] se había retirado a su casa, y en vez de dirigirme vuestra carta al pie de un árbol, podríais habérmela dirigido al banco junto a la chimenea, o al gabinete de nuestro abad, con quien tengo más que nunca deudas de gratitud infinitas. Aquí tenemos muchos asuntos entre manos; no sabemos todavía si rehuiremos los Estados [parlamento de Bretaña, que se reunía cada dos años para votar los impuestos] o si los afrontaremos. Lo que es cierto, hija, y creo que no lo pondréis en duda, es que estamos muy lejos de olvidar a esa pobre exiliada. ¡Ay, cuán querida e insustituible es para nosotros! Hablamos de ella con mucha frecuencia; pero por mucho que hable, todavía pienso mil veces más, de día y de noche, y cuando me paseo (porque siempre nos sobran algunas horas), y cuando me parece que ya no pienso más, y siempre, y a todas horas, y a cada paso, y cuando hablo de otras cosas, y, en una palabra, pienso en ella como debería uno pensar en Dios si estuviera verdaderamente tocado por su amor. Y pienso tanto más en vos cuanto que muchas veces no quiero hablar de vos. Hay excesos que, por educación y por diplomacia, es preciso corregir; todavía me acuerdo de cómo he de vivir para no convertirme en una carga; aplico mis viejas lecciones.

Aquí leemos mucho. La Mousse [abad amigo de madame de Sévigné] me ha suplicado leer a Tasso conmigo: yo lo conozco perfectamente porque aprendí italiano muy bien; eso me divierte. Su latín y su sentido común hacen de él un buen alumno; y mi rutina y los buenos maestros que tuve hacen de mí una buena maestra. Mi hijo nos lee bagatelas, comedias que interpreta al modo de Molière, versos, novelas, historias; tiene gracia, es ingenioso, lo entiende todo, nos transporta, y ha impedido que emprendiéramos lecturas serias, como era nuestro propósito. Cuando se haya marchado, volveremos a leer algún hermoso tratado moral de monsieur Nicole. Dentro de quince días se marcha a cumplir con su deber [a la guerra]. Os aseguro que la Bretaña no le ha disgustado.

Le he escrito a la pequeña Deville para saber cómo haréis para que os extraigan una muestra de sangre. Habladme largamente de vuestra salud y de todo lo que queráis. Si bien vuestras cartas me deleitan, hijita, no os forcéis a escribirme, pues vuestra salud debe ser siempre lo primero.

El abad y yo admiramos vuestra cabeza para los negocios; creemos que seréis la restauradora de esa casa de Grignan. Hay quien rompe y hay quien zurce; pero, sobre todo, hay quien intenta pasar la vida con un poco de alegría y de reposo y, sin embargo, ¿cómo hacerlo, hija, estando a mil leguas de vos? Bien decís: nos hablamos y nos vemos a través de un grueso crespón. Vos conocéis Les Rochers y, merced a vuestra imaginación, podéis saber más o menos dónde situarme. En cambio, yo estoy desorientada; me he hecho la imagen de una Provenza, de una casa en Aix, quizá más hermosa que la que tenéis; en ella os veo, en ella os encuentro. En cuanto a Grignan, también lo veo. Pero no tenéis árboles, y eso me disgusta, ni grutas para mojaros. No termino de ver por dónde os paseáis; tengo miedo a que el viento os arranque de vuestra terraza, mas si creyera que un torbellino podría traeros hasta aquí, tendría siempre las ventanas abiertas para recibiros, ¡bien lo sabe Dios!, una idea descabellada que se apodera de mí y me atormenta; pero recobro el sentido y me parece que el castillo de Grignan es perfectamente bello: se nota en él la mano de los antiguos Adhémar [linaje del conde de Grignan]. No veo bien dónde habéis puesto los espejos. El abad, que es una persona tan rigurosa y escrupulosa, no habrá recibido tantas gracias por nada. Me colma de júbilo ver lo mucho que os ama, y es ésta una de las cosas por las que os quiero dar las gracias, pues hacéis que crezca cada día esta amistad, por cómo os comportáis conmigo y con él. Imaginaos cuál sería mi tormento si sus sentimientos hacia vos fueran otros; pero os adora.

¡Ay, Dios!, ya estoy otra vez tan charlatana como siempre. Os escribo dos veces por semana, y mi amigo Dubois se ocupa con sumo cuidado de nuestra correspondencia, es decir, de mi vida. Pese a no haber recibido nada en el último correo, ya no estoy preocupada, gracias a lo que me escribís. Os adjunto una carta que he recibido de mi tía [Henriette de La Trousse, a cuyo cuidado había quedado en París la hija de madame de Grignan].

Qué graciosa es vuestra hija: no se ha atrevido a aspirar a la perfección de la nariz de su madre; tampoco ha querido…, en fin, mejor me callo [alude a la gran nariz de monsieur de Grignan]; ha tenido la osadía de optar por una tercera alternativa: la de tener una naricita cuadrada [como la de madame de Sévigné]. Hija, ¿no os enojará lo que os digo? ¡Ay!, esta vez no deberíais enfadaros. Cuidaos, eso es todo cuanto debéis hacer para concluir felizmente lo que tan bien empezáis [el embarazo].

Adiós, mi adorable hija, abrazad a monsieur de Grignan por mí. Podéis contarle las bondades de nuestro abad. Ese abad os besa, lo mismo que el tunante de vuestro hermano. La Mousse está muy contento con vuestra carta, y tiene razón: es encantadora.

A MADAME DE GRIGNAN

Les Rochers, domingo, 12 de julio de 1671

No he recibido más que una carta vuestra, mi querida hija, y estoy disgustada: estaba acostumbrada a recibir dos. Es peligroso acostumbrarse a unas atenciones tan tiernas y preciosas como las vuestras: después no es fácil prescindir de ellas. Si al final vuestros cuñados os visitan este mes de septiembre, serán una excelente compañía. Con respecto al coadjutor, os diré que ha estado un poco enfermo; pero se ha recuperado del todo: es increíble lo perezoso que es, un defecto aún peor si consideramos lo bien que escribe cuando se toma la molestia de hacerlo. Os quiere como siempre e irá a veros a partir de mediados de agosto; antes no puede. Jura que ya no tiene remedio (pero creo que miente) y que eso le impide escribir y le duelen los ojos. Eso es lo único que sé del señor Cuervo; os asombrará lo peregrinamente que lo conozco: a pesar de todo esto que os cuento, ignoro si me aprecia o no. Si por casualidad os enteráis de algo, os agradeceré mucho que me lo escribáis.

Recuerdo mil veces al día la época en que os veía a todas horas. ¡Ay!, hija, soy yo quien canta esa canción que me citáis: «¡Ay!, ¿cuándo volverán aquellos tiempos, pastora?». Yo los echo de menos todos los días de mi vida y daría lo que fuera por volver a estar a vuestro lado, aunque para ello tuviera que pagar con mi sangre. Y no es que me lamente de no haber disfrutado del placer de estar con vos: os juro por lo más sagrado que nunca os he mirado con esa indiferencia ni con esa languidez que a veces provoca la costumbre. Mis ojos y mi corazón jamás se han acostumbrado a veros ni tampoco os he mirado nunca sin alegría ni ternura; y aunque haya habido momentos en que no las mostraba, era entonces cuando más vivamente las sentía. Así pues, no es eso lo que puedo reprocharme, pero siento no haberos visto lo bastante, y que haya habido crueles obligaciones que a veces me privaron de ese placer. Bonitas cartas os escribiría si las colmara con aquello que colma el corazón. ¡Ay!, como vos decís, hay que pasar por alto muchos de nuestros pensamientos y fingir no verlos; creo que vos hacéis lo mismo. Pero sí me detengo para suplicaros que, si es que me apreciáis un poco, pongáis el mayor cuidado del mundo en vuestra salud. Divertíos, no os perdáis en meditaciones vanas, no tengáis bilis, llevad vuestro embarazo a buen puerto. Y, por otro lado, si monsieur de Grignan os quiere y no se ha empeñado en mataros, sé muy bien lo que hará o, mejor dicho, lo que no hará. [Madame de Sévigné repite uno de sus estribillos: pedir al conde que no deje embarazada a su mujer.]

¿Tendréis la crueldad de no terminar a Tácito? ¿Dejaréis a Germanicus en medio de sus conquistas? Si le jugáis esa mala pasada, indicadme dónde os habéis quedado y yo lo terminaré; eso es lo único que puedo hacer para serviros. Nosotros estamos acabando de leer el Tasso con placer; en él hallamos bellezas que no se ven cuando solamente se lo conoce a medias. Hemos empezado la Moral [de Nicole], que es del mismo estilo que Pascal. A propósito de Pascal, últimamente me admira la bondad de los postillones; esos señores se pasan la vida recorriendo los caminos para llevar y traer nuestras cartas. En fin, no hay día de la semana en que no os lleven alguna a vos o me traigan una a mí. Siempre y a todas horas anda alguno de ellos por el campo. ¡Qué buena gente!, ¡qué serviciales son!, ¡y qué hermoso invento es el correo y qué buena idea tuvo la Providencia al hacer a los hombres codiciosos! A veces me entran ganas de escribirles para manifestarles mi gratitud y creo que, de no haberme acordado de ese capítulo de Pascal, ya lo habría hecho, y pienso que quizá ellos a su vez desearían darme las gracias por lo que escribo del mismo modo en que yo deseo agradecerles que lleven mis cartas. [Tanto Pascal, en su Discours sur la condition des grands, como Nicole, en sus Essais de Morale, se lamentan de que sea la codicia el móvil principal de las acciones humanas. Por codicia, dice Nicole, se hacen cosas que de otro modo –por puro amor al prójimo– no se harían nunca, como «llevar cartas hasta el fin del mundo».] Me he ido por las ramas.

Vuelvo a nuestras lecturas, sin perjuicio de Cléopâtre, que me he comprometido a acabar, pues ya sabéis que cumplo mi palabra. A veces me pregunto de dónde viene ese delirio, la afición que tengo por esas pamplinas; os aseguro que me cuesta entenderlo. Quizá me recordáis lo suficiente para saber cuánto me disgusta un mal estilo; tengo ciertas luces para apreciar el bueno, y a nadie conmueven tanto como a mí los encantos de la elocuencia. El estilo de La Calprenède es espantoso se mire como se mire: las frases grandilocuentes de las novelas, palabras que no son bonitas, todo eso lo percibo. Escribí el otro día a mi hijo una carta en ese estilo, y tenía bastante gracia. Encuentro, pues, que el estilo de La Calprenède es detestable y, sin embargo, me atrapa igual que una mosca se queda atrapada en la miel. La belleza de los sentimientos, la violencia de las pasiones, la grandeza de los acontecimientos y el éxito milagroso de su temible espada, todo eso me transporta como a una niña pequeña; comprendo sus designios y, si no tuviera a monsieur de La Rochefoucauld y a monsieur d’Hacqueville para consolarme, me ahorcaría de la desesperación de encontrar en mí, por si fueran pocas las que tengo, esta debilidad suplementaria.

Os aparecéis ante mí para avergonzarme; pero me invento justificaciones, y continúo. ¡Muy agradecida me tendréis que estar por cumplir vuestro encargo de conservaros la amistad del abad! Os quiere con toda su alma y hablamos muy a menudo de vos, de vuestros asuntos y de vuestras virtudes. No le gustaría morir antes de haber estado en Provenza y de haberos sido de alguna utilidad.

Me dicen que la pobre madame de Montlouet está a punto de perder la razón: hasta ahora ha delirado sin soltar una lágrima; le sube la fiebre y empieza a llorar: dice que quiere ir al infierno porque está segura de que allí está su marido [pues había muerto de repente, sin tiempo para confesarse].

Seguimos construyendo la capilla. Hace calor; los atardeceres y las mañanas son muy hermosos en estos bosques y en esta morada; mi habitación es muy fresca. Mucho me temo que vos no estéis tan a gusto, con el calor que debe de hacer en Provenza. Soy toda vuestra como siempre, hija querida y preciosa. Dadle recuerdos a monsieur de Grignan. ¿No sigue adorándoos?

A MADAME DE GRIGNAN

Les Rochers, miércoles, 5 de agosto de 1671

Me alegra saber que monsieur de Coulanges os ha dado noticias. Sabréis lo de monsieur de Guise [el duque de Guise acababa de morir a la edad de veinte años], que me entristece cuando pienso en el dolor de mademoiselle de Guise. Como supondréis, hija, es sólo por la fuerza de la imaginación por lo que esta muerte puede dolerme, pues, por lo demás, no hay nada que perturbe menos el reposo de mi vida. Sabéis cuánto temo los reproches que puede uno hacerse a sí mismo. Mademoiselle de Guise no tiene nada que reprocharse, como no sea la muerte de su sobrino, ya que no permitió bajo ningún concepto que lo sangraran y, en consecuencia, la cantidad de sangre provocó el ataque cerebral, un detalle éste de lo más agradable. Me parece que, en cuanto alguien cae enfermo en París, cae muerto: jamás he visto una mortalidad tal. Os suplico, hija querida, que os cuidéis y, si hubiera algún niño en Grignan que tuviera la viruela, enviadlo a Montélimar: vuestra salud es lo que más deseo.

Os tengo que dar noticia de nuestros Estados [sesiones del parlamento regional], que para algo sois bretona [por ser hija del marqués de Sévigné, que era bretón]. Monsieur de Chaulnes llegó el domingo por la noche en medio de toda la algarabía que se puede armar en Vitré. El lunes por la mañana me escribió una carta y me la envió con un gentilhombre. Le contesté yendo a almorzar con él. Comimos en dos mesas en el mismo salón, es decir, nos dimos un gran banquete. Había catorce cubiertos en cada mesa; Monsieur presidía una, Madame la otra. Nos sirven comida en demasía: se llevan las bandejas de asado casi intactas; en cuanto a las pirámides de frutas, son tan altas que no entran por las puertas. Nuestros padres no preveían ese tipo de artefactos, puesto que ni siquiera imaginaban que hubiera necesidad de una puerta más alta que ellos. En el momento de atravesar la puerta, la pirámide (una de esas que hacen que, para comunicarse desde un extremo a otro de la mesa, sea necesario escribirse, algo que, por el contrario, no es ninguna molestia, pues alivia no ver lo que esconden), esa pirámide, decía, con veinte porcelanas, se derrumbó en la puerta tan perfectamente que el estrépito acalló los violines, los oboes, las trompetas. Después del almuerzo, los messieurs de Locmaria y de Coëtlogon danzaron con dos bretonas unos maravilloso passe-pieds y minuetos con una habilidad que nuestros cortesanos no tienen ni de lejos: hacen pasos de baile al estilo bohemio y al estilo bretón con una delicadeza y una precisión que embelesan. En todo momento pensaba en vos y tenía un recuerdo tan tierno de esa gracia vuestra con la que tantas veces os he visto bailar que ese placer se mudó en dolor. Hablamos largo y tendido de vos. Estoy segura de que os habría encantado ver bailar a Locmaria: los violines y los passe-pieds de la corte dan pena comparados con éstos: es extraordinario que haya tantos pasos diferentes, pero siempre con esa cadencia corta y exacta; nunca he visto a un hombre bailar como lo hace Locmaria. Después de ese pequeño baile, vimos entrar a la multitud de quienes llegaban para inaugurar los Estados al día siguiente: el primer presidente, los procuradores y abogados generales del parlamento, ocho obispos, los messieurs de Molac, La Coste y Coëtlogon padre, monsieur Boucherat, que viene de París, cincuenta representantes de la Baja Bretaña suntuosamente ataviados de pies a cabeza, cien representantes de las comunidades. Por la tarde tenía que llegar madame de Rohan por un lado y su hijo por el otro, así como monsieur de Lavardin, cosa que me sorprende. A estos últimos no los vi, pues quise volver aquí a dormir, después de haber pasado por La Tour de Sévigné para ver a monsieur d’Harouys y a messieurs Fourché y Chésières, que acababan de llegar. Monsieur d’Harouys os escribirá; os agradece todas vuestras cortesías: en Nantes recibió dos cartas vuestras, algo por lo que os estoy aún más agradecida que él. Su casa va a ser el Louvre de los Estados: sus juegos, sus banquetes, la libertad que allí se respira noche y día atraen a todo el mundo. Yo nunca había visto los Estados; la verdad es que vale la pena. No creo que haya otros tan impresionantes como éstos. Esta provincia está llena de nobles: no hay uno solo que esté en la guerra ni en la corte, aparte de vuestro hermano, que quizá regresará un día como los demás. Ahora voy a ir a ver a madame de Rohan; mucha gente vendría aquí si yo no fuese a Vitré. Todo el mundo en los Estados se alegró mucho de verme; no quise asistir a la inauguración, pues se celebró de buena mañana. Los Estados no tienen por qué ser muy largos; basta con preguntar qué es lo que quiere el rey; el asunto se zanja sin necesidad de perderse en palabrería. En cuanto al gobernador, recibe, no sé cómo, más de cuarenta mil escudos que le corresponden. Una infinidad de regalos, de pensiones, de reparaciones de caminos y de ciudades, quince o veinte mesas inmensas, juegos continuos, bailes eternos, comedias tres veces a la semana, espléndidos atuendos: he aquí los Estados. Olvidaba las cuatrocientas pipas de vino que se beben: si bien para mí es un detalle sin importancia, los demás no lo olvidan: para ellos es el primero. En fin, hija, esto es lo que se llama el cuento de nunca acabar; pero esto es lo que sin querer sale de la pluma cuando se está en Bretaña y no se tiene otra cosa que contar. Os mando mil recuerdos de parte de monsieur y de madame de Chaulnes. Soy toda vuestra como siempre y, con una impaciencia digna del sumo afecto que siento por vos, espero que llegue el viernes para recibir carta vuestra. Nuestro abad os abraza, y yo a mi querido Grignan, y a todo lo que queráis.

Una carta del 18 de noviembre había comunicado a madame de Sévigné el nacimiento del hijo varón de la condesa, el tan deseado heredero, Louis-Provence. Tras manifestar su alegría en una primera carta (29 de noviembre), la marquesa expresa ahora su alivio al saber que el peligroso período del puerperio se desarrolla satisfactoriamente. No olvidemos que en esa época aproximadamente un diez por ciento de las mujeres morían a consecuencia del parto.

Por otra parte, en esta carta vuelve a hablarse de Lauzun, el pretendiente de Mademoiselle (véanse las del 15 y 19 de diciembre de 1670). Como sabemos, el rey había prohibido su boda, pero quizá sospechó que proyectaban casarse en secreto. Mademoiselle estaba todavía en edad de tener hijos, los cuales habrían tenido derecho a su fabulosa herencia, que Luis XIV quería a toda costa conservar dentro de la familia real. Quizá el monarca se dejó también influir por su favorita, madame de Montespan, enemiga de Lauzun, pues éste había hablado mal de ella al rey. Sean cuales fueren sus motivos, lo cierto es que en noviembre de 1671 Luis XIV dio orden de que Lauzun fuera detenido y encerrado en la fortaleza de Pignerol, junto a Turín.

Permanecería diez años encarcelado. Durante todo ese tiempo Mademoiselle no se cansó de suplicar al rey la liberación de su amado, que Luis XIV sólo consintió una vez que la princesa hubo renunciado a gran parte de sus posesiones. Cuando Lauzun salió de prisión (1681) se casó por fin con Mademoiselle, quien le colmó de títulos y rentas. Sin embargo, él nunca había estado enamorado de ella y, tras la boda, no se privó de demostrarle su indiferencia, engañándola abiertamente. Ella lo dejó en 1684 y consagró sus últimos años a Dios.

La cita de Eclesiastés (Vanidad…) estaba de moda: la había usado Bossuet como eje de su sonada oración fúnebre por Henriette de Inglaterra. Esa joven y alegre princesa, que llevaba el título de «Madame» en cuanto esposa de Monsieur, el hermano del rey, había muerto súbita e inexplicablemente el 30 de junio de 1670. «Madame se meurt, Madame se meurt, Madame est morte!», la frase que ese día recorrió la corte, fue utilizada por Bossuet como estribillo para dicha oración fúnebre, una de sus más célebres piezas oratorias.

El 16 de noviembre de 1671, Monsieur volvía a casarse, esta vez con Elisabeth-Charlotte de Baviera (llamada madame Palatine), la «nueva Madame» de la que la marquesa habla en esta carta. Mujer de fuerte personalidad que siempre se encontró desplazada en su nuevo entorno, madame Palatine fue una de las principales cronistas de la vida en la corte: se pasaba la vida encerrada en su gabinete escribiendo a sus amigas y parientes alemanes; se conservan unas noventa mil cartas suyas.

A MADAME DE GRIGNAN

Les Rochers, miércoles, 2 de diciembre [de 1671]

En fin, hija, tras los primeros arrebatos de alegría, he descubierto que el viernes aún tenía que recibir cartas de Provenza para que mi satisfacción fuera completa. Suceden tantos accidentes a las mujeres recién paridas, y, por lo que me dice monsieur de Grignan, os expresáis tan bien que necesito cuando menos nueve días de buena salud para poder emprender mi viaje [a París] alegremente. Aguardaré, pues, las cartas del viernes y después partiré, y las de los siguientes viernes las recibiré en Malicorne. Todavía estoy asombrada de no hallar, ni de día ni de noche, rastro de la desazón que sembrasteis en mi alma a causa de vuestro parto. Me siento tan feliz que a todas horas estoy dando gracias a Dios; no me esperaba este alivio tan completo, tan pronto. He recibido un sinfín de parabienes tanto de París, de donde me llegan mil cartas, como de Bretaña. La gente ha bebido a la salud del niñito a más de una legua a la redonda. He invitado a beber; he invitado a cenar a mi gente ni más ni menos que la víspera de Reyes. Pero nada me ha deleitado más que el cumplido de Pilois, que vino por la mañana, con la pala al hombro, y me dijo: «Madame, vengo a felicitarla, porque me han dicho que la señora condesa ha parido un varoncito».

Eso vale más que todas las frases del mundo. Monsieur de Montmoron [pariente de los Sévigné] acudió inmediatamente. Entre otras muchas cosas, hablamos de divisas [inventar divisas era un juego entonces a la moda], que a él se le dan muy bien. Dice que jamás ha visto en ningún sitio la que yo aconsejo a Adhémar. Conoce la del cohete con la frase: «Da l’ardore l’ardire» [Del ardor nace la audacia], pero no es eso. La otra es más perfecta, según él: «Che pera, pur che s’inalzi» [Que perezca, para que se eleve].

Me la haya inventado yo o no, la encuentra admirable.

Pero ¿qué os parece lo de monsieur de Lauzun? ¿Os acordáis del barullo que armaba hace un año? Si alguien nos hubiera dicho que dentro de un año estaría encarcelado, ¿lo habríamos creído? «¡Vanidad de vanidades!, y todo es vanidad.»

Se rumorea que la nueva Madame no se preocupa lo más mínimo de la grandeza de su alcurnia. Dicen que prescinde de los médicos y aún más de las medicinas. Ya os contarán qué apariencia tiene. Cuando le presentaron a su médico, dijo que no lo necesitaba para nada, que nunca la habían sangrado ni purgado; si por casualidad se encuentra mal, se va a dar un paseo y se cura haciendo ejercicio: Lasciamo la andar, che farà buon viaggio [Dejémosla andar, que hará buen viaje].

Bien, veis, hija, que os escribo como lo haría a una mujer que hubiera dado a luz veintidós o veintitrés días atrás. Hasta empiezo a creer que es hora de recordarle a monsieur de Grignan que cumpla la palabra que me dio [de no tener relaciones con su esposa]. Pensad que es la tercera vez que dais a luz en noviembre; si no gobernáis a vuestro marido, la próxima vez será en septiembre. Suplicadle que os haga ese favor a cambio del precioso regalo que vos acabáis de hacerle. Y ofreceré otro razonamiento. Habéis sufrido mucho más que si os hubieran atormentado en la rueda [tortura consistente en atar a la víctima a una rueda y quebrarle las extremidades a palos]; de eso no cabe duda. ¿No le angustiaría, si tanto os ama, ser la causa de que todos los años sufrierais el mismo suplicio? ¿No teme perderos de una vez por todas? Después de todas esas buenas razones, no tengo nada más que decir, excepto que, a fe mía, no iré a Provenza si estáis encinta. Espero que esto le sirva de amenaza. Yo en su lugar también estaría desesperada, pero cumpliría mi palabra; no sería la primera vez que lo hiciera.

Adiós, divina condesa. Beso al niñito, lo quiero de todo corazón, pero a su señora madre la adoro desde muy atrás, y aún falta mucho para que a él lo quiera tanto como a ella. Estoy impaciente por tener noticias vuestras, de la Asamblea [parlamento de Provenza, que presidía el conde de Grignan] y del efecto que ha producido el bautizo. Un poco de paciencia y lo sabré todo, pero bien sabéis, hija, que no es ésa mi principal virtud. Beso a monsieur de Grignan y a los demás Grignan. Os transmito los respetos del abad y de La Mousse.

A MADAME DE GRIGNAN

París, miércoles, 23 de diciembre de 1671

Os escribo sin nada particular que decir, hija, sólo porque tengo ganas de charlar con vos. El día de mi llegada, al poco de haber enviado la carta, el chico Dubois me trajo una que creí que se había perdido. Podéis imaginar con qué alegría la recibí. No pude contestar porque madame de La Fayette, madame de Saint-Géran y madame de Villars vinieron a abrazarme.

Mostráis la perplejidad que debe de inspirar una desdicha como la de monsieur de Lauzun. Todas vuestras reflexiones son justas y naturales; todas las personas de talento las han hecho. Pero la gente empieza ya a no pensar en ello; ese país [la corte] olvida fácilmente a los desventurados. Cuentan que hizo el viaje en un estado de desesperación tal que no lo dejaron solo ni un momento. Quisieron obligarlo a bajarse en un lugar peligroso, y replicó: «Esas desdichas no son para mí». Dice que es del todo inocente respecto al rey, pero que su delito es tener enemigos demasiado poderosos [alusión a madame de Montespan]. El rey no ha abierto la boca, y ese silencio proclama a las claras su crimen. Creyó que lo dejarían en Pierre-Encise [cárcel próxima a Lyon], y en Lyon ya empezó a hacer cumplidos a monsieur d’Artagnan [el famoso capitán de los mosqueteros, que lo custodiaba]. Pero cuando supo que lo llevaban a Pignerol, suspiró y dijo: «Estoy perdido». En las ciudades por las que pasaba, su desgracia inspiraba una gran piedad. Ciertamente es una desgracia atroz.

Al día siguiente, el rey hizo llamar a monsieur de Marsillac [hijo del duque de La Rochefoucauld, enemigo de Lauzun y favorito del rey] y le dijo: «Os doy el gobierno de Berry que tenía Lauzun». Marsillac respondió: «Alteza, le ruego a vuestra majestad, que conoce mejor que nadie en el mundo las reglas del honor, que recuerde que yo no era amigo de monsieur de Lauzun, y que tenga la bondad de ponerse un momento en mi lugar y juzgue si debo aceptar la gracia que me concede». El rey le dijo: «Sois demasiado escrupuloso, señor príncipe. Sé del honor tanto como cualquiera, pero no debéis poner objeción alguna». «Alteza, ya que Vuestra Majestad lo aprueba, me postro a sus pies para darle las gracias.» «Pero os di –dijo el rey– una pensión de doce mil francos, a la espera de que tuvierais algo mejor.» «Sí, Su Alteza, la pongo en vuestras manos.» «Y yo –dijo el rey–, os la vuelvo a dar una vez más y honraré vuestros hermosos sentimientos». Diciendo esto, se volvió hacia los ministros, les relató los escrúpulos de monsieur de Marsillac y observó: «Admiro la diferencia. Lauzun nunca se había dignado darme las gracias por el gobierno de Berry ni por los fondos, y he aquí en cambio a un hombre que rebosa gratitud». Todo eso es completamente cierto; monsieur de La Rochefoucauld acaba de contármelo. He pensado que no os disgustaría saber esos detalles; si me equivoco, querida hija, hacédmelo saber. El pobre hombre está muy mal de la gota, mucho peor que otros años. Me ha hablado mucho de vos y os sigue amando como si fuerais su hija. El duque de Marsillac ha venido a verme y me habla siempre de mi querida niña.

Por fin he tenido el valor de charlar dos horas con monsieur de Coulanges [recién llegado a París tras visitar a la condesa en Provenza]. No puedo dejarlo. Es una gran dicha que el azar haya hecho que me aloje en su casa [mientras esperaba a que estuviera preparado el nuevo domicilio que acababa de alquilar].

No sé si sabéis que Villarceaux, hablando con el rey de un cargo para su hijo, aprovechó hábilmente la ocasión para decirle que había gente lo bastante entrometida para irle a contar a su sobrina que su majestad se había fijado en ella, y que, si era cierto, le suplicaba que se sirviera de él, pues el asunto estaría mejor entre sus manos que en manos de otros, y que su majestad no tendría queja. El rey se echó a reír y dijo: «Vamos, Villarceaux, que somos demasiado viejos vos y yo para atacar a señoritas de quince años», y como hombre de honor, se burló de él y contó a las damas el diálogo. Los Ángeles [la sobrina en cuestión y su hermana] están furiosas y no quieren volver a ver a su tío, quien, por su parte, se muere de vergüenza. Os lo cuento sin disimular nada [mientras que en otras ocasiones usaba lenguaje cifrado por miedo a que las cartas fueran leídas por terceras personas], pues encuentro que el rey hace tan buen papel en todas las ocasiones que no hay necesidad de misterio alguno cuando se habla de él.

Cuentan que se han encontrado mil maravillas en los cofrecillos de monsieur de Lauzun: retratos sin número y sin cuento, desnudos, uno sin cabeza, otro con los ojos reventados (es vuestra vecina) [se refiere a madame de Mónaco, amante del rey, de la que Lauzun estaba enamorado, «vecina» de la condesa por estar Mónaco cerca de Provenza], cabellos largos y cortos, etiquetas para evitar la confusión. En uno: «bucle de tal dama»; en otro, «cana de la madre»; en otro, «pelo rubio cosechado en buen sitio». Y mil lindezas de ese estilo; pero no podría jurar que todo esto es cierto, pues bien sabéis cuántas cosas se inventan en tales ocasiones.

Vi a monsieur de Mesmes [vecino de los Sévigné en Livry], que finalmente perdió a su querida esposa. Lloró y sollozó al verme, y yo tampoco pude contener las lágrimas. Toda Francia ha visitado esa casa. Os aconsejo, querida hija, que le enviéis el pésame; se lo debéis por el recuerdo de Livry, que todavía amáis.

He recibido, hija, vuestra carta del 13; hoy hace siete días que la escribisteis. En verdad tiemblo de pensar que un niño de tres semanas haya tenido fiebre y viruelas. Es lo más insólito del mundo. ¡Dios mío!, hija, ¿qué puede haber causado semejante temperatura en ese cuerpecito? ¿No os han hablado del chocolate? No estoy nada tranquila con todo eso. Me da pena ese pequeño Delfín. Lo amo y, como sé que vos lo amáis, me preocupo por él. Sentís, pues, el amor materno, y yo me alegro. Pues bien, burlaos ahora de los temores, de las inquietudes, de las previsiones, de la ternura que atenaza el corazón y de cómo esas cosas perturban la vida entera. Ya no os asombrarán todos mis sentimientos, algo que le deberé a esa criatura. Pido a la gente que lo tengan en sus oraciones y no estoy menos apenada que vos. Espero sus noticias con impaciencia; al contrario que en Les Rochers, aquí no tengo que esperar ocho días [para recibir las cartas de Provenza]. Y ése es el mayor placer que encuentro aquí, pues la verdad, hija, sinceramente, vos sois para mí todas las cosas y vuestras cartas, que recibo dos veces a la semana, son mi único y sensible consuelo en vuestra ausencia. Son agradables, entrañables, me gustan. Las releo igual que vos hacéis con las mías; pero, como soy muy llorona, no puedo ni acercarme a las primeras líneas sin llorar con toda mi alma.

¿Es posible que las mías os sean gratas hasta el punto que me decís? A mí no me lo parecen cuando salen de mis manos; creo que se convierten en tales cuando han pasado por las vuestras. En fin, hija, es una gran dicha que os gusten, pues, teniendo en cuenta con qué cantidad de ellas os abrumo, seríais muy digna de compasión si fuera de otro modo. Monsieur de Coulanges no consigue adivinar quién es esa de vuestras damas de compañía a quien, según decís, le gustan. Nos parece que eso dice mucho en su favor, pues mi estilo es tan desaliñado que hay que tener un talante natural y mundano para poder apreciarlas.

Os ruego, hija, que no os fieis de las camas separadas: son una tentación. Haced que alguien duerma en vuestra habitación; en serio, tened piedad de vos, de vuestra salud y de la mía.

Y vos, señor conde, bien veré si queréis verme en Provenza; no hagáis malos chistes sobre eso. Mi hija no termina de espabilarse, os lo aseguro. Y, en cuanto a usted, os ruego que no la volváis a armar. Preocupaos más bien de los asuntos de vuestra provincia; de lo contrario, acabaréis convenciéndome de que no soy vuestra querida suegra y de que buscáis el fin de la madre y de la hija.

Y, hablando de vuestros menesteres, qué lástima que lo que pide el rey [que la Asamblea de Provenza vote unos impuestos de seiscientas mil libras, en lugar de las cuatrocientas mil del año anterior] esté resultando tan difícil. ¿No habéis enviado aquí a nadie? Si os quisieran dar cincuenta mil francos, como a nosotros cien mil escudos, pronto habríais terminado. Sería una gran pena para vos veros obligado a terminar la Asamblea sin haber concluido nada. ¿Y vuestros propios negocios? No veo que os ocupéis de ellos. Mandé recado de que el abad de Grignan viniera a verme, pues monsieur d’Uzès [obispo, tío del conde de Grignan, cuyos intereses sostenía en la corte] está un poco enfermo. Quería hablarle acerca de nuestro sentir con respecto a Provenza y a los provenzales. No podemos escribiros aquí todo cuanto dijimos, pero hemos intentado que no se ignore de qué manera os aplicáis al servicio del rey desde vuestra posición; me gustaría poderos servir desde la mía. Concededme los medios para poder hacerlo o, mejor dicho, deseadme que tenga tanto poder como buena voluntad. Adiós, señor conde.


Vuelvo a vos, señora condesa, para deciros que he mandado llamar a Pecquet para que nos dé su opinión sobre la viruela del pequeñito. Pecquet está horrorizado, pero admira su fuerza por haber sido capaz de expulsar ese veneno y cree que, después de tan prometedores comienzos, vivirá cien años más.

Y por lo demás, ¡he hablado quince o dieciséis horas con monsieur de Coulanges! Creo que es la única persona con la que puedo hablar: «¡Ten valor, corazón! ¡Nada de humanas flaquezas!» [cita del Tartufo; la marquesa se refiere a que ha podido hablar de su hija con Coulanges sin llorar demasiado], y, alentándome de esa manera, vencí mis primeras debilidades. Pero Catau [criada de la condesa, que había regresado a París] me ha desconcertado una vez más. Entró; me pareció que iba a decirme: «Señora marquesa, de parte de la señora condesa vengo a daros los buenos días y a rogaros que vayáis a verla». Volvió a hablarme de todo vuestro viaje y de que a veces os acordabais de mí. Durante una hora fui de lo más impertinente.

Me divierto mucho con vuestra hija. Sé que es algo a lo que no concedéis mucha importancia, pero creedme, os pagaremos con la misma moneda. Me abraza, me reconoce, se ríe conmigo, me llama. Para ella soy mamá a secas, y de la de Provenza, ni palabra.

He recibido mil visitas de todos vuestros amigos y los míos; una verdadera tropa. Ahora que ya no frecuenta la casa de los Richelieu, al abad Têtu le sobra tiempo; de modo que lo aprovechamos. [Jacques Testu de Belval, apodado Têtu («testarudo, cabezota»), era la estrella del salón de los Richelieu, pero éste se había disuelto, al pasar a la corte madame de Richelieu, nombrada dama de honor de la reina.] Madame de Soubise espera cuatro niños, a juzgar por su panza.

Recibo vuestra carta del 16. No me callaré las maravillas que hace monsieur de Grignan al servicio de Su Majestad; ya lo he hecho en otras ocasiones, y lo volveré a hacer. Mañana veré a monsieur Le Camus, que vino a verme justo cuando yo estaba en casa de monsieur de Mesmes. Por cierto, hija, no sólo hay que escribirle a él, sino a madame d’Avaux, por ella y su marido, y a d’Irval [los hijos de monsieur de Mesmes], condenado a muerte: el mero pésame no basta en tales ocasiones. He visto esta mañana al Caballero [de Grignan]; Dios sabe de qué hemos hablado. Espero con impaciencia a Rippert [capitán de los guardias del conde, enviado por éste a la corte para informar sobre las resistencias de la Asamblea]. Estaré encantada cuando los asuntos de vuestra Asamblea hayan terminado. Pero ¿adónde iréis a pasar el resto del invierno? Se dice que la viruela campa a sus anchas por doquier, lo cual me preocupa. Son malas noticias para vuestra hija.

Por lo demás, el rey parte el 5 de enero hacia Châlons y aprovechará el viaje para pasar revista a otras fortificaciones. El viaje durará doce días, pero los oficiales y las tropas se quedarán más tiempo. Por mi parte, sospecho que habrá todavía algunas expediciones como la del Franco Condado. Ya sabéis que el rey «es un héroe de las cuatro estaciones» [famoso verso de mademoiselle de Scudéry celebrando la invasión del Franco Condado en 1688]. Los pobres cortesanos están desolados: no tienen un céntimo. Brancas me preguntaba ayer seriamente si estaría dispuesta a prestar dinero sobre prendas y alhajas, y me aseguró que no hablaría de ello y que prefería entenderse conmigo antes que con cualquier otra persona. La Trousse me ruega que le enseñe algunos de los secretos de Pomenars [monedero falso] para subsistir honradamente. En una palabra: están desconcertados. Yo lo estoy con la noticia que me dais de monsieur Deville. ¿Qué? ¡Deville! ¿Cómo? ¡Su mujer! [mayordomo y doncella de los Grignan; no les gustaba Provenza y querían abandonar el servicio]. Estoy perpleja, y sin embargo creo que tenéis razón. Os adjunto una carta de Trochanire [madame de La Troche, amiga de madame de Sévigné]; no olvidéis contestarla […].

Adiós, mi divina hija. Esta carta se ha convertido en un grueso volumen. Abrazo al laborioso Grignan, al señor Cuervo, y al afortunado Louis-Provence, sobre el cual todos los astrólogos dicen que le sopla la fortuna. E con questo mi raccomando [y con esto me despido].

Es célebre el pasaje de esta carta que habla de la muerte. Pero lo que necesitará aclaración es la alusión a Bajazet, Barbin y La princesa de Montpensier. Bajazet era la más reciente tragedia de Racine, basada en un suceso de la historia otomana contemporánea (audaz innovación en una época en que las tragedias se inspiraban sistemáticamente en la Antigüedad clásica) y fue calurosamente acogida. Hasta unos años antes, el rey del teatro francés había sido Pierre Corneille (1606-1684); pero, cuando madame de Sévigné escribe esta carta, ya estaba pasado de moda; a partir de su triunfo con Andrómaca (1667), el joven Racine le arrebatará la primacía.

Barbin era un librero y editor parisino. La princesa de Montpensier es una novela publicada en 1662 con el nombre de Segrais, pero en realidad es obra de madame de La Fayette, que por aristócrata y por mujer no quería que se supiese que escribía. La frase de madame de Sévigné al respecto ha dado pie a especular sobre la posibilidad de que el citado Barbin, conocedor de la verdadera identidad del autor de La princesa…, conocedor asimismo de la amistad entre ambas damas y de la facilidad de madame de Sévigné con la pluma, le hubiera propuesto que compusiera a su vez una novela similar a aquélla.

A MADAME DE GRIGNAN

París, miércoles, 16 de marzo de 1672

Me habláis de mi partida: ¡ay, hija querida!, languidezco soñando con ese divino viaje [a Provenza]. Nada me detiene sino mi tía, que se muere de dolor y de hidropesía. Se me parte el alma al ver el estado en que se encuentra y por todo lo que dice, tan tierno y sensato. Su valor, su paciencia, su resignación, todo eso es admirable. Monsieur d’Hacqueville y yo seguimos su enfermedad día a día; él sabe leer mi corazón y ve el dolor que tengo por no estar libre ahora mismo. Me guío por sus consejos; ya veremos qué hay de nuevo de aquí a Semana Santa. Si su enfermedad empeora, como viene sucediendo desde que estoy en París, morirá en nuestros brazos; si hay algún remedio que la alivie, y si languidece poco a poco, partiré en cuanto monsieur de Coulanges haya regresado. Nuestro pobre abad está desesperado, igual que yo; ya veremos cómo evoluciona esta enfermedad durante el mes de abril. No tengo otra cosa en la cabeza: no podéis tener tantas ganas de verme como yo las tengo de abrazaros; limitad vuestra ambición y no creáis que podréis igualarme jamás en ese sentido.

Mi hijo me escribe que están cansados de estar en Alemania [en una campaña militar] y no saben qué están haciendo allí. Está muy apenado por la muerte del Caballero de Grignan [Charles, hermano del conde].

Me preguntáis, querida niña, si sigo amando tanto la vida. Os confieso que encuentro en ella tristezas muy amargas; pero la muerte me repugna aún más: me siento tan desdichada cuando pienso que todo esto acabará en ella que, si pudiera volver atrás, lo haría con mil almas. Me veo en un apuro: estoy embarcada en la vida sin mi consentimiento; tengo que salir de ella, pues me abruma. ¿Y cómo saldré?, ¿por dónde?, ¿por qué puerta?, ¿cuándo?, ¿con qué estado de ánimo?, ¿sufriré mil dolores que me harán morir angustiada?, ¿tendré un ataque cerebral?, ¿moriré en un accidente?, ¿cómo estaré con Dios?, ¿qué podré presentarle? ¿serán el miedo y la necesidad los que me empujen a volver a Él?, ¿acaso no sentiré sino miedo?, ¿qué puedo esperar?, ¿soy digna del paraíso?, ¿soy digna del infierno? ¡Qué dilema! ¡Qué aprieto! Nada es más insensato que dejar en la incertidumbre la posibilidad de salvación; pero nada es tan natural, y la necia vida que llevo es la cosa más fácil de entender del mundo. Me abismo en estos pensamientos, y la muerte me parece tan terrible que odio más la vida por conducirme a ella que por las espinas con las que nos hiere. Me diréis que quiero vivir eternamente. En absoluto: si me preguntaran mi opinión, me gustaría morir en brazos de mi nodriza: eso me habría ahorrado muchos disgustos y me habría ganado el cielo con certeza y con toda facilidad. Mas hablemos de otra cosa.

Estoy desesperada por que hayáis recibido Bajazet de parte de otros y no de la mía. Es ese tunante de Barbin, que me odia porque no fabrico ni princesas de Clèves ni de Montpensier. Habéis juzgado perfectamente la obra y ya habréis visto que comparto vuestra opinión. Querría enviaros a la Champmeslé para que pusiera sentimiento en la tragedia. El personaje de Bajazet nos deja fríos; las costumbres de los turcos están mal observadas: no tienen tantos remilgos a la hora de casarse; el desenlace no está bien elaborado: no se comprenden del todo los motivos de esa gran matanza. Con todo, hay cosas agradables, pero nada que sea perfectamente bello, nada que arrebate, ninguno de esos parlamentos de Corneille, que dan escalofríos. Hija, guardémonos bien de comparar a Racine con él; hemos de ver el abismo que los separa. En las obras de este último hay pasajes que no conmueven, poco convincentes, y nunca superará ni a Alejandro ni a Andrómaca. Bajazet está por debajo de esas dos en la opinión de muchos y en la mía, si me permitís citarme a mí misma. Racine hace comedias para la Champmeslé: no para los siglos venideros. El día que deje de ser joven y de estar enamorado, ya no será lo mismo. ¡Viva pues nuestro viejo amigo Corneille! Perdonémosle algunos malos versos en nombre de las divinas y sublimes bellezas que nos transportan: son unos rasgos de maestría inimitables. Despréaux [Boileau, autor de la influyente Arte poética, que encarna el clasicismo literario] todavía lo elogia más; en una palabra, es el buen gusto; no os alejéis de él.

Os cuento una ocurrencia de madame Cornuel que ha hecho reír mucho. Monsieur Tambonneau hijo se desnudó, se puso una correa alrededor de la barriga y del trasero. Con esa facha quiere irse al mar: no sé qué le habrá hecho la tierra. Le contaban, pues, a madame Cornuel que Tambonneau se iba al mar: «¡El pobre! ¿Le ha mordido un perro rabioso?». Lo dijo sin malicia, y eso es lo que precisamente provocó la risa. […]

Me alegro mucho, mi querida hija, de que no estéis embarazada: consolaos de ser bella inútilmente [es decir, de practicar la abstinencia] por daros el gusto de no estar siempre agonizando.

No os puedo compadecer por no tener mantequilla en Provenza, puesto que tenéis un aceite magnífico y un pescado excelente. ¡Qué bien comprendo, hija mía, lo que pueden hacer y pensar personas como vos rodeada de todos esos provenzales! Tendré sobre ellos la misma opinión que vos y os compadeceré toda mi vida por pasar allá los mejores años de la vuestra. Estoy tan poco deseosa de brillar en vuestra corte de Provenza, y por lo que sé de la bretona me la puedo imaginar tan bien que, por la misma razón que al cabo de tres días en Vitré no pensaba más que en ir a Les Rochers, os juro ante Dios que el objeto de mis deseos es pasar el verano en Grignan con vos: ese es mi objetivo, y no hay ninguno más allá. Mi vino de Saint-Laurent está en casa de Adhémar; lo tendré mañana por la mañana. Hace tiempo que os he dado las gracias por ello in petto [para mis adentros]: es muy amable de vuestra parte.

El obispo de Laon [al que el Papa había nombrado cardenal in petto, sin declararlo públicamente] aprecia mucho esa manera de ser cardenal. Dicen que el otro día monsieur de Montausier, hablándole al Delfín de la dignidad de los cardenales, le dijo que dependía del Papa, y que, si el Papa quería hacer cardenal a un palafrenero, podría hacerlo. En esas llega el cardenal de Bonzi, y el Delfín le dice: «Monsieur, ¿es verdad que, si el Papa quisiera, nombraría cardenal a un palafrenero?». Monsieur de Bonzi se sorprendió; pero, adivinando de qué se trataba, le respondió: «Es verdad, monsieur, que el Papa elige a quien le place; pero hasta ahora no hemos visto que haya ido a buscar cardenales a sus cuadras». Es el cardenal de Bouillon quien me ha contado ese detalle. […]

Escribid alguna vez a nuestro cardenal [de Retz], os quiere mucho. El Faubourg [madame de La Fayette] os quiere, madame Scarron os quiere; está pasando aquí la Cuaresma y viene a verme casi todas las tardes. Barillon todavía anda por aquí, ¡y quisiera Dios, hermosa, que vos estuvierais aquí también! Adiós, niña querida; no hay modo de que termine. Os desafío a que podáis comprender cuánto os amo.

A MADAME DE GRIGNAN

París, lunes, 30 de mayo de 1672

Ayer no recibí ninguna carta vuestra, pobre hija mía. Vuestro viaje de Mónaco dio al traste con vuestros hábitos: ya decía yo que iba a sucederme esa pequeña desdicha. Os envío noticia de monsieur de Pomponne. He aquí que empieza la moda de estar herido; tengo el corazón muy triste por el temor de esa campaña. Mi hijo me escribe muy a menudo; hasta el momento, está sano y salvo. Mi tía continúa en un estado deplorable; y, sin embargo, hija querida, tenemos el valor de buscar una fecha para salir de viaje, fundándonos en una esperanza que, la verdad, no tenemos. Me sigue pareciendo que hay cosas muy mal dispuestas en los aconteceres de nuestra vida; son grandes piedras en el camino, demasiado pesadas para moverlas. Creo que las superaremos, aunque no será fácil. La comparación es acertada.

No llevaré conmigo a mi niñita; está muy bien en Livry; allí pasará todo el verano. La belleza de Livry es superior a todo lo que habéis visto: los árboles son más hermosos y verdes, todo está lleno de esas adorables madreselvas: su olor todavía no me empalaga; pero sin duda despreciáis nuestros matorrales de tres al cuarto, comparados con vuestros huertos enteros de naranjos.

Os voy a contar una historia muy trágica de Livry. Os acordaréis de ese supuesto beato que no se atrevía a volver la cabeza; yo decía que parecía que llevara en ella un vaso de agua. La devoción lo volvió loco: un buen día, mejor dicho, una buena noche, se dio cinco o seis puñaladas y, desnudo del todo y todo ensangrentado, se arrodilló en medio de la habitación. Entran, lo encuentran en ese estado: «¡Eh! Por Dios, hermano, ¿qué hacéis?, ¿quién os ha puesto en ese estado?». «Padre –dice fríamente–, es que hago penitencia.» Cae desmayado, lo acuestan, lo vendan, lo encuentran malherido; lo curan al cabo de tres meses de tratamiento y a continuación lo envían a Lyon a casa de sus padres.

Si no encontráis esa cabeza lo bastante desquiciada, no tenéis más que decirlo y os daré la de madame Paul [viuda del jardinero de Livry], que perdió el oremus y se enamoró de un pánfilo de veinticinco o veintiséis años al que había contratado para ocuparse del jardín. Buena la armó. La mujer se casa con él. El muchacho es violento, está loco; pronto le pegará, ya la ha amenazado. Da lo mismo: ella está decidida a aguantarlo todo. Nunca vi semejante pasión: he aquí todos los violentos sentimientos más hermosos que se pueda imaginar; pero de trazo grueso, como en las pinturas rudimentarias; todos los colores están presentes, no hay más que difuminarlos. Esos caprichos del amor me han entretenido mucho; pero tales ofensas casi me dan miedo. ¡Qué insolencia!, ¡atacar a madame Paul, es decir, a la austera, la antigua y grosera virtud! ¿Dónde encontraremos seguridad? Esto sí que son noticias, pobre hija mía, y no vuestros amables relatos.

Madame de La Fayette sigue languideciendo, monsieur de La Rochefoucauld continúa cojo; a veces tenemos unas conversaciones de tal tristeza que parece que no queda más que enterrarnos. El jardín de madame de La Fayette es la cosa más bonita del mundo: todo está florido, todo está perfumado. Pasamos en él muchas tardes, pues la pobre mujer no se atreve a subir a un carruaje. Más de una vez nos habría gustado que estuvierais detrás de la empalizada para escuchar las conversaciones sobre unas tierras desconocidas que creemos haber descubierto [se trata del conocimiento de las cosas del corazón; llamarlas tierras responde al léxico del preciosismo, una moda intelectual de la época, que se tradujo entre otras cosas en cartes du tendre, «mapas amorosos», que representaban en forma geográfica el mundo de los sentimientos]. En fin, hija, que mientras espero ese día feliz de la partida, voy del Faubourg [domicilio de madame de La Fayette] al sillón junto a la chimenea de mi tía, y del sillón junto a la chimenea de mi tía a ese pobre Faubourg.

Os ruego, querida, que no olvidéis del todo a monsieur d’Harouys, cuyo corazón es una obra maestra de perfección, y que os adora.

Adiós, hijita adorable; tengo muchas ganas de tener noticias vuestras y de vuestro hijo. Hace mucho calor allí donde estáis; temo esta estación por él, y por vos todavía más, pues todavía no se me ha ocurrido nada que pudiera amar más que a vos.

Abrazo a mi querido Grignan. ¿Os sigue amando? Le ruego que me quiera a mí también.

A mediados de julio de 1672, madame de Sévigné viaja por fin a Provenza. Su alegría es inmensa: no sólo volverá a ver a su hija tras dieciocho meses de separación, no sólo pasará con ella una larga temporada y podrá conocer a su nieto Louis-Provence, sino que está convencida de que al regresar a París llevará consigo a madame de Grignan, quizá para siempre.

Sin embargo, por esas fechas madame de Grignan quedó embarazada, lo que obligaba por lo menos a retrasar cualquier proyecto de viaje. El parto se produjo en marzo de 1673: un alumbramiento muy difícil, que duró dos días, en el que la condesa estuvo a punto de perder la vida y el niño –un varón– no sobrevivió. Con éste, son cuatro los partos de madame de Grignan en menos de cinco años –entre noviembre de 1669 y marzo de 1673–, de los que sólo sobrevivieron dos niños, Marie-Blanche y Louis-Provence, proporción nada rara en una época de elevadísima mortalidad infantil (todavía tendría otros dos hijos, una niña: Pauline, nacida en 1674, y, en 1676, un niño que moriría al poco tiempo).

Madame de Sévigné insiste una y otra vez en aconsejar a su hija que evite el embarazo: «Hija mía, todo cuidado es poco cuando una está encinta o recién parida, y toda precaución es poca para evitar hallarse en esos dos estados; no lo digo por nadie» (29 de enero de 1672). Para ello, el único método fiable es la abstinencia: «Pensad hija, que [el embarazo] es destruiros enteramente, y destruir vuestra salud y vuestra vida. Proseguid, pues, esta buena costumbre de dormir separados» (9 de marzo de 1672). Se queja de su yerno: «¿No se desespera, si tanto os ama, por ser la causa de que todos los años sufráis semejante suplicio?» (2 de diciembre de 1671), y le sermonea a él directamente: «La juventud, la belleza, la salud, la alegría y la vida de una dama a la que amáis, todo eso lo dais al traste con las frecuentes recaídas en el mal que vos provocáis» (18 de mayo de 1671). En cuanto a la opinión de su hija, podemos deducir que era muy otra, no sólo por las alusiones que hace madame de Sévigné a sus desacuerdos sobre ese punto, sino por lo que más tarde escribiría madame de Grignan a su hija Pauline: «Jamás sentiré lástima por algo tan deseable a mis ojos como la fecundidad».

Pero el embarazo no era la única causa de la negativa de madame de Grignan a emprender el viaje que tanto anhelaba su madre. Probablemente, ésta había imaginado un consentimiento que su hija, en realidad, nunca le había dado. Por lo que se deduce de las cartas, la explicación, cuando por fin tuvo lugar, fue violenta: la condesa se negaba en redondo a abandonar lo que consideraba sus deberes, al frente de su familia y de su casa. En octubre de 1673, madame de Sévigné volverá sola a París, mientras su hija, acompañando a su marido, se aleja en dirección opuesta.

Así pues, la nueva separación produjo a la marquesa una decepción aún más amarga que la anterior. Las primeras cartas de esta etapa figuran entre las más sombrías y desesperadas de toda la correspondencia. Así lo vemos en la que reproducimos a continuación, la primera que madame de Sévigné escribe a su hija tras abandonar el castillo de Grignan.

A MADAME DE GRIGNAN

Montélimar, jueves, 5 de octubre de 1673

Qué día este tan terrible, hija mía querida; os confieso que no puedo más. Os he dejado en un estado que aumenta mi dolor. Pienso en todos los pasos que dais y en los que yo doy, y cómo, avanzando cada una por su lado, no nos encontraremos jamás. Mi corazón se sosiega cuando está junto a vos: ése es su estado natural y el único que puede complacerle. Lo que ha ocurrido esta mañana me ha producido un dolor lacerante y un desgarro cuyas razones conocerá vuestra filosofía, unas razones que me hacen sufrir y que seguirán haciéndolo durante mucho tiempo. Tengo el corazón y la imaginación llenos de vos. No puedo pensar en vos sin llorar y no pienso sino en vos, de suerte que el estado en que me encuentro resulta insostenible; pero, dada su violencia, abrigo la esperanza de que no perdure. Os busco sin cesar y descubro que todo me falta porque vos me faltáis. Mis ojos, que tanto os han visto en los últimos catorce meses, ya no os encuentran. Los gratos momentos del pasado hacen que los de ahora sean dolorosos, a los que me he acostumbrado un poco, mas nunca me acostumbraré lo bastante como para no anhelar ardientemente volver a veros y a abrazaros. No debo esperar que el futuro me depare nada mejor que el pasado. Sé lo que vuestra ausencia me ha hecho sufrir, y seré todavía más digna de lástima, pues, imprudentemente, he convertido el veros en una costumbre necesaria. Me parece que no os he abrazado lo bastante al despedirme, ¿en nombre de qué tenía que contenerme? No os he dicho suficientemente cuán feliz me hace vuestra ternura; no os he alabado lo bastante a monsieur de Grignan; no le he agradecido lo bastante todo su afecto y todas sus atenciones; esperaré los efectos de éstas en todos los aspectos, pues hay algunos en los que él tiene más interés que yo, aunque a mí me afecten más que a él. Me devora la curiosidad; no espero otro consuelo que vuestras cartas, que, como siempre, me harán suspirar interminablemente. En una palabra, hija mía, no vivo más que por vos. Que Dios me conceda la gracia de amarlo a Él algún día como os amo. Pienso en los pichons [niños, en provenzal], estoy colmada de grignans de pies a cabeza; no pienso en otra cosa. Nunca un viaje fue tan triste como este nuestro; no decimos una palabra.

Adiós, hija querida, amadme siempre. ¡Ay!, ya empezamos otra vez con las cartas. Transmitidle al arzobispo mi respeto afectuoso y abrazad de mi parte al coadjutor; a él os encomiendo. Hemos cenado una vez más a vuestras expensas. Aquí llega monsieur de Saint-Geniez, que viene a consolarme. Hija mía, compadecedme por haberos dejado.

Francia estaba en guerra con Alemania y Holanda (guerra en la que, por cierto, participaba Charles, el hijo de madame de Sévigné). Guillermo de Orange, acérrimo enemigo de Luis XIV, estatúder de las Provincias Unidas (y futuro rey de Inglaterra), era el principal instigador de la ofensiva. El conde de Grignan recibió órdenes de conquistar Orange, el pequeño principado de Guillermo, enclavado en el Comtat Venaissin, provincia del sur de Francia perteneciente al Papa. Al mando de más de mil hombres, De Grignan consiguió que se rindiera la ciudadela, que fue inmediatamente destruida. Luis XIV declaró públicamente: «Estoy muy contento con De Grignan».

Al terminar la campaña, se abre nuevamente el parlamento de Provenza. Una vez más, se enfrentan el conde de Grignan y el obispo de Marsella. (Como de costumbre, madame de Sévigné sigue de cerca los asuntos de su yerno y odia al obispo hasta tal punto que su confesor se niega a darle la absolución.) Se hace necesario el arbitraje del rey, lo que decide a De Grignan a pasar una temporada en París. El 28 de enero, la condesa escribe a su madre anunciándole su visita; madame de Sévigné recibe la carta cuando iba a cerrar la suya del 5 de febrero que a continuación reproducimos.

A MADAME DE GRIGNAN

París, lunes, 5 de febrero de 1674

Hace hoy muchos años, querida hija [madame de Sévigné cumple ese día cuarenta y ocho], que vino al mundo una criatura destinada a amaros con preferencia sobre todas las cosas. Ruego a vuestra imaginación que no se extravíe en vanas conjeturas:

Ese hombre, señor, era yo mismo [célebre verso de Marot.]

Ayer hizo tres años que tuve uno de los dolores más intensos de mi vida: os fuisteis a Provenza, y allí seguís todavía. Muy extensa tendría que ser esta carta si quisiera explicaros con detalle la amargura que sentí y todas las que han venido después como consecuencia de esa primera. Pero volvamos a lo que quería deciros: no he recibido cartas vuestras hoy. No sé si alguna me llegará; no lo creo: es demasiado tarde. Sin embargo, las esperaba con impaciencia. Quería saber cuándo partiríais de Aix y poder así calcular con cierta exactitud vuestro regreso; todo el mundo me acosa a preguntas, y no sé qué contestar […].

No pienso más que en vos y en vuestro viaje: si recibo cartas vuestras después de haber enviado ésta, descuidad: tened por seguro que haré cuanto me pidáis. Os escribo hoy un poco más temprano que de costumbre. Monsieur Corbinelli y mademoiselle de Méri están aquí; han almorzado conmigo. Me voy a una pequeña ópera de Mollier, el suegro de Itier, que se canta en casa de Pelissari [financiero, mecenas de las artes]. Es una música perfecta. El príncipe, el duque y la duquesa asistirán. De allí quizá vaya a cenar a casa de Gourville con madame de La Fayette, el duque, madame de Thianges y monsieur de Vivonne, de quien nos despediremos porque se va mañana. Si esa cena al final no se celebra, iré a ver a madame de Chaulnes; la dueña de la casa me ha rogado insistentemente que vaya, así como los cardenales de Retz y de Bouillon, que me hicieron prometerlo. El primero de esos cardenales está de veras impaciente por veros; os ama tiernamente. Os incluyo una carta que me envía. […]

El padre Bourdaloue [predicador de la corte, jesuita, el orador favorito de la marquesa] dio un sermón el día de Notre-Dame que embelesó a todo el mundo; tenía tal fuerza que estremeció a los cortesanos, y nunca un predicador evangélico había predicado con tanta altura y generosidad las verdades cristianas: se trataba de mostrar que todo poder debe estar sometido a la ley, siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor, que fue presentado en el templo. En fin, hija, que el sermón alcanzó el punto de la más alta perfección y algunos pasajes eran dignos del apóstol San Pablo.

El arzobispo de Reims volvía ayer a toda prisa de Saint-Germain [de la corte], como un torbellino. Si él está convencido de que es un gran señor, su gente lo está todavía más. Iban cruzando Nanterre, «tra, tra, tra»; se encuentran con un hombre a caballo, «cuidado, cuidado»; el pobre quiere apartarse, pero no así su caballo. En fin, la carroza y los seis corceles atropellan al pobre hombre y a su caballo, y ambos caen de culo; los arrollan de tal manera que la carroza tropieza y vuelca; al mismo tiempo, el hombre y el caballo, en vez de celebrar que los atropellen y los dejen hechos una piltrafa, se enderezan milagrosamente y, montado el hombre en su caballo, huyen y corren todavía más, mientras los lacayos y el cochero, y hasta el mismo arzobispo, empiezan a gritar: «¡Detened, detened a ese bribón y asestadle cien latigazos!». El arzobispo, cuando lo contaba, decía: «Si hubiera agarrado a ese granuja, le habría roto los brazos y cortado las orejas». […]

Recibo vuestra carta del 28: me entusiasma. No temáis en absoluto, hija, que mi alegría se enfríe; tiene un fondo tan ardiente que no puede ser tibia. No pienso en otra cosa que en el júbilo de veros y de abrazaros con un sentimiento y un amor que están muy por encima de lo común, e incluso de lo que más se aprecia.

La condesa habría preferido alquilar una casa para su marido y ella, pero esa idea provoca la indignación de su madre. Se instalarán en casa de ésta, en el barrio del Marais.

Madame de Grignan está nuevamente encinta; en consecuencia, cuando en mayo regresa el conde a Provenza, su mujer se queda en París.

La siguiente carta parece indicar que, como otras veces, ha habido entre madre e hija una disputa seguida de reconciliación.

A MADAME DE GRIGNAN

Livry, sábado, 2 de junio de 1674

Por fuerza tengo que estar, hija, convencida de que en el fondo me amáis, puesto que vivo todavía. Es algo muy extraño la ternura que siento por vos; no sé si contra mi voluntad demuestro mucha, pero sé muy bien que escondo todavía mucha más. No quiero deciros la emoción y el gozo que me han dado vuestro lacayo y vuestra carta. Incluso he sentido el placer de no creer que estuvierais enferma; me alegra haber estado en lo cierto. Hace mucho tiempo que lo digo: cuando queréis, sois adorable, todo lo hacéis a las mil maravillas. Como bien habréis imaginado, os escribo desde el jardín, y los ruiseñores y pajaritos han recibido con gran júbilo, aunque sin mucho respeto, lo que les he dicho de vuestra parte: están situados en un lugar que les resta toda humildad. Ayer pasé dos horas a solas con las hamadríades [ninfas de los bosques], les hablé de vos, su respuesta me deleitó. No sé si toda esa comarca está realmente satisfecha de mí; pues lo cierto es que, tras haber gozado de todas sus bellezas, no puedo evitar decir:

Tengáis lo que tengáis, no tenéis a Caliste, Y yo, por mi parte, si no la veo, no veo nada. [Versos de Malherbe.]

Esto es tan cierto que me alegraré de volver a París después de comer. La buena educación no tiene nada que ver en lo que hago, por eso los excesos de libertad que vos me concedéis me laceran el corazón. […]

Adiós, mi niña querida y adorable; sabéis que soy toda vuestra.

En septiembre de 1674 nace Pauline. En mayo de 1675 madame de Grignan regresa con la niña a Provenza; es la tercera separación.

El cardenal de Retz (1613-1679), que aparece en esta carta, es una de las más fuertes personalidades del reinado de Luis XIV. Perteneciente a la alta aristocracia, sacerdote sin vocación (su tío era arzobispo de París y él heredaría el cargo), fue uno de los caudillos de la Fronda, la rebelión de los príncipes y el Parlamento contra la monarquía absoluta. Luis XIV no se lo perdonaría nunca. Fue encarcelado, se fugó y fue finalmente exiliado a sus tierras, aunque se le permitía visitar París ocasionalmente. En la época de la que data esta carta, Retz se había «convertido», como se decía entonces: es decir, había pasado de un cristianismo puramente externo a una verdadera fe. Hacía frecuentes retiros espirituales y había incluso decidido renunciar a la dignidad de cardenal (ése es el «secreto» del que habla madame de Sévigné), pero no pudo hacerlo porque el Papa no se lo permitió. Por las mismas fechas, estaba empezando a redactar sus memorias, un texto de extraordinario interés histórico y literario. Era pariente lejano de madame de Sévigné y muy amigo suyo.

A MADAME DE GRIGNAN

Livry, lunes, 27 de mayo [de 1675]

¡Qué aciago día, hija, el que inaugura la ausencia! ¿Qué os ha parecido? Yo lo he sentido con toda la amargura y todo el dolor que había imaginado y que me temía desde hacía tanto tiempo. ¡Qué terrible momento aquel en que nos separamos!, ¡qué despedida!, ¡y qué tristeza, la de ir cada una por su lado, con lo bien que estamos juntas! No quiero hablaros más de ello, ni regodearme, como vos decís, en todos los pensamientos que me oprimen el corazón: quiero pensar en vuestro valor y en todo lo que me habéis dicho sobre ello, que hace que os admire. Me pareció, no obstante, que estabais un poco emocionada al abrazarme.

Por mi parte, volví a París en el estado que os podéis imaginar. Monsieur de Coulanges se adaptó a mi estado de ánimo. Fui a casa del cardenal Retz, donde renové todo mi dolor hasta tal punto que ordené que les dijeran a monsieur de La Rochefoucauld, madame de La Fayette y madame de Coulanges, que habían ido a verme, que me dispensaran del honor de recibirles: hay que ocultar las debilidades a los fuertes. El cardenal comprendió las mías: el particular afecto que siente por vos lo hace muy sensible a vuestra partida. Un fraile de Saint-Victor está pintando su retrato; creo que, mal que le pese a Caumartin, os dará el original. Se va dentro de pocos días. Su secreto ha salido a la luz; su gente llora a lágrima viva. Estuve con él hasta las diez. No me reprochéis, hija mía, lo que sentí al volver a casa ¡Qué diferencia! ¡Qué soledad! ¡Qué tristeza! ¡Vuestra alcoba, vuestro gabinete, vuestro retrato! ¡No encontrar a esa persona adorable! Monsieur de Grignan comprenderá bien lo que quiero decir y lo que sentí.

Al día siguiente, que era ayer, me desvelé a las cinco de la mañana; fui a buscar a Corbinelli para que viniera aquí con el abad. Llueve sin cesar, y mucho me temo que vuestros caminos de Borgoña estén impracticables. Aquí leemos máximas, que Corbinelli me explica [Corbinelli había escrito Les Anciens réduits en maximes (Los antiguos reducidos a máximas)]; le gustaría enseñarme a gobernar mi corazón; mucho habría yo ganado en este viaje si regresara de él con semejante conocimiento. Mañana vuelvo a casa; necesitaba este intervalo de reposo para ordenarme un poco la cabeza y recobrar una especie de compostura.

Madame de Sévigné alude en la siguiente carta a las revueltas de Bretaña. Éstas habían empezado en abril de ese año por motivos fiscales, pero se extendieron por culpa de la miseria reinante. Para reprimirlas, se enviaron tropas venidas de Provenza bajo el mando de Louis de Forbin-La Barben. Se ha comentado la indiferencia de la marquesa hacia los rebeldes, campesinos en su mayoría (en una carta posterior, se refiere sin asomo de compasión a los crueles castigos impuestos a los cabecillas). Hay que tener en cuenta que el correo estaba vigilado; pero, sobre todo, que, en cuanto aristócrata y en cuanto suegra del lugarteniente general de otra provincia, difícilmente podía demostrar simpatía alguna por quienes desafiaban a la autoridad.

Henri de La Tour d’Auvergne, vizconde de Turenne, fue el mayor genio militar del siglo. Era prácticamente el generalísimo del Ejército francés. En esos momentos tenía el mando de las tropas que libraban la guerra con Alemania. El 27 de julio de 1675, a su muerte –que por lo inesperada e insólita, fue uno de los acontecimientos más comentados de la época–, se declaró luto nacional.

Las «sobrinas» a las que se refiere madame de Sévigné son las hijas de De Bussy-Rabutin: Louise, que en noviembre de ese año se casaría con el marqués de Coligny (quien moriría unos meses después), y Diane-Jacqueline, monja en el convento de la Visitación, en París. François de Toulongeon es un pariente de la marquesa (hijo de una tía suya); madame de Sévigné había ido a visitarlo a Monthelon, cerca de Autun, en 1672.

AL CONDE DE BUSSY-RABUTIN

París, 6 de agosto de 1675

Ya no os hablo de la marcha de mi hija, aunque sigo pensando en ello, y no consigo acostumbrarme a vivir sin ella; pero he de guardarme esta pena para mí.

Me preguntáis dónde estoy, cómo estoy y en qué me entretengo. Estoy en París, estoy bien y me entretengo en bagatelas. Pero estoy siendo lacónica y querría explayarme. Estaría en Bretaña, donde tengo mil asuntos, si no fuera por los disturbios que la vuelven insegura. Se dirigen hacia allí cuatro mil hombres bajo el mando de monsieur de Fourbin. La cuestión está en saber el efecto de ese castigo. Espero verlo; y si los amotinados se arrepienten y vuelven a su deber, haré el viaje, como tenía pensado, y pasaré en Bretaña parte del invierno.

He tenido muchos vapores [desmayos], y esa salud de hierro, que vos habéis visto tan triunfante, ha sufrido algunos ataques que me han dejado humillada, como si hubiera recibido una afrenta. En cuanto a mi vida, también la conocéis. La paso con cinco o seis amigas cuya compañía me es grata, y entre deberes que estoy obligada a cumplir, lo cual no es moco de pavo. Pero lo que me enoja es que, no haciendo nada, pasan los días, y nuestra pobre vida se compone de esos días, y envejecemos, y morimos. Todo eso no me hace ninguna gracia. La vida es demasiado corta; apenas hemos pasado la juventud y ya nos encontramos en la vejez. Yo querría que tuviéramos cien años asegurados, y el resto en la incertidumbre. ¿No lo deseáis también vos, querido primo? Pero ¿cómo podríamos hacerlo? Mi sobrina será de mi opinión, según la felicidad o infelicidad que halle en su matrimonio. Ya nos dirá cómo le va, o no nos lo dirá. Sea como fuere, sé muy bien que no hay dulzura, comodidad ni placer que no le desee en su nueva condición de casada. Hablo a veces de ello con mi sobrina la monja; me parece muy agradable y me recuerda mucho a vos por la inteligencia. A mi entender, es el mejor elogio que puedo hacerle. Por lo demás, sois un excelente oráculo: habéis presagiado, como buen conocedor del oficio, todo lo que ha pasado en Alemania; pero no visteis venir la muerte de monsieur de Turenne ni ese cañonazo disparado al azar que lo derriba a él sólo entre diez o doce. Yo, que en todo veo a la Providencia, veo ese cañón cargado desde toda la eternidad; veo que todo conduce a monsieur de Turenne hacia él, y no encuentro en ello nada funesto para él, suponiendo que su conciencia estuviera en buen estado. ¿Qué más quiere? Muere en plena gloria. Su reputación no podía aumentar más: en ese momento gozaba incluso del placer de ver cómo se retiraban los enemigos y veía los frutos de sus acciones de los tres últimos meses. Algunas veces, a fuerza de vivir, la estrella palidece. Es mejor cortar por lo sano, principalmente en el caso de los héroes, todos cuyos actos son tan observados. Si el conde de Harcourt hubiera muerto tras la conquista de las islas Sainte-Marguerite o el socorro de Casal, y el mariscal Du Plessis Praslin tras la batalla de Rethel, ¿no habrían tenido más gloria? Monsieur de Turenne no sintió la muerte: ¿os parece poco?

Conocéis el dolor general por esa pérdida, y los ocho nuevos mariscales de Francia. El conde de Gramont, que tiene la ventaja de poder decir cualquier cosa sin que nadie se atreva a enfadarse, escribió a Rochefort [uno de los mariscales recién nombrados] al día siguiente:

Monseñor,

El favor, tanto como el mérito, pudo conseguirlo [célebre verso del Cid de Corneille].

Monseñor,

soy vuestro humilde servidor,

el conde de Gramont.

Ese estilo lo inauguró mi padre: cuando se nombró mariscal de Francia a Schomberg, el que fue superintendente de finanzas, mi padre [el barón de Chantal] le escribió:

Monseñor,

Cuna, barba negra, familiaridad,

Chantal

Habréis comprendido que lo que quería decirle era que lo habían nombrado mariscal de Francia porque era un hombre de elevada cuna, tenía la barba negra como Luis XIII y gozaba de familiaridad con él. ¡Bueno era mi padre!

Vaubrun murió en este último combate que cubre a Lorges de gloria [Lorges había sustituido a Turenne en el mando de las tropas]. Veremos cómo acaba todo esto; seguimos estando muertos de miedo, hasta que sepamos si nuestras tropas han vuelto a cruzar el Rin. Entonces, como dicen los soldados, estaremos en un batiburrillo, con el río en medio.

La pobre Madelonne [apodo que la marquesa da a su hija; alusión a una novela provenzal] está en su castillo de Provenza. ¡Qué destino! ¡Providencia! ¡Providencia!

Adiós, mi querido conde; adiós, sobrina querida. Mil recuerdos para monsieur y madame de Toulongeon; quiero mucho a esa condesita. Apenas llevaba yo un cuarto de hora en Monthelon y ya era como si nos conociéramos de toda la vida: es que tiene inteligencia y soltura, y no teníamos tiempo que perder. Mi hijo se ha quedado en el Ejército de Flandes; no irá a Alemania. He pensado en vos mil veces con todo esto; adiós.

El 9 de septiembre de 1675, madame de Sévigné se traslada a Les Rochers, su castillo en Bretaña, donde permanecerá siete meses. En enero, su salud, hasta entonces excelente, sufre un embate: tiene un ataque de reúma, cuyos efectos serán persistentes y muy dolorosos. Entretanto, la condesa estaba nuevamente –por última vez– embarazada: el 9 de febrero, nacería un niño, prematuro, que moriría al año siguiente.

En mayo la marquesa va a Vichy a tomar las aguas. La condesa, que al conocer la enfermedad de su madre había propuesto –quizá por temor a que le estuvieran ocultando la gravedad de su estado– ir a pasar una temporada con ella en Bretaña después de dar a luz, sugiere ahora ir a verla a Vichy. Pero madame de Sévigné sólo acepta a condición de que después su hija la acompañe a París a pasar el otoño y el invierno, a lo que madame de Grignan se niega.

Tras varias semanas en Vichy, madame de Sévigné vuelve a París, donde recibe una carta de su hija anunciándole una próxima visita de ella y su marido, una vez terminada la sesión del parlamento de Provenza. Las cartas que la marquesa escribe a su hija durante el verano, animadas por la perspectiva del reencuentro, son particularmente alegres.

En la que a continuación reproducimos, se narra el fin de la marquesa de Brinvilliers, condenada a muerte por haber envenenado a su padre y sus dos hermanos. Era el prólogo del famoso affaire de los venenos, pues se descubrió que dicha marquesa y una mujer llamada Catherine Deshayes, alias la Voisin, practicaban la brujería a gran escala y sin pararse en barras: salieron a relucir venenos, afrodisíacos, misas negras, sacrificios de recién nacidos… y, sobre todo, grandes nombres: el más estruendoso, el de la amante del rey, la marquesa de Montespan. La intervención de Luis XIV, decretando el secreto del sumario, impidió que el escándalo salpicara a la corte; para entonces, treinta y seis acusados habían sido ejecutados ya. Para evitar rumores, madame de Montespan siguió en la corte, pero el rey se separó de ella.

Maastricht y Philippsburg eran dos de las plazas fuertes disputadas en la guerra contra Alemania y Holanda. El tratado de Westfalia cedía ésta última a Luis XIV; pero en el momento en que madame de Sévigné escribe esta carta, estaba asediada por el enemigo; en septiembre, el gobernador francés terminaría por rendirse.

El Buenazo del que se habla en la segunda mitad de la carta es el conde de Fiesque; la Ratonera es madame de Lyonne, una mujer conocida por sus muchos amantes. Su apodo procede de que un día en que llevaba unos pendientes de diamantes, alguien los comparó con «el tocino en la ratonera».

El último párrafo alude a un deseo de madame de Sévigné que en este período de la correspondencia es casi una idea fija: no se conforma con que su hija vaya a París; quiere además que no acompañe a su marido a Lambesc –donde va a celebrarse la asamblea del parlamento de Provenza–, sino que viaje directamente a la capital para pasar una temporada juntas antes de que llegue el conde.

A MADAME DE GRIGNAN

París, viernes, 17 de julio de 1676

Asunto terminado por fin: la Brinvilliers flota en el aire; su pobre cuerpecito ha sido arrojado tras la ejecución a una gran hoguera, y las cenizas, al viento; de modo que la respiraremos y, por la comunicación de los pequeños espíritus [alusión irónica a cierta teoría cartesiana], sentiremos unas ganas de envenenar que nos asombrarán a nosotros mismos. Ayer la juzgaron; esta mañana le han leído la sentencia, que consistía en pedir perdón en la catedral de Notre-Dame y que le cortaran la cabeza, quemaran su cadáver y dispersaran las cenizas al viento. Empezaron a interrogarla; ella dijo que no hacía falta, que ella misma lo diría todo. En efecto, hasta las cinco de la tarde contó su vida, todavía más espantosa de lo que se creía. Envenenó a su padre diez veces seguidas (no conseguía acabar con él), así como a sus hermanos y a varias otras personas; y en todo este relato iba mezclando constantemente el amor y las confidencias. No dijo nada contra Pennautier [supuesto cómplice suyo]. Aunque confesó, no por eso se dejó de interrogarla de forma ordinaria y extraordinaria; pero ella no dijo nada nuevo. Pidió hablar con el procurador general. Estuvo con él una hora; aún no se sabe el tema de esa conversación. A las seis de la mañana la han llevado, vestida solamente con un camisón y con la cuerda al cuello, a Notre-Dame a pedir perdón. A continuación la han vuelto a poner en la misma carreta, donde yo la he visto echada de mala manera encima de la paja, con una cofia baja y el camisón, un doctor [en teología; su confesor] a un lado, y al otro, el verdugo: en verdad, me ha dado escalofríos. Los que han visto la ejecución dicen que ha subido al cadalso con mucha valentía. Yo estaba en el puente de Notre-Dame con la d’Escars; nunca se ha visto tanta gente ni París tan conmocionado y atento; y me preguntaréis qué es lo que habrán visto: lo que es yo no he visto más que una cofia; pero, en fin, el día de hoy estaba consagrado a esta tragedia. Mañana sabré más cosas; ya os las contaré.

Se dice que el sitio de Maastricht ha empezado, y el de Philippsburg continúa: es triste para los espectadores. Nuestra amiguita [madame de Coulanges] me ha hecho morir de risa esta mañana: dice que madame de Rochefort, en pleno duelo [acababa de enviudar], conserva una ternura extrema hacia madame de Montespan, y me ha imitado sus sollozos mientras le decía que la había amado toda su vida con una inclinación muy especial. ¿Sois igual de malvada que yo y también os parece divertido?

Y aquí va otra tontería, mas no quiero que monsieur de Grignan la lea. El Buenazo, que no tiene imaginación para inventarse nada, contó ingenuamente que, estando en la cama el otro día con toda familiaridad con la Ratonera, ésta le había dicho, tras dos o tres horas de conversación: «Buenazo, tengo algo contra vos que os tengo que decir». «¿Qué, madame?» «No sois devoto de la Virgen; ¡ay!, no, no sois devoto de la Virgen. No sabéis qué pena me da». Os deseo que seáis más sensata que yo y que esa tontería no os impresione como a mí.

Se dice que Louvigny ha encontrado a su querida esposa escribiendo una carta que no le ha gustado, lo cual ha dado mucho que hablar. De Hacqueville está ocupadísimo reconciliándolos: ya os imaginaréis que de este asuntillo no me he enterado por él [la discreción de De Hacqueville era proverbial], pero os aseguro que es verdad, querida.

Tengo muchas ganas de saber cómo habréis alojado a toda vuestra compañía. Esos aposentos manga por hombro y oliendo a pintura me dan mucha pena. Os suplico, querida hija, que confirméis el propósito de darme, con vuestro viaje, la prueba de vuestro cariño que tanto anhelo y que me debéis un poquito, y en las fechas que os propongo. De salud estoy como siempre. Abrazo a monsieur de Grignan.

Contra la voluntad de su madre, madame de Grignan decide acompañar al conde a Lambesc antes de ir a París. Madame de Sévigné reacciona con despecho, sospechando que el verdadero móvil de su hija no es tanto el sentido del deber como su preferencia por su marido sobre su madre: «Seguid libremente vuestro corazón, e incluso vuestra razón», le escribe cruelmente el 3 de octubre. Madame de Grignan opta finalmente por la solución intermedia: viaja a París sin esperar el fin de la asamblea de Lambesc y llega, por lo tanto, a la capital –el 22 de diciembre– sola; el conde la seguirá un mes más tarde.

Las cosas no fueron bien. Ambas mujeres estaban enfermas, y la inquietud de cada una por la salud de la otra fue un nuevo motivo de angustia y de reproches mutuos. Se había hablado de que viajaran juntas a tomar las aguas en Vichy, desde donde la condesa partiría luego hacia Grignan. Pero la relación entre ellas no había dejado de empeorar, hasta el punto de que el conde y los amigos comunes (De Hacqueville, madame de La Fayette, el abad de Coulanges…) intervinieron para separarlas. Ya en una carta de dos años atrás (7 de junio de 1675), madame de Sévigné confesaba: «Hay personas que han querido hacerme creer que el exceso de mi cariño os incomodaba; que esa gran atención que pongo en descubrir todas vuestras voluntades, que con toda naturalidad se convertían en las mías, os provocaba sin duda un gran fastidio y enojo. No sé, querida hija, si eso es cierto: lo que puedo deciros es que con toda certeza no ha sido mi propósito disgustaros con ello».

El 8 de junio la condesa partía hacia Grignan con su marido. Había estallado, entre madre e hija, la gran crisis incubada durante los años precedentes. Como vemos en la carta que sigue, madame de Sévigné está entonces convencida de que es su hija quien debe corregir su conducta. Sólo mucho más tarde revisará la suya propia.

A MADAME DE GRIGNAN

París, miércoles, 16 de junio de 1677

Esta carta os encontrará, pues, en Grignan, mi hija queridísima. Decidme, por Dios, cómo estáis. Y monsieur de Grignan y Montgobert, ¿han tenido todos los honores que esperaban? Os he seguido por todas partes, hija: ¿no ha visto vuestro corazón al mío a lo largo de toda la ruta? Todavía espero noticias vuestras desde Chalon y desde Lyon. Acabo de recibir la pequeña nota del gran monsieur des Issarts [un hombre casi enano]. Os ha visto y mirado; vos le habéis hablado, le habéis asegurado que os encontráis mejor. Querría que supieseis lo bienaventurado que me parece y lo que daría yo por tener también semejante alegría.

Habéis de pensar, hija, en curaros el espíritu y el cuerpo; y decidíos, si no os queréis seguir atormentando, en Grignan y cuando estáis con nosotros, a no creer que estoy enferma cuando me encuentro bien, a no volver sobre un pasado que ya pasó ni ver un futuro que no tendrá lugar [se refiere a su enfermedad pasada y a una hipotética recaída]. Si no tomáis esta resolución, os convencerán de la conveniencia y la necesidad de no verme nunca. No sé si semejante remedio sería bueno para vuestras inquietudes; por lo que a mí respecta, os aseguro que sería infalible para dar fin a mis días. Haced vuestras reflexiones sobre eso. Cuando me preocupaba por vos, no tenía sino demasiadas razones para ello; ¡ojalá Dios hubiera querido que no fuera más que una visión! La turbación de todos vuestros amigos y la transformación de vuestro rostro confirmaban mis temores y mis espantos. Intentad, pues, curar vuestro cuerpo y vuestro espíritu, mi querida niña. A vos os corresponde esforzaros en preparar un regreso tan agradable como triste y dolorosa ha sido vuestra partida, pues, por mi parte, ¿qué tengo que hacer?, ¿estar bien de salud? Estoy estupendamente. ¿Cuidarme? Así lo hago, por amor de vos. ¿No preocuparme por vuestra salud? De eso no os puedo responder, hija, si volvéis a estar en el estado en que os he visto. Os hablo sinceramente: ocupaos de ello. Y cuando ahora vienen a decirme: «Ya veis lo bien que está, y vos misma estáis tranquila; de modo que estáis bien las dos». ¡Sí, muy bien, qué formidable situación!, ¡estupendo!, ¡para estar tranquilas tenemos que estar a doscientas mil leguas una de otra!, ¡y esto me lo dicen con toda la calma! Eso es precisamente lo que me hierve la sangre y me saca de mis casillas. Hija mía querida, por Dios y todos los santos, restablezcamos nuestra reputación mediante otro viaje en el que seamos más razonables, es decir que seáis más razonable, y que no vuelvan a decirnos: «Os matáis la una a la otra». Estoy tan cansada de tales discursos que no puedo más; hay otras maneras de matarme que serían mucho mejores. […]

Adiós, hijita querida. Sacad provecho de vuestras reflexiones y de las mías; amadme y no me ocultéis un tesoro tan precioso. No temáis que la ternura que siento por vos me haga daño; es mi vida. Creed también, hija, que estoy perfectamente satisfecha de la vuestra. Preguntádselo a monsieur d’Hacqueville; lo hablábamos ayer. Le pareció que estoy convencida de lo que debo estarlo [del amor de su hija].

Saludos del Buen Hombre [su tío, el abad de Coulanges]. El barón [su hijo Charles] sigue por esos caminos de Dios.

De su primer matrimonio, el conde de Grignan tenía dos hijas que vivían en Reims en un convento, junto con su tía. En agosto de 1677, el tutor de las jóvenes –tenían entonces dieciséis y trece años– consintió en que fuesen a vivir con su padre. Madame de Grignan tuvo que trasladarse a París para ocuparse de ese asunto.

Esta vez, la condesa cumplirá el deseo que su madre había expresado el año anterior: viajará directamente a París, sin asistir con su marido a la asamblea de Lambesc. Madame de Sévigné ha alquilado para la ocasión una casa más grande, el Hôtel Carnavalet, situado en el barrio del Marais, al igual que sus domicilios anteriores y que su casa natal (en la place des Vosges). (Actualmente, Carnavalet es la sede del Museo de Historia de París; la calle en la que se encuentra se llama rue Sévigné.) Para alojar confortablemente a su hija, emprende en esa casa obras que madame de Grignan compara con amable ironía a las de Dido en Cartago para acoger a Eneas: «Cartago» será desde entonces el apodo de la casa en la correspondencia entre ambas.

La condesa llegó a París a finales de noviembre de 1677. Su salud parecía haber empeorado. Su madre la encontró (según confiesa a De Bussy-Rabutin el 8 de diciembre) «de una delgadez y una delicadeza que hacen de ella otra persona». La preocupación de la marquesa por ese motivo, el deseo de madame de Grignan de volver a Provenza cuanto antes y la costumbre de la madre –que la hija detesta– de hablar a todas horas de su hija con sus amigos provocan conflictos tan violentos que madame de Sévigné escribe a su hija en varias ocasiones durante la primavera y el verano de 1678, a pesar de estar viviendo ambas bajo el mismo techo.

Como veremos en la segunda de las cartas reproducidas a continuación, en esta época la marquesa vuelve a frecuentar asiduamente al cardenal de Retz. Es posible que madame de Grignan se sintiera, por primera vez, celosa. Madame de Sévigné abrigaba la esperanza de que Retz dejaría a la condesa una parte de su herencia, pues madame de Grignan era la segunda pariente más próxima del cardenal, padrino además de su hija Pauline.

A MADAME DE GRIGNAN

París, verano de 1678

He dormido mal: anoche me desolasteis; no he podido soportar vuestra injusticia. Soy la primera que ve todas las cualidades admirables que Dios os ha concedido. Admiro vuestra valentía, vuestra conducta. Estoy convencida del cariño que en el fondo sentís por mí. Todas esas verdades son evidentes para quienes nos rodean, y todavía más para mis amigas. Mucho me disgustaría que, amándoos yo como os amo, alguien pudiera dudar y pensar que no sois para mí lo que en realidad sois. Entonces, ¿qué ocurre? Ocurre que soy yo quien tiene todas las imperfecciones que anoche decíais que os atribuyo; y quiso el azar que ayer, en confianza, me lamentara ante el Caballero de Grignan [hermano del conde] de que no mostráis demasiada indulgencia por todas esas miserias mías, pues, haciéndomelas notar a veces, me afligís y me humilláis. Me acusáis también de hablar a algunas personas a las que, de hecho, no digo nada que no tenga que decir; me hacéis, en ese punto, una injusticia flagrante; os dejáis llevar por vuestros prejuicios, y cuando éstos han echado raíces en vuestro corazón, la razón y la verdad no consiguen entrar en él. Le conté todo esto únicamente al caballero, que me pareció estar bondadosamente de acuerdo conmigo en muchas cosas; y, cuando veo que, después seguramente de que él os haya hablado de mi conversación con él, me acusáis de encontrar a mi hija del todo imperfecta, llena de defectos, todo lo que me dijisteis ayer noche, cuando veo que no es eso en absoluto lo que pienso y lo que digo, sino que, al contrario, de lo que me quejo es de que tratáis con demasiada dureza mis defectos, me digo: «¿A qué viene este cambio?», y siento que estáis siendo injusta, y duermo mal; pero estoy perfectamente de salud y, si así lo deseáis, hija, tomaré café [a guisa de medicina].

A MADAME DE GRIGNAN

París, agosto de 1678

Es necesario, hija mía querida, que, de una vez por todas, me dé el gusto de escribiros sobre cómo me encuentro por vuestra causa. No tengo presencia de ánimo para decíroslo; no os digo nada si no es con timidez y de mala gana; ateneos, pues, a lo que os digo ahora. La ternura manifiesta y natural que siento por vos es un pozo sin fondo, un prodigio. No sé qué efecto puede tener en vos la oposición que decís que existe entre nuestros caracteres; será que no es tanta entre nuestros sentimientos o que hay en mí algo extraordinario, pues lo cierto es que no por ello me siento menos apegada a vos. Parece que quiera vencer esos obstáculos, y que ello aumente mi afecto en vez de disminuirlo; en una palabra: me parece que no se puede amar nunca más perfectamente. Os aseguro, hija, que lo único que hago es velar por vos, o por todo lo que guarda relación con vos, no diciendo ni haciendo nada más que aquello que me parece que puede seros más útil.

Ésta es la idea ha que presidido todas mis conversaciones con Su Eminencia [el cardenal de Retz], que siempre han girado en torno a vuestra supuesta aversión hacia él. Su Eminencia está muy afectado por la pérdida del lugar que cree haber ocupado en vuestro afecto; no sabe por qué lo ha perdido. Cree tener derecho a ser el primero de vuestros amigos y le parece que es el último. Ésta es la causa de su desasosiego, en torno al cual giran todos sus pensamientos. A este respecto, creo haber dicho, midiendo siempre mis palabras, todo aquello que el cariño que siento por vos, así como el deseo de conservar a un amigo tan bueno y tan útil, podía inspirarme, rebatiendo lo que había que rebatir, no diciendo jamás que le tuvierais antipatía, asegurándole que sentís por él estima, amistad y gratitud, y que todo eso lo recobraría si se tomara las cosas de otra manera; en una palabra, diciendo siempre tan precisamente todo lo que había que decir, y haciéndolo con tantos miramientos que si el haceros un favor mereciese algún elogio, me parece que en esta ocasión me lo habría ganado. Esto es lo que me sorprendió cuando, en medio de esta irreprochable conducta, me pareció que le poníais mala cara a Corbinelli, que la merecía tanto como yo, o si cabe aún menos, pues tiene más soltura que yo y es más capaz de dar en el clavo. Todavía no he conseguido entenderlo, como tampoco entiendo esa voluntad que veo en vos de perder la amistad de Su Eminencia. Jamás vi un corazón tan fácil de ganar, por poco que quisierais tomaros la molestia de hacerlo. El otro día creyó haber recobrado esa amistad de la que yo siempre le hablé; y pienso que he hecho bien en esforzarme por dicha amistad; pero lo que no entiendo es cómo, de repente, ha cambiado todo. ¿Acaso es justo, hija, que, por haber cometido un nimio error [al hacerle un regalo], confiando él en que lo aceptaríais de buen grado y habiéndome yo misma fiado de su palabra de que así lo haríais, es posible, digo, que eso os haya encolerizado de tal manera? ¡Cómo se nos iba a pasar por las mientes algo así! Pues bien, nos equivocamos; no lo quisisteis y, sin decir una palabra al respecto, lo devolvisteis; ya está hecho: como si nunca hubiera existido. En verdad, no merece que os lo tomarais tan mal. Estoy convencida de que vuestros motivos tendréis, pues tengo vuestra sensatez en alta estima. De otro modo, ¿no sería lo más natural del mundo que tratarais con consideración a semejante amigo? ¿Qué asunto con el rey, qué sucesión, qué consejo, qué economía podrían jamás seros tan útiles? Un corazón por naturaleza inclinado a la ternura y la liberalidad, que considera que le hacéis un favor aceptando que trabaje para vos; que no tiene otro placer que el de procurároslo, que tiene por confidente a toda vuestra familia y cuya conducta y ausencia no pueden, me parece, exigiros demasiados sacrificios. Sólo necesitaría estar convencido de que sentís aprecio por él, como creyó que lo habíais sentido, e incluso con menos demostraciones, porque ese tiempo ya pasó. Así lo veo desde mi punto de vista. Mas, comoquiera que no veo sino una parte, y que por la vuestra desconozco cualquiera de vuestros motivos o de vuestros sentimientos, es muy posible que razone mal. Yo misma encontraba un interés tan grande en conservar para vos ese manantial inagotable, y ello podía ser útil para tantas cosas, que es muy natural que quisiera aplicarme a esa amistad.

Pero dejo ese asunto para volver un poco a mí. Decíais ayer cruelmente, hija, que iba yo a estar muy contenta cuando estuvierais lejos de mí, que me dais mil disgustos, que no hacéis sino contrariarme. No puedo recordar vuestras palabras sin llorar y sin que se me parta el corazón. Hija querida, mucho ignoráis lo que siento por vos si no sabéis que todos los disgustos que puede darme el exceso de la ternura que tengo por vos me deleitan más que todos los placeres mundanos en los que no participáis. Es verdad que a veces me siento herida por la total oscuridad en que me encuentro respecto a vuestros sentimientos y por la escasa confianza que tenéis conmigo; me cuesta conciliar el afecto que sentís por mí con esa privación de cualquier confidencia. Sé que a vuestros amigos los tratáis de otra manera; pero, en fin, me digo a mí misma que ésa es mi desgracia, que tal es vuestro temperamento y que las personas no cambian; y, por encima de todo eso, hija, admiraos de la debilidad de una auténtica ternura, ya que, efectivamente, vuestra presencia, una palabra afectuosa, un gesto conciliador o un mimo me devuelven la alegría y me hacen olvidar todo lo demás. Así, querida hija, sintiendo mil veces más alegría que pena, y siendo invariable tal sentimiento, figuraos con qué dolor os oigo decir que pensáis que puedo amar vuestra ausencia. Si pensarais en la infinita ternura que siento por vos, no podríais creer tal cosa: ya veis que es constante y siempre manifiesta. Cualquier otro sentimiento es pasajero y no dura más que un momento; pero mi cariño es el que os describo. Imaginaos, pues, lo que significará para mí una ausencia que me libra de pequeños disgustos que ya ni siquiera siento, y me priva de una criatura cuya presencia y cuyas muestras de afecto, aun las más ínfimas, son mi vida y mi único solaz. Añadid a esto lo mucho que me preocupa vuestra salud y no tendréis la crueldad de hacerme injusticia tan grande; pensad, hija, en vuestra partida y no la apresuréis; sólo de vos depende. Pensad que eso que llamáis fuerzas [contrarias a su regreso a Grignan] han sido siempre por vuestra culpa y por la incertidumbre de vuestras resoluciones, pues por mi parte, ¡ay!, nunca he tenido más que un propósito, que es vuestra salud, vuestra presencia, y reteneros junto a mí. Pero restáis crédito a vuestras palabras por la fuerza de las cosas que decís para fulminar al otro, y que os perjudican.

Pobre hija mía, qué carta tan abominable os estoy escribiendo; me he abandonado al placer de hablaros y de deciros lo que siento por vos; hablaría sin parar hasta mañana; no quiero ninguna respuesta, ¡Dios os libre!, no es éste mi propósito. Abrazadme solamente y pedidme perdón; y yo pido perdón por haber creído que podría encontrar reposo en vuestra ausencia.

La muerte de Retz, en agosto de 1679, contribuyó a un acercamiento entre madre e hija que aumentaría en los años siguientes. «La preocupación que madame de Grignan había sentido al ver a su madre enferma, los escrúpulos que la habían atormentado al no poder ir a París a visitarla tan pronto como habría querido, los celos hacia varios amigos de su madre, y en concreto de Retz, la transformaron profundamente. Ella también tuvo miedo de perder el afecto de aquella a la que amaba […]. Madame de Sévigné no había sabido verlo durante los veintidós meses que su hija acababa de pasar en París con ella. Lo descubriría progresivamente en sus cartas.» (Roger Duchêne, Madame de Sévigné ou la chance d’être femme, p. 331.) En septiembre, la condesa volvía a Grignan y se alejaba así nuevamente de su madre. Pero el proceso de reconciliación había comenzado.

A MADAME DE GRIGNAN

París, miércoles por la noche [13 de septiembre de 1679]

¿Cómo haceros comprender, hija, lo que he sufrido? ¿Y con qué palabras podría plasmar los dolores de semejante separación? Ni yo misma sé cómo he podido soportarla. Vos me habéis parecido tan afectada también que temo que hayáis estado peor que de costumbre, lo cual es mucho decir, pues no necesitáis ningún empeoramiento. Esa preocupación, sobradamente fundada, por una salud tan querida para mí, sumada a la ausencia de una persona como vos, de quien todo me llega al alma y de quien nada me es indiferente, os hará comprender en parte el estado en que me encuentro. Seguí, pues, con la mirada esa barca [la condesa hizo la primera parte del viaje, de París a Auxerre, navegando por el Sena] pensando en lo que me arrebataba, en cómo se alejaba y en cuántos días pasaría sin volver a ver a esa persona y a toda esa familia a la que amo y honro, por sí misma y por vos. En una palabra: esa separación me ha afectado infinitamente.

No os hablaré de mis lágrimas, que son fruto de mi temperamento, pero habéis de creer, hija, que brotan de un corazón que os pertenece tan perfecta y exclusivamente que, por esa mera razón, tiene que resultaros valioso. Y creo que así es, y esa idea autoriza todos mis sentimientos.

Así pues, tras haberos perdido de vista, seguí con la filosofía de Corbinelli, que conoce muy bien el corazón humano como para no respetar mi dolor; dejó que me explayara y, como un buen amigo, no intentó estultamente acallarme. Fui a misa en Notre-Dame y luego volví a esta casa cuya vista, y los aposentos, y el jardín, y todo, y L’Épine [criado de los Grignan], y vuestros pobres enfermos [otros criados de los Grignan, que por problemas de salud se habían quedado en París], a los que he ido a ver, me han hecho sufrir algunas penas que vos ignoráis quizá, porque sois fuerte, pero que son duras para los débiles como yo.

Hemos examinado vuestras cuentas y comenzado algunos pagos; os rendiremos cuentas de todo. No he salido. Madame de Lavardin y madame de Moussy han forzado mi puerta. Intentaré ir mañana a ver a mademoiselle de Méri; hoy no he podido. Ardo en deseos de tener noticias vuestras y de saber si vuestro viaje ha sido largo, si ha sido tranquilo, si llegáis muy tarde, después de qué fatigas, de qué aventuras… Pero estos detalles se los pido a Montgobert [doncella], pues, por lo que a vos respecta, hija, no quiero contribuir a vuestro agotamiento: con una página estoy contenta. Esta discreción os bastará para juzgar a cuánto estoy dispuesta a renunciar por lo mucho que amo vuestra salud.

Abrazo todo lo que os rodea. Me parece que no dije nada a las mesdemoiselles de Grignan ni a su padre, pero ¿acaso podía? Y no poder decir nada ¿no era una forma de hablar? En verdad, hija, no comprendo cómo podré acostumbrarme a no veros más y a la soledad de esta casa. Estoy tan llena de vos, que no puedo soportar nada ni mirar nada. He de creer que el tiempo volverá a ponerme en condiciones de llevar una vida normal y corriente, pues sería insufrible tal como es ahora. Os abrazo, hija, con el mismo corazón y las mismas lágrimas de esta mañana.

¿Cómo va el resfriado del pobre pequeñín [se refiere a Louis-Provence, que tenía ocho años]? No dejo de pensar en todos vosotros.

El Buen Hombre os manda muchos recuerdos.

A MADAME DE GRIGNAN

París, lunes, 18 de septiembre de 1679

Esperaba con impaciencia vuestra carta, hija mía, y necesitaba saber el estado en el que estáis, pero me ha sido imposible leer todo lo que me decís sobre vuestras reflexiones y vuestro arrepentimiento respecto a mí sin echarme a llorar. Hija querida, ¿qué es eso de penitencia y de perdón? No veo sino todas vuestras cualidades, y mi corazón está hecho para vos de tal modo que, aunque sea sensible hasta el exceso a todo cuanto de vos procede, basta una palabra, un mimo, un gesto cariñoso, una caricia o una muestra de ternura para desarmare y curarme en un momento, como por un milagroso poder; entonces mi corazón recobra toda su ternura, que, sin disminuir, cambia sólo de nombre según los distintos movimientos que en mí suscita. Todo esto ya os lo he dicho varias veces, pero os lo digo una vez más, ya que es la pura verdad. Estoy convencida de que no queréis abusar de ello, pero es indudable: sois vos, siempre y sea cual fuere su forma, lo único que mueve mi alma; juzgad si me afecta sensiblemente lo que me habéis escrito.

¡Quiera Dios, hija mía, que os pueda volver a ver aquí en Carnavalet, no durante ocho días ni para hacer penitencia, sino para abrazaros y a las claras demostraros que sin vos no puedo ser feliz y que los disgustos que me causa el cariño que os tengo me complacen más que la falsa paz de una aburrida ausencia! Si abrierais un poco vuestro corazón, no seríais tan injusta. Por ejemplo, ¿no es un delito haber creído que querían expulsaros de mi corazón y haberme dicho cosas tan duras por ello? ¿Y cómo podría yo haber adivinado la causa de esos disgustos? Vos decís que estaban fundados, mas lo estaban sólo en vuestra imaginación, hija mía, y, guiándoos por esa idea, con vuestra conducta erais más capaz de provocar lo que temíais (suponiendo que tal cosa hubiera sido posible) que todo aquello que imaginabais que los demás me decían, pues lo hacían en otro tono, y, puesto que bien veíais que yo os seguía queriendo, ¿por qué obedecíais a vuestro pensamiento, tan injusto, y por qué en lugar de eso no intentasteis, por si hubiera sido de alguna utilidad, mostrarme que me amabais? Yo perdí mucho callándome. Fui digna de elogio por todo lo que creía preservar actuando de ese modo, y recuerdo que en un par de ocasiones me dijisteis por la noche palabras que entonces no comprendí en absoluto. No volváis, pues, a caer en semejantes injusticias; hablad, poned las cosas en claro: no es posible adivinarlas. No hagáis como decía el mariscal De Gramont: no dejéis vivir ni reír a personas a quienes han decapitado y no se han dado cuenta. Hay que hablar con personas razonables; es así como la gente se entiende; y la sinceridad siempre da buen resultado: el tiempo os convencerá quizá de esa verdad. No sé cómo me he enzarzado insensiblemente en este discurso; quizá no viene a cuento. […]

Adiós, mi queridísima y adorabilísima hija. Os juro que no puedo afrontar la perspectiva de vuestra ausencia. Es cierto que me habéis tratado injustamente algunas veces y seguiréis haciéndolo si olvidáis mis sentimientos hacia vos; pero debéis convenceros de que son verdaderos, y yo también me convenceré de la bondad y de la ternura que abriga por mí vuestro corazón.

Madame de La Fayette os abraza y os ruega conservar la nueva amistad que le habéis prometido.

A MADAME DE GRIGNAN

París, viernes, 20 de octubre de 1679

Pero ¿cómo?, ¿acaso pensáis escribirme larguísimas cartas sin decirme una palabra sobre vuestra salud? Pobre hija mía, ¿es que os burláis de mí? Para castigaros, os advierto que he hecho de este silencio el peor uso posible: he comprendido que os duelen las piernas mucho más que de costumbre, puesto que no me decís nada de ello, y que seguramente, si os hubierais encontrado un poco mejor, os habría faltado tiempo para decírmelo. Así es como he razonado. ¡Dios mío, qué feliz era cuando estaba tranquila porque gozabais de salud! ¿Cómo podía quejarme entonces, no teniendo la preocupación que tengo ahora? No es que, para mí, a quien tanto afectan los objetos y que amo a vuestra persona apasionadamente, no sea una gran desgracia nuestra separación, pero la circunstancia de vuestra delicada salud es tan sensible que borra la otra. Contadme ahora cómo os encontráis, pero con sinceridad. Ya os he dicho lo que sabía para vuestras piernas. Si no las tenéis bien abrigadas, nunca os curaréis. Cuando pienso en vuestras piernas desnudas, por la mañana, durante dos o tres horas mientras escribís, ¡Dios mío!, ¡hija, cuánto os perjudica! Ya veré si os preocupáis por mí. Yo me purgaré el jueves por amor a vos. Es verdad que el mes pasado no tomé más que una píldora; me sorprende que lo hayáis sentido. Os advierto que no tengo ninguna necesidad de purgarme: lo hago a causa de esa agua y para que no os preocupéis por mí. […]

Hablé con madame Lemoine [modista]. Me juró por Dios y todos los santos que fue madame Y… quien lo hizo y que sale perdiendo. Dice que vuestras mangas tienen la longitud de vuestras medidas; que la tela vos misma la elegisteis; que está disgustadísima de que no estéis contenta; que, si queréis devolverle las mangas, ella os dará una tela más fina y las hará a la longitud que ahora queréis. [En esa época, el cuerpo de un vestido era algo de mucho valor, que duraba años e incluso se heredaba; las mangas, en cambio, se cambiaban según la ocasión o la moda.] Os ruega que no estéis enfadada con ella tanto tiempo. Habló con patetismo y asegura no haber hecho nada mal, pero está dispuesta a rehacer todo lo que no os gusta. Os aconsejo, hija, que le toméis la palabra. Me sorprende el contratiempo que ha habido con estas pobres camisas; comprendo el disgusto.

Disgustos, hija, los tenéis por todos lados. No os priváis de ninguno. Vuestra desdicha convierte en prisioneros a los que os amamos; la muerte y la antipatía impiden que disfrutemos de vos. [Madame de Sévigné se refiere a la muerte del cardenal de Retz –cierto favor que el cardenal creía hacer a Corbinelli no ha sido posible por su fallecimiento– y a la ojeriza entre Retz y madame de Grignan, que hizo que éste no la incluyera en su testamento.] En fin, Dios así lo ha querido. He recibido una carta de muy, muy lejos [¿de Vardes, exiliado en Aigues-Mortes? Véase la carta del 26 de mayo de 1683], que os guardo; está escrita admirablemente y llena de gratitud hacia el pobre Corbinelli. Éste no necesita nada, ay; no pide nada. No se queja de nada; era yo quien estaba afectada. [Se refiere al mal trato dado por la condesa a Corbinelli, por quien sentía la misma aversión que por Retz.] Si él lo estaba, bien que lo ha disimulado; se consoló en el candor de su inocencia. En cuanto a mí, que no soy tan sensata, era justamente eso lo que me impacientaba; ¿acaso conseguí saber qué injusticia cometió, por más que os lo pregunté? En fin, querida, no hablemos más de eso ahora; lo hecho hecho está y superado está. Quizá un día volveremos a examinar a fondo este capítulo; es una de las cosas que más deseo. Estos últimos tiempos, ¡ay!, os portabais muy bien con Corbinelli; él no pide otra cosa. Está contento, y yo también. No hay ninguna reconciliación que hacer. Todo está bien. Podéis creerme, hija. No conozco ningún corazón más bondadoso que el suyo; lo conozco bien. Y, en cuanto a su ingenio, en tiempos os gustaba. Contempla con respeto la ternura que siento por vos; es un ideal que nos da a conocer hasta dónde puede llegar el corazón humano. Dista mucho de aconsejarme que me oponga a esa inclinación [el amor por su hija], pues conoce la fuerza de los consejos sobre semejantes temas. El giro en mi afecto por vos no es una obra de la filosofía ni de los razonamientos humanos; no intento en absoluto deshacerme de tan precioso cariño. Hija, si en el futuro me dais el trato que se da a una amiga, vuestro trato será encantador; yo rebosaré alegría y caminaré por nuevas sendas. Si vuestro temperamento, poco comunicativo, como decís, os impide aún otorgarme ese placer, no por ello os amaré menos. ¿No estáis contenta con lo que siento por vos? ¿Queréis más? Pero no seréis menos amada.

Hablábamos de vos el otro día, madame de La Fayette y yo, y coincidimos las dos en que no había otras dos personas en el mundo que se llevaran tan bien como vos y yo, excepto madame de Rohan y [su hija] madame de Soubise. ¿Y dónde se podría encontrar una hija que viva con su madre tan a gusto como vos conmigo? Hicimos un repaso de todas. En verdad, os hicimos justicia, y os habríais alegrado oír cuanto dijimos. Creo que madame de La Fayette está deseando ser útil a monsieur de Grignan; se toma mucho interés. [Madame de La Fayette estaba maniobrando para que el conde de Grignan obtuviera un cargo en París.] Estará al tanto sobre lo de los caballeros de la orden, y cualquier otra cosa que salga. […]

Madame de La Fayette toma caldos de víbora, que la dejan como nueva. A simple vista se nota cómo le dan fuerzas; dice que os vendrían de maravilla. Se coge la víbora, se le corta la cabeza, la cola, se abre, se la despelleja, y sigue moviéndose. Una hora, dos horas, y se la sigue viendo moverse. Se nos ocurrió comparar esos espíritus, tan difíciles de apaciguar, con las viejas pasiones, y sobre todo las de este barrio [se refiere a la de La Trousse por madame de Coulanges; ambos vivían en el mismo barrio que madame de Sévigné, el Marais]. ¿Qué no se hace para aplacarlas? La gente dice injurias, palabras desdeñosas, groserías, crueldades, multiplica las disputas, las quejas, los ataques de furor, pero siempre vuelven; no hay manera de que terminen. Cree uno que cuando les arranque el corazón, ya estará, que no volverán a molestarle. Pero ni hablar: ahí siguen, vivísimas y coleando. No sé si esta tontería os parecerá lo mismo que a nosotras, pero la encontramos divertida; se puede aplicar a menudo.

Qué acertados estuvimos enviándoos un cocinero el mismo día en que nos escribíais que podríais prescindir de él. ¡Eso es como todo lo demás! Sin embargo, habría sido un gasto menos, un gasto bastante considerable. No hay ningún gasto en el que no debáis pensar, sea pequeño o grande. Al menos, hija, no olvidéis despedir al de Lyon. Yo había pensado en Hébert, igual que vos. Es muy ordenado y meticuloso. Sabe escribir, es inteligente y fiel. Eso sí, lo considero un poco joven para dar órdenes a tantos criados.

Monsieur de Grignan tiene mucha suerte de amar a su familia. Si no fuera por eso, todavía seguiría sin mover un dedo, pues no tendría que luchar por nada. Pero pronto tendréis asuntos que resolver; si no me equivoco, vais a Lambesc. Debéis intentar, hija, cuidar la salud y vigilar los gastos, y pasarán los días. Yo que antes era tan avara con ellos, ahora los dejo pasar de cualquier manera [es decir, en ausencia de su hija no los disfruta].

Vuelvo a Livry hasta después de Todos los Santos: necesito otra vez esa soledad. No quiero llevarme allí a nadie. Leeré e intentaré hacer examen de conciencia. El invierno será aún bastante largo. No puedo acostumbrarme a no tener ya a mi hija querida, a no verla, a no pasar las horas con ella, a no ir a su encuentro, a no abrazarla. Esa ocupación hacía que mi vida fuera plena y feliz. No vivo sino para volver a recobrar un tiempo parecido.

Vuestra paloma [Charles de Sévigné; alusión a la fábula de La Fontaine Las dos palomas] está hecho un ermitaño en Les Rochers, paseándose por sus bosques. Ha hecho muy buen papel en los Estados [el parlamento de Bretaña, en el que Charles había participado por primera vez como representante de la nobleza]. Ansiaba enamorarse de una tal mademoiselle de La Coste. Hizo cuanto pudo para convencerse de que era un buen partido, pero no lo ha conseguido. En este asunto hay una costilla rota [es decir, el proyecto de boda no ha llegado a buen puerto]; en fin, una delicia todo. Se va a Bodégat y de allí a Buron [fincas pertenecientes a la familia Sévigné]. Volverá para la Navidad con monsieur d’Harouys y monsieur de Coulanges. Este último ha compuesto unas canciones preciosas; mesdemoiselles, ya os las enviaré. Había una tal mademoiselle Descartes, sobrina de vuestro padre [padre espiritual de la condesa, adepta a su filosofía], inteligente como él; escribe muy buenos versos. Mi hijo os habla, os apostrofa, os adora, no puede seguir viviendo sin su paloma; no hay nadie que no se deje engañar. Por mi parte, creo que su afecto es muy bueno, a condición de conocerlo bien. ¿Se le puede pedir más?

Adiós, hija querida y adorable. No quiero empezar con la cantinela de que os quiero, pues creo que terminaría siendo un engorro. Le envío recuerdos a monsieur de Grignan, a pesar de su silencio. Esta mañana he estado con monsieur de La Garde y el Caballero; siempre rodeada por personas de esa familia. Mesdemoiselles, ¿cómo estáis?, ¿qué se ha hecho de esa fiebre? Mi querido marquesito, me parece que vuestro cariño por mí ha disminuido considerablemente; ¿qué contesta? Pauline, mi querida Pauline, ¿dónde estáis, pobrecita mía?

François de La Rochefocauld (1613-1680), cuya muerte se nos narra en esta carta, pertenecía a una de las familias de mayor alcurnia del reino. Participó en la Fronda, resultó gravemente herido y se arruinó, tras lo cual se retiró a su castillo, donde redactó sus memorias. Luis XIV le permitió regresar a la corte, pero siempre lo miró con desconfianza. Fue amigo íntimo de madame de La Fayette. La principal obra que nos ha dejado son las famosas Máximas, que lo convierten en el arquetipo del «moralista» francés, un linaje de escritores que abarca desde Montaigne hasta Cioran, pasando por su contemporáneo La Bruyère, el autor de Los caracteres.

Madeleine Pioche de la Vergne, condesa de La Fayette (1634-1693) fue la mejor amiga de madame de Sévigné. Tuvo en la corte un papel mucho más brillante que ésta, pues era dama de honor de Ana de Austria. Se había casado con el conde de La Fayette, diecisiete años mayor que ella, en 1655; pero pasaban la mayor parte del tiempo separados, ella en París, él en sus tierras. Enviudó en 1663. Es autora de una de las obras literarias más importantes del siglo, La princesa de Clèves. A pesar del éxito de la novela, madame de La Fayette nunca quiso reconocer públicamente su autoría.

Jacques-Bénigne Bossuet (1627-1704), obispo de Condom, fue uno de los predicadores de la corte y preceptor del Delfín. Algunas de sus piezas oratorias han pasado a la historia literaria, en concreto, como ya dijimos, su oración fúnebre por la muerte de Henriette de Inglaterra.

Hacía muchos años que madame de Sévigné había renunciado a la corte: nunca había tenido allí un cargo ni tampoco había podido hacerse un lugar a través de su hija. Además, las personas que habrían podido promoverla –su primo De Bussy-Rabutin, su amigo Fouquet– cayeron en desgracia. Ella misma reconoce, en algún momento, su decepción. Pero todo eso pertenece al pasado: la marquesa ya no espera nada de la corte, por lo menos para sí misma, y sólo va allí de visita o para velar por los intereses de su yerno y su hija.

El príncipe heredero, el Delfín, acababa de casarse, el 28 de enero de 1680, con Mariana de Baviera, hermana de Maximiliano II, cuya llegada a la corte suscitaba mucha curiosidad. Se decía que era fea pero inteligente y culta. Como dijo un cortesano al rey, que todavía no la había visto: «Alteza, si pasáis por alto lo que se ve a primera vista, estaréis muy satisfecho». Madame de Sévigné hizo con tal motivo una de sus raras visitas a la corte.

Ya hemos hablado de madame de Maintenon. Cuando madame de Sévigné la menciona en la carta del 6 de febrero de 1671, se llamaba todavía madame Scarron y vivía apartada de la corte con los hijos del rey y madame de Montespan, llamados los bastardos. Cuando éstos fueron legitimados (lo que suscitó las iras de la antigua aristocracia: véanse las Memorias de Saint-Simon), madame Scarron se instaló con ellos en la corte, donde no dejó de ascender. Compró el castillo de Maintenon y cambió entonces su nombre, aunque rechazó el título de duquesa que el rey le ofrecía. En el entretanto, estrechó su amistad con el monarca, al tiempo que madame de Montespan cayó en desgracia al descubrirse su afición a la magia negra. Unos meses después de la fecha de esta carta, madame de Maintenon se convertiría en favorita «oficial», al serle atribuido, en Versalles, el aposento más próximo al del rey. Al cabo de tres años, en 1683, al morir la reina María Teresa, Luis XIV se casaría en secreto con ella.

A MADAME Y A MONSIEUR DE GRIGNAN

París, domingo, 17 de marzo de 1680

Aunque esta carta no saldrá hasta el miércoles, no puedo dejar de empezarla hoy para deciros, hija, que monsieur de La Rochefoucauld ha muerto esta noche. Comoquiera que no puedo quitarme de la cabeza ni esta desgracia ni la extrema aflicción de nuestra pobre amiga [madame de La Fayette], os tengo que hablar de ello. Ayer sábado el remedio del inglés había hecho maravillas; todas las esperanzas del viernes, sobre las que os escribí, habían aumentado. Cantábamos victoria; el pecho descongestionado, la cabeza despejada, menos fiebre, evacuaciones salutíferas; en ese estado, ayer a las seis de pronto se puso a morir: súbitamente aumentaron la fiebre, la opresión, los delirios. En una palabra: la gota lo estrangula a traición; y, aunque tenía mucha fuerza y las sangrías no lo habían abatido, bastaron cuatro o cinco horas para que sucumbiera; y a medianoche entregó el alma de la mano de monsieur de Condom [Bossuet]. Monsieur de Marsillac [su hijo] no se apartó de él ni un momento; ha muerto en sus brazos, en esa silla que vos conocéis. Le habló de Dios con valentía. Está sumido en una aflicción que no se puede describir; pero, hija, él volverá a la corte y al rey; toda su familia recobrará su lugar; en cambio ¿dónde encontrará madame de La Fayette un amigo como ése, una compañía como la suya, tales atenciones, tanta amistad, esa confianza, esa consideración hacia ella y hacia su hijo? Ella está frágil, está siempre metida en su habitación, no sale a la calle. Monsieur de La Rochefoucauld era también sedentario, y esa inclinación hizo que se necesitaran mutuamente. Nada podía compararse a la confianza y a los encantos de su amistad. Si lo pensáis bien, hija, veréis que es imposible sufrir una pérdida tan dolorosa y de la que el tiempo pueda consolar menos. Yo no me he separado de ella en todos estos días. Ella no tenía lugar en esa familia, por eso necesitaba aún más que se apiadaran de ella. Madame de Coulanges también se ha portado muy bien, y así seguiremos todavía algún tiempo, por mucho que nos duela tanta tristeza.

He aquí, pues, en qué circunstancias han llegado vuestras cartitas, tan gratas, y vuestra tarjeta, y una carta más, la respuesta a la primera de monsieur de Marsillac. He aquí su destino: hasta ahora no han sido admiradas más que por mí y por madame de Coulanges, que ha encontrado a las pequeñas De Arnoton muy divertidas, y la escena, muy galante. Monsieur de Grignan escribe de maravilla. Cuando el caballero regrese, quizá encuentre un momento para mostrar sus respetos en una misiva. Entretanto, habrá que escribir una de condolencias a monsieur de Marsillac. Éste aprecia la ternura de los niños y muestra que no sois la única que lo hará; pero, en verdad, no mucha gente seguirá vuestro ejemplo. Toda esa tristeza me ha despertado, mostrándome el horror de las separaciones. Tengo el corazón en un puño y más que nunca os pido de rodillas, con lágrimas en los ojos, que no sigáis posponiendo los remedios que monsieur de La Rouvière quiere que pongáis en práctica, y sin los cuales no podréis restableceros. Vos os conformáis con saberlos; hacéis provisiones; los tenéis en vuestra arqueta; y sin embargo vuestra sangre no se cura, el pecho os duele con frecuencia. Os basta con conocer los remedios, no queréis aplicarlos; y cuando lo queráis hacer, hija, vuestro padecimiento, ¡ay!, será excesivo. ¿Será posible que queráis darme ese dolor amargo y continuo? ¿Es que teméis curaros? ¿Monsieur de La Rouvière y monsieur de Grignan no gozan de ningún crédito ante vos? Y vos, monsieur de Grignan, ¿no sois cruel llevándoosla a Marsella, y quizá más lejos? ¿Podéis, sin temblar, hacerla ir de un lado a otro así con vos? Ya sabéis, ay, cuánto necesita el reposo: ¿cómo la exponéis a tales fatigas? En nombre de vuestro cariño, os suplico que me expliquéis vuestra conducta. ¿Acaso estáis perfectamente satisfecho de su salud y no le deseáis mejora alguna? ¡Quisiera Dios que no la necesitara! Antes me hablabais de esa salud que tanto preciabais, mas ya no me decís nada sobre ella, y veo que la sacáis de paseo. Sin embargo, hija, el coadjutor, a quien he visto un momento [acababa de regresar de Provenza], no me ha tranquilizado mucho: dice que seguís escribiendo y que a veces salís de ese gabinete tan exhausta que estáis irreconocible. ¡Por Dios! ¡Cuando pienso que os estáis matando para complacer a las personas que más os quieren del mundo, que darían su vida para salvar la vuestra! Y todo eso para escribir bagatelas, para responder a nuestras cartas; pero con eso me causáis la más cruel preocupación que se pueda albergar. Por mi parte, os declaro, hija, que me producís una extraña pena cuando me escribís más de una página. Vuestra última carta es demasiado larga, abusáis de vos y de mí, y en cuanto estáis un poco bien, hacéis todo lo que hay que hacer para recaer. Hija, detened esa pluma que avanza tan deprisa y con tanta facilidad: es un puñal. No la quiero ya más; me da horror el daño que os hace. El coadjutor me ha dicho que, si os cortaran el puño derecho, engordaríais [es decir, que gozaría de buena salud]. No perdáis el tiempo respondiendo a las misivas que os mandamos, no os profanéis, pues yo misma ya no las recuerdo en cuanto han partido.

Hija querida, perdonad la longitud de este párrafo: el coadjutor me ha preocupado, y estoy conmocionada por el dolor espantoso de perder lo que se ama. Ay, hija, tened piedad de mí.

Miércoles, 20 de marzo

Por fin es miércoles, hija. Monsieur de La Rochefoucauld sigue igual de muerto, y monsieur de Marsillac, igual de afligido y tan encerrado a cal y canto que no parece tener intención de salir de casa. Debido a su escasa salud, madame de La Fayette lleva muy mal semejante dolor: tiene fiebre; el tiempo no podrá borrar en ella el disgusto de esa privación; su vida está hecha de tal manera que no podrá olvidarlo un solo día. Tenéis que mandarme por lo menos algunas palabras para ella en lo que me escribáis; como siempre, os pido, hija, que no pase de una página.

Me preocupa vuestra salud y ese viaje que hacéis. No iréis a Berbería [África del Norte, destino habitual de los barcos que partían de Marsella, ciudad a la que se dirigía la condesa; en francés, Barbarie, de ahí el juego de palabras], pero bastante barbarie será si esa fatiga os perjudica. Es verdad, querida hija, que me estremezco sólo de pensar en los dos extremos de la tierra en los que estamos plantadas, más aún cuando yo me vaya a orillas del océano [a su castillo en Bretaña] y pueda ir a las Indias, como vos a África. Os aseguro que mi corazón no contempla ese alejamiento con tranquilidad, como vos decíais el otro día. Si supierais la consternación que me causa el menor retraso de vuestras cartas, comprenderíais fácilmente lo que voy a sufrir en ese maldito viaje. No he visto a nuestros grignans: están en Saint-Germain, y el Caballero, en su regimiento.

Quisieron llevarme a conocer a la Delfina: en verdad no tengo tanta prisa. Monsieur de Coulanges la ha visto: a primera vista es espantosa, como dice monsieur Sanguin, pero tiene tanto talento, mérito, bondad y unos modales tan encantadores que hay que admirarla:

Si hay que honrar a Cibeles, hay que amarla aún más [Verso de la ópera Atys, de Quinault y Lully.]

Todo el mundo comenta sus dichos, llenos de ingenio y sensatez.

El favor del que goza madame de Maintenon aumenta todos los días: tiene conversaciones infinitas con Su Majestad, que concede a la Delfina el tiempo que solía consagrar a madame de Montespan. Imaginaos el efecto que puede hacer semejante cambio. La Carroza Gris [apodo de mademoiselle de Fontanges] es de una belleza asombrosa. El otro día, en un baile, atravesó por el medio del salón para ir directa al rey, sin mirar ni a izquierda ni a derecha. Le dijeron que no había visto a la reina, y era cierto; le concedieron un asiento; y, a pesar del revuelo que armó, se dice que esa acción de una embebecida [en español en el original; ebria] gustó mucho: se podrían contar mil bagatelas sobre esto. Madame de Soubise [amante del rey, desterrada] no ha vuelto del campo; está en casa de monsieur de Luynes, a diez leguas de aquí; qué cosa tan triste. Vuestro hermano lo está mucho también en su guarnición; creo que el encuentro de vuestros espíritus animales [alusión, nuevamente, a una teoría cartesiana], aunque sean de la misma sangre, no hará que piense como vos. Vuestro discurso me ha parecido muy hermoso. Dudo que mi respuesta esté a la altura, pero da igual: comprenderéis muy bien lo que quiero decir. Me parece que estáis tan contenta por la fortuna de vuestros cuñados que ya no pensáis en la vuestra: os retiráis detrás del telón, hija. Ya os he escrito cuánto me apena esa actitud y lo injusta que me parece. Y ¿no os parece que todo odio es poco contra los abismos que provoca en vos semejante despreocupación por vuestros asuntos? [Tema frecuente: madame de Sévigné reprocha a su hija y yerno su falta de ambición y, en concreto, su alejamiento de la corte.] Os comportáis como si no fuerais nadie, mientras que lo sois todo para muchísimas personas, y nadie aquí vale lo que valéis vosotros dos.

Adiós, hijita querida. Nada puede distraerme de pensar en vos. Todo me remite a vos, y, si sintierais por mí el mismo afecto, estaríais aún más atenta a vuestra salud de lo que lo estáis. La mía es muy buena; Duchesne me ha dicho que continúe con la cuaresma hasta que sienta la sombra de la menor incomodidad. Cree que el agua de lino todas las mañanas, el té después de comer y llevar un régimen en la elección de la carne me harán bien. Por si acaso, tengo una dispensa [permiso para romper el ayuno], que usaré sin ningún escrúpulo, no os preocupéis, hijita. Confiad en mí.

¿No os extraña que Dios me haya quitado la distracción de hablar de vuestros intereses con monsieur de La Rochefoucauld, que tan amablemente se ocupaba de ellos? Así pues, habiendo perdido también a monsieur de Pomponne, no tengo el placer de creer que os pueda ser útil para nada. Nunca, desde que os fuisteis, había presenciado tantas cosas extraordinarias. Me he enterado de que el joven obispo de Évreaux [Louis de Grignan, hermano menor del conde, recién nombrado por el rey coadjutor del obispo de esa ciudad] es el favorito del anciano obispo, el cual ha escrito al rey para darle las gracias por haberle designado semejante sucesor. Corresponde a los Grignan hacer todo lo lo necesario por su casa, pero seguro que no se toman tanto interés como yo.

Dad un abrazo de mi parte a todos los que os rodean. Tengo muchas ganas de saber adónde va vuestra familia. El Buen Hombre piensa en vos. Va a romper la cuaresma por un resfriado. Me encantaría besar a Pauline y a mi nieto, y a mesdemoiselles de Grignan [hijas del primer matrimonio del conde], y a monsieur de Grignan; al final besaré a todo el mundo. Vi a monsieur de Vins [amigo] a su regreso y a mademoiselle de Méri [prima de madame de Sévigné, caprichosa y delicada de salud], que no está peor que de costumbre: con eso basta.

Como se verá, en esta carta madame de Sévigné narra una visita a la corte, en la que conoce a la Delfina y charla brevemente con madame de Maintenon. También discurre, como es habitual esos años, sobre la salud de su hija. Y, por último, habla de un tema relativamente raro en sus cartas: su hijo, Charles. Tras diez años en la corte y en la guerra, Charles, en vez de hacer realidad las ambiciones que su madre tiene para él, se muestra cada vez más inclinado a retirarse al castillo familiar en Les Rochers para llevar una vida oscura de hidalgo de provincias. Madame de Sévigné, que imaginaba para él un futuro en la corte, no oculta su desilusión y su despecho («Sus gustos son infames. Es eso lo que siempre me ha hecho creer que no nos quiere», le escribirá a su hija el 10 de agosto de ese año).

Charles había cumplido con valentía sus deberes militares, especialmente en la batalla de Mons (agosto de 1678), donde a su alrededor murieron cuarenta hombres. Pero no obtuvo por ello ninguna recompensa. Al volver a París, en febrero de 1680, estaba decidido a vender su cargo incluso por menos de lo que le había costado, con gran indignación de su madre (es el «negocio extravagante» al que alude), para quien la adquisición de dicho cargo había supuesto un sacrificio económico considerable (a eso se refiere cuando dice que no tiene que reprocharse haber preferido sus propios intereses a la fortuna de su hijo). Otro motivo de conflicto entre madre e hijo eran las perspectivas de matrimonio. Madame de Sévigné llevaba años buscando, sin resultado, un buen partido para su hijo. Y Charles había elegido por fin: quería casarse con Marguerite de Bréhant de Mauron, una señorita a la que madame de Sévigné consideraba del montón.

Charles terminará por conseguir todos sus propósitos: vender su cargo (en 1683, por dos tercios de la cantidad invertida en comprarlo), casarse con mademoiselle de Mauron (1684) y retirarse a sus tierras de Bretaña.

A MADAME DE GRIGNAN

París, viernes, 29 de marzo de 1680

Teníais toda la razón, hija, al decir que oiría hablar de la vida que ibais a hacer en ausencia de monsieur de Grignan y de sus hijas: es desde luego extraordinaria; habéis ingresado en un convento. Bien sabéis que no ingresa una en Sainte-Marie, sino en las Carmelitas. Os habéis enclaustrado, pues, en un convento, habéis dormido en una celda; supongo que habréis comido carne, aunque lo hayáis hecho en el refectorio; el médico que os trata no os habría dejado hacer locuras. Habéis evitado los recreos muy hábilmente. Ya no recuerdo si en vuestra celda hay chimenea. No me decís nada de la pequeña De Adhémar [Marie-Blanche, hija de madame de Grignan, enclaustrada]. ¿No le habéis permitido que quedara en un rincón mirándoos? ¡Pobre niña! Estaba muy contenta de aprovechar ese retiro.

Me habláis, hija querida, de vuestra salud con mucha ligereza. Me despacháis diciéndome que es buena. No me decís nada de vuestro cólico [menstruación]; os ruego que me digáis siempre la verdad y si os duele. Me gustaría hablar con monsieur de La Rouvière. No os ha disgustado el trato que he tenido con él; al contrario, me habláis de ello muy amablemente. Es ésta una palabra que me viene con frecuencia a la pluma: me gustaría poder aplicarla a la alta sociedad.

Allá estuve anteayer: en el centro del torbellino. Madame de Chaulnes me llevó por fin a la corte. Vi a la Delfina, cuya fealdad no es en absoluto chocante ni desagradable; no tiene un rostro agraciado, pero sí un talento extraordinario: no hace ni dice nada que no revele su gran ingenio. Tiene una mirada viva y penetrante, lo entiende fácilmente todo, se comporta con naturalidad y no se muestra más torpe ni más asombrada que si hubiera nacido en medio del Louvre. Muestra una suma gratitud al rey, pero sin bajeza: no como si no mereciera el lugar que ocupa, sino por haber sido elegida y distinguida entre toda Europa. Tiene un aspecto muy noble, además de una gran dignidad y bondad. Le gustan los versos, la música, la conversación. Disfruta estando cuatro o cinco horas en sus aposentos, apaciblemente, sin hacer nada; le sorprende que los cortesanos monten tanto alboroto para divertirse; ha cerrado la puerta a las burlas y a las murmuraciones. El otro día la duquesa de La Ferté quería contarle una anécdota, como un secreto, sobre esa pobre princesa Mariana [posiblemente, la joven esposa del príncipe de Conti, que había pasado de la adoración por su futuro marido al aborrecimiento después de la boda, sin que se supiera la causa], cuya desgracia merece respeto. La Delfina le dijo con un tono serio: «Madame, no soy curiosa», y de ese modo cierra la puerta, es decir la boca, a la maledicencia y al escarnio.

Mesdames de Richelieu, de Rochefort y de Maintenon me hicieron muchos cumplidos y me hablaron de vos. Madame de Maintenon, por casualidad, me hizo una breve visita de un cuarto de hora, en la que me contó mil cosas de la Delfina, y volvió a hablarme de vos, de vuestra salud, de vuestra inteligencia, de lo mucho que os apreciáis una a otra, de vuestra Provenza, con tantos pormenores como si tratara de la calle Tournelles [donde vivía]. Un torbellino me la arrebató: era madame de Soubise que volvía a la corte después de tres meses exactos. Venía del campo. Ha estado completamente recluida durante su retiro; no ha vivido hasta el día de su regreso. La reina y todo el mundo la recibieron muy bien. El rey le hizo una gran reverencia, y ella reaccionó con muy buena cara a cada uno de los diversos elogios que le hacían por todos lados.

El duque [de Marsillac, hijo de La Rochefoucauld] me habló mucho de monsieur de La Rochefoucauld, y aún se le llenaban los ojos de lágrimas. Hubo una escena muy viva entre él y madame de La Fayette la noche en que ese pobre estaba agonizando; nunca vi tantas lágrimas ni un dolor más tierno y verdadero: era imposible no estar como ellos. Decían cosas que partían el corazón. Nunca olvidaré esa noche. ¡Ay!, hija, sois la única persona que aún no me ha hablado de esta pérdida; es en trances semejantes cuando percibimos aún más esta horrible distancia. Me enviáis billetes y recuerdos para él, mas no querréis que los lleve todavía. Monsieur de Marsillac recibirá las cartas de monsieur de Grignan andando el tiempo. Jamás se ha visto una aflicción tan viva. Aún no se ha atrevido a ver a madame de La Fayette. Cuando los demás familiares fueron a visitarla, recobró sus fuerzas de un modo extraño. El duque me hablaba tristemente de todo ello.

Después de almorzar oímos el sermón de Bourdaloue, que golpea a diestro y siniestro, diciendo verdades a rienda suelta, hablando contra el adulterio sin dejar títere con cabeza: sálvese quien pueda, él sigue su camino. El regreso a París fue muy agradable. Madame de Guénégaud estaba con nosotros; no se había movido de casa de monsieur Colbert [ministro]; madame de Kerman también vino: les aseguré que, como no fuera para conocer a una Delfina, a mi edad y sin ningún asunto entre manos a mí no se me ha perdido nada en esa santa casa [la corte].

Ayer madame de Vins vino amablemente a comer a casa: quería que le hablara de mi viaje. Hablamos de vos largo y tendido. En verdad os quiere mucho. Charló un buen rato con Corbinelli y La Mousse; la conversación fue sublime y entretenida; Bussy no estropeó nada. Fuimos a hacer algunas visitas, y luego la acompañé a su casa. Vi a mademoiselle de Méri, que no quiere ni oír hablar de prorrogar su alquiler; la emprende contra el abad, que dice que creía que madame de Lassay estaba de acuerdo con todo; se defiende muy bien y sostiene que esa vivienda es muy bonita: es una nueva tribulación. Intentaremos emplear la retórica de Corbinelli para que monsieur y madame de La Vanière cedan; se alojará aquí cuando quiera, convencida de que os parecerá bien.

No estáis en condiciones de contemplar vuestro regreso, estáis todavía demasiado derrotada por el pájaro [desanimada; expresión usada en las monterías], como decía el abad en el revesino [juego de cartas]. Hija, espero que, después de algunos meses de reposo en Grignan, cambiaréis de opinión y no se os vuelva a ocurrir pasar otro invierno allí.

No sé de dónde habéis sacado eso de que pagué al Caballero con ese dinero. No he oído decir que le debierais nada; fue monsieur de Coulanges quien le pagó nueve luises. Yo tengo siempre en el cajón dieciséis pistolas [un tipo de moneda] de oro y veintiséis escudos. Suman casi doscientas cincuenta libras, lo suficiente para poner algo más que la primera piedra de vuestros aposentos. Se puede hacer el gabinete en ese guardarropa, y el guardarropa en la antecámara, retirado como lo deseáis. Será cosa de quince días, y no esperamos más que vuestras órdenes. No olvidéis enviar los poderes [para cobrar la pensión del conde] al obispo de Évreux, así como la mejoría al Buen Hombre [su tío, el abad de Coulanges], para así contar con monsieur Chapin. ¡Dios mío, hija querida, cuánto me gustaría hacer algún negocio para vos! Hay mujeres llenas de remilgos que los hacen con una facilidad que me encoleriza.

El Caballero le enseñará a Fagon la carta de La Rouvière; creo que son de la misma opinión. Hija, ¿no tenéis que tomar nada más que esa tisana? ¿Es con ese remedio tan ligero con lo que espera curaros la sangre? Sea como fuere, aplicaos con ganas y esmero a vuestra curación; no abuséis de vuestro pecho, que está muy afectado por el trastorno que esa sangre provoca. Podéis pensar, hija, que esta preocupación se ha convertido en la más sensible y grande que pueda yo tener en mi vida; todo palidece ante este íntimo sentimiento. No podéis imaginaros, por muy buena opinión que tengáis de mí, hasta qué punto me sois preciosa. Conservadme pues a esa persona a la que amo de un modo tan absoluto. Me cuido porque así lo queréis; el agua de cerezas, el agua de lino y la limonada me han curado completamente la nefritis.

En cuanto a mi hijo, es verdad que hago de tripas corazón. Le digo y le repito todos mis pensamientos; le escribo cartas que creo que son magníficas y, cuanto más fundamento mis razones, más persevera él en las suyas, con una voluntad tan decidida que comprendo que eso es lo que se llama querer eficazmente. El ardor del deseo que lo anima es tal que ninguna prudencia humana puede resistirse. No tengo que reprocharme haber preferido mis intereses a su fortuna, pues éstos no son otros que verlo encauzar gustosamente su vida por la senda que, desde hace tanto tiempo, le he marcado. Se equivoca en todos sus razonamientos, lo ve todo al revés. He intentado enderezarlo con razones rectas y verdaderas que respaldan todos nuestros amigos. Y por último le he dicho: «Pero ¿no desconfiáis cuando veis que sólo vos pensáis una cosa que todo el mundo desaprueba?». En lugar de dar una respuesta razonada, reacciona con tozudez, y siempre acabamos diciendo que, por lo menos, no cierre ningún trato descabellado.

Adiós, preciosa mía. No sé qué tal estáis, temo vuestro viaje, temo Salon, temo Grignan; temo todo lo que pueda haceros daño y, por esta razón, os suplico que me escribáis mucho menos, pues os olvidáis de vos y volveréis a caer enferma de agotamiento por vuestros excesos. Y ¿para quién os pido esto? Siempre vuelvo a lo mismo: para personas que darían su vida por la vuestra. ¡Por Dios, cuando pienso que es precisamente por nuestro bien por lo que os ponéis en condiciones de darnos mortales preocupaciones! Os abrazo tiernamente, hija. Saludo respetuosamente a todos los caballeros y damas de Sainte-Baume. El buen abad piensa en vos. Os enviaremos vuestro péndulo. Tenemos dinero; os rendiremos cuentas, sin perjuicio del que tenemos en el cajón. Aquí llega el coadjutor.

DE CHARLES DE SÉVIGNÉ

He pasado épocas peores, pero no os creeríais cómo pasa el tiempo: mucho lo lamento. Querida hermanita, querida enemiga, os pido que sigáis siendo indiferente.

En el verano de 1680 la hija mayor del conde de Grignan, Louise-Catherine, declara su deseo de hacerse monja. Para madame de Sévigné es una noticia doblemente buena: por una parte, al entrar en el convento, Louise-Catherine renunciará a sus bienes, liberando al conde de la mitad de la enorme deuda que tiene con ambas hermanas por la herencia de su madre. Pero, sobre todo, los Grignan, reunidos en consejo de familia, han decidido que la condesa acompañe a la joven a París para convencer a sus parientes maternos de la sinceridad de esa vocación. El viaje tenía también otros propósitos: encontrar un buen partido para la otra hermana, resolver un pleito y permitir que Louis-Provence, que acompañaría a su madre, estudiara en la capital.

El 30 de octubre de 1680 madame de Grignan llega a París. Su estancia se prolongaría más de lo previsto. Las negociaciones para casar a la hija pequeña del conde de Grignan con el vizconde de Polignac no fueron fáciles: terminaron fracasando debido a las pretensiones de Montausier, el tío materno de la muchacha. En cuanto a la hermana mayor, resultó más sencillo de lo esperado convencer a la familia materna de que su vocación era auténtica (y no una maniobra de los Grignan); pero, a última hora, la condesa tuvo que quedarse en París por otro asunto: el pleito que les había puesto un noble, Guichard de Aiguebonne, que afirmaba ser el legítimo propietario de las tierras del conde. En total, madame de Grignan permanecerá en París ocho años. Lógicamente, es un período en el que no hay correspondencia entre ambas, excepto durante una temporada que madame de Sévigné pasa en Les Rochers (1684-1685). Por ello las cartas que reproducimos a continuación están dirigidas a otros corresponsales.

En estos años madame de Sévigné se ocupa de su hijo, como veremos, más de lo que se había ocupado hasta entonces. Por lo demás, en 1685, pide su mano un duque, Louis-Charles-Albert de Luynes, viudo, de 65 años. La boda habría ofrecido a madame de Sévigné cierta seguridad financiera, un puesto en la corte y el codiciado taburete (título de duquesa), pero ella no aceptó. No conocemos sus motivos: no se conserva la carta en la que se los explicaba a madame de La Fayette.

En 1687 muere su tío y administrador, el abad de Coulanges, que vivía con ella.


El destierro era uno de los medios que empleaba Luis XIV para desembarazarse de los cortesanos que le parecían peligrosos o simplemente incómodos. Bastaba al rey una orden verbal para alejar de ese modo a un duelista, un sodomita, un insolente…

El marqués de Vardes, de quien madame de Sévigné nos cuenta aquí el regreso tras un largo destierro, había sido, por sus hazañas militares y amorosas, un verdadero héroe en la corte de Ana de Austria (viuda de Luis XIII, madre de Luis XIV y regente durante la minoría de éste). Pero en 1662, escribió una carta anónima a la joven reina, la ingenua María Teresa, revelándole los amoríos de Luis XIV con Louise de la Vallière (con quien tendría tres hijos). Sin embargo, la carta no llegó a manos de María Teresa, sino a las de Luis XIV. Vardes fue encarcelado y posteriormente desterrado a sus propiedades de Aigues-Mortes, cerca de Montpellier. Sólo al cabo de diecinueve años fue autorizado a volver a la corte, donde su indumentaria y modales pasados de moda lo convirtieron en el hazmerreír de los jóvenes.

El destinatario de la carta conocía bien a Vardes, pues era el presidente del Tribunal de Cuentas de Montpellier.

AL PRESIDENTE DE MOULCEAU

París, 26 de mayo de 1683

¿No habéis quedado muy sorprendido, monsieur, de ver cómo se os escurría de entre las manos monsieur de Vardes, al que teníais retenido desde hacía diecinueve años? Éste es el tiempo que nuestra Providencia fijó: en verdad ya nadie pensaba en él, parecía olvidado y que hubiera sido sacrificado a modo de ejemplo. El rey, que piensa y que lo ordena todo en su cabeza, declaró un buen día que monsieur de Vardes estaría en la corte al cabo de dos o tres días. Contó que le había enviado una carta por correo, que había querido sorprenderlo y que hacía más de seis meses que nadie le había hablado de él. Su Majestad se quedó contento: quería asombrar, y a todos asombró. Jamás una noticia había causado semejante impresión ni tanto ruido como ésa. Llegó, pues, el sábado por la mañana con esa calma que es única en su especie y un viejo jubón como se usaba en 1663. Hincó la rodilla en la habitación del rey, donde no estaba más que monsieur de Châteauneuf. El rey le dijo que, mientras su corazón estuvo dolido, no lo llamó, pero que ahora lo recibía de buen grado y se alegraba de volver a verlo. Monsieur de Vardes respondió perfectamente bien y se mostró conmovido, y esa facilidad para las lágrimas que Dios le ha dado produjo su efecto en esta ocasión. Después de estas primeras palabras, el rey mandó llamar al Delfín y lo presentó como un joven cortesano. Monsieur de Vardes lo reconoció y le saludó. El rey le dijo riendo: «Vardes, qué tontería, bien sabéis que en mi presencia no se saluda a nadie». Vardes, en el mismo tono: «Su Alteza, ya no sé nada, lo he olvidado todo, Su Majestad tendrá que perdonarme hasta treinta tonterías». «De acuerdo –contestó el rey–, quedan veintinueve». Después el rey se burló de su jubón. Monsieur de Vardes le dijo: «Señor, cuando alguien es lo bastante miserable como para estar alejado de Su Alteza, no sólo es un desgraciado, sino ridículo». Todo esto lo dijeron con un tono desenfadado y cordial.

Todos los cortesanos lo han tratado a las mil maravillas. Un día vino a París y vino a verme. Yo había salido para ir a su casa; vio a mi hija y a mi hijo, y yo fui a visitarlo a su casa por la tarde: fue una verdadera alegría. Le hablé de nuestro amigo [Corbinelli]. «¡Cómo, madame! ¡Mi maestro!, ¡mi amigo íntimo!, ¡el hombre del mundo a quien más le debo! ¿Podéis dudar de que lo amo con todo mi corazón?». Eso me gustó mucho. Se aloja en casa de su hija, en Versalles. La corte parte hoy, creo que él regresará para reunirse con el rey en Auxerre, pues todos sus amigos piensan que le conviene hacer el viaje, durante el que ciertamente hará bien la corte prodigando alabanzas con mucha naturalidad sobre tres cositas: las tropas, las fortificaciones y las conquistas de Su Majestad.

Quizá nuestro amigo os cuente todo esto, y mi carta no será más que un miserable eco. Pero, por si acaso, he abordado todos estos pormenores, ya que a mí me gustaría que me los detallaran en una ocasión semejante y me figuro que a vos también, mi querido monsieur; me suelo equivocar con otras personas, pero nunca con vos. Dicen que monsieur de Noailles, vuestro digno y generoso amigo, ha prestado buenos servicios a monsieur de Vardes. Es tan generoso que nadie lo puede poner en duda. Ha llegado monsieur de Cauvisson, lo cual debe romper o concluir nuestra boda [la de una de las hijas de monsieur de Grignan]. La verdad es que estoy cansada de esta carta tan larga; no estoy de humor para hablar bien todo el rato de monsieur de Vardes y nada más que de monsieur de Vardes: es la nueva comidilla de todo el mundo.

A CHARLES DE SÉVIGNÉ

París, 5 de agosto de 1684

Mientras espero vuestras cartas, os tengo que contar un suculento chisme. Lamentabais no haberos casado con mademoiselle de Garaud; entre vuestras desgracias contabais haber dejado pasar esa oportunidad; vuestras mejores amigas se rebelaban contra vuestra buena suerte; pero fueron [según vos] madame de Lavardin y madame de La Fayette quienes malograron vuestros planes. ¡Una joven de alcurnia, de buena presencia, con cien mil escudos! ¿No será que estáis destinado a no situaros jamás y a terminar la vida como un miserable para no aprovechar un partido tan considerable cuando está en nuestras manos?

El marqués de Alègre no tuvo tantas manías, y ya tenemos a nuestra amiga bien colocada. Muy mala suerte hay que tener para haber dejado escapar tan buena boda. Mirad la vida que lleva: es una santa, el ejemplo de todas las mujeres. Es verdad, mi querido hijo, que hasta vuestra boda con mademoiselle de Mauron estabais dispuesto a ahorcaros; creíais que era lo mejor que podíais hacer, pero esperemos el final. Aquellas hermosas propensiones que había mostrado en su juventud, y que hicieron que madame de La Fayette dijera que ni por sombra la querría para su hijo, se habían vuelto felizmente hacia Dios: Dios era su amante, el objeto de su amor; todo confluía en esa única pasión. Mas, comoquiera que esta criatura no tiene término medio, su cabeza no pudo soportar el exceso de celo y de ardiente caridad que la poseía y, para satisfacer ese corazón de Magdalena, quiso aprovechar los buenos ejemplos y las buenas lecturas de Las vidas de los santos Padres del Desierto y de las santas penitentes. Ha querido ser el Don Quijote de esas admirables historias. Hace quince días partió de su casa a las cuatro de la madrugada con cinco o seis pistolas [dinero] y un lacayo jovencito. En el arrabal encontró un coche de punto; se subió y se fue a Ruán ella sola, afligida y alterada por miedo a encontrarse a algún conocido. Llegó a Ruán, negoció un pasaje en un barco que iba a las Indias, pues allí es donde Dios la llama, donde quiere hacer penitencia, donde ha visto, en el mapa, los lugares que la invitan a terminar su vida vistiendo el saco bendito [hábito de penitencia] y haciendo que le pongan la ceniza [antiguo modo de hacer penitencia], es allá donde el abad Zosime [ermitaño del siglo VI, que según Las Vidas de los Santos Padres del Desierto y de las santas penitentes iba una vez al año a dar la comunión a santa María Egipcíaca al borde del Jordán] irá a darle la comunión cuando se muera. Está contenta con su resolución, ve clarísimo que es exactamente eso lo que Dios le pide. Al chiquillo que la acompaña lo ha mandado volver a su pueblo y aguarda con impaciencia que el barco zarpe; su ángel de la guarda tendrá que consolarla por los continuos retrasos en su partida. Ha olvidado santamente a su marido, a su hija, a su padre y a toda su familia. Dice a todas horas:

¡Ten valor, corazón! Nada de humanas flaquezas

Parece que se cumplieron sus deseos: ya se acercaba el bienaventurado instante que la separaría para siempre de nuestro continente. Siguió la ley del Evangelio y lo dejó todo para seguir a Jesucristo. Mientras tanto, sin embargo, en su casa se dieron cuenta de que no había vuelto para almorzar y fueron a las iglesias cercanas, mas allí no estaba. Creyeron que volvería para cenar, pero siguieron sin noticias. Empezaron a preocuparse, preguntaron a sus criados, nadie sabía nada. Llevaba consigo a un lacayo, así que seguramente se hubiera ido a Port-Royal des Champs [convento a las afueras de París], pero allí no estaba, ¿dónde se habría metido? Corrieron a casa del cura de Saint-Jacques du Haut-Pas; el cura dijo que hacía tiempo que que ya no era el guía espiritual de madame y que, viéndola llena de pensamientos extraordinarios y de deseos inmoderados de soledad, como él era un hombre sencillo y sincero, no quiso entrometerse en su conducta. Ya no sabían a quién recurrir: un día, dos, tres, seis días. Mandaron buscarla en algunos puertos de mar y, por una extraña casualidad, la encontraron en Ruán a punto de irse a Dieppe, y desde allí, al fin del mundo. La cogieron, se la llevaron a casa como Dios manda; y ella, sin saber dónde meterse:

Yo iba… yo estaba… el amor tiene sobre mí tanto ascendiente… [Verso de Venceslas, Jean de Rotrou]

Una confidente reveló sus propósitos. La familia estaba afligida y quiso ocultarle esa locura al marido, que no estaba en París y que preferiría una aventura galante antes que semejante disparate. La madre del marido lloró con madame de Lavardin, que se desternillaba de risa, y que le dijo a mi hija: «¿Me perdonáis haber impedido que vuestro hermano se casara con esa infanta?». Asimismo, le contaron esta trágica historia a madame de La Fayette, quien me la ha repetido complacida y me ruega que os pregunte si estáis todavía enfadado con ella. Sostiene que uno no puede arrepentirse jamás de no haberse casado con una loca. Nadie se atreve a hablar de ello con mademoiselle de Grignan, amiga suya, que murmura algo sobre una peregrinación y se encierra, para dar el asunto por zanjado, en un profundo mutismo. ¿Qué me decís de este pequeño relato? ¿No estáis contento?

Adiós, hijo. Monsieur de Schomberg marcha hacia Alemania con veinticinco mil hombres para acelerar la firma del Emperador [del tratado de Ratisbona, que se rubricaría el 15 de agosto]. La Gazette os contará el resto.

Charles no había tenido hijos en su matrimonio, probablemente a causa de una enfermedad venérea (de la que su madre decía que, dentro de la desgracia, era un consuelo saber que se la había contagiado toda una duquesa…). El futuro de la familia pasaba pues por el único nieto varón, el hijo de los condes de Grignan, Louis-Provence. Durante la estancia de madame de Grignan en París, Louis-Provence había estudiado, probablemente en los jesuitas, y había sido presentado en la corte; los Grignan esperaban que el rey le permitiera heredar el cargo de su padre (esperanza que jamás se cumplió).

A los diecisiete años, Louis-Provence parte como voluntario a la guerra. Era la primera campaña dirigida por el Delfín. Toda la juventud de la corte lo acompañaba, y el joven heredero de los Grignan no podía ser menos. Iban a asediar Philippsburg, plaza fuerte de la orilla derecha del Rin cedida al Imperio por el tratado de Nimega (1679), que Luis XIV quería conquistar para demostrar al Imperio la potencia militar francesa y, en concreto, atemorizar a Guillermo de Orange, que preparaba una expedición a Inglaterra para suplantar en el trono a Jacobo II (como en efecto hizo en febrero de 1689). La condesa había vuelto ya a Provenza. Es madame de Sévigné quien la mantiene informada de los avatares de la guerra.

A MADAME DE GRIGNAN

París, día de Todos los Santos, nueve de la noche, 1688

Han tomado Philippsburg, querida hija. Vuestro hijo está sano y salvo. No me queda más que darle vueltas a esta frase, pues no quiero cambiar de discurso. Sabréis pues por esta carta que vuestro hijo está sano y salvo y que han tomado Philippsburg. Acaba de llegar un correo a casa de monsieur de Villacerf. Dice que el enviado de Monseñor [el Delfín] llegó a Fontainebleau [palacio donde se hallaba la corte] mientras el Padre Gaillard predicaba, a quien interrumpieron y, a continuación, dieron gracias a Dios por un éxito tan feliz y una conquista tan espléndida. No se conoce ningún detalle, salvo que no ha habido asalto y que monsieur du Plessis decía la verdad al afirmar que el gobernador mandó construir unos carros para llevar su equipaje. Respirad, pues, hija querida. Ante todo, dad gracias a Dios. No se habla de otro asedio, así que disfrutad del placer de que vuestro hijo haya visto el de Philippsburg. La fecha es magnífica, y es la primera campaña del Delfín: ¿no os angustiaríais si fuese el único de su edad que no hubiera estado presente en tamaña ocasión mientras todos los demás se hacían los entendidos? ¡Ay, Dios mío!, no hablemos de eso: todo ha salido a pedir de boca. Mi querido conde, es a vos a quien hay que dar las gracias: me congratulo de la alegría que sin duda sentís; transmitid mi enhorabuena a nuestro coadjutor. Dicho todo esto, ya podéis sentir alivio de la gran preocupación que os acuciaba. Así pues, desacansad, queridísima hija, palabra que podéis descansar. Si estáis ávida de angustias, como solíamos deciros, buscad otras, pues Dios os ha preservado a vuestro querido hijo: estamos exultantes, y os abrazo en esta alegría con una ternura de la que creo que no dudáis.

La que sigue es una de las más famosas cartas de madame de Sévigné. Es uno de los poquísimos estrenos teatrales a los que asiste: se trata de Esther, de Racine. Autor de celebradas tragedias (Andrómaca, Britannicus, Fedra…) y uno de los historiadores oficiales del rey (Boileau era el otro), Racine, al igual que muchos grandes personajes de la época, se había «convertido», es decir, había pasado de una religión puramente convencional a la fe interior: según la tan citada frase de madame de Sévigné «ama a Dios como antes a sus queridas».

Esther es una tragedia bíblica. El lugar donde se representa es Saint-Cyr, una institución para la educación de niñas nobles sin fortuna fundada por madame de Maintenon (su vocación era la enseñanza e hizo mucho por que progresara la de las mujeres, tan descuidada entonces).

No nos resistimos, a la vista del orgullo que extrae madame de Sévigné de las banales cortesías del rey, a evocar un episodio maliciosamente rememorado (o inventado) por De Bussy-Rabutin: «Una noche en que el rey acababa de invitarla a bailar, al volver a su asiento, que estaba junto al mío, exclamó: “Hay que reconocer que el rey tiene grandes cualidades. Creo que oscurecerá la gloria de sus antecesores”. Viendo el motivo por el que le dirigía tales alabanzas, no pude evitar reírme en sus narices y contestarle: “Eso está fuera de toda duda, madame, después de lo que acaba de hacer por vos.”».

A MADAME DE GRIGNAN

París, lunes, 21 de febrero de 1689

Es verdad, mi querida hija, que estamos muy cruelmente separadas una de otra: aco fa trembla [algo que me hace temblar]. Estaría bueno que, además, hubiera yo añadido a esa distancia el camino desde aquí a Les Rochers o a Rennes. Pero eso no ocurrirá tan pronto: madame de Chaulnes quiere resolver varios asuntos pendientes, y sólo temo que se vaya demasiado tarde, dado mi propósito de regresar el invierno siguiente por varias razones, de las cuales la primera es que estoy convencida de que monsieur de Grignan estará obligado a volver por su caballería, y que para vos no habrá mejor ocasión que ésa para alejaros de vuestro castillo, que está manga por hombro [estaba en obras] y es inhabitable, y venir a hacer un poco la corte con el Caballero de la orden, que no lo será sino en ese momento [Joseph-Adhémar de Grignan tomó el título de Caballero tras la muerte de su hermano Charles-Philippe].

El otro día hice yo la corte en Saint-Cyr, con mayor deleite del que había imaginado. Fuimos el abad, madame de Coulanges, madame de Bagnols, el abad Têtu y yo. Vimos que nos habían guardado el sitio. Un oficial le dijo a madame de Coulanges que madame de Maintenon había mandado guardar un asiento junto al suyo: ya veis qué honor. «En cuanto a vos, madame –me dijo– podéis elegir.» Me puse con madame de Bagnols en el segundo banco detrás de las duquesas. El mariscal De Bellfonds vino a sentarse, por voluntad propia, a mi derecha, y delante estaban las señoras De Auvergne, De Coislin, De Sully. El mariscal y yo escuchamos esa tragedia con una atención que no pasó desapercibida, y murmurando, en los momentos oportunos, ciertos elogios, que quizá no habrían podido salir de debajo de los peinados llenos de lazos de todas aquellas damas. No puedo deciros hasta qué punto es deliciosa esa obra. No es fácil de representar y jamás será imitada: lo que tiene es una relación entre la música, lo versos, los cantos y los personajes tan perfecta y completa que no deja nada que desear; las niñas que hacen de reyes y otros personajes parecen hechas expresamente para el papel; concita la atención del público y el único pesar es ver que una obra tan grata llegará a su fin. Todo en ella es sencillo, inocente, sublime y conmovedor. Su fidelidad a la historia sagrada impone respeto; todos los cantos se adaptan a las letras, que están sacadas de los Salmos o de la Sabiduría, e insertados así en la obra son de tal belleza que es imposible contener las lágrimas. La gente le da su beneplácito por el buen gusto de la obra y el modo en que capta la atención. A mí me hechizó, y también al mariscal, que se levantó de su sitio para ir a decir al rey lo muy contento que estaba y que se hallaba con una dama que era muy digna de haber visto Esther. El rey se acercó adonde estábamos y, volviéndose hacia mí, me dijo: «Madame, estoy seguro de que habéis quedado contenta». Yo, sin asombrarme respondí: «Su Alteza, me ha encantado; lo que siento está más allá de las palabras». El rey me dijo: «Racine tiene mucho talento». Yo le contesté: «Su Alteza, tiene mucho; pero en verdad lo mismo puede decirse de esas jovencitas: se meten en la piel de sus personajes como si nunca hubieran hecho otra cosa». Él me dijo: «Ah, eso, desde luego, es verdad». Y después Su Majestad se fue y me dejó a merced de la envidia; puesto que prácticamente yo era la única recién llegada, no le desagradó ver mi sincera admiración, sin ruido ni aspavientos. El príncipe y la princesa vinieron a decirme algunas palabras. Madame de Maintenon pasó como un relámpago: se iba con el rey. Respondí a todo, pues estaba de suerte. Por la noche volvimos con antorchas. Cené con madame de Coulanges, a quien el monarca también había hablado con una expresión de encontrarse a gusto que le prestaba una dulzura de lo más amable. Por la noche vi al Caballero y le conté con toda ingenuidad mis pequeñas alegrías, no queriendo andar con tapujos sin saber por qué, como lo hacen ciertas personas. Se fue contento, y ya está, ya se lo he contado. Estoy segura de que no ha encontrado en mí ni una necia vanidad ni un entusiasmo de burguesa [es decir, no acostumbrada a tratar con la realeza]: preguntádselo. Monsieur de Meaux [otro título de Bossuet] me habló mucho de vos; el príncipe, también. Sentí que no estuvierais presente. Pero ¿cómo habría podido ser, mi querida niña?, no se puede estar en todas partes. Estabais en vuestra ópera de Marsella; como Atys no sólo es sumamente feliz [cita de la ópera homónima de Lully], sino sumamente encantador, es imposible que os hayáis aburrido. Pauline se habrá quedado sorprendida ante el espectáculo: no tiene derecho a desear otro más perfecto. Guardo un recuerdo tan grato de Marsella que estoy segura de que no habéis podido aburriros, y apuesto a que allí encontráis más distracción que en Aix. Pero ese mismo sábado, después de esa bella Esther, el rey se enteró de la muerte de la joven reina de España, en dos días, con grandes vómitos; me huele a chamusquina. [María Luisa de Orleans, esposa de Carlos II, era hija de Monsieur, el hermano de Luis XIV. Madame de Sévigné insinúa que pudo haber sido envenenada.] Su Majestad se lo dijo a Monsieur al día siguiente; es decir, ayer. Madame sufrió unos dolores atroces y se quejaba a voz en grito. El rey salió de sus aposentos llorando.

Llegan buenas noticias desde Inglaterra: no sólo el príncipe de Orange no ha sido elegido ni rey ni protector, sino que se le ha dado a entender que él y sus tropas no tienen más que volver por donde vinieron, lo cual nos ahorrará muchos quebraderos de cabeza. Si las cosas siguen así, nuestra Bretaña estará menos agitada, y mi hijo se evitará el disgusto de tener que acaudillar la nobleza del vizcondado de Rennes y de la baronía de Vitré: lo han elegido contra su voluntad para encabezarlos. Otro estaría encantado de semejante honor; para él, en cambio, ha sido una contrariedad, pues no le gusta esa manera de hacer la guerra.

Vuestro hijo fue a Versalles para divertirse aprovechando el fin de la Cuaresma; pero se ha encontrado con el dolor de la reina de España y habría regresado si no fuera que su tío va a ir a buscarlo. Qué carnaval tan triste y qué gran duelo. Ayer cenamos en casa del Civil [Le Camus, lugarteniente civil] la duquesa de Lude, madame de Coulanges, madame de Saint-Germain, el Caballero de Grignan, monsieur de Troyes, Corbinelli: lo pasamos muy bien; hablamos de vos con mucho cariño y estima, y lamentamos vuestra ausencia; en una palabra: un recuerdo muy vivo; ya vendréis para renovarlo. Madame de Dufort se muere de un hipo de una fiebre maligna; madame de La Viuville también, de viruela. Adiós, queridísima hija. De cuantos están al mando de las provincias, estad segura de que monsieur de Grignan es quien está mejor situado.

Nuevamente, es ésta una de las más célebres cartas de madame de Sévigné, por el pasaje en que cuenta la acalorada disputa, literaria y teológica, entre el poeta Boileau (aquí llamado Despréaux) y un jesuita a propósito de Las cartas provinciales, de Pascal.

Es éste un episodio de la llamada querella de los Antiguos y los Modernos, tan viva a finales del XVII y principios del XVIII, que marca la frontera entre el antiguo humanismo y el naciente Siglo de las Luces. Precisamente Boileau (1636-1711), junto con Racine, La Fontaine, La Bruyère y algunos otros, fue el principal defensor de la superioridad de las obras griegas y latinas sobre las contemporáneas, y del deber, por lo tanto, de los nuevos autores de imitar a los antiguos. Pero, como veremos, hay un autor moderno al que Boileau admira por encima de todos, Blaise Pascal (1623-1662), no por su obra hoy más conocida, los Pensamientos (obra, de hecho, incompleta y póstuma), sino por Las cartas provinciales, en las que ataca el laxismo moral de los jesuitas.

A MADAME DE GRIGNAN

En Les Rochers, este domingo, 15 de enero de 1690

Tenéis razón, no puedo acostumbrarme a este año; sin embargo, bien empezado que está. Ya veréis que, sea cual sea la manera en que lo pasemos, habrá pasado pronto, como vos decís, y pronto encontraremos nuestros mil francos.

Realmente, cuánto me mimáis, y mis amigas de París también: en cuanto el sol se alza un poco, aunque sea como el salto de una pulga [alusión al proverbio: À la Sainte-Luce, les jours croissent d’un saut de puce. Por Santa Lucía –13 de diciembre–, los días aumentan un salto de pulga], vos me preguntáis cuándo podéis esperarme en Grignan, y ellas me piden que vaya fijando ya la fecha de mi partida para alegrarse por adelantado. Me halagan esas prisas, sobre todo las vuestras, sin comparación. Con sinceridad os diré, pues, mi querida condesa, que de aquí al mes de septiembre no puedo ni pensar en abandonar esta región, pues necesito tiempo para enviar a París algún dinero, del que no he mandado hasta ahora sino una pequeñísima parte. Necesito tiempo para que el abad Charrier trate de mis laudemios y ventas, que es un asunto de diez mil francos. Hablaremos de eso en otra ocasión: de momento, contentémonos con abandonar cualquier esperanza de dar un paso antes del mes que os he dicho. Por lo demás, querida hija, ya no os diré que sois mi meta, mi perspectiva –lo sabéis de sobra–, y que ocupáis en mi corazón un lugar tal que mucho me temo que monsieur Nicole [el moralista] encontraría mucho que enmendar en ello. Pero, en fin, tal es mi disposición.

Me decís la cosa más tierna del mundo cuando expresáis vuestro deseo de no ver el final de los felices años que me deseáis. Estamos muy lejos de coincidir en nuestros anhelos, pues os he escrito una verdad que es muy cierta y que no está fuera de lugar, verdad que Dios sin duda querrá cumplir y que consiste en seguir el orden natural de la Santa Providencia. Eso es lo que me consuela del laborioso camino de la vejez; y ese sentimiento es razonable, y el vuestro, asaz extraordinario y amable.

Os compadeceré cuando os quedéis sin monsieur de La Garde y el Caballero. Son una perfecta compañía; pero sus razones tienen para marcharse, y la de hacer resucitar una pensión para un hombre que no ha muerto me parece de lo más importante. Tendréis a vuestro hijo, que desempeñará un relevantísimo papel en Grignan. Seguro que será bien recibido ahí, por muchos motivos, y vos lo abrazaréis de todo corazón. Me ha vuelto a escribir; una bonita carta en la que me desea un feliz año y me pide que lo quiera siempre. Se me antoja que en Keisersloutre está desolado; dice que nada le impide ir a París, pero que espera órdenes de Provenza, que ése es el resorte que lo mueve. Encuentro que lo hacéis languidecer: su carta es del 2; le creía en París; haced pues que vaya a París y que, tras una pequeña aparición [en la corte], corra a abrazaros. Creo que ese hombrecito está en condiciones de que, si le encontráis un buen partido, Su Majestad le conceda fácilmente la supervivencia de vuestro hermoso cargo. Os parece que su carácter y el de Pauline no se parecen en absoluto. Sin embargo, es necesario que ciertas cualidades del corazón estén en ambos. En cuanto al humor, ya es harina de otro costal. Estoy muy contenta de que sus sentimientos se correspondan con vuestros deseos; a mí me gustaría que tuviera un poco más de inclinación por las ciencias o por la lectura. Quizá más adelante.

En cuanto a Pauline, esa devoradora de libros, prefiero que los lea malos a que no le guste la lectura: las novelas, las comedias, los de Voiture [1597-1648, poeta galante, humorista y epistológrafo que gozó de inmensa popularidad en la época], los de Sarrasin [1614-1654, poeta neoclásico, autor de celebradas obritas teatrales en verso], todo eso pronto se agota. ¿Ha intentado leer a Luciano?, ¿sabría apreciar las Petites Lettres [las Cartas provinciales, de Pascal]? Después, necesita leer historia; si hay que taparle la nariz para que se la trague, la compadezco. En cuanto a los hermosos libros de devoción, si no le gustan, peor para ella, pues sabemos que, incluso sin devoción, se los puede encontrar encantadores. En cuanto a los que versan sobre moral, comoquiera que no les daría tan buen uso como vos, no querría yo que metiera su naricilla ni en Montaigne, ni en Charran [1541-1603, moralista], ni en los otros autores de ese género: es muy pronto para eso. La verdadera moral de su edad es la que se aprende en las conversaciones edificantes, en las fábulas, en la historia, a través de los ejemplos: creo que eso basta. Seguramente lo más útil sería que le concedierais algo de tiempo y conversarais con ella. No sé si merece la pena que leáis todo lo que digo: estoy muy lejos de explicarme bien.

Me preguntáis si sigo siendo una beata que no vale gran cosa: sí, justamente, querida hija, eso es lo que soy, y nada más, lamentándolo mucho. Lo único bueno que tengo es que conozco bien mi religión y sé de qué se trata. No tomaré lo falso por verdadero; sé lo que es bueno y lo que no tiene de bueno más que la apariencia. Espero no equivocarme y que Dios, que ya me ha dado buenos sentimientos, siga dándomelos: en cierto modo, las gracias que me ha concedido hasta ahora me garantizan las venideras, de suerte que vivo confiada, pero es la mía una confianza mezclada con mucho temor. Aun así, os riño, mi querida condesa, por encontrar a nuestro Corbinelli místico del diablo; vuestro hermano se desternilla de risa; yo lo riño como vos. ¿Cómo que místico del diablo? ¡Un hombre que no sueña sino con destruir su imperio!, ¡que no frecuenta sino a enemigos del diablo, es decir a los santos y las santas de la Iglesia! ¡Un hombre que no toma para nada en cuenta su miserable cuerpo!, ¡que soporta la pobreza cristianamente (vos diréis filosóficamente)!, ¡que no deja de celebrar las perfecciones de la existencia de Dios!, ¡que no juzga jamás a su prójimo, sino que lo disculpa siempre!, ¡que se pasa la vida dedicado a la caridad y al servicio del prójimo!, ¡que no busca las delicias ni los placeres!, ¡que está enteramente sometido a la voluntad de Dios! ¡Y a eso lo llamáis místico del diablo! No podéis negar que no es ése el retrato de nuestro pobre amigo. Sin embargo, hay en ese mote un aire de broma que hace reír al principio, y que podría sorprender a los simples. Pero yo me resisto, como veis, y defiendo al fiel admirador de santa Teresa, de mi abuela [Santa Jeanne de Chantal, fundadora de la orden de la Visitación] y del bienaventurado Juan de la Cruz.

A propósito de Corbinelli, me escribió el otro día una cartita preciosa; me contaba una conversación y una cena en casa de monsieur de Lamoignon: los actores eran los dueños de la casa, monsieur de Troyes, el obispo de Toulon, el padre Bourdaloue [predicador de la corte, jesuita], su compañero [los jesuitas sólo podían salir de dos en dos], Despréaux [Boileau] y Corbinelli. Se habló de las obras de los antiguos y de los modernos. Despréaux defendió a los primeros, con excepción de un único moderno, que superaba para su gusto tanto a los viejos como a los nuevos. El amigo de Bourdaloue, que se las daba de entendido y participaba en la conversación de Despréaux y Corbinelli, le preguntó cuál era, pues, ese libro tan distinguido en su espíritu. Él no quiso nombrarlo, y Corbinelli le dijo: «Monsieur, os suplico que me lo digáis para pasarme la noche leyéndolo». Despréaux le respondió riendo: «¡Ah, monsieur, lo habéis leído más de una vez, estoy seguro!». El jesuita insiste con gesto desdeñoso, con cotal riso amaro [una risa amarga], apremiando a Despréaux a que nombre a ese autor tan maravilloso. Despréaux le dice: «Padre, no me atosigue». El padre continúa. Al fin Despréaux le toma por el brazo y, apretándolo fuertemente, le dice: «Padre, puesto que queréis saberlo, pues bien, ¡es Pascal, diantre!». «Pascal –dice el Padre, sonrojadísimo, asombradísimo–, Pascal es tan bueno como puede serlo la mentira.» «¡La mentira –dice Despréaux–, la mentira!, sabed que es tan verdadero como inimitable: acaban de traducirlo a tres lenguas.» El Padre responde: «No por eso es más verdadero». Despréaux pierde los estribos y grita como un energúmeno: «¿Cómo? Padre, ¿diréis que no es cierto que uno de los vuestros ha escrito en uno de sus libros que un cristiano no está obligado a amar a Dios?, ¿os atreveréis a decir que es falso?». «Monsieur –dice el Padre furioso–, hay que distinguir.» «¡Distinguir, distinguir, diantre!, ¡distinguir, distinguir si estamos obligados a amar a Dios!», dice Despréaux, y, tomando a Corbinelli por el brazo, huye al extremo del cuarto. Al volver, corriendo como un loco, no quiso en ningún momento acercarse al Padre y se unió a los demás, que habían permanecido en el comedor. Aquí termina la historia: cae el telón. Corbinelli me promete contarme el resto cuando nos veamos. Pero yo, que estoy convencida de que encontraréis esta escena tan cómica como yo la he encontrado, os escribo y creo que, si la leéis en voz alta, os parecerá muy buena.

Hija, he de reprenderos por estar un solo instante preocupada por mí cuando no recibís cartas mías: olvidáis cómo las gasta el correo; hay que acostumbrarse, y, si estuviera enferma, que no lo estoy en absoluto, no por eso dejaría de escribiros algunas líneas, o lo haría mi hijo o quien fuera. En fin, que tendríais noticias mías, pero no hay que pensar en ello.

Me dicen que varias duquesas y grandes damas están rabiosas porque no las han invitado, aunque estaban en Versalles, a la cena de la noche de Reyes. Pobrecitas; eso es lo que se llama pasar penalidades. He enviado la cartita de Bigorre a Guébriac, que os da mil gracias. Está muy satisfecho de vuestra corte de amor. Admiro mucho a Pauline por saber jugar al ajedrez: si ella supiera hasta qué punto ese juego está por encima de mis entendederas, temería su desdén. Claro que me acuerdo, ay, nunca olvidaré ese viaje [a la corte, cuando madre e hija fueron invitadas a la mesa de Luis XIV con ocasión de las fiestas de Versalles]. Pero ¿es posible que hayan pasado veintiún años? No lo comprendo, me parece que fue el año pasado. Sin embargo, juzgo, por lo poco que me ha durado ese tiempo, lo que me parecerán los años que aún vendrán.

DE CHARLES DE SÉVIGNÉ

Comparto vuestra opinión, hermanita, sobre el místico del diablo. Me ha llamado la atención esa manera de hablar: no hacía más que darle vueltas a ese pensamiento y nada de lo que decía me contentaba. Os doy las gracias de haberme enseñado a explicar, en tan pocas palabras y tan exactas, lo que desde hace mucho tiempo tenía en la cabeza. Pero lo que más admiro de ese místico es que su tranquilidad en ese estado es un efecto de su devoción: tendría escrúpulo en salir de él, pues pertenece al orden de la Providencia y sería impío que un simple mortal pretendiera ir en contra de lo que la Providencia ha decidido [es decir, se aproxima a la herejía quietista]. No creáis, por cierto, que va a misa: la delicadeza de su conciencia no podría soportarlo.

Ya que por fin habéis permitido a Pauline que lea las Metamorfosis, os aconsejo que dejéis de preocuparos de los malos libros que podrían caer en sus manos. ¿No le gustan todas esas historias tan bonitas? Hay mil pequeñas obras que divierten y que cultivan perfectamente el espíritu. ¿No leería con placer ciertos pasajes de la historia romana?, ¿ha leído la Historia del triunvirato [de Citry de La Guette]?, ¿ha leído todas las obras de los Constantinos y los Teodosios? ¡Cuánto compadecería yo su vivaz y emprendedora mente si no le dierais las armas para ejercitarla! Como tiene, igual que su tío, la grosería de no poder hincarle el diente a las sutilezas de la metafísica, la compadezco. Mas no esperéis de mí que la condene ni la desprecie por ello: tengo razones para no hacerlo. Adiós, adorable hermanita.

Esta carta es significativa de cómo han evolucionado las relaciones entre madre e hija: ahora madame de Grignan sufre en carne propia el conflicto que antes sentía solamente madame de Sévigné, entre el amor materno-filial y el amor a Dios.

A MADAME DE GRIGNAN

En Les Rochers, domingo, 23 de abril de 1690
Respuesta al [la carta del día] 13

Hija, seguís recibiéndolas, pues, con esa alegría y esa ternura que os hacen creer que san Agustín y monsieur Dubois [traductor de san Agustín] encontrarían excesivos vuestros sentimientos. Son vuestras queridas cartas, son necesarias para vuestro reposo. De vos depende creer que este apego es una depravación. Sin embargo, os obstináis en amarme con todo vuestro corazón, y mucho más que a vuestro prójimo, al cual no amáis sino como a vos misma. ¡Hay que ver! He aquí, hija querida, lo que me decís. Si pensáis que esas palabras pasan superficialmente por mi corazón, os equivocáis. Las siento vivamente. Se enraízan en él. Me las digo y me las vuelvo a decir, y hasta encuentro cierto placer en repetíroslas, como para renovar vuestros votos y vuestros compromisos. Las personas sinceras como vos conceden un gran peso a sus palabras. Puesto que creo en las vuestras, vivo feliz y contenta. En verdad, este cariño es demasiado grande y sensible; me parece que, por espíritu de justicia, debería reducirlo, pues la ternura de las madres no suele ser proporcional a la de las hijas. Pero es que vos no sois como las demás, así que gozaré sin escrúpulos de todo el bien que me hacéis; solicitaré incluso a monsieur Dubois que no perturbe, por favor, una posesión tan dulce.

Hablemos de vuestra salud. He aquí que vuestra sangre se enfurece. Eso mismo os incomodaba mucho hace un año. Os extrajeron sangre, os purgaron y os sentó muy bien. Os lo recuerdo, querida hija, porque no hay nada que encuentre tan crucial como la salud. Vuestros dolores de garganta dan miedo. Me presentáis el vuestro como una ligera incomodidad. ¡Dios lo quiera! Yo querría que tuvierais siempre a mano un poco de bálsamo tranquilo [inventado por un fraile capuchino, el hermano Tranquilo]: es soberano para los males de ese estilo, y temo que no tengáis bastante cuando pienso a cuántos sitios habéis mandado a Martillac para que lo compre. Os bastaría con pedirle al abad Bigorre que os enviara un frasquito. Vale un escudo o media pistola; no es nada del otro mundo. Pensadlo, hija; no os quedéis nunca sin ese socorro. Que no se os queme la sangre. El ajedrez os perjudica; os entretiene, pero es una ocupación, no un juego. Reñiré a Pauline; he de decirle que no os ama de veras si os da esos disgustos. He reñido también al Caballero. Y os riño a vos, hija. Desde aquí no puedo hacer otra cosa. En cuanto a nuestros planes, os he dicho cuál es mi intención. Si vos no vais a París, yo tampoco iré; si vais, conseguiréis el milagro de hacerme superar cuantos obstáculos me impiden ir. Si estáis en Grignan, yo iré. ¡Con qué placer imagino que, si Dios quiere, pasaré este invierno con vos! El tiempo pasa muy deprisa cuando se anida semejante esperanza. Pero os pido muy seriamente que no digáis nada en París de ese proyecto. Me resultaría embarazoso y triste que lo supieran mis amigas, que ya empiezan a desear mi regreso y a hablarme de él. Dejemos madurar el propósito de este viaje directo [de Bretaña a Provenza sin pasar por París], como si fuera una opinión probable de Pascal [cita de la sexta Carta provincial de Pascal: «Propongo esta opinión, pero dejaré que madure con el tiempo»]. Esto es, hija, por el momento, lo que podemos prever; pues, en cuanto a pasar por París antes de ir a veros, es contrario a mis deseos y un impedimento para mis asuntos. El abad Charrier está en París; os escribirá desde Lyon.

¡Sí que os habéis tomado en serio todas esas tonterías que dije sobre el mal aliento, que por desgracia percibo más que el resto de la gente! Me habéis hecho reír con eso como si nunca hubiera oído hablar de ello. Es verdad que tengo el olfato demasiado fino y, si por casualidad alguno de mis amigos hubiera envenenado sus palabras al hablarme, por lo menos no tendría que reprocharme no haberlo advertido. Pero las personas que no dan ninguna importancia a su cuerpo tampoco dan ninguna a la incomodidad de su prójimo. […]

¿No os ha parecido propio de monsieur de Chaulnes [embajador en Roma] haber conseguido que el papa escribiera a su querida hija, madame de Maintenon? La notita que le envió la ha conmovido tanto que le ha dado las gracias a madame de Chaulnes con una gratitud muy por encima de los rutinarios cumplidos. No es ella quien me lo ha contado; y, comoquiera que ambos creen que el otro me habrá enviado ya copia de esa nota [que se publicó en el Mercure; pero, no estando en París, madame de Sévigné no había podido verlo], resulta que, en resumidas cuentas, no la he podido leer. En fin, he rogado que me la manden.

Esa duquesa [madame de Chaulnes] me escribe que la Delfina se nos muere. Está agonizando [en realidad, había muerto el 20 de abril]. Todos sus oficiales están consternados. El mariscal De Bellefonds pierde su cargo [de primer escudero de la Delfina], pero es de suponer que pronto tendrá otro [pues era uno de los favoritos del rey]. La mariscala De Humières estaba de pie junto a madame de Chaulnes en el momento en que Su Majestad llegaba para cenar. Se dirigió a ella y, sentándose a la mesa, le dijo: «Madame, podéis sentaros» [es decir, la hacía duquesa]. Ella hizo una gran reverencia y se sentó, y así termina la historia. […]

Aquí estoy otra vez, hija. Después de haber dado un rodeo [pues acaba de escribir, en la misma carta, unas notas que no reproducimos dirigidas a monsieur de Grignan y a monsieur de La Garde, primo de los Grignan], siempre hay que volver a vos. ¡Desde luego que conozco el estilo del que Pauline ha sacado su carta! Dios santo, ¡qué efecto me hace, ahora que ya no se aprecia nada más que lo natural! Pero confieso que la belleza de los sentimientos y el entrechocar de las espadas me habían encantado [se refiere a las novelas de caballerías, a las que ella misma fue muy aficionada; están pasando de moda, aunque Pauline, adolescente, empieza a descubrirlas]. El abad de Villarceaux era todavía más pecador que yo, lo que demuestra que personas con mucho más mérito que el mío tenían también esa locura. Así se consuela uno, ¿verdad, Pauline? […]

Querida hija, cuidad vuestra sangre, vuestra salud, os lo suplico. Yo me ocuparé perfectamente de la mía. Ya he pedido a mis amigas todas las ayudas [financieras] que otras veces nos han dado. Creo que la pensión de los meninos [el Caballero de Grignan era uno de ellos] ni se ha suprimido ni retrasado. Recuerdos al Caballero.

Finalmente fue madame de Sévigné quien viajó a Provenza ese mismo año. Al año siguiente, 1691, regresaría con su hija a París, donde ambas permanecieron hasta 1694. La siguiente carta data de la última separación entre ambas mujeres. El 22 o 23 de marzo de ese año madame de Grignan parte en dirección a Provenza. Poco después, a mediados de mayo, madame de Sévigné viajará a Grignan, donde se quedará hasta su muerte.

A MADAME DE GRIGNAN

[París], lunes, 29 de marzo [de 1694]

Os escribí el viernes, hija querida. Enviamos el paquete a Briare [etapa en el viaje de madame de Grignan]. En mi carta únicamente os hablaba de mi tristeza y del daño que me había hecho, a mi pesar, nuestra separación; del miedo que me daba esa casa, donde todo me hería, y os decía también que, si no tuviera la esperanza de ir a veros en breve (y seré breve), temería mucho por esta hermosa salud que vos tanto amáis. No os habría podido hablar de otra cosa y, con esos sentimientos, recibí anoche vuestra carta desde Nemours, que me parecía la primera, y no encontraba en su estilo ese matiz, tan natural, de hacer primero una pequeña mención de lo que hemos sufrido al separarnos. El Caballero también lo notó, y en esas estábamos cuando vuestro paquete de Plessis nos cayó en las manos y hallamos en él precisamente lo que deseábamos. Hija, no olvidáis nada de cuanto puede complacer; dais tantas muestras de cariño que, aun amándoos más que todas las cosas del mundo, todavía se me antoja que no os amo lo bastante. Os doy las gracias por hacerme ver unos sentimientos tan capaces de embelesarme. Seguiré vuestro consejo, hija querida. Seguiré lo que amo y ya no hago otra cosa que prepararme para partir a principios de mayo. El Caballero querría que fuera antes, pero la verdad es que no podría hacerlo sin una agitación que le privaría de toda la dulzura a mi partida. Así pues, dejadme que lo haga. Ya sabéis que no me falta valor para ir a vuestro encuentro.

Nos hemos reído mucho con lo de la buena sal de Bretaña disfrazada de azúcar y del cuidado que todos poníais en disolverla bien en el café. La exclamación debió de ser grande, pues a buen seguro cada cual soltó la suya. Os aconsejo que no os volváis a confundir. […]

Hijita adorable, os abrazo. Voy a casa del Caballero a enviar esta carta.

Las relaciones entre ambas mujeres habían mejorado definitivamente: la marquesa estaba por fin segura de tener «eso que siempre deseé única y apasionadamente»: el amor de su hija.

Hasta su muerte en 1696, madame de Sévigné estuvo poco tiempo separada de madame de Grignan: entre 1680 y 1688, ésta residió en París; en 1690, la marquesa viajó a Provenza; volvió a París con su hija en 1691; en 1694, la condesa volvía a Grignan, pero su madre la seguía al cabo de unos meses. Pasará con ella en Grignan los dos últimos años de su vida; presenciará la boda de Louis-Provence con Anne-Marguerite de Saint-Amans, hija de un rico intendente, y la de Pauline con el marqués de Simiane. Las cartas que siguen nos muestran distintos aspectos de esos años: los placeres de Provenza, pero también sus inconvenientes y, sobre todo, la enfermedad de su hija, motivo para madame de Sévigné de tal inquietud que quizá aceleró su muerte. (No se sabe con certeza de qué enfermedad se trata.)

A COULANGES

Grignan, 9 de septiembre de 1694

He recibido varias cartas vuestras, querido primo. No se ha perdido ninguna, lo cual habría sido una gran lástima: todas tienen su mérito particular y son la alegría de quienes aquí estamos. La dirección que habéis escrito en la última, despidiéndoos de cuantos nombráis, no os ha enemistado con nadie: «Al castillo real de Grignan». Esta dirección llama la atención y da al menos el placer de creer que, entre el sinfín de bellezas que colman vuestra imaginación, la de este castillo, que no es común, sigue conservando su lugar y es uno de sus más hermosos títulos. Puesto que lo amáis, os hablaré un poco de él. Esa fea escalera por la que se subía al segundo patio, para vergüenza de los Adhémar, ha sido enteramente derribada y sustituida por otra, la más agradable que se pueda imaginar. No digo grande ni magnífica porque, en vista de que mi hija no ha querido echar por tierra todos los aposentos, ha habido que limitarse a un espacio determinado, donde se ha hecho una obra maestra. El vestíbulo es muy hermoso; varias personas pueden comer en él muy a sus anchas; se accede a él por unos escalones; el escudo de los Grignan está encima de la puerta; vos lo amáis, por eso lo menciono. Los aposentos de los prelados, de los que vos no conocéis más que el salón, están muy bien amueblados, y el uso que de ellos hacemos es delicioso. Pero, ya que estamos en ello, hablemos un poco de los bárbaros y continuos banquetes que hacemos aquí, sobre todo últimamente; y eso que lo que comemos es lo mismo que se come en todas partes: perdigones, algo de lo más corriente. Lo que no es corriente es que todos sean como cuando en París cada comensal se los acerca a la nariz poniendo cierta cara y exclamando: «¡Ah, qué olorcillo!, oled esto, hacedme el favor». Nosotros suprimimos todos esos aspavientos. Aquí todos los perdigones se han alimentado de tomillo, de orégano, de todo lo que compone el perfume de nuestras bolsitas. No hace falta elegir. Y lo mismo digo de nuestras codornices, de las que es necesario que el muslo se separe del cuerpo a la primera (nunca falla), y de las tórtolas, todas perfectas también. En cuanto a los melones, los higos y el moscatel, es curioso: si, por algún extraño capricho, quisiéramos encontrar un melón malo, estaríamos obligados a hacerlo venir de París, pues aquí no se encuentran. Los higos son blancos y dulces; las uvas moscatel, como bolitas de ámbar que se comen y que harían que la cabeza os diera vueltas si las comierais sin mesura, ya que es como si se bebiera a sorbitos el más exquisito vino de Saint-Laurent. Querido primo, ¡qué vida esta! Vos la conocéis bajo un sol menos intenso, y no recuerda en absoluto la de la Trapa. Ya veis en qué detalles me he metido; es el azar lo que conduce nuestras plumas. Os contesto a la carta que vos me habéis escrito y que tanto me gusta. Esta libertad es de lo más cómoda: no hay que ir muy lejos a buscar tema para las cartas. […]

Todo cuanto aquí existe os ama y os abraza, cada uno a prorrata de lo que le conviene, y yo más que todos. […]

A COULANGES

Grignan, 3 de febrero de 1695

Madame de Chaulnes me escribe que vaya suerte tengo de estar aquí al sol; se cree que todos nuestros días están tejidos de oro y seda. ¡Ay, primo!, tenemos cien veces más frío aquí que en París. Estamos expuestos a todos los vientos. El viento del sur, el cierzo y el diablo se pelean entre sí para ver quién nos ataca mejor y quién tiene el honor de encerrarnos en nuestras habitaciones. Todos nuestros ríos se han helado; el Ródano está hecho una furia del Averno. Nuestros escritorios están congelados; tenemos los dedos tan gélidos que no sentimos la pluma al escribir. No respiramos más que nieve; nuestras montañas son encantadoras en su exceso de horror. Todos los días deseo un pintor para representar como es debido la magnitud de toda esta espantosa belleza. Así es como estamos. Contádselo de mi parte a la duquesa de Chaulnes, que nos imagina retozando por los prados con sombrillas, o paseando a la sombra de los naranjos. […]

A COULANGES

Grignan, el 15 de octubre de 1695

Acabo de escribir a nuestro duque y a nuestra duquesa de Chaulnes, pero os eximo de leer mis cartas: no valen nada de nada. No confío en que vuestro buen tono, vuestros puntos y vuestras comas consigan sacar nada bueno de ellas, de modo que dejadlas tal cual. También hablo a nuestra duquesa de ciertos asuntillos poco divertidos. Lo mejor que podríais hacer por mí, mi amable primo, sería enviarnos, por algún sutil encantamiento, todo el optimismo, toda la fuerza, toda la salud y toda la alegría que a vos os sobre, para hacer una transfusión en la máquina de mi hija. Hace tres meses que la abruma una especie de enfermedad de la que se dice que no es peligrosa, pero que a mí me parece la más triste y la más espantosa de todas las que se puedan padecer. Os confieso, querido primo, que esto me mata y que no soporto las malas noches que me hace pasar. Recientemente le ha dado un brote tan violento que ha habido que hacerle una sangría en el brazo, ¡extraño remedio, que hace derramar sangre cuando ya no hay sino demasiada derramada! Es como quemar la vela por ambos extremos. Eso es lo que ella nos decía, pues, en medio de su extrema debilidad y con lo cambiada que está, su valentía y su paciencia no tienen rival.

Si pudiéramos recobrar fuerzas, muy pronto tomaríamos el camino de París, ése es nuestro deseo, y entonces os presentaríamos a la marquesa de Grignan [la esposa de Louis-Provence], a quien ya debéis de haber empezado a conocer por las palabras del duque de Chaulnes, que muy cortésmente se presentó en su casa sin que lo invitaran e hizo de ella un bonito retrato. Con todo, querido primo, concédanos un poco de su amistad, pese a que seamos indignos debido a nuestra tristeza: hay que amar a los amigos con sus defectos, y defecto es, y grande, estar enfermo. ¡Dios os libre de ello, mi amable amigo! Escribo a madame de Coulanges en el mismo tono plañidero, que no me abandona, pues ¿cómo no estar tan enferma del espíritu como lo está el cuerpo de esa condesa a la que veo a diario? Qué suerte tiene madame de Coulanges de no conocer esa inquietud. Creo que las madres no deberían vivir tanto como para ver a sus hijas en semejantes apuros; protesto respetuosamente ante la Providencia.

Acabamos de leer un discurso que nos ha encantado a todos, incluso al arzobispo de Arles, que es del oficio: es la oración fúnebre de monsieur de Fieubet por el abad Anselme. Es la pieza más mesurada, más sabia, más conveniente y cristiana que se pueda escribir sobre semejante tema; todo está lleno de citas de la Sagrada Escritura, de aplicaciones admirables, de devoción, de piedad, de dignidad y de un estilo noble y fluido. Leedla. Si sois de nuestra opinión, tanto mejor para nosotros; y si no lo sois, tanto mejor para vos en cierto sentido: será signo de que vuestra alegría, vuestra salud y vuestra vivacidad os hacen sordo a ese lenguaje; pero, sea como sea, os doy ese consejo, pues está claro que en la vida no siempre se ríe uno, y es una canción la que dice esa verdad.

La causa y las circunstancias de la muerte de madame de Sévigné en el castillo de Grignan el 17 de abril de 1696 están rodeadas de cierto misterio. Tradicionalmente se ha supuesto que la angustia y las noches en blanco provocadas por la enfermedad de su hija la hicieron enfermar a su vez, pero no se sabe cuál fue, concretamente, la dolencia.

Por otra parte, se ha especulado mucho sobre una hipotética ausencia de madame de Grignan, que no habría cuidado a su madre. Tal vez porque se trataba de viruelas, enfermedad sumamente contagiosa; tal vez por su delicada salud (un contemporáneo, Dangeau, escribe en su diario el 25 de abril: «Supe la muerte de madame de Sévigné, que estaba en Grignan con su hija, la cual asimismo está muy enferma, y le ocultan la muerte de su madre»); o tal vez madame de Sévigné, al igual que muchos cristianos fervientes de la época, quiso morir a solas con Dios: es posible que ella misma (como hace la madre de la protagonista en La princesa de Clèves) hubiera renunciado a la compañía de su hija. Ya sabemos que para ella esa renuncia era la penitencia suprema.

La marquesa fue enterrada en la colegiata del castillo de Grignan. Pero, en 1793, en plena Revolución, su ataúd y otros se profanaron con el propósito de apropiarse del plomo que contenían. Los habitantes de Grignan aprovecharon la ocasión para repartirse, como reliquias, los restos de madame de Sévigné, y el juez de paz mandó serrar su cráneo para enviarlo a París con fines de estudio: entonces estaba de moda la frenología.

Se desconoce cuál fue el dictamen de los señores frenólogos.