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- ¿Quiere que le acompañe…?

- No, gracias.

El rastrillo de la galería donde estaban las celdas de alta seguridad se abrió para dejar paso al director. José Antonio Sánchez, de traje beige, el pelo siempre engominado, acababa de negar con la cabeza.

Su aspecto físico durante los últimos meses había sufrido un notable cambio. Ya no era ese hombre jovial y vividor que había supervisado despreocupadamente los trabajos de su futura pista de pádel.

Ahora tenida un rostro ceñudo, crispado por las preocupaciones, y un cabello anormalmente encanecido.

Por lo demás, la vida en el centro penitenciario, después de la agitación del mes del desfondamiento del muro, cuando la famosa fuga, había recuperado su férrea rutina y permanecía indiferente a todo el ruido exterior, incólume, como, un iceberg en mitad de un mar agitado.

Julio, uno de los funcionarios más veteranos, lo vio dirigirse con paso apresurado hacia las celdas del final del pasillo, seguido de otros dos compañeros.

Entre ellos ya no se veía a Gonzalo Gómez, quien tras su comportamiento durante la fuga había sido encerrado en una prisión militar.

El director se detuvo ante una espesa puerta blindada, y uno de los subordinados descorrió el visor metálico. Sánchez pidió quedarse solo y cuando lo estuvo habló en voz baja, sin casi mirar por del visor.

- Pedazo de escoria, ¿cómo van tus pesquisas?

La voz, ronca y profunda, tardó en responder.

Cuando lo hizo fue pausadamente, como si le costara mucho esfuerzo.

- Van… despacio.

- Explícame qué quiere decir eso. Tú conoces gente en todas partes.

- Me han dicho que el Abuela está en Madrid. Pero Madrid es una ciudad muy grande, y muy rara –filosofó el temible kíe -. Y más en los últimos tiempos… Hay quien dice que es como París antes de la toma de la Bastilla. O Weimar antes del incendio del Reichstag.

La voz emitió un ruido entre la risa contenida y el gruñido.

El Nazi era quien más hombres había matado en la prisión y había quien decía que en toda España. Pero Sánchez no tenía miedo de un escorpión enjaulado, ni tampoco tiempo que perder.

- ¿Y has pensado en lo que te dije? ¿Se te ha ocurrido algo?

- Se me han ocurrido… muchas cosas. Pero primero necesito saber dónde están.

Sánchez miró hacia donde seguían esperando Julio y los otros funcionarios, a unos metros de él, y bajó la voz.

- Cuando lo sepas, ¿crees que puedes encargarte ese pobre hombre que lo acompaña, el que llaman Hombre de los Veintiún Dedos?

- Pareces nervioso, baranda. El tema te preocupa. Pero estas cosas tienen su complicación y un precio… muy alto.

- Por eso he venido. Un cambio de galería te vendría bien.

- No es suficiente…

- Pues es todo lo que tendrás -dijo Sánchez, y empezó a alejarse. Ya tenía bastantes problemas fuera como para que encima lo mangonearan los presos.

- ¡Espera, baranda! -gruñó la voz ronca a sus espaldas.

José Antonio Sánchez volvió sobre sus pasos.

- Un alijo bueno. Dos veces al año. No me parece mucho pedir.

- Ya se verá, cuando hagas lo que tienes que hacer. En cuanto sepa dónde están, hablamos.

Y los pasos del director resonaron por la galería, mientras se encaminaba de vuelta hacia los funcionarios.