11
Sí, queridos lectores, por increíble que parezca, el sargento Casas había sobrevivido milagrosamente no solo al raticida que le suministró 21 en el cementerio de Matadero, mezclado con el tiro de cocaína, sino al otro tiro, de plomo, que el mismo 21 le había propinado en la cara, instigado por el cabrón de Roca para involucrarlo en el homicidio de un policía4.
Brillante idea de un agente de la Ley que, por lo demás, se había escaqueado con cien kilos de cocaína. Pero así era Roca. Un toro salvaje empapado en farlopa, armado y con insignia.
El sargento Casas, de la tristemente célebre Policía de Matadero, tuvo la suerte del cornudo: huyendo del alboroto de la ciudad, tomada a sangre y fuego por los antidisturbios, unos agentes se habían presentado en el cementerio acompañados de dos trabajadoras del sexo poco después de que se le hubiera parado el corazón. Se puede decir que debía su vida a la inclinación levemente necrófila de sus subordinados. Ironías barrocas del destino.
Pasada la primera impresión ante el macabro cuadro de la tumba profanada y el cuerpo ensangrentado del sargento, los agentes llamaron a una ambulancia cuya premurosa llegada permitió la milagrosa reanimación.
Después de meses de dolorosa recuperación, Casas siguió largo tiempo de baja, acosado por innumerables crisis de ansiedad y medicándose con potentes ansiolíticos y demás cócteles de fármacos.
Al cabo de tres años, los informes siquiátricos aconsejaron que no se reintegrara al servicio y las nuevas autoridades le concedieron una compensación económica.
A sus cincuenta y tantos tacos, desequilibrado y con más odio que nunca, Casas se encontró, por así decirlo, en la puta calle. Todos sus antiguos contactos le daban la espalda ahora que no era más que un hombre roto como tantos que pululaban por un país en descomposición.
El exalcalde de Matadero, Jorge Hill, que entonces residía en un barrio céntrico de la capital, no muy lejos del Vicente Calderón, dedicado a sus negocios inmobiliarios, lo había recomendado antes de morir a Luis Buenaventura como hombre de confianza.
Gracias al apoyo de este, había logrado no verse involucrado en los juicios fantasmas montados durante la década de los dos mil en torno a las responsabilidades políticas de lo ocurrido en Matadero. Solo había sido citado muy periféricamente por los jueces en un par de ocasiones.
Adivinando, bajo su costra de odio y desequilibrio emocional, las prodigiosas aptitudes del expolicía, Luis le proporcionó un trabajo oficialmente inexistente, moralmente inconfesable y por ello mismo bien remunerado.
Lo único que echaba en falta Casas en su nueva encarnación de consegliere era, todo hay que decirlo, el fetichismo del uniforme y la erótica del poder que ello conlleva.
- ¿Tú qué piensas, Casas?
Casas se tomó un tiempo antes de responder.
- En estas cosas uno no se puede nunca fiar…
- Casas, háblame claro. ¿Qué quieres decir?
A Luis le jodían las locuciones enigmáticas e inacabadas de Casas, pero las respetaba. En el tiempo que llevaba como concejal de Seguridad, le había dado más de un valioso consejo en temas peliagudos. Era innegable que Matadero había sido, en sus años de gloria, una escuela inigualable de maquiavelismo político. Algo así como las repúblicas italianas del Quattrocento pero repletas de uzis y automáticas.
- Según parece, por lo poco que me ha dejado entender, la situación es la siguiente: hay dos evadidos de la cárcel de Picassent, los que al final no murieron bajo los escombros sino que escaparon por las cloacas, escondiéndose a continuación en algún lugar de la capital…
- Sánchez tiene la hipótesis plausible de que se han refugiado cerca de un Metro de Vallecas.
- Tanto mejor, no es eso lo que debe preocuparnos. Usted ha decidido que los hampones arreglen sus cosas entre sí. No es mala decisión. Pero tiene un problema básico: la imprecisión de los métodos, y de los resultados…
- Sigue.
- Lo que quiero decir es que si uno quiere hacer las cosas bien, tiene que hacerlo por sí mismo.
Luis empezaba a impacientarse.
- Eso es brillante, Casas, pero se trata de que nadie pueda relacionarme jamás con todo esto, me entiendes.
Jefe, eres otro comemierdas del montón, pensó el expolicía, mirándole duramente.
- Yo le entiendo, señor edil. Pero ha cometido un error de base. Cuando esto se lleve a cabo, se habrá quitado un problema de en medio y habrá creado otro: Sánchez le tendrá cogido por los huevos. Si me hubiera llamado antes, no habríamos llegado a estos extremos… De eso sí que puede estar usted seguro, señor edil.
Luis se mesaba la barba. Empezaba a tener la angustiosa sensación de que los acontecimientos volvían a superarle. Los trasfondos de estas operaciones, digamos, «especiales», lo sacaban de quicio. Pero en su país aquello formaba parte integrante de la política y si no conseguías lidiar con ello terminabas en una oscura administración de provincias o en una cárcel de lujo. Su hija Rosa solía decirle, cuando estaba en vida, escuchando infernales cánticos de deathcore en sus cascos, que nunca conseguiría ser el lobo que deseaba ser, por muchos corderos que destrozara para convencerse.
No obstante, su hija estaba muerta desde hacía más de una década y él no, y eso debía significar algo.
- Pero puede mejorarse mucho la situación, señor edil. Si usted quiere que esto parezca un ajuste de cuentas entre hampones, no será difícil de conseguir, y más en este tiempo de perroflautas levantiscos y sindicalistas silbateros. Pero deje que nos aseguremos nosotros… El grupo de chavales con los que estoy trabajando actualmente podría servirnos a la perfección. Ya han llevado a cabo alguna acción similar. Están poco maduros todavía, pero están mejorando mucho a ojos vista…
- ¿Y…?
- Han limpiado ciertas zonas de mendigos, pagados por los nuevos restauradores del centro –informó Casas, enseñando los dientes -. Tienen la cobertura de la violencia juvenil y del neonazismo, y uno de ellos acompañó a los agentes que entraron en Atocha. Llevo unos meses trabajando con el grupo, y le puedo asegurar que están preparados.
4 Ver prólogo de La fuga del Abuela.