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- ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre sin cumbre! ¡Luzbel de piedra lumbre!
Aquellos pordioseros se arrastraban por los vericuetos de la estación abandonada. Se perdían entre sombras eléctricas de tubos de neón sin dueño. Maldecían y se insultaban, buscándose pleito y riñendo a golpes de tetrabricks, hacinados entre desperdicios de carne, zapatos rotos, vómitos avinagrados y puños de arroz cocido envueltos en periódicos que hablaban de tiempos mejores.
- ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la pelambre de la podredumbre del hambre sin cumbre!
Vueltos a la pared, contaban el dinero, mordían la moneda falsa, hablaban a solas, pasaban revista a las provisiones, engullían a escondidas negras migajas de pan…
Eran los damnificados de la crisis, las víctimas pauperizadas del desastre económico del país.
Con el dinero bajo siete nudos en un pañuelo atado a la ingle, se tiraban al suelo y caían en sueños agitados, pesadillas de asfalto guillotinado por las nubes tóxicas de la polución.
- ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la cumbre preñada de prendas de podredumbre…!
En lo mejor del sueño les despertaban los gritos del Profeta, o el sollozar del hambriento Ciego. A veces los ronquidos de un valetudinario tiñoso, y otras la respiración ahogada del Lanzallamas, su miembro tieso como una astilla esparragada en el huerto hediondo de su hembra.
Mientras se rascaban las pulgas, mientras un borracho reclamaba a su madre sollozando y en tanto que Yaman se despertaba riendo, el desconocido avanzó, guiado por un crío de diez años, entre pordioseros arrebujados en pedazos de manta y encogidos como larvas y se detuvo al ver que le salía al paso el esquelético Ciego, apoyado en su bastón.
- ¡Abuela, cuánto tiempo, viejo golfo! -Al alzar los brazos, abrió los pliegues de la incolora gabardina y enseñó unas agujereadas prendas de lana -. No sé cómo no t’arranco la roña de los carrillos!
- Mide tus palabras, Ciego, que no olvido lo que ocurrió la última vez que nos cruzamos… De poco no te arranco yo a ti esos ojos, que de nada te sirven ya. Déjanos ya, crío.
El antiguo carcelario al que apodaban Abuela, el hombre que había protagonizado la espectacular fuga de Picassent y al que muchos daban por desaparecido, golpeó el suelo con su muleta y escupió hacia los rieles oxidados de la vía que se perdió entre los tetrabrick desechados por la pareja de alcohólicos de la esquina.
Barbanegra los observaba. Se hallaba sentado a unos metros de donde los dos viejos hampones se encaraban de pie junto a las escaleras por las que acababa de bajar el Ciego.
Eran dos animales con tres patas, parientes lejanos de una misma raza. La esquelética faz del uno, de nariz ganchuda y barba cana, ante los pliegues desgastados y los cadejos del otro.
- En buen cubil os habéis refugiado, pardiez…
La muleta del Abuela señaló el andén.
Había maderas de embalaje de naranja y latas de leche condensada en torno a las mantas escocesas de la esquina del Profeta (que contrastaban con las mantas militares de Yaman, en el otro andén), ladrillos robados en obras, trozos de vasijas rotas, cabeceras de camas del Rastro y hasta un balón de fútbol del mundial del 82 con la borrada efigie de Naranjito.
Pero eso no era nada comparado con el onírico ensamblaje que se divisaba entre tambores y bongos africanos, bajo las rupestres pinturas y tags, al otro lado de la vía.
- Esto era el paraíso antes de que llegasen los asquerosos parásitos jodechinches. La crisis está siendo mala pa’ todos. Pero, peor, pa’ nosotros. Así no se pue’ vivir. Si esto sigue así, pronto seremos más que arriba.
De entre las mantas de la esquina salió un bramido desganado, y el Abuela volvió la cabeza.
- Lanzallamas. Es el último que trajo ‘sa zorra de Amanda. Así se jode el paraíso, cuando se llena la inmundicia, Abuela. Acabaré teniendo que irme yo y enton…
Un nuevo Metro ahogó las palabras del Ciego, con su estruendoso chirrido. Todos se taparon las orejas y no fueron avistados por los indiferentes urbanitas que ocupaban los vagones y que pronto desaparecieron.
- Qué ruidoso está el paraíso.
- Antes ni siquiera pasaban, Abuela. Pero eso no es lo malo, t’acostumbras pronto…
La mano libre del Ciego palpaba la cara al Abuela.
- No has cambiao nada… ¿Cómo has llegao acá?
- A ver a un amigo…
- No me creo que, después de tantoj años, te hayas acortao de mí.
- No es a ti a quien he venido a ver. Tú no eres un amigo…
El Abuela miraba hacia Barbanegra, y el Ciego sonrió, mostrando su desdentada sonrisa.
- Me alegro de saberlo, así no tendré c’agradecerte la visita. ¿Y por qué, si saberse puede, has venío a ver a éste…? -Se giró hacia Barbinegra, como si lo estuviera viendo.
- «Este», como le llamas, y yo tenemos una cuenta pendiente…
- Pues no me gustaría estar en su pellejo, aunque igual t’as ablandao con loj años. Nada, nada, a mandar, que tú ya sabes que por unos cuantos billeticos…
- Si te necesito, te doy recado.
- Ya sabes onde ejtamos.
El Ciego, tanteando con el bastón, se volvió a su cubil.
El Abuela se acercó a Barbinegra y ojeó al Ciego, que ya desaparecía.
- Es el mayor cabrón que conozco. Algún día te contaré lo que era antes de que lo cegaran. Pero nosotros a lo nuestro, Estudiante, Barbanegra o como cojones te llames… Vamos fuera un momento.