Daniel
Trajeron a Daniel, y lo arrojaron a la guarida de los leones.
6.16
La mayoría de los lectores seguramente recordará un par de relatos de fe protagonizados por un joven judío llamado Daniel, relatos reciclados hace poco tiempo en el best-seller de William Bennett, El libro de las virtudes. En uno de ellos, tres niños judíos son salvados de una hoguera mortífera por su fe en Dios. Y en el segundo, el propio Daniel escapa indemne de la guarida de un león. Como la mayoría de las versiones infantiles de relatos bíblicos, estas historias son mucho más complicadas. Es probable que los lectores no recuerden que cuando Daniel emergió sano y salvo de la guarida del león, los hombres que lo habían arrojado allí sirvieron de alimento a la fiera…junto con sus esposas y sus hijos. ¡Dura justicia!
Si bien las historias de Daniel y sus compatriotas tienen lugar durante el Exilio en Babilonia en el año 586 AEC, el libro fue escrito mucho después. Se supone que el Libro de Daniel fue escrito en el año 165–164 AEC, lo cual lo convierte en el último libro aceptado por el canon hebreo. La aceptación se produjo hacia el año 90 EC, y probablemente por esta razón el Libro de Daniel fue incluido en los “Escritos” (o la tercera sección de las Escrituras hebreas) y no entre los Profetas. El Libro de Daniel—la historia de un joven que se aferra a su fe a pesar de la presión extrema y las amenazas de muerte—fue redactado para fortalecer y consolar a los judíos de Jerusalén que sufrían bajo la opresión del rey Antíoco IV (175–164 AEC), uno de los reyes seléucidas que gobernaron a los judíos.
La dinastía seléucida recibió su nombre de uno de los cinco generales de Alejandro Magno: Seleuco I (312–281 AEC). Tras la muerte de Alejandro en el año 323 AEC, los cinco generales se dividieron el imperio del joven conquistador. Los más eminentes entre ellos eran Ptolomeo, quien se apoderó de Egipto, y Seleuco, quien se quedó con la mayor parte del antiguo imperio babilónico. Al igual que Canaán, Israel, y la propia Judá en tiempos pasados, Judá quedó nuevamente en medio de estos dos sempiternos centros de poder: uno en Egipto, y otro en la Mesopotamia. Los judíos de Judá quedaron bajo la égida de un grupo de aristócratas y familias de sacerdotes que controlaban un senado llamado Sanhedrin (término derivado de la palabra griega para “consejo”), liderado por el sumo sacerdote del Templo. Éste no fue precisamente un momento del que la historia judía pueda enorgullecerse, ya que las luchas internas por la posición de sumo sacerdote se intensificaron y florecieron las conspiraciones. También fue un período de conflicto y animosidad extrema entre los judíos porque muchos jóvenes rechazaron su fe y adoptaron de buena gana las costumbres griegas, abandonaron la práctica de la circuncisión, cambiaron sus nombres judíos por nombres griegos, y comenzaron a considerarse más griegos que judíos. Incluso dos de los que competían por el rango de sumo sacerdote ostentaban nombres tan poco apropiados como Jasón y Menelao. En medio de este caos emergió un grupo de judíos ortodoxos y nacionalistas, los jasidim o jasídicos (“los piadosos”), decididos a contrarrestar la creciente “helenización” del judaísmo. Es probable que el autor del Libro de Daniel haya sido uno de ellos.
Los conflictos y peleas internas entre los judíos llevaron al rey seléucida Antíoco IV a invadir Jerusalén en el año 169/8 AEC, período en el que saqueó y profanó el Templo y, de acuerdo con algunos relatos, masacró a 80,000 personas. Tras la masacre, Antíoco—o posiblemente el sumo sacerdote Menelao, en nombre del rey—instituyó una serie de reglas destinadas a erradicar las costumbres y prácticas judías. La circuncisión, la observancia del Sabat, el respeto de las festividades y las leyes de pureza fueron proscriptos. Afirmando que Yahvé, el antiguo dios cananeo Baal y el dios griego Zeus eran aspectos de lo mismo, Antíoco dedicó el Templo de Jerusalén a Zeus y otorgó jerarquía divina a su persona a través del título de Epífanes (“Dios manifiesto” o “Dios revelado”). Los judíos fueron obligados a asistir a ceremonias en honor de esta deidad “pagana” y a comer cerdo durante los sacrificios, lo cual era, por supuesto, “inmundo.” Durante esta época de extrema represión religiosa, el autor anónimo del Libro de Daniel contó su historia para mantener viva la fe ante los propios ojos de la tiranía extranjera e idólatra.
VOCES BÍBLICAS
DN. 3.17–20
“Porque he aquí que nuestro Dios, a quien adoramos, puede librarnos del horno del fuego ardiente y sustraernos, oh rey, de tus manos. Y si Él no quisiere, oh rey, debes saber que nosotros no serviremos a tu dios ni veneraremos la estatua que has levantado.” Esto enfureció al rey Nabucodonosor, y mudó el aspecto de su rostro al contemplar a Sadrac, Mesac, y Abed-nego. Y mandó que se encendiese el horno con fuego siete veces mayor de lo acostumbrado. Y dio orden a los soldados más fuertes de su ejército para que, atando los pies a Sadrac, Mesac, y Abed-nego, los arrojasen en el horno de fuego ardiente.
RESUMEN DE LA TRAMA: LIBRO DE DANIEL
Daniel es uno de los cuatro niños judíos atrapados en el saqueo de Jerusalén por el rey Nabucodonosor y llevados a la corte real durante el Exilio en Babilonia. Los nombres y fechas de los reyes babilonios y persas están mal citados en el Libro de Daniel, relato que debería leerse no como un texto histórico sino como una inspirada alegoría destinada a reflejar lo que ocurría en Judá en tiempos de Antíoco IV. Los nombres hebreos de los cuatro niños fueron reemplazados por nombres babilonios. Todos se niegan a comer los alimentos inmundos que les ofrecen y asombran a la corte por tener mejor salud que quienes los comen.
Al igual que José—quien se gana el favor del faraón egipcio interpretando sus sueños—Daniel recibe el don divino de interpretar los sueños y le revela al rey Nabucodonosor el significado de varios sueños que ha tenido. Como José, Daniel y sus amigos ganan prestigio en Babilonia. Pero cuando el rey manda hacer un ídolo de oro y exige que todos lo adoren, los tres amigos de Daniel—Sadrac, Mesac, y Abed-nego—se niegan a cumplir la orden y son arrojados al horno en llamas. Para asombro del rey, el trío sobrevive ileso gracias a la protección de Dios.
Daniel interpreta otro de los sueños de Nabucodonosor como una advertencia de que perderá la razón hasta que se avenga a reconocer a Dios. Su predicción pronto se hace realidad. Poco tiempo después, durante un banquete celebrado por un rey posterior, Beltsasar, una feroz escritura aparece misteriosamente en las paredes del salón. Daniel interpreta esta escritura como una señal de que el rey morirá pronto y su imperio caerá en manos de los medos y los persas. Beltsasar es asesinado esa misma noche.
El sucesor de Beltsasar—llamado equivocadamente Darío, rey de los persas—ordena por decreto que todas las plegarias sean dirigidas a su persona, reflejando nuevamente los actos de Antíoco. Cuando Daniel se niega a ofrecerle sus plegarias, es arrojado en el foso de los leones…pero emerge sano y salvo, protegido por el ángel de Dios. Arrepentido, el rey arroja a sus consejeros al foso, junto con sus esposas y sus hijos. Los leones los devoran a todos y Daniel recupera un sitial de poder en la corte.
El significado de todas estas historias habrá resultado obvio para el público de la época. El relato de Daniel y sus valientes amigos negándose a comer alimentos inmundos o a la idolatría era un claro llamado a los judíos contemporáneos a resistir el rito de veneración a Zeus decretado por el sacerdote Menelao y el “candidato a la divinidad” Antíoco IV.
En los últimos capítulos, Daniel deja de interpretar sueños para dedicarse a las visiones. Sus visiones proféticas contienen numerosas referencias específicas a las intrigas políticas de la época, y dan cuenta de la división del imperio alejandrino y la aparición de los seléucidas y los ptolomeos en Egipto. Varias predicciones del autor acerca del futuro inmediato de estos imperios no se cumplieron, y el libro concluye con palabras de consumación final y resurrección de los muertos cuando los fieles judíos alcancen por fin la esquiva victoria.
VOCES BÍBLICAS
DN. 12.1–4
Y en aquel tiempo se levantará Miguel, gran príncipe, que es el defensor de los hijos de tu pueblo; porque vendrá un tiempo como nunca se ha visto desde que comenzaron a existir las naciones. Y en aquel tiempo tu pueblo será salvado, y lo será todo aquel que se hallare inscripto en el libro. Y la muchedumbre de aquellos que duermen en el polvo de la tierra, despertará; unos para la vida eterna, otros para la ignominia y el aborrecimiento sempiternos. Mas los que hubieren sido sabios brillarán como la luz del firmamento, y como estrellas por toda la eternidad aquellos que hubieren enseñado a muchos la justicia y la verdad. Pero tú, oh Daniel, guarda en secreto estas palabras, y sella el libro hasta el tiempo determinado. Muchos lo recorrerán y el conocimiento será cada vez mayor.
Ciertamente, el Libro de Daniel estuvo dirigido a la gente que en aquella época lejana confrontó la posibilidad de ver extinguirse su religión. Pero su tono de esperanza en un momento tan desesperado posee una cualidad atemporal. Daniel se ha convertido en el símbolo del creyente oprimido, torturado por su fe. Sus visiones de un tiempo prometido de “salvación” y “vida eterna” han dado esperanza a judíos y cristianos desde entonces.