Prólogo:
El carácter de los Caracteres
Como los escritores que los practican, los géneros literarios tienen fecha y lugar de naci-miento. No habría poesía épica sin la Ilíada, lírica sin Estesícoro, diálogo filosófico sin Platón. Tampoco, más modestamente, habría caracteres sin Teofrasto (371 a.C. – 287 a.C.).
Nacido en Ereso, en la isla de Lesbos, se llamaba Tírtamo, pero Aristóteles (a quien sucedió a la cabeza de la escuela peripatética de filosofía) le dio su nombre duradero, que significa “el que frasea como los dioses” o “el del lenguaje divino”.
Diógenes Laercio le atribuye a Teofrasto 227 títulos, con un total de 230,808 renglones. De esa obra ingente, que abarcaba desde la metafísica hasta la botánica y la mineralogía, sobrevive aca-so la décima parte. Una porción mínima de los restos la constituyen los treinta bosquejos o cari-caturas de personajes arquetípicos, prototípicos o meramente típicos que la posteridad conoce como Caracteres morales (’Ethikoì Xaraterês).
La dilatada historia de los Caracteres pasa por los bizantinos Juan Tzetzes y Eustacio, que en el siglo XII los usaron para enseñar retórica; por la traducción al latín de Lapo de Castiglionchio (1430); por varios autores ingleses del siglo XVII y, al fin, por el moralista Jean de La Bruyère (1645-1696), que los tradujo al francés y los continuó con 1,120 textos agrupados en 16 capítulos para componer su obra maestra, Los caracteres o las costumbres de este siglo.*
Comprimidos en una o a lo sumo dos páginas, los Caracteres de Teofrasto comienzan con una definición del vicio o el vicioso estudiados (la rusticidad, el complaciente, la desvergüenza, el hablador) y proceden con rigor silogístico hasta su condena final. Los de La Bruyère, más literato que filósofo, acumulan párrafos de diversas extensiones y abundan en pérfidos retratos de personajes con nombres antiguos, como Egesipo o Mesalina. Los que me atrevo a añadir a esa ilustre galería toman lo que puedan de sus grandes modelos clásicos e incluyen la interlocución con un tú susceptible de ser lo mismo el lector que el alter ego del autor.
Lejos de mí el deseo de instruir a nadie con mis escritos; la idea piadosa (que parecen compartir Teofrasto y La Bruyère) de que la lectura es capaz de mejorar éticamente a los lectores no encuentra muchas corroboraciones empíricas en los sesenta siglos transcurridos desde la invención de la escritura. Tampoco pretendo predicar con el ejemplo; no critico y ridiculizo los defectos ajenos sino para lamentar y acaso redimir los propios. Pero cualquiera que analice la conducta del prójimo en sociedad se interna en los vericuetos de la moral y me declaro extraviado en ellos.
Según el prólogo (apócrifo) a sus Caracteres, Teofrasto los escribió a los 99 años. La Bruyère emprendió los suyos a los 43. A medio camino entre la ancianidad sapiente y la briosa madurez sólo ambiciono con los míos ofrecerle al lector eventual, sobre todo si le incumbe la vida literaria, un espejo de mano donde pueda examinar con otros ojos las imperfecciones de su propio maquillaje.